domingo, 23 de noviembre de 2008

Desfaciendo entuertos I - Olga A. de Linares


El delito había sido cometido, y los alumnos de Taller 7, víctimas de las malas artes de Gevidal y Pato, no daban pie con bola. Mejor dicho, dedo en tecla. 
Babeantes, con la mirada perdida, vagaban por los pasillos del establecimiento,  balbuceando incoherencias y argumentos trillados, en tanto que inadmisibles errores ortográficos y guiones fantasmales les mordían los nudillos. Los seguía de cerca el horripilante espectro de la Página en Blanco, pesadilla de cualquier escritor o aspirante a ídem. Pero, como ninguno recordaba que lo era (o lo había sido), solo asustaba por su parecido con los espantos normalitos de cualquier estofado de terror. 
Lejos de allí,  los villanos se regodeaban con su mal habido premio, seguros de que fama y fortuna serían, de ahí en más, únicamente para ellos.
Así las cosas, regresó al lugar la alumna Olga. De puro obsecuente y sorbe calcetines, se había ido a buscar manzanas a Río Negro, a fin de obsequiar a los sabios (e irascibles) tutores del taller. No pudo, por lo tanto, asistir al siniestro banquete y zafó de milagro de sus terribles consecuencias.  
Entró arrastrando la bolsa de fruta y vio de inmediato el desfile de zombis en que se había convertido la querida escuelita. Un escalofrío le corrió por el cuerpo, y escapó luego a toda velocidad hacia mejores sitios.
—¡Tanya! ¡Cristián! ¡José Luis! —gritó aterrada, al ver a sus preclaros compañeros sentados frente al televisor. En pantalla Tin-Elli, el payaso maldito, les lavaba el cerebro (lo que les quedaba en uso después del hechizo, claro).
Una triple carcajada idiota fue la única respuesta. Consternada, continuó su recorrido, prometiéndose volver para liberar a los pobres cautivos. Primero, debía dilucidar qué estaba pasando. 
En un aula encontró a Francisquito, el prometedor benjamín, muy concentrado en arrancar las páginas de un ejemplar de Ubik autografiado. Ante semejante escena, nuestra insufrible heroína contuvo a duras penas un alarido de horror.
—Algo huele mal en Dinamarca —se dijo, haciéndose la culta.
Del  fondo, a la izquierda, surgió una voz doliente:
—¡No es en Dinamarca, tarada! ¿No tenés unas pastillas de carbón por ahí? 
—¿Saurito? ¿Sos vos?
—No, el Papa Delfín, marmota. ¡Claro que soy yo! O lo que resta de mí después de que esos dos... (por decoro no se reproducen los exabruptos vertidos por el personaje.)
—¿Quiénes hicieron qué? —Olga no podía dar crédito a sus oídos (ni a nadie, a decir verdad; desde que se difundió una receta suya era “persona non grata” en todas las editoriales.)
—¡Y eso! ¿O no oís vos?  Te dije que Pato y Gev... perá que enseguida vuelvo —masculló Saurio, y entró de nuevo  al baño. 
Aprovechando el paréntesis, Olga corrió como tortuga hacia la enfermería. 
Allí encontró a Rasputila haciéndole un exorcismo a su PC, infectada por una misteriosa enfermedad. 
—¡Pastillas de carbón, urgente!
—¿Otra vez colocando mal los guiones, alumna? ¡Me tienen hasta el copete, harto, harto, harto! —chilló el Maestro, arrancándose los pelos en un paroxismo de furia.
—¡Luego hablamos de eso, jefecito! Ahora, ¡las pastillas de carbón, please!
—¡No hay bastantes en el mundo para solucionar todas vuestras cagadas, niña! No tienen remedio, no tienen vergüenza, no tienen consideración, no tienen...
Olga lo apartó de un respetuoso empellón, manoteó el botiquín y salió, veloz cual liebre artrítica, para auxiliar al pobre Saurito.
Once pastillas de carbón y una buena hidratación cervecera más tarde, el recuperado compañero pudo dar una versión más o menos coherente de los hechos (se trataba de Saurio, no olvidar). 
—Lo que esos no saben es que mi bola de cristal es mejor que un GPS para detectar prófugos saboteadores —dijo Olga
—¡Uy, parece un Palantir! —exclamó Saurio
—¡Calláte, chabón! Que si Hartmanovich te escucha se va a dar cuenta de que soy una fana del Señor de los Anillos y me va a bajar la nota...
—Ufa, vos siempre la misma Lisa Simpson...
—¡Andá, acomodado! 
—Si entre ustedes pelean, los devoran los de ajuera... —resonó una voz folclórica.
—¡El espíritu de Martín Fierro! —exclamó Saurio.
—¡No, el de Inodoro Pereyra! ¿No ves al Mendieta? —aclaró la insoportable.
—¡No me hables de inodoros! —gimió su compañero
—Bueno, entonces déjame sintonizar esto. ¡Qué lo tiró! Tenemos un problema, Houston... quiero decir Saurio... Acá me dice  “continuará”
—¿Justo ahora? ¿Tanta cháchara para no arreglar nada?
—Pero es que se nos acabaron las palabr...

Ataque por el flanco – Sergio Gaut vel Hartman



Akiba era uno de tantos judíos prisioneros en Treblinka. Antes, en la época en que podía considerarse a sí mismo como un ser humano, había sido un gran ajedrecista que vivía en Varsovia y participaba en torneos, pero en Treblinka el ajedrez era un recuerdo banal, una confusa mancha de figuras locas que danzaban entre las sombras y el hambre. ¿Cómo conservar la cordura?, se decía Akiba diariamente. Piensa como ajedrecista, se respondía; elabora una estrategia, planifica, permanece atento al posible golpe táctico.
Para llevar a la práctica esa idea, aunque sin esperanzas de ganar la partida, Akiba empezó a construir un juego de ajedrez; no me pregunten cómo lo hizo o si tal cosa es posible. Todo es posible cuando uno está en un campo. ¿Treblinka es posible? Si Treblinka existió, todo es posible. 
Para construir su juego de ajedrez, Akiba utilizó cuanto elemento poseyera cualidades adhesivas y fuera capaz de aglutinarse: barro, moco, saliva, excrementos. Formaba una pasta y la modelaba. Nacieron reyes y damas, alfiles y torres, caballos y peones. Y mientras construía su juego, Akiba adelgazaba, se reducía, menguaba, amenazando convertirse, él mismo, en una pieza más de su bizarro juego de ajedrez. Tanto que cuando terminó su tarea era tan pequeño como un peón y gracias a eso tuvo suerte de que no lo descubrieran. Cuando Pavel Matuzenko, el kapo de la barraca, encontró el juego en la inmunda bolsa que Akiba había usado para esconderlo, estaba completo.
Matuzenko se apropió del juego con la intención de usarlo en su favor, de obtener alguna ventaja, y se lo entregó a Kurt Franz, el comandante del campo. Franz, que no sabía jugar al ajedrez, lo envió a Reinhard Heydrich, que sí sabía, y este, frunciendo la nariz, colocó las figuras en una caja de ébano, decorada con una corona de marfil. El plan que se había formado en su mente de improviso le pareció brillante, un plan ganador: enviarle la caja a Sonja Graf, la mejor ajedrecista de Alemania, a quién siempre había admirado en secreto. Pero Sonja era judía, una cerda judía que había quedado fuera de su alcance. Como el Sturmbannführer era un hombre extremadamente inteligente, capaz de urdir estructuradas estrategias para obtener resultados a largo plazo, y sabía que Sonja se acababa de radicar en los Estados Unidos, tras una breve temporada en Argentina, hacia allí envió la caja de ébano y marfil conteniendo una burla cruel, la clase de burla que un hombre con corazón de hierro podía permitirse y disfrutar por anticipado el momento en que Sonja tuviera en sus manos una masa pegajosa y maloliente.

Sonja también era astuta e inteligente, por lo que sospechó desde un primer momento que esa caja contenía algo más que un juego de ajedrez. En tiempos de guerra, el viaje había sido indirecto y complicado y sólo un propósito siniestro podía animar a Heydrich a la hora de hacerle aquel regalo. Pero la mente ajedrecista suele girar sobre sí misma. ¿Y si no es sí y sí es no? ¿Por qué no pensar que la mentira envuelve una verdad que envuelve una mentira que envuelve una verdad esencial, invisible y fatal?
Sonja abrió la caja con infinito cuidado, como si se tratara de una auténtica caja de sorpresas. No tenía miedo: el Sturmbannführer, que era un patán, estaba tratando de mostrarse refinado y sobrio. Abrió la caja y vio el juego de ajedrez de Akiba. Olió las piezas y leyó el mensaje oculto en ese revoltijo de figuras negras y apenas menos negras que habían mantenido su forma milagrosamente. Tomó su tablero, lo abrió y dispuso las piezas. Tardó cinco segundos en descubrir a Akiba, acurrucado en el rincón más alejado de la caja.
—Sé quien eres —dijo Sonja.
—Faltará un peón negro —dijo Akiba. Era la primera vez que hablaba en mucho tiempo—. El juego está incompleto.
—No importa —dijo Sonja sacando un peón negro de madera del bolsillo—. Este servirá. Ahora juguemos nuestra partida.

Huyamos a Pernambuco - Saurio


Ella en un sillón, luz de lámpara, living comedor, se abre la puerta, tiembla el decorado, él entra, dice Oh Marta, y ella dice Oh Roberto, y él dice Mi mujer sospecha, y ella dice Mi marido, también.
Ella dice Nuestro amor nació prohibido, y él dice Nuestra Pasión nació marcada, y ella dice Huyamos, huyamos, lejos, donde nadie nos conozca, donde nuestro pasado no nos condene, y él dice dice Huyamos, huyamos, lejos, donde nadie nos conozca, donde podamos rehacer nuestras vidas.
Ella en un sillón, luz de lámpara, living comedor, él dice Huyamos, amor, huyamos a Pernambuco, y ella dice Mis hijos, mis hijos.
Ella dice Huyamos, amor, huyamos a Pernambuco, y él dice Nuestro amor, nuestro amor, nació prohibido, y ella dice Nuestra pasión, nuestra pasión nació marcada.
Y él dice Huyamos a Pernambuco, y ella dice Huyamos a Pernambuco, y él dice Huyamos a Pernambuco, y ella dice Huyamos a Pernambuco, y él dice. 

Saltando de la sartén - Víctor Ortuño


31 de Diciembre de 2108

Ésta es la última entrada que escribiré en el diario antes de dejar la Tierra, pues dentro de dos horas un asteroide del tamaño de Texas colisionará contra nuestro planeta, barriendo cualquier signo de civilización sobre su superficie. Pero unos pocos escaparemos a otro sistema solar para perpetuar la especie. Hace un año nadie podía imaginar que podríamos hacerlo. Por fortuna ahora disponemos la tecnología para llevar a cabo esta… locura. Si hubiera ocurrido hace cien años yo no estaría escribiendo esto, aunque puede que nadie llegue a leerlo. Para escapar utilizaremos una máquina que funciona, o debería hacerlo, gracias a una teoría que escribí hace unos años. Sin embargo, tengo mis reservas. El XG3000 nunca ha sido puesto a prueba, y no me fío de los ingenieros. La teoría es perfecta pero, en la práctica podría ser otra cosa. En cualquier caso ya es demasiado tarde. Cuando los observatorios se dieron cuenta de que el objeto OSH25678, popularmente bautizado como “Oh Shit!”, se dirigía hacia la Tierra, enviaron a un grupo de perforadores de petróleo a volar esa maldita roca. Pero fallaron. ¿Quién tuvo la genial idea de mandar a esa panda de puteros a salvar el mundo? El caso es que, gracias a esa absurda pérdida de tiempo, casi no nos quedó tiempo de buscar otra solución. Por suerte alguien del Pentágono encontró mi libro “Hágalo usted mismo: Puertas Interestelares” en alguna biblioteca de barrio, y colocado por error en la sección de ciencia ficción. Lo sé, el título es horrible, pero lo puso el único editor que quiso comprarlo. En él expuse mi teoría sobre cómo viajar de un planeta a otro sin moverse. Resumiendo, digamos que el tejido que forma el espacio y el tiempo es como una hoja de papel. Si dibujamos dos puntos separados en cualquier parte del folio, ¿cuál es la distancia más corta entre ellos? No es una línea recta, como podría pensarse. Si lo doblamos de manera que los dos puntos coincidan y hacemos un agujero que los atraviese, podremos pasar de un punto a otro sin movernos. De la misma forma pretendemos doblar y agujerear el espacio y aparecer instantáneamente en Prime, el único planeta capaz de albergar vida que los astrónomos lograron encontrar. El problema es que el espacio-tiempo no se dobla ni agujerea tan fácilmente como una hoja de papel. Para conseguirlo se necesita antimateria, algo difícil de conseguir y muy peligroso a la hora de manipular. Si una partícula de antimateria entrara en contacto con la materia normal, provocaría una explosión que volaría medio estado de Nueva York. El proveedor es el laboratorio del CERN en Suiza, que lo obtiene mediante su Colisionador de Hadrones. Una vez producida se transporta, en unos contenedores de aislamiento especiales, hasta la base militar secreta de Cheyenne Mountain en Phoenix, Arizona, donde me encuentro ahora supervisando los últimos retoques en la máquina, antes de ponerla en funcionamiento. Como si fueran a suponer alguna diferencia. Si no funciona tal y como está, no funcionará nunca. 
El general Hammond me acaba de llamar por teléfono, dice que está todo listo. Debo irme, espero volver a escribir desde el otro lado.

Addendum:
 
No sé para qué me molesto en volver a escribir. Aunque supongo que la razón será aclarar las ideas antes de morir, o para entretenerme mientras llega el momento. Hay una buena noticia y una mala. La buena es que el  XG3000 funciona, hemos conseguido llegar a Prime. Aparecimos en una enorme llanura verde, donde algunas criaturas parecidas a las vacas, pero de color rojo, pastan tranquilamente ignorando a sus nuevos vecinos. El pequeño grupo de privilegiados, seleccionados para salvar la especie, ha sobrevivido. La mala noticia es que no lo harán durante mucho tiempo. Todas nuestras miradas están dirigidas al cielo, donde una enorme roca del tamaño de setecientos mil campos de fútbol, o lo que es lo mismo, casi siete millones de piscinas olímpicas, se dirige directamente hacia nosotros. ¿Qué posibilidades había de que dos asteroides destructores se fueran a estrellar al mismo tiempo en dos planetas de dos sistemas solares distintos, y que, además, casualmente fuera el que elegimos para escapar de nuestra destrucción? No muchas, si es que había alguna. Esta broma cósmica sólo puede haberla planeado alguna deidad con un sentido del humor bastante negro. Aunque, la verdad, a mí no me hace ni puta gracia...

Mario - José Luis Zárate


Hay un silencio justo del tamaño de su hermano, en todas las cosas. Quitaron la silla para que no se notara el hueco, pero fue como quitarle un pedazo a la rutina diaria de comer. Mama, Papá y el niño que sabía que Mario nunca regresaría a casa. La habitación vacía se lleno de cosas intrascendentes, buscando que nadie entrara. Pero el niño oía a veces a Mamá abrir la puerta, a Papá detenerse un segundo frente a ella. En las noches era posible escuchar la nada rezumando continuamente.
Las miradas ausentes continuaron, las palabras cortándose a la mitad como si la mente de sus padres estuvieran demasiado ocupadas tratando de soportar los recuerdos. Mario esto, Mario lo otro. Él jugaba, ese era su tono de voz, aquel su plato favorito.
El niño trataba de hablar con ellos, pero ellos se alejaban, tal vez curándose en sano de otro dolor. Tal vez por que dolía demasiado aún para querer de nuevo a nadie, de nuevo.
El niño dormía en su cama, solo, abandonado.
Y no se preguntaba que era la muerte.
La muerte era lo que vivía cada día.

Algo usado, algo nuevo - Jorge X. Antares


Sin duda era la moda en los círculos esotéricos de la clase obrera. Una moda que estaba siendo un gran negocio. Se le ocurrió a una sirvienta haitiana en una noche de sábado mientras navegaba lánguidamente por la programación de las teletiendas. Aburrida del último milagro en cocina rápida y del aparato que quemaba las grasas mientras dormías, la mujer saltó a una cadena que llamó su atención. Ponían un documental que trataba el tema de las alergias, algo que a ella no le interesaba, pero en un punto de la explicación de una sesuda doctora vio que la mayoría del polvo de las casas estaba formado de piel humana. ¡Piel humana! El ingrediente principal para muchas magias. Así que ni corta ni perezosa se lo comentó a su sobrino, un avezado emprendedor metido en temas de Internet y le explicó lo que quería hacer. El chico, al principio, no confió en la idea, pero la mujer puso tal empeño en su argumentación que el muchacho, al final, decidió hacer una prueba. Primero tendrían que abastecerse de la materia prima. Hablaron con un grupo de sirvientas y sirvientes que hacían sus labores en casas de gente famosa e importante y les compraron las bolsas usadas de las aspiradoras, sin decirles para qué las utilizarían. La generosa paga calló muchas preguntas. Y ese fue el principio. Un poco de piel, un poco de magia y un tanto de publicidad en los sitios adecuados, lanzaron un pingüe negocio de venganzas a medida, y dieron acceso a la masa media al universo de la magia vudú. Por fin, la gente normal podría castigar a los inaccesibles individuos que les trataban como muñecos, esos políticos prepotentes, esos banqueros rácanos, esos que habían encontrado, por fin, justicia poética.

El que juega con el tiempo - Juan Yanes


Él es el único que juega de verdad con el tiempo. Lo acorta, lo interrumpe, lo estira, lo enloquece, lo convierte en un objeto vibrátil. Él es el único que crea tiempos simultáneos, paralelos, tiempos que luego se pueden cruzar, anudar, destruir. Espirales de tiempo. Él es el único que mezcla los tiempos, les imprime ritmos vertiginosos, los detiene en seco. Él es el que sopesa su profundidad, conoce el grado de conciencia de los seres arrojados sobre el filo de las horas. Él es el que, luego, los dejar caer y juega con las generaciones, las genealogías y las sagas. Él es el que convierte las horas en días y noches y años y siglos. ¡Míralo bien! Está sentado impunemente en su mesa, escribiendo, con la lamparilla encendida. Él es el narrador omnisciente, el que debe morir ahora porque tú y yo lo vamos a matar. Eso es lo único que no sabe.

Publicado en: http://mquinadecoserpalabras.blogspot.com/

Verdadera historia de amor - Lilian Elphick



Pio Gento, italiano de nacimiento, está enamorado de Helga Tito, hermosa croata de veintiún abriles. Pio no sabe que Charly Tan ya le ha escrito a Helga y le promete amor eterno. En la carta dice llamarse Ron Roneo. Indecisa, Helga prefiere guardar silencio y acechar a sus pretendientes. Con artimañas y digitaciones, cita a Pio y a Ron al Bar Budo. Los hombres se encuentran; Helga se deleita mirándolos a escondidas, mientras Fid, el dueño del bar, le habla de compromiso y de utopías sociales. Miau, contesta Helga, coqueta, relamiéndose una mano. Él, Fid, queda impresionado de la capacidad de síntesis de la bella joven.
Pio se rasca la cabeza; Ron, bastante ebrio, le confiesa su verdadero nombre: Elmo John, avecindado en Sonora. Piacere, dice Pio; la gata es mía, responde Elmo, con la lengua traposa, y pide otro trago a cuenta de su interlocutor.
Fid arrincona a Helga y le toca la cola; ésta, indignada, le suelta un arañazo. Fuck you, Fid, le espeta con elegancia. Decide enfrentar a los pacientes varones que la esperan hace más de dos horas.
Se acerca lentamente. Sus ojos verdes poseen un brillo especial. Pio y Elmo, borrachos, se ríen de la muchacha. Ah, llegó Sar Nossa, escupe Elmo. Tenemos que celebrar a Pulgeria Alexandrova, expectora Pio, reventando una liendre que hace un segundo rodaba por su cuello. Helga los mira con asco, pero finge alegría. Se sienta con ellos y pide un Mary Shelley doble. Después de un rato, Helga también está pasada de copas y ha llegado a la 36 D. ¿Conocen a la escritora Elf Hic?, pregunta, dándoselas de intelectual. Sí, claro que la conocemos, gritan a coro los borrachines, nos acaba de inventar. Antes no existíamos y ahora podemos decir “agua va”. Los hombres vomitan arriba de la barra. Llega Fid y exclama "hemos dicho ¡basta!", seguro del plural mayestático. Te dije que esos dos eran unos burgueses, chica, y se nota que nunca leyeron a Hic, en cambio yo me conozco su obra de la pe a la pa, mi he’mana. Lo que más nos gusta de ella es su cuento “Nanera”; ay, una delicia cuando Ba, la protagonista, libera a su pueblo del imperialismo opresor. Quiero leerlo, musita Helga, ¿me prestas el libro? Te lo regalamos, compañera, hay que dar hasta que duela, y cito a J.J. Martí y Pérez: “conocer es resolver”. Vamos a buscarlo, Fid, lo único que quiero es leerlo, que me duela, mojarme de su sabiduría.
Fid y Helga se besan y salen. La galesa Elf Hic, disfrazada de mesera, barre los restos de sus personajes.

Publicado en Ojo travieso, la bitácora de Lilian Elphick

Sinceramente - Juan Torchiaro


…una ayuda. Lo oigo en el tren, destacándose sobre el ruido de las vías y las conversaciones de los pasajeros. Una ayuda y siento cómo se aproxima. Una ayuda, y no quiero. No esta vez. Una ayuda, y viene arrastrándose. Arrastra sus medios muslos. Medio hombre. Será mejor no mirarlo. No ver sus manos mugrientas sobre las que balancea su medio cuerpo. Una ayuda, escucho, pero miro por la ventanilla. Hoy no tengo guita. Las cosas afuera pasan rápido. Una ayuda. Más rápido, me marean. Una ayuda. Cómo hará en el baño, me pregunto. No debe bañarse. Una ayuda. Ya está cerca. No desviar mirada de ventanilla que me marea. Está a mi costado. Su mano extendida. Una ayuda. Pero no tengo guita. Y si tuviera ¿qué? No puede obligarme. Ya no puedo sostener mi mirada en la ventanilla. No voy a mirarlo. No quiero verlo. El lo sabe y espera. El sabe que no soporto. Una ayuda. Me está probando. Su olor me irrita. Contengo la respiración, pero no se va. Insiste. Me provoca, me pone nervioso, de la nuca me pone. Una ayuda... ¡Basta! Me revuelvo y lo pateo. Lo pateo en el pecho, en la cabeza. El me mira. Sangra por la nariz. —Gracias —me dice, y se va arrastrando su medio cuerpo por el pasillo.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Protocolo de seguridad - Jorge Martín


Parecía un hormiguero que había reventado. O una bolsa de gatos. Un síntoma revelador de la extrema gravedad de la situación era que monseñor Silva Doravante, prefecto de la secretaria de refacciones y mantenimiento, habitualmente sereno y atildado, contenía la respiración y se iba poniendo cada vez mas colorado.
—Respire un poco, Eminencia —acotó el diácono cuando notó que alcanzaba un color morado. Es que no sólo la semana anterior habían desaparecido las llaves de San Pedro, que según la antigua tradición abrían las puertas del cielo, que estaban allí desde que San Juan de Letrán fuera consagrada; no sólo había sido vulnerada la cuidadosa vigilancia de la que se jactaba su jurisdicción, sino que por los interminables pasillos corría el rumor que el mismo apóstol había sido el que las había retirado. Si esos rumores se esparcían, iban a rodar cabezas. Un sinfín de circulares y decretos atravesaron los distintos dicasterios pero nada podía contener a la multitud preocupada que llenaba la plaza y pedía explicaciones. 
—A situaciones límites, soluciones extremas —dijo el anciano archidecano del cuerpo colegiado. Todos quedaron congelados, sabían bien a qué se refería.
—¿Es necesario? La última vez que él profetizó se produjo un terremoto —objetó el prefecto.
—¿Tiene alguien una idea mejor? 
 Nadie contestó. Enfilaron como penitentes a la colina de Santo Ángelo para consultar al eremita que hacia veinte años no hablaba con nadie ni salía de su celda. Aseguraban que tenía comunicación directa con el cielo. 
—Te rogamos… —empezó el diácono, pero lo interrumpió el impaciente monseñor—; te ordenamos según la regla de la obediencia que consultes el oráculo sagrado y respondas dónde están las llaves de San Pedro. 
El eremita en las sombras inclinó la cabeza en señal de sumisión y desapareció en su miserable cabaña. Después de largas horas de calor insoportable y silencio absoluto el monje reapareció resplandeciente.
—Alégrense hermanos, obtuve respuesta.
Gran murmullo de alivio, aplausos y hasta algunos irrespetuosos silbidos. 
—Silencio, déjenlo hablar —rogó el joven diácono.
—En el claustro de la clausura Augusta hay una copia de las llaves, en un tarro de yerba vacío que está bajo la mesada de la cocina de Sor Anunciata; están ocultas allí desde hace cien años.
—Estamos salvados —se aflojó monseñor.
—No tanto —continúo el eremita—; la copia está, pero aunque hubiera veinte serían inútiles; en el cielo cambiaron la cerradura.

Los idos - Jacinto Deleble Garea


La farmacéutica loca consiguió finalmente, tras muchos y vanos intentos, hacer germinar en el jardín del manicomio las anfetaminas robadas. Los demás internos acudían todas las tardes a contemplar cómo su compañera regaba el arbusto. Más de una (y más de uno) adquiría a cambio de compensación no siempre económica un buen puñado de sus hojas; y, aunque tuvieron que soportar algún que otro electroshock poco pertinente, nadie reveló la procedencia de los pitillos aquellos con los que traficaban.
Llegada la primavera la rebelión fue a peor. Los pacientes comenzaron a inhalar determinadas flores que les sacaban de quicio; aunque eso sí, les animaban muchísimo. Los médicos nunca consiguieron encontrar el germen de aquel trastorno colectivo que acabaría por destruir la institución que tutelaban.
Finalmente, ni celadores ni vigilantes ni ningún otro medio de seguridad pudo contener la avalancha de locos que se fugó del psiquiátrico. Todos llevaban consigo una curiosa fruta con forma de gragea. Todos excepto la farmacéutica, que fue sacada a hombros: ella llevaba una cesta entera.

El trompo azul - Regina Novakosky


Toda la semana se preparó para esa noche. Toda la semana, la muchacha yin azul gastado por el tiempo, jugó a ser princesa de viejos cuentos de hadas con un final feliz de príncipe encantado.
Ella bailaba y reía. Ella giraba y giraba como un trompo azul bajo las luces brillantes de la noche infinita. Ella, el vaso de cerveza, ella sonrisa inalcanzable, ávida de besos y caricias. Ella, meneando la cabeza de cabellos rojizos, ella, caderas al desnudo. Ella.
En la calidez del verano marean el aire doradas estrellas de artificio y pálidas lunas de papel.
En la noche encendida con fuegos de bengala, el trompo azul gira y gira, la música aturde. Impasible a la histeria y la locura el trompo azul no deja de girar.
La muchacha yin azul gastado por el tiempo, ríe y ríe al compás del áspero sonido de las voces, los gritos y las palmas, tamboriles inconscientes de las sombras.
Ella gira y gira, pidiendo más la boca seca, pidiendo más el cuerpo agitado de deseo, pidiendo más las manos sin caricias, que acarician el aire en busca de otras manos y otros cuerpos que sacien la sed de la boca perdida.
En el misterio de la noche, como un inmenso ópalo traslúcido, el fuego estalla desbocado. Se oscurece el cielo con humos infinitos, se queman oropeles de latón. Una nube negra, ventarrón de veneno en el aliento, arrasa sin pudor cuanto encuentra a su paso.
El trompo azul ha dejado de dar vueltas, el viento negro lo ha postrado en un rincón. Aterrado, percibe el silencio de la muerte.
Nadie supo cuando se detuvo tu cuerda de muñeca muchacha yin azul gastado por el tiempo, uñas rojas comidas por la boca roja, pedazo de tu vida que trataste de engullir en un solo bocado.
Te ha quedado el aliento de cerveza, la pintura corrida de los ojos, la remera en desorden. Pechos y noches ahora sin estrellas ni luna que te acunen los miedos, muchacha desvariada.
La fiesta ha terminado. El trompo azul ya no gira, ella ha dejado de bailar.

Una venganza - Cristian Mitelman


Cuando el General Alvarado volvió del desierto (porque una vez que las leguas quedaron pobladas de cadáveres eso mereció el nombre de “desierto”), sintió el vago resquemor que le había provocado la última frase de Pincén: “todavía no me voy a morir, vas a recordarme hasta el último trazo que dibujen tus plantas”.
“La maldición de un vencido, el odio final de un hombre al que el humus ya comienza a devorarlo; no es más que eso”, pensó el General para tranquilizarse.
Después de la milicia se dedicó a administrar sus campos.
En el final de una lenta jornada de febrero debió hacer un rodeo que lo llevó hasta el límite de unos pajonales, lejos del casco de la estancia.
Se apeó del caballo que comenzaba a corcovear. Lo sorprendió en la frente el golpe de uno de esos goterones pesados que se expanden al caer. La tormenta venía detrás del viento. Enseguida el aire se pobló de un olor húmedo. Maldijo las leguas de su terreno; maldijo estar lejos de la china que ya le estaría preparando el puchero grasoso en la casa. 
Le costó levantar su pierna. La tierra blanda parecía querer hundirlo lentamente. A unos metros el caballo relinchaba asustado, chapoteando en la ciénaga infinita que comenzaba a formarse. 
La huella que dejó la bota le pareció un mensaje antiguo forjado en el barro, en el agua, en el tiempo. Al hundirse pensó que Pincén (o los huesos de Pincén) lo recibirían ahí abajo, en la noche profunda del llano.

Babiando, con la mirada perdida - Saurio


—Babia es una apartada comarca del noroeste de la provincia española de León, que por el norte linda con Asturias, con la que se comunica por diversos puertos como el de Ventana o el de Somiedo. Está integrada por los municipios de Cabrillanes y de San Emiliano, antiguamente conocidos como Babia de Arriba o de Suso y Babia de Abajo o de Yuso, respectivamente. En su parte más occidental se encuentra el Parque Natural de Somiedo y el nacimiento del río Sil perteneciente a la Cuenca Hidrográfica del Duero. El acceso a Babia desde León se hace por la ruta N-623, con dirección a la Magdalena, o por la autopista A-63, tomando posteriormente la salida hacia Villablino. La abundancia de caza y sus bellos y tranquilos paisajes hicieron que en la baja Edad Media Babia fuera el lugar elegido por los reyes de León para alejarse de los problemas de la corte, las intrigas palaciegas y las movidas de piso de los nobles empeñados en instaurar un régimen feudal. Babia también es famosa por sus caballos pequeños y robustos. De esta comarca procedía el caballo del Cid Campeador, como bien indica su nombre, “Babieca” —dijo doctoralmente y con los ojos entrecerrados, sin percatarse que toda su audiencia estaba en Babia, en la otra Babia, la de los castillos en el aire, la de los bosques llenos de hadas y duendes, la que ha hecho de la cría de unicornios su industria principal, la Babia de las melodías tontas y atrapantes, la del tiempo espeso y lento, la de las percepciones confortablemente adormecidas, la que no queda en ningún lugar porque está en todas partes, la Babia que todos conocemos, la Babia que todos amamos y que por eso visitamos con frecuencia, con demasiada frecuencia, con excesiva frecuencia, como corresponde.

La mancha – Begoña Ugalde


Desperté con un timbre insistente. Dormía hasta ese momento muy profundo, soñando con que un perro me seguía varias cuadras. Iba caminando por un parque que está frente a mi casa y descubría que detrás de unos arbustos el parque se prologaba hasta que se me perdía la vista. Era como una cancha de golf pero con muchos árboles que tenían limones y higos. Con los pies adentro de una pileta unos gringos tomaban sol con unas tangas fosforescentes. Yo me sentaba en el borde de la pileta a ver como nadaban unos peces rojos muy bonitos. Se escondían en un barco hundido de plástico, de esos que venden en las tiendas de mascotas. Me mojé la cara y al agacharme sentí que el perro que me seguía se me subía por la espalda. El perro tenía sobre su propia espalda una mancha como de témpera seca. Yo pensaba que era como una herida que le habían dibujado pero que igual le dolía.
Abrí la puerta en pijama y era el administrador muy enojado. Le dije que estaba durmiendo que volviera más tarde. Él me dijo que viera lo que había pasado. Me asomé por la escalera que da al piso de abajo y había una mancha gigante roja. Si, hubo una fiesta anoche en mi casa, si claro alguna gente tomó más de la cuenta, si claro yo lo limpio. Tomé una escoba y paños y cloro y me puse a limpiar la mancha que se prolongaba varios pisos abajo. Qué mañana de mierda. El perro de mi vecina ladraba cada vez que acercaba la escoba a su puerta. No sé si conseguí limpiar bien la mancha. Todo el día tuve sueño.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

De lo que abraza la gente - Maria Cristina Rolnik


En la ciudad, por la calle, si hay sol de invierno, uno puede levantar la vista de la acera y mirar.
En el Once, un morocho petizo y fuerte espera el semáforo en una esquina. Abraza a un maniquí de mujer cubierta, sólo el torso, con polietileno. Las piernas se estiran blancas y rígidas para delante, las uñas de sus pies están pintadas de rojo. El tipo sonríe todo el tiempo. 
En Palermo una chica de ojos muy abiertos y labios apretados lleva una pesada máquina de coser. Está vestida con un pantalón de bambula y, sobre él, una pollera color naranja. Parece saber muy bien hacia dónde va.
En Almagro hay un coche oscuro estacionado frente a una iglesia. En el asiento de atrás hay tres monjas que no se hablan. Las que están sentadas en los extremos, junto a las ventanillas cerradas, son ancianas y se parecen mucho. La del medio es joven y lleva una virgen de yeso en el regazo. Cuando paso junto al auto sólo la jovencita me mira.  Mira como pidiendo ayuda.

Trinidad - Armando Rosselot


Ambos se estrellaron aparatosamente en la esquina de Quinta con Tres Norte. Volaron sesos, ojos y vísceras. Corrí espantado a recoger los restos de mis amigos.
Dios mío, pensé, siempre habíamos sido los tres, los tres compadres, compañeros de juerga y de muchas cosas más. Ahora veía cómo mi soledad se acercaba innegablemente a quedarse por siempre a mi lado.
Traté de juntar sus trozos. Los trataba de pegar con la poca saliva que tenía mezclada con mis lágrimas. Los abracé con fuerza mientras la sangre me envolvía con su metálico aroma hasta que no pude más y caí desmayado por la congoja y la impotencia.
Cuando llegaron los Otros a recogerme y enviar mi triste soledad a un nuevo sitio, ya no había restos de mis compañeros, ni de la colisión, ni de la sangre.
Ni de mí. 
Mi cuerpo es otro, mi mente es otra. Todos los recuerdos son muchos, y aún no logro ver claramente de quién es cuál.
Ahora estoy bajo las llaves de una de las habitaciones para los solitarios. Pero no lo estoy. Hablo y comparto con mi mente triple, hay recuerdos triples, amores triples, odios triples. También un triple deseo de libertad.
Seis ojos ven más que dos, dicen. Y creo, perdón, creemos que escapar de aquí será muy fácil.
Demasiado fácil.

Peligros de leer el diario - Olga A. de Linares


Pasó tembloroso entre titulares que lo zarandearon a fuerza de terremotos, inundaciones y otras catástrofes. 
Soltó con rapidez la Política Internacional, que siseaba amenazante, pero casi se ahoga en la cenagosa situación local. 
En el sector Economía, unos números ávidos intentaron quitarle el anillo de bodas a mordiscos, pero logró escapar más o menos indemne. 
Cultura lo recibió con los brazos abiertos, feliz de recibir visitas inesperadas. Fue lamentable que ese día estuviera acompañada por unas reseñas venenosas y dos poemas que, enfrentados, se calificaban a dúo de “intelectualoide snob” y de “cursi”. Como los dos le parecían patéticos, y  antes de ser forzado a actuar como Salomón, optó por una prudente retirada.
Distraído por la pelea literaria, cayó en Policiales. Fue  un milagro que evadiera las puñaladas y tiros allí emboscados, pero no pudo evitar que unas horribles manchas sanguinolentas cayeran sobre los pantalones recién traídos de la tintorería. 
Un par de partiquinas siliconadas se le colgaron del cuello al atravesar las páginas de Espectáculos, pero pronto perdieron interés, al comprobar lo vacíos que estaban sus bolsillos. Una, con la maligna intención de causarle un problema doméstico, estampó los labios en el cuello de su camisa. 
Los clasificados, igual que en un mercado persa, lo acosaron ofreciéndole el oro y el moro, sordos a sus protestas y ciegos ante su evidente falta de poder adquisitivo. 
Ni siquiera pudo relajarse en el sector Deportes, donde un tenista enojado le arrojó su raqueta por la cabeza, todos los referí le sacaron tarjeta roja al mismo tiempo, y un perro policía le ladró hasta forzarlo a derivar hacia la página de los chistes. 
Ellos, con empeño de payaso, le palmearon el hombro, le hicieron cosquillas, le estiraron las comisuras hasta hacerlo parecer la máscara de la Comedia. Por desgracia, él siempre había odiado a los payasos.
Agotado, sacando fuerzas de flaqueza, se levantó para cambiarse el pantalón y tratar de limpiar la mancha púrpura de su camisa; ella, sin duda, le resultaría mucho más difícil de explicar a su mujer que las manchas de sangre. 
Y pensó seriamente en dejar de comprar el diario. 
Cada día era más riesgoso atravesar sus páginas.

La amenaza - Vladimir Hernández


En cuanto llegué al dichoso planeta me dejé caer por la cantina del espaciopuerto. Tenía el extraño presentimiento de que algo me iba a amenazar en este lugar, pero tal vez fuera sólo paranoia. Necesitaba urgentemente darme un buen trago de alcohol. La cantina de viajeros estelares era una esfera transparente de múltiples niveles, donde pilotos y tripulantes de más de cincuenta especies acudían a beber o intoxicarse los correspondientes metabolismos durante los períodos de carga o descarga de sus mercantes.
Había usuarios de todo tipo: insectoides medianos de los mundos dónicos; artrópodos gigantes del brazo espiral, ulmares anfibios respirando mezclas exóticas de sus cápsulas y enfundados en exoesqueletos de potencia, espinosos yantares de la constelación U-2, escamosos golbs, plumíferos argosianos, y hasta cyborgs-pilotos con implantes de rutinas sociales, todos ellos exhibiendo ese aspecto de viejos y duros lobos del espacio, pero yo no pensaba dejarme avasallar sin sacar a Pepito, que está implantado en la palma de mi mano, se activa por orden neural y su cañón dispara unos magníficos haces de energía plasmática. En fin, Pepito suele ser un argumento muy convincente contra los camorristas de turno.
—Necesito un trago —le dije al cíber bípedo que atendía la barra.
Me miró como si yo fuera un bicho raro y dijo—: No le servimos bebidas a las máquinas. Si necesita algún tipo de reparación acuda al área de servo-mantenimiento.
—No soy un meca, lerdo. Deberías aprender a reconocer a un sofonte de primer orden. Soy un ser humano, tal vez no hayas visto uno nunca.
—No estás en mi matriz. Eres un simple servo averiado.
—Pues actualiza tu dichosa matriz, cabeza de lata —dije, un poco harto de la terquedad de aquel cíber—. Necesito un trago de contenido alcohólico. ¿Acaso los circuitos de inteligencia de esta zona no son muy confiables, o es que la radiación EM está causando estragos por acá?
—Es usted una máquina muy testaruda —terció el cíber—. No posee interfaces que lo identifiquen como un sofonte. Es evidente que alguien le ha vendido defectuosas rutinas de comportamiento, y ahora usted pretende ser lo que no es. Le recomiendo que acuda lo más pronto posible al área...
—¿Acabarás de una vez? —comenzaba a sospechar que el condenado cíber nunca traería mi bebida—. Mira, listillo, he hecho un viaje de mil parsecs desde la Tierra y, francamente, no estoy de humor para aguantar tus letanías de autenticidad. Tal vez haya alguien a cargo de este lugar que pueda darme lo que pido.
—Definitivamente está usted fuera de servicio —dijo sin inmutarse—. Fantasea todo el tiempo. Concluyo que su mal no tiene solución. Voy a llamar a la guardia del puerto para que le transfieran al centro de desmantelamiento.
De repente me di cuenta que mi presentimiento estaba acertado. Nada tenía que temer de los duros lobos del espacio de la cantina; la verdadera amenaza provenía de aquel inepto cerebrito cibernético. No soporto el comportamiento anárquico en las máquinas. Significa que alguien tiene que restablecer el orden.
No me lo pensé dos veces. Activé a Pepito apunté al sujeto, y le di un explosivo “pasaje” hacia el infierno de las máquinas disfuncionales.
No soporto que un meca de última generación me recuerde lo que soy en realidad.

Relatividad - Sergio Gaut vel Hartman


Mahomed tenía dinero, mucho dinero, tanto tanto dinero que casi no sabía qué hacer con él. Su fortuna consistía en pozos; pozos colmados de un producto que empezaba a escasear en la Tierra de mediados del siglo XXI: petróleo.
Lógicamente, Mahomed no era inmune a la única calamidad que ataca por igual a ricos y pobres: la muerte. Y aunque tenía apenas cincuenta años, decidió tomar cartas en el asunto.
Primero se preocupó. Pero como la preocupación no proporciona soluciones efectivas, empezó a pensar. Y pensó y pensó y pensó.
Por fin, un día de luna nueva —la luna nueva proyectaba una sombra densa y pegajosa contra las torres del palacio de diamantes de Mahomed— creyó haber dado en el clavo.
Convocó a todos los sabios del mundo (y cuando digo todos, digo todos los científicos y los filósofos y los técnicos y los charlatanes, que hasta los charlatanes pueden ser sabios cuando se trata de vencer la próxima muerte de un hombre rico) y les entregó primas generosas y los contrató pagándoles sueldos escalofriantes y les prometió premios superlativos si encontraban una solución al problema que lo angustiaba.
Los científicos empezaron a investigar en cuantas ramas del saber es posible investigar; los caminos de la Ciencia son tan inescrutables como los de Dios (y tal vez hasta sean los mismos).
Pasaron muchos años. Muchos. Tantos que cuando los sabios pidieron una entrevista con Mahomed muchos de ellos no eran los mismos y Mahomed tenía ochenta y cinco años; estaba a punto de perder las esperanzas de lograr su objetivo.
Y por una de esas extrañas casualidades que sólo pueden aparecer en relatos como este, dos grupos de científicos se presentaron juntos ante Mahomed, a quién a la sazón ya no le importaban el palacio de diamantes, la luna, la vida ni las barbas del Profeta.
—Señor —dijo el representante de los médicos y los biólogos y los químicos y los teólogos—: estamos en condiciones de proporcionarle un suero que garantiza su inmortalidad y la de todos los seres humanos que lo reciban. —El portavoz de los científicos exhibió una sonrisa espléndida. 
—¡Maravilloso! —dijo Mahomed—. ¡Rápido, rápido, aplíquenmelo, no pierdan el tiempo! Y después úsenlo ustedes y regálenselo a todos los hombres y mujeres del mundo. —La felicidad de Mahomed era tan intensa que no pensó en las graves consecuencias que podría acarrear al mundo el manejo desprolijo de un tema tan delicado. Por eso mismo no advirtió la mirada contrita de los físicos y tampoco notó que la luna llena parecía desproporcionadamente grande y verde.
—Señor —dijo finalmente uno de los físicos—, nosotros también llegamos a una conclusión importante.
—Nunca entendí para qué podría servir la investigación física a propósito de la inmortalidad —dijo Mahomed—. Pero en fin, ya que llevan tanto tiempo tratando de desentrañar los secretos del universo, adelante, ¿qué descubrieron?
El portavoz de los físicos se mojó los labios con la lengua, se rascó la nariz, la barbilla y el cuello. Después se acomodó el nudo de la corbata (curioso adminículo que había vuelto a usarse) y se secó la transpiración de la frente y la nuca.
—¡Hable, hombre!—insistió Mahomed—. ¿Qué puede ser más importante que el maravilloso medicamento que voy a recibir, un suero que me garantiza... cuánto me garantiza?
—Mil años, señor —dijo el portavoz de los médicos, biólogos, químicos y teólogos—. Tal vez dos mil o diez mil. —Estaba tratando de no reír a carcajadas.
—¿Se da cuenta? —Mahomed puso los brazos en jarras y miró al físico en son de desafío—. ¿Tiene que hacer alguna objeción?
—Justamente, señor. Hemos descubierto que al universo sólo le quedan unas horas de vida...

viernes, 14 de noviembre de 2008

Intercambio – Juan Torchiaro


Las cosas apuradas no siempre salen bien. El miércoles iba por la peatonal ¡zip! ¡zap! dele esquivar gente. Al llegar a la esquina de Corrientes, en la vidriera de Show Sport, ¡faa, loco! Unas zapatillas y la madre... Me distraje un segundo y ¡zas! me llevé por delante a un viejito con bastón y todo. Justito en la entrada del Subte “B”. El pobre vino a quedar en posición inestable, que sí, que no, vaciló en la boca de la escalera. Que sí, y que lo agarro de un brazo con mi mano libre. Que ya lo tengo y ¡crack! ruido de madera al quebrarse. Su brazo se queda en mi mano. Comienza entonces a resbalarse hacia abajo. Suelto mi agenda Citanova y le manoteo la cintura. Mi mano izquierda tampoco tiene suerte. Se le desprende ¡agg! la bolsita de colostomía. La garganta oscura de la escalera se lo va tragando. Trato de acompañar su caída lo mejor posible, con las manos ocupadas, sin perder de vista su dentadura que ¡clap! ¡clap! rueda unos escalones adelante. Y por allá los anteojos, y el portafolios que se me atraviesa y lo pateo, mientras voy rogando que no se vaya a partir la cabeza, y se abre y se desparraman los papeles, y por fin, a los tumbos, llegamos ambos al descanso. Ya abajo, en un rincón aledaño a las boleterías, una vez que hube juntado todas las piezas, le ayudé a recomponerse. Esto es de acá y esto otro debe ser de aquí. Al fin quedó como nuevo. —Miresé usted, está hecho un pibe —le digo para infundirle ánimo. —No es para tanto, jovencito, y ese meñique es mío, no se haga el vivo —dijo él, sonriente, mientras se retiraba apurado.
Bueno, hoy es viernes. Llevo puestos sus viejos tiradores. Seguramente él tiene mi agenda Citanova. Entre otras cosas, digo. Porque ahora camino despacito y, además, ¿de dónde saqué yo esta idea de querer cambiar el mundo?

Cuento de lo crudo y lo cocido - Juan Yanes


Yo era una manzana azul, él era un espino negro. Yo era dulce como la guayaba, él era sombrío y amargo como el acíbar. Yo leía cosas que tenían que ver con el don de la ebriedad, él leía cosas sobre la escuálida diosa razón. Yo amaba a Nietzsche, él era devoto de Descartes. Yo era dionisíaca, mientras que él era un vago remedo de sopa de convento, un diminuto apolíneo pusilánime. Yo era hermosa, él un monstruo de fealdad, un paranoico. Yo, además de hermosa, tenía la gracia de ser elegante —está mal que lo diga, pero era así—. Él, además de feo, era extremadamente tosco en sus modales. Yo era un punto y seguido, él un punto y final. Yo tenía la boca perfecta, y sin embargo él, tenía prognatismo maxilar, boca de cucharón. Yo era extraordinariamente inteligente y lúcida —¡Dios, qué falta de modestia!—, él era rematadamente lento de mollera y oscuro. Yo era apasionada, él frío como un témpano. Yo era todo alacridad, fruto sin duda de una educación esmerada, él era un ser violento, artero, un rústico. Yo era optimista a más no poder, él era pesimista sin remedio. Yo me tragaba el mundo, él lo llevaba a cuestas. Éramos la antítesis el uno del otro. Por eso nunca se enamoró de mí, ni yo de él. Éramos dos seres asimétricos. Yo cocida, él crudo.

Publicado en: http://mquinadecoserpalabras.blogspot.com/

Spam - Héctor Ranea


Entre los doscientos cuarenta y tres mensajes electrónicos que llegaron ese día, Don Martínez de la Horca recibió un par que aludía a la historia revisada de hechos que lo tenían a él como protagonista.
En el título se mencionaba que se habían narrado los sucesos en modo diverso a como realmente ocurrieron. Dado que él, heredero de una tradición en la que el pundonor y la gloria habían acompañado siempre los actos de los de la Horca, consideraba que la historia oficial le era injusta, decidió abrir dichos prometedores documentos.
Años atrás, cuando uno de sus nietos le había acercado este engendro de máquina, cargada con maravillosos sistemas que lo conectaban al mundo, le había parecido una tecnología digna de haber sido introducida por él a este atrasado país en el que vivía. Como su virtual detención domiciliaria le impedía visitar los lugares en los que la gente de bien se vinculaba con los hechos de la realidad, no le quedaba otra salida que esta que le proponía el nieto. La última vez que abrió un mensaje desconocido había sido de un tratamiento para conservar por más tiempo las erecciones, pero el chasco era que necesitaba tener una para comenzar el tratamiento. Estafadores, dijo el gaucho, y no habló más del tema.
Aun considerando tantas chambonadas como la narrada, el hombre decidió continuar una inspección de los dos mensajes que prometían una neo revisión de la historia. Por lo que le habían enseñado, ambos mensajes estaban libres de riesgo y por ello abrió el que decía “primera parte”. Y se quedó muy contento con lo que allí leyó. Se comentaban elogiosamente algunos discursos de la época, entre ellos al menos dos de él mismo, el primero, aquella primera noche en el gobierno y el otro, poco antes de ser desplazado.
El primer mensaje decía que, en el segundo, toda la verdadera trama de mentiras antinacionales sería descubierta, por lo que Don Martínez de la Horca lo abrió sin hesitar, lejos ya de sospechar algo malo. Craso error.
No fue más que hacer clic en la apertura que el mensaje se convirtió en un virus letal, aprovechando la brecha abierta por el primero. Comenzó haciendo caer las letras de todos los archivos que iba abriendo automáticamente. Don de la Horca alcanzó a ver pasar por ahí los capítulos de sus memorias, destrozados por manos virtuales hoja por hoja. Todo era convertido en amasijos de ceros y de unos sin sentido. 
Pero una vez que hubo terminado con la memoria de la máquina, el virus la emprendió contra las partes físicas de ella. Y cuando provocó aquel ruido parecido a espuelas militares sobre cuerpos humanos, mientras en el monitor se esbozaba la foto de su nieto, de la Horca estaba cayendo ya por las escaleras al muere, mientras la voz de su nieto repetía, desde lo que quedaba de su computadora: 
—Tené cuidado con el spam, abuelo; cuando tiene pinta de ser amigable, suele ser terrible.

Sin retorno - Libia Brenda Castro


Cada vez que me iba era para asistir a eventos fascinantes: pude inclinar la frente ante la reina Nefertiti; estuve sentada a dos metros de Oscar Wilde, mirándolo almorzar; incluso asistí a la primera proyección de los hermanos Lumiere, después de pasar un mes navegando en un barco vikingo. Mi vida era fabulosa, podía llegar a cualquier sitio, en cualquier momento. Lo tenía todo cubierto, nunca intervine en ningún hecho: me limitaba a observar, durante lapsos breves, y luego volvía. Mis viajes se hicieron cada vez más largos, mis amigos sabían que yo estaba fuera por mi trabajo y nunca le dije nada a nadie, porque hubiera sido un error. La cosa es que de repente todos empezaron a decirme “te ves un poco abatida”, “no trabajes tanto”; luego el novio que tenía me miró preocupado “amor, te ves ajada”; y finalmente, después de una estancia muy larga en la segunda década del Siglo I, regresé y me di cuenta de que la gente se sorprendía al verme, hubo quien incluso se asustó: era mucho mayor que todos.

Déjà vu - Antonio J. Cebrián


Llegado el final de mi vida —un día como otro cualquiera—, me encontré en el umbral de lo desconocido, a punto de enfrentarme al mayor misterio de todos los tiempos. Pero, traspasada la línea, no había allí túneles de luz, ángeles ni demonios. Tan sólo un hombre con traje gris que se acercó y se detuvo junto a mí.
—¿Eres Dios? —le dije.
—Jamás pretendería tal cosa —respondió—. Sólo soy la forma que tú das a una pregunta... o tal vez el delirio de un moribundo.
—¿Y cuál es esa pregunta?
—Ha llegado el momento de inyectar de nuevo tu esencia al principio de los tiempos, y ahora debes elegir el lugar y el momento en que se manifestará. Puedes recorrer la vida de alguna de las personas que ya vivieron o puedes recorrer la tuya de nuevo.
—¿Quieres decir exactamente la misma vida? ¿No podré cambiar nada?
—Por supuesto que sí. El futuro estará en tus manos, podrás cambiarlo todo, y lo harás. Y el resultado de todos tus cambios volverá a ser el mismo. Tu vida será exactamente igual a la que ya fue.
Volver a vivir la misma vida... Volver a sentir la cálida luz del Sol en mi piel infantil, las gruesas y heladas gotas de la tormenta de verano que comienza, el olor a juguete nuevo, a tela limpia y lapicero... Sólo por eso ya valdría la pena retornar. Pero, además, volver a verlos... A todos ellos, otra vez; y charlar, y escuchar sus voces... Y descubrirlo todo de nuevo, saborear la infinita capacidad de asombro del que ve y siente por primera vez... Y pasear al borde del abismo nuevamente sin saberlo...
—Sí, volvería una y mil veces.
—Doy fe de ello —dijo la pregunta.
—¿Quieres decir que ya lo he hecho otras veces?
—No puedo responderte, sólo estoy aquí para plantearte la pregunta. Ahora, puedes irte.
Y marché hacia la luz. No la luz de la muerte ni del final eterno, sino la luz del comienzo, una vez más.
Ahora soy un niño. Vuelvo a ser yo. Me dejo vivir sin prisas y sin miedo a nada ya, perpetuando sin saberlo el mito del eterno retorno. Sin recordar nada del futuro que ya fue, me deleito con el aroma de la hierba y la explosión de luz y color que se abre ante mis ojos y disfruto corriendo como no lo podré hacer algún día. Tan solo en algún leve momento me detengo y digo: “esto ya lo he vivido antes”... Pero es sólo una sensación fugaz y pasajera, un recuerdo de alguien que no soy yo... todavía.
Ahora me marcho; tengo toda una vida que vivir y la persona que comenzó este relato no está aquí ya. Lo estará algún día —sin duda—, y volverá a contar esta historia a los que comparezcan aquí de nuevo, manifestando su esencia a través de los presentes, una vez más; como siempre ha sido desde que el Universo permitió que el tiempo recorriera reiteradamente su orografía infinita, conformada por un mosaico inacabable de instantes sólidos esculpidos en la trama de lo absoluto, allí donde no existe pasado ni futuro y el tiempo es sólo una circunstancia ocasional. Y así seguirá siendo por siempre, o al menos, así nos lo parecerá a los minúsculos habitantes de la cresta de la ola del tiempo, cuya esencia sólo puede manifestarse en el filo de esa línea intangible donde converge el fluir del tiempo con la historia inalterable.

jueves, 13 de noviembre de 2008

El enemigo implacable - Cristian Mitelman


¿Crees que los muros de esta celda son lo suficientemente poderosos como para ocultarme? ¿Crees que los tormentos que me imponen tus carceleros sin rostro pueden vejarme? ¿Crees que con el terror lograrás perpetuar tu imperio?
Hoy has cometido un error fatal, porque en la estatua que te has erigido, en el interior de esa estatua de un blanco atroz como el de miles de cráneos pulidos, vive un pequeño gusano que sabe horadar pequeñas  galerías en el mármol que parece invencible. Es tan ínfimo, que bien podría caber bajo cualquier uña, pero desparrama cientos de nuevas larvas que también ramificarán nuevos caminos.
Y con el tiempo (créeme, tengo una paciencia de ojos quemados) todo el mármol se desplomará, vencido por una infinidad de resquicios.         
Aquí, hundido en la celda de los ratones, me consolaré noche a noche sintiendo los hondos crujidos de la estatua y el temblor de tu espíritu. (China, VI d.C.)

Más vale solo que mal acompañado - Oriana Pickmann


Se levantó. Adolorido, resaqueado. No recordaba lo sucedido, había mucho desorden a su alrededor, cristales rotos, extraños, cortantes, colorados como la sangre. Sin saber por qué, los recogió, los unió, y cuando hubo formado ese bulto innombrable, de forma extraña, lo colocó en el hueco que le había quedado en el pecho. 
Volvieron a su mente punzantes imágenes. Fue sacudido nuevamente por miles de relámpagos. El bulto quizo romperse otra vez, quiso saltar de su pecho, pero él no lo permitió. 
—No tienes vida propia —dijo—. Me perteneces y puedo hacer contigo lo que quiera.
Pero el bulto no podía más. El viejo lo supo. Y después de una lucha incansable entre el amor y el desamor, entre imágenes dolorosas y la noche, decidió arrancar de sí ese bulto odioso. Lanzarlo, destruirlo. Quedar con ese horroroso hueco en el pecho.
—Prefiero vivir sin corazón antes que tener uno para armar a duras penas cada vez que se desarme.
Y así fue que el viejo siguió su camino, sin corazón, con un agujero abierto, sangrante, pesado, feliz.

El mago - Viviana Comeron


“…Desde el principio he sido adorada y temida.
Todas las religiones crecieron conmigo y gracias a mí.
Mi nombre es Magia, y estoy en todas partes.”
Abraham B.Hurwitz

—No puedo entender que creas en esas cosas ¡Me extraña, Francisco! Un hombre de letras, todo un profesional metido en esta paparruchada. ¡No me cierra!
—Voy a rescatarte de tu escepticismo.
—Claro ¿y cómo podrías hacerlo? Tus trucos no van a resultar; soy un hueso duro de roer. Con otros podrás, con los crédulos, necesitados, los que se aferran a cualquier cosa. Conmigo, ¿cómo harías?
—Así.
Y con un chasquido lo hizo desaparecer. Se vio obligado, nunca pudo resistir los desafíos.
Durante dos horas permitió que Alberto deambulara entre bosques, castillos y gnomos. Caballeros valientes y doncellas inocentes, que por morder manzanas o pincharse con la aguja de una rueca, inertes, esperan el beso amoroso que las traiga a la vida.
Asegurándose que todas las imágenes estaban a buen recaudo en la memoria de su amigo, chasqueó los dedos por segunda vez.
Alberto regresó un poco maltrecho. Enmohecido, ojeroso y despeinado se encontró en el mismo sillón del que había partido.
Tardó en hablar el mismo tiempo que demoró el viaje.
Francisco le sirvió un coñac y extendiendo la copa preguntó:
—¿Estás bien, Alberto?
—Nunca voy a perdonarte —respondió el hombre, dando un sorbo a la bebida. Al mismo tiempo, puso la mano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta y con cierta dificultad sacó algo que parecía una escama. 
Con evidente asco la dejó caer en la mano de Francisco quien, inmutable, dijo sonriendo:
—Ah, de dragón. Gracias.

El habilidoso - Susana Duré


Famoso fue el caso del futbolista uruguayo Hermes Washington Camacho. Hijo de un corredor de bolsa y una contorsionista profesional, se destacaba en la primera división de Peñarol por su agilidad, su impecable pegada y sus indescifrables gambetas. Con el número “10” en la espalda, era el capitán del equipo y el ídolo del público en general, y de los aurinegros en particular.
Todos querían verlo jugar; a los 19 años era la mayor promesa del fútbol oriental. En el cuerpo técnico de Peñarol, el club que lo había visto nacer, todos lo adoraban y destacaban su físico privilegiado: flexible como un junco, fuerte como una barra de acero y veloz como el viento. 
Aquel domingo se jugaba la final de la Copa de Honor, frente a Defensor Sporting. El partido estaba igualado en cero, y faltaban minutos para el pitazo final. 
Sacó el arquero; Hermes bajó el balón con el pecho, y en una sucesión de rápidos movimientos enganchó, con pelota dominada, de izquierda a derecha, giró, metió una espectacular rabona en la que no midió su fuerza... Y terminó hecho un nudo en el área rival. 
No hubo manera de desatarlo. Probaron los jugadores, los entrenadores, los utileros... Tampoco pudo su madre, experta en la materia. La cirugía no prosperó, los doctores no se animaron a meter mano.
Agotados todos los medios, la única esperanza era Lily Montalvo, la famosa curandera charrúa. Lily se negó por razones poderosas: era fanática de Nacional. Intentaron convencerla por todos los medios, con halagos primero, con amenazas después... Pero no hubo caso, la curandera no quería saber nada con los clásicos rivales.
El pobre Hermes no se resignó, y siguió ligado al club de sus amores, aunque ya no como jugador, sino como mascota. 
Sin embargo, nunca dejaron de insistir con Lily. Tanto le rogaron, que finalmente, dos años después, accedió a concederle un pequeño alivio. Le desanudó el pie derecho.
Son muy pocos los que recuerdan a Hermes Washington Camacho por sus goles y sus lujos. “El Nudo”, como se lo llamó, quedó en la historia de Peñarol por alegrar los entretiempos haciendo jueguitos con su pie derecho. 
Y eso que era zurdo... 

Alberto C, aprendiz de maestro - Javier O. Trejo


Alberto C era un escritor de fama. De él se decían muchas cosas: pedante, genio, malhumorado, brillante, obtuso, pobre, buen escritor. Algunos rumores sobre él ponían en duda su mención sobre la ética. Digo mención porque Alberto hablaba mucho sobre la ética y sobre cómo se debe ser ético, sobre la postura ética. Y ya decía mi abuelita que si me dices lo que tienes te diré lo que te falta.
Tenía un taller literario sobre el que había muy poco para reprochar y menos para rumores. Algunos escritores jóvenes de cierto renombre y, es justo decirlo, algo de moda, habían salido de su taller. 
Nunca supo por qué había iniciado el taller con cierto desgano; no había sido ni por dinero ni por fama. Con el tiempo descubrió dos cosas: que al intentar enseñar lo único que se puede asegurar es que se aprende y que, las discusiones, los ejercicios, las correcciones y los cuentos del taller, eran una fuente muy rica en ideas. No me atrevo a hablar de plagio, sólo de una delgada línea, borrosa y cruel, que a veces se traspasa. 
Su aprendiz más joven era apenas un adolescente y lo aceptó sólo porque vino con un libro de Bradbury, uno que él había leído a más o menos a la misma edad. 
En una de las clases, el aprendiz le mostró un cuento nuevo. Alberto lo leyó en silencio. Había que retocar aquí y allá pero la historia era conmovedora, bien narrada. Un muy buen cuento. 
Ves, le dijo al joven escritor, esta frase que dice que la viejita se mecía con deleite es un tanto empalagosa, no nos mecemos, nos hamacamos, ¿no?, ¿a vos que te parece?
El joven asintió. Andá nomas le dijo, poné algo como la vieja se hamaca, trabajalo un poco, la historia se agota rápido. 
El joven se fue, acostumbrado al trabajo duro y al rigor.
Alberto se quedó pensando, escribió unas líneas, siguió pensando. ¿Y si lo vuelvo a escribir con lo que me acuerdo? Un ejercicio clásico, escribir de nuevo una historia conocida o un cuento famoso. En realidad es una recreación, sólo voy a agregar calidad. 
Se publicó, se consideró en las obras escogidas, se mencionó, se tradujo. Del joven nada se supo. 
A esta altura, si esa línea gris, a veces grosera, se traspasó, no importa. Si el joven hubiese podido ser un gran escritor, nunca se sabrá. Por eso que se dice que los grandes persisten, se abren camino igual. Pero también existen las monedas que caen del otro lado y un destino que cambia.
Alberto nunca, pero nunca, pudo pasar de aprendiz y eso sí, es una certeza.

Unión verdadera - Francisco Costantini


Rocío y Joaquín son hermanos muy unidos, a pesar de la diferencia de edad: ella tiene nueve años y él dieciséis. Cada tarde, cuando la niña llega del colegio, lo primero que hace es ir a su habitación para jugar con él. Sin embargo, esto no siempre fue así. 
Antes, Joaquín no sólo ignoraba a su hermana, sino todo aquello que no fuera su computadora. Estaba el día entero sentado frente a ella, ni siquiera la dejaba para comer. A cada hora chateando, subiendo fotos, viendo fotologs… Su madre ya no sabía cómo hacer para que se desconectara de ese mundo, no había retos ni castigos que surtieran efecto. Cierta tarde, resignada, le dijo: “Parecés una planta, todo el día ahí sentado, sin hacer nada.” Esto le causó mucha gracia a Rocío, que casi se descompuso de la risa. Pero ni sus estridentes carcajadas parecieron afectar a Joaquín, que seguía anclado al monitor. La madre meneó la cabeza, indignada, pero en ese momento mucho no podía hacer porque tenía turno con el dentista. Entonces se marchó, apurada, y Rocío quedó haciendo la tarea en el comedor.
Una hora después, cuando la niña se dirigía a su habitación para buscar un libro, pegó tremendo alarido por lo que vio. Su hermano seguía sentado frente a la computadora, pero lucía muy distinto. Sus pies habían tomado la forma de raíces retorcidas, las cuales habían roto el parqué y se hundían en el piso. Pequeños tallos le salían de las orejas, los orificios nasales, la boca… De todo el cuerpo. Rocío se aproximó con pasos cautelosos, tocó con la punta del dedo el hombro de Joaquín y lo llamó, pero él no contestó. Entonces, armándose de coraje, la niña extendió la mano y con ella acarició sus mejillas, y pudo notar que su hermano estaba duro, petrificado. Llorando, Rocío corrió hasta el teléfono y se comunicó con su madre. Cuando esta llegó, no dio crédito a sus ojos y la embargó la desesperación.  
Los días pasaron y Joaquín no mejoró, al contrario: lentamente una corteza áspera fue cubriendo su piel y los tallos se convirtieron en vigorosas ramas pobladas de hojas. La madre sabía que nadie, jamás, creería semejante historia; por eso, cuando comprendió que la metamorfosis era irreversible, decidió declarar a su hijo como desaparecido y puso fin al asunto.  
Meses más tarde tuvo que talar el árbol, pues las raíces estaban destruyendo los cimientos de la casa y las ramas amenazaban el techo y las paredes. En su conciencia, su hijo verdaderamente había desaparecido, y aquello que crecía en su cuarto no era más que un vegetal inoportuno. Sin embargo, no se atrevió a tirar la madera al fuego, sino que la cargó en el auto y la llevó a una carpintería. 
Y por eso todas las tardes, cuando Rocío llega de la escuela, pasa horas y horas jugando con el caballito de madera que, para ella sí, continúa siendo Joaquín.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

En la montaña de Longhu - Olga A. de Linares


Me gusta estar aquí. 
Claro que hubiera preferido seguir viviendo allá abajo,  cerca del hermoso Poyang, pero dado que no podía negarme a partir, estoy mejor que en otro lado.
Por lo menos, acá corre el aire, y tengo una hermoso paisaje a mis pies. 
Siempre me gustaron las montañas de Jiangxi, con sus laderas veladas por la niebla, y el río Yangzí corriendo a sus pies. Pero si no fuera por el  torrente que se despeña a poca distancia y los pájaros, tal vez la soledad y el silencio me abrumarían. Sus voces y cantos  no son un mal consuelo, y me acompañan en mi destierro.
Aunque, debo confesarlo, a veces la tristeza me invade igual que la niebla a la montaña. 
Es que extraño a los míos. 
Pienso a menudo qué harán, si todavía me recuerdan, si les sigue doliendo el alma cuando, a la hora de la cena, solo mi nostalgia ocupa el asiento aquel, junto a la ventana.
Y me apena saber que un día ya no notarán mi ausencia. 
Igual que ver cómo, poco a poco, se me van borrando sus recuerdos. 
Temo que pronto ya no tendré memoria de la sonrisa blanca de Lian, ni del brillo del farol sobre la trenza oscura de Xia Jun. Tampoco recordaré  el borboteo tranquilizador de la olla sobre el fuego, ni la voz aguda de Wang al despertar. 
Es todo lo que me queda ya. 
Apenas un puñado de imágenes que palidecen día a día, mientras el viento arrulla mi ataúd, y llora conmigo mi muerte.

Hacia abajo - Sergio Gaut vel Hartman


Tic. Había retrocedido para observar el efecto de la última pincelada y tac. Estaba en el aire, cayendo.
Primero, antes de poder gritar, se ahogó. El terror se le enredaba en la garganta como un trago desmesurado; a la voluntad reptil (clamar, aullar pidiendo auxilio) se oponía la parálisis inducida por el inminente choque contra el suelo.
Pero finalmente pudo gritar. Histéricamente. Desesperadamente. Y bramó, chilló, rugió. Inútilmente. ¿Qué magia puede modificar el hecho de que ochenta kilos de carne lluevan a cántaros desde el piso 30? Seguiré gritando, se dijo con asombrosa lucidez, hasta que la fuerza del aire exhalado por mis pulmones logre frenar la caída. Consiguió darse vuelta (había estado cayendo de espaldas) y siguió gritando. Pero no dejó de caer, y la velocidad de caída no disminuyó un ápice, por el contrario: notó que aceleraba. Volvió a girar sobre sí mismo; la vereda venía al encuentro de su cuerpo con el crudo realismo de un film catastrófico, aunque al mismo tiempo parecía alejarse como afectada por la deformación angular de una lente ojo-de-pez.
Voy a morir, pensó; nada puede remediarlo. Mis huesos estallarán formando mil puntas de flecha, perforando desde dentro los órganos y la carne hasta dejarme convertido en un espectacular erizo de púas blancas; los transeúntes se detendrán a observar el bulto inmóvil y harán comentarios ridículos, poniendo de relieve su estupor; luego mirarán hacia arriba, construyendo teorías, tan especulativas como imprecisas.
Sin embargo, seguía cayendo. ¿No terminaría nunca? Descubrió que había cerrado los ojos para evitar la visión del impacto y cuando volvió a abrirlos notó que el suelo, relativamente, se empezaba a alejar, ¿o era una ilusión óptica?
La Ley de Gravitación. ¿Qué sabía acerca de eso? Galileo y Newton pasaron a su  lado, superándolo, abrazados como viejos borrachines, puteando a Einstein porque la formulación de la Teoría del Campo Unificado hería sus finas sensibilidades. Visiones. Delirios. Esta caída debe terminar en algún momento, se dijo; de hecho: ya tendría que haberme estrellado. ¿Qué extraña fuerza operaba desde la dirección opuesta? Volvió a especular con la idea de que no tenía experiencia previa en eso de precipitarse al vacío. ¡Tonterías! Sabía de muchos casos de personas que cayeron y murieron. No, la gravedad no tenía nada que ver. Entonces, qué. 
Aquiles. Esa era la respuesta. La distancia entre Aquiles y la tortuga equivale a la distancia entre mi cuerpo y el suelo, reflexionó. Mientras Aquiles recorre la mitad de la distancia que lo separa de la tortuga, la tortuga recorre la mitad de la distancia que la separa de un punto imaginario, ubicado a cierta distancia de donde se encuentra en ese momento. Como la Tierra se mueve en dirección a un punto del espacio (cuya ubicación ahora no viene al caso), recorre la mitad de esa distancia en el mismo tiempo que el cuerpo cayendo recorre la mitad de la que le corresponde. Y así sucesivamente. De tal modo, si bien la distancia es finita existen infinitas posibilidades de dividir esa distancia.
Bien; aquí estamos. ¿Existe alguna refutación de la paradoja de Aquiles y la tortuga? Si bien la incomodidad de la caída era un obstáculo para profundizar el tema (la camisa, embolsada desde la cintura le tapaba parcialmente el rostro; el polen flotante se le metía los ojos; lo azotaban las ramas de las azaleas que sobresalían de los balcones), el sentido común le indicaba que la teoría debía hacer agua por algún lado. No obstante, ante la precariedad de la situación, bien podía prescindir de una confirmación inmediata de la teoría. ¿Por qué no dejar eso para un futuro indefinido, cuando el panorama apareciera un poco más claro? Decidió, finalmente, cambiar de actitud, disfrutar la caída, y en eso estaba, cuando se estrelló contra el suelo. Los huesos estallaron formando mil puntas de flecha y perforaron desde dentro los órganos y la carne hasta dejarlo convertido en un espectacular erizo de púas blancas; los transeúntes se detuvieron a observar el bulto inmóvil e hicieron comentarios que pusieron de relieve una enorme perplejidad; miraron hacia arriba, construyeron teorías, especulativas e imprecisas. Aquiles y la tortuga no fueron mencionados, para nada.