Mostrando las entradas con la etiqueta Iris Giménez. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Iris Giménez. Mostrar todas las entradas

jueves, 7 de octubre de 2010

La dueña de los sapos - Iris Alejandra Giménez



Cuando Adrián enfermó me vinieron a la memoria algunos recuerdos nítidos: juntándonos las manos a través de túneles perfectos en montañas de arena; su dedo índice flaquito de tanto chuparlo; los ojitos risueños perdidos en el fondo de su cara buscándome.
Después de la lluvia, a Adrián y a mí nos gustaba salir a juntar sapitos en una palangana. Él era más chico pero tenía buenos reflejos y era seguro con las manos, atributos indispensables para atrapar con éxito a esos escurridizos anfibios. Yo era quien los descubría más rápido, la de las ideas, la mayor y, en definitiva, la dueña de los sapos.
Al cabo de nadar por horas en esa indeseable agua limpia, los pobres animalitos mudos perecían sin encontrar orilla en la que reposar. Yo no me cansaba de mirarlos y no pensaba en nada.
Una vez, mientras llevaba la palangana a nuestra ciénaga secreta para tirar los sapitos muertos, Adrián se detuvo entre los árboles. Me pareció que juntaba bichos o algo del suelo, pero en realidad contaba las hojas que caían de un árbol al que sacudía con toda su fuerza. Decía que todas las hojas que cayeran serían los años que iba a vivir. Había tantas que no me quedé a ver, seguro nunca acabaría de contarlas. En cambio me entretuve observando esos cuerpos que caían como piedritas y quedaban apenas cubiertos por un agua verde y mohosa. Por unos instantes quise creer que los sapitos muertos iban a despertar porque aquél lugar debía ser más poderoso que cualquier estúpido juego. Debo haber jurado mil veces no volver a hacerlo nunca más.
Adrián no se quedaba hasta el final, después de atrapar a los sapitos se iba y yo hacía el resto. No le gustaban las cosas tristes. A él le gustaba quedarse entre los árboles contando los años que viviría, mientras una brisa suave le volaba las hojas.


P/ Adrián N.
en su memoria

Con autorización de la autora, http://www.lugarnecesario.blogspot.com/

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Edad para volar - Iris Giménez


Mi madre creía en los santos y en los sueños. Interpretaba como señales de buen presagio mis recurrentes experiencias de vuelo nocturno, estrategia que en la mayoría de los casos surgía como única posibilidad para escapar del horror de las pesadillas. Por lo menos yo sí me salvaba cuando salía volando. Ella no. A ella la alcanzaba una suerte de perseguidor y eran sus gemidos en el fondo de la noche lo más parecido a la peor de las pesadillas que jamás tuve. Desde mi cama yo la llamaba varias veces y, no antes de molestarme hasta el enojo, ella despertaba. Entonces nos volvíamos a dormir y por la mañana ese era un asunto del que normalmente no se hablaba.
"El que sueña que se muere, se muere" decía que decían. Yo nunca soñé que me moría y sí que se moría otro, lo que significaba que “le alargaste la vida”. Tampoco soñé que ella se moría y aunque ahora sé que no hubiese ayudado, a veces pienso que se lo debo.
El día que mi madre murió yo estaba lejos de casa. Casa estaba lejos de mí. Durante un tiempo tuve la sensación de que nada me sujetaba a la tierra, que nada ejercía contrapeso del otro lado. Durante un tiempo no supe cuál era el otro lado. Aquello que había aprendido sobre los santos y los sueños se había ido por un agujero; y lo peor de todo es que ya no tenía edad para volar.

(de "Caracoles y piedritas", inédito)

Con autorización de la autora, http://www.lugarnecesario.blogspot.com/