
El delito había sido cometido, y los alumnos de Taller 7, víctimas de las malas artes de Gevidal y Pato, no daban pie con bola. Mejor dicho, dedo en tecla.
Babeantes, con la mirada perdida, vagaban por los pasillos del establecimiento, balbuceando incoherencias y argumentos trillados, en tanto que inadmisibles errores ortográficos y guiones fantasmales les mordían los nudillos. Los seguía de cerca el horripilante espectro de la Página en Blanco, pesadilla de cualquier escritor o aspirante a ídem. Pero, como ninguno recordaba que lo era (o lo había sido), solo asustaba por su parecido con los espantos normalitos de cualquier estofado de terror.
Lejos de allí, los villanos se regodeaban con su mal habido premio, seguros de que fama y fortuna serían, de ahí en más, únicamente para ellos.
Así las cosas, regresó al lugar la alumna Olga. De puro obsecuente y sorbe calcetines, se había ido a buscar manzanas a Río Negro, a fin de obsequiar a los sabios (e irascibles) tutores del taller. No pudo, por lo tanto, asistir al siniestro banquete y zafó de milagro de sus terribles consecuencias.
Entró arrastrando la bolsa de fruta y vio de inmediato el desfile de zombis en que se había convertido la querida escuelita. Un escalofrío le corrió por el cuerpo, y escapó luego a toda velocidad hacia mejores sitios.
—¡Tanya! ¡Cristián! ¡José Luis! —gritó aterrada, al ver a sus preclaros compañeros sentados frente al televisor. En pantalla Tin-Elli, el payaso maldito, les lavaba el cerebro (lo que les quedaba en uso después del hechizo, claro).
Una triple carcajada idiota fue la única respuesta. Consternada, continuó su recorrido, prometiéndose volver para liberar a los pobres cautivos. Primero, debía dilucidar qué estaba pasando.
En un aula encontró a Francisquito, el prometedor benjamín, muy concentrado en arrancar las páginas de un ejemplar de Ubik autografiado. Ante semejante escena, nuestra insufrible heroína contuvo a duras penas un alarido de horror.
—Algo huele mal en Dinamarca —se dijo, haciéndose la culta.
Del fondo, a la izquierda, surgió una voz doliente:
—¡No es en Dinamarca, tarada! ¿No tenés unas pastillas de carbón por ahí?
—¿Saurito? ¿Sos vos?
—No, el Papa Delfín, marmota. ¡Claro que soy yo! O lo que resta de mí después de que esos dos... (por decoro no se reproducen los exabruptos vertidos por el personaje.)
—¿Quiénes hicieron qué? —Olga no podía dar crédito a sus oídos (ni a nadie, a decir verdad; desde que se difundió una receta suya era “persona non grata” en todas las editoriales.)
—¡Y eso! ¿O no oís vos? Te dije que Pato y Gev... perá que enseguida vuelvo —masculló Saurio, y entró de nuevo al baño.
Aprovechando el paréntesis, Olga corrió como tortuga hacia la enfermería.
Allí encontró a Rasputila haciéndole un exorcismo a su PC, infectada por una misteriosa enfermedad.
—¡Pastillas de carbón, urgente!
—¿Otra vez colocando mal los guiones, alumna? ¡Me tienen hasta el copete, harto, harto, harto! —chilló el Maestro, arrancándose los pelos en un paroxismo de furia.
—¡Luego hablamos de eso, jefecito! Ahora, ¡las pastillas de carbón, please!
—¡No hay bastantes en el mundo para solucionar todas vuestras cagadas, niña! No tienen remedio, no tienen vergüenza, no tienen consideración, no tienen...
Olga lo apartó de un respetuoso empellón, manoteó el botiquín y salió, veloz cual liebre artrítica, para auxiliar al pobre Saurito.
Once pastillas de carbón y una buena hidratación cervecera más tarde, el recuperado compañero pudo dar una versión más o menos coherente de los hechos (se trataba de Saurio, no olvidar).
—Lo que esos no saben es que mi bola de cristal es mejor que un GPS para detectar prófugos saboteadores —dijo Olga
—¡Uy, parece un Palantir! —exclamó Saurio
—¡Calláte, chabón! Que si Hartmanovich te escucha se va a dar cuenta de que soy una fana del Señor de los Anillos y me va a bajar la nota...
—Ufa, vos siempre la misma Lisa Simpson...
—¡Andá, acomodado!
—Si entre ustedes pelean, los devoran los de ajuera... —resonó una voz folclórica.
—¡El espíritu de Martín Fierro! —exclamó Saurio.
—¡No, el de Inodoro Pereyra! ¿No ves al Mendieta? —aclaró la insoportable.
—¡No me hables de inodoros! —gimió su compañero
—Bueno, entonces déjame sintonizar esto. ¡Qué lo tiró! Tenemos un problema, Houston... quiero decir Saurio... Acá me dice “continuará”
—¿Justo ahora? ¿Tanta cháchara para no arreglar nada?
—Pero es que se nos acabaron las palabr...