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viernes, 26 de abril de 2013

La huella del tiempo – Sergio Gaut vel Hartman, Cristian Cano, Christian Lisboa & Javier López


La cronoscopía se realiza de un modo tal que las sutiles diferencias entre las múltiples versiones del futuro pasen inadvertidas a los ojos de los observadores no entrenados, poco idóneos o mal informados. Hay que considerar que la calidad de cada alteración está vinculada con el grado de compromiso emocional del sujeto involucrado y a la distancia temporal que pretende viajar. Es por eso que Marty Deveraux se puso loco la mañana en que descubrió que Amanda había regresado al punto de origen: 2047.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Estábamos a punto de conseguirlo. —Dio tres vueltas alrededor del artefacto y consideró la posibilidad de salir en busca de la mujer. Sabía que era inevitable esperar diez minutos para volver a utilizar el transponedor sinaural: un cacharro que cabía en la vertiginosa cartera de una chica de modales generosos. Sostuvo el artefacto con ganas de estrellarlo contra la pared de la habitación. En los últimos días, Amanda se había mostrado inestable debido a la persecución que venían sufriendo por parte del gobierno. Acto seguido, sufrió el regreso espontáneo. Marty dejó el transponedor sobre la cama y esperó, arma en mano, a que la puerta fuera derribada.
La luz inundó el cuarto deslumbrando a Marty. Todos los objetos, incluida la cama, se encontraron de pronto en medio de una selva desconocida. Nuevamente había sido engañado. Amanda se reía tras la pantalla y él no podía cambiar el programa porque el transponedor ahora pertenecía momentáneamente a la realidad virtual XYZT del subprograma creado por ella. Debería esperar que la rutina terminase. Un sonido siseante lo alertó, proveniente de un macizo de helechos gigantes.
—¡La serpiente! ¡Maldita serpiente! —se dijo entre dientes sin querer ser oído, sin saber por qué ni por quién.
Amanda apareció en ese instante en la escena. Solo una hoja de parra cubría su sexo. De tan bien fijada y colocada pensó que era una de esas modernas decoraciones de pintura corporal que las chicas solían hacerse en la época de la que ambos provenían.
—¿Quieres probarla? —se insinuó Amanda, apoyando sus labios rojos y carnosos sobre la piel reluciente de una manzana, cuyo color se confundía con el de la boca que se reflejaba en su brillo. Y, diciendo esto, se liberaba de la pequeña hoja de parra y mostraba a Marty su más preciado tesoro.
La historia se repetía. La humanidad comenzaba de nuevo. Pero esta vez, a diferencia de la primera, el pecado original se consumaba sobre una cama de poliestireno extrusionado con colchón de viscolatex. Además, ellos tenían esa especie de mando a distancia que podía cambiar el pasado y el futuro.
Tras dejar que se desbordara su pasión, a ambos solo les quedaba preguntarse quién sería el escribano capaz de reflejar la nueva versión de la historia en las futuras Sagradas Escrituras.
Pero Marty reaccionó a tiempo.
—Hemos configurado un nuevo génesis, un génesis de pacotilla. Y ni siquiera eso nos pone a salvo de las garras de los agentes del gobierno.
—Estás equivocado, como siempre —replicó Amanda—. Esta vez he logrado colocar la secuencia en un plano invisible. Podemos seguir haciendo lo que hacíamos —agregó con gesto lascivo—. Todo depende de nosotros, es nuestra decisión. Tenemos que lograr una estabilidad emotiva, recuerda que cada alteración de las branas, está vinculada a nuestro control emotivo. Si nos revolcamos en una cama de dos plazas y media, como comienzo de virtud humana, da por seguro que el futuro se irá por el caño del desagüe —mientras la escuchaba, Marty le cubrió el sexo con unas hojas verdes y, según la mueca de ella, era como querer detener la peste negra con un té de boldo.
—¿Qué es lo que sigue? —dijo Marty.
—Volvemos —se levantó. El poliestireno extrusionado crujió—. ¡Ay, idiota, son hojas de ortiga!
—Perdón. Esto se está saliendo de control. Lo dejo en tus manos.
Amanda tomó el control y digitó “emergencia”. Al instante, ambos se encontraron frente al consejo de directores extratemporales. Aunque se trataba de representaciones holográficas, estaban en línea y sus decisiones eran inapelables. Dijeron al unísono: “¡Condenados!”
Ante el gesto de horror de Amanda y Marty, el director vocero dijo:
“Ambos han trasgredido las reglas básicas de los viajeros cronoscópicos. No sólo han alterado el origen histórico fundamental. Lo han hecho por causas egoístas, con falta absoluta de control emocional”.
—Pero… estábamos invisibles —dijo Amanda.
—“La invisibilidad es un recurso técnico delicado. Es imposible evitar alteraciones en una intervención primaria. En alguna generación futura, por ejemplo, las mujeres querrán salir de sus hogares, dejar las labores domésticas y trabajar codo a codo con los hombres”.
“Serán asignados a un sector de preservación histórica, de leyendas y mitos. Amanda será una monja y Marty un sacerdote”.
¡No!, gritaron ambos, horrorizados. ¡El celibato me volverá loco, o degenerado! —dijo Marty.
No se preocupen. Podrán volver una vez al mes a “Edén”. Eso sí, jamás podrán tener hijos.
—¿Hijos? ¿Y quién quiere hijos? —contestaron al unísono.
Dicho esto, Marty y Amanda volvieron al cómodo lecho de viscolatex, que de tanta agitación se convirtió en gel fluido, mientras el poliestireno crujía cada vez más.
—¡Ya está bien, queremos dormir! —gritaron unos vecinos que ellos ignoraban tener, apareciendo ambos cubiertos con hojas de parra.
No les costó reconocerlos. Eran los auténticos Adán y Eva. Al menos, no se sentirían responsables del fracaso de la especie humana, si aquellos dos podían procrear. Lo suyo, definitivamente, solo era una realidad alternativa que no influiría en el destino de la humanidad.
Así pues, continuaron con su tarea, y solo la quemazón en la entrepierna de Amanda hizo aconsejable que pararan. Ambos se miraron, preguntándose si aquello era producto del ardor de Marty o un leve recuerdo del episodio de las ortigas. Fuera como fuese abandonaron el lugar, esperando que los 30 días que faltaban para regresar a Edén pasaran pronto. Aquel lugar era realmente divertido.



martes, 2 de octubre de 2012

Operaciones ovinas - Javier López


Operaciones ovinas

Tras su jubilación, el viejo profesor había comenzado a sufrir insomnio.
Decidió que el conteo de ovejas podía ayudarle, con la condición de no pasar nunca de veinte. Él se conocía y supo que elevar la cifra supondría entusiasmarse con números cada vez mayores, y convertir la solución en un problema. De modo que, cuando llegaba a veinte, comenzaba de nuevo la serie hasta quedar dormido. Y eso parecía funcionarle.
Una noche tuvo la idea de que las que llevaban los números uno, dos, tres, cinco, siete, once, trece, diecisiete y diecinueve, debían ser primas. Ya no pudo dormir, pensando en las cualidades de esos números que para él habían sido una fuente inagotable de conjeturas y teoremas.
Las noches siguientes su insomnio se fue acrecentando, y cayó en la tentación de comenzar a realizar cálculos sencillos: sumas, restas, multiplicaciones de ovejas.
Pronto llevaba meses sin dormir. Su mente matemática no había podido evitar el cálculo mental de las raíces de cada cabeza de ganado, sus potencias y logaritmos. Murió cuando casi terminaba de calcular el factorial de la oveja número catorce.

Acerca del autor: Javier López

sábado, 15 de septiembre de 2012

Una cita – Javier López


Una cita

El sol resultaba aún demasiado picante para sus oídos. Por eso llevaba tapones, lo cuál no lo liberaba del tacto ruidoso del tráfico ni del olor del vrooom vrooom de las motocicletas, que le parecía bastante insoportable.
Pero esa tarde nada importaba. Iba a encontrarse con Julia, la chica cuyos ojos tenían un aroma que era mezcla de todas las olas del mar, aderezadas con un si bemol menor, la tonalidad cuyo gusto era para él el más suave.
Ya faltaba poco para llegar. Habían quedado en el Palacio de Congresos, donde asistirían a una conferencia sobre algo cuyo nombre no conseguía recordar. Sacó su entrada para mirarlo: “Sinestesia y sinestésicos”. No tenía ni idea de qué era aquello. Pero ¿qué más daba? Iba a estar con Julia, la mujer de sus sueños, tan hermosa como el sabor de un rayo de luna iluminando el césped fresco de su jardín, tras la caída de la tarde.

Acerca del autor: Javier López

viernes, 31 de agosto de 2012

Una terrible decepción – Javier López


Una terrible decepción

Fue un instante mágico. No podía imaginar que en un mundo con el grado de desmitificación actual (al que llegué, ya no recuerdo cómo ni cuándo — por la niebla del tiempo—, siendo un tritón, que se transformó en hombre porque estaba perdiendo credibilidad), pudiera leer un reclamo como ese: “Sirenas, 182,75 € x pieza”, anunciaba una octavilla de publicidad de una pescadería junto con otra serie de pescados y mariscos.
¿De veras iba a tener una compañera después de centurias sin saber lo que era acariciar el tacto suave de una piel y la exquisita delicadeza de unas escamas húmedas? Leí la dirección del anuncio. No era lejos, así que me personé en el negocio en pocos minutos.
—Quiero una sirena —dije, sin haber dado los buenos días siquiera al tendero, absorto en mis pensamientos, visualizando el instante en que aquel hombre me mostrara las bellezas mitológicas entre las que yo podría elegir a mi compañera.
—Naturalmente, señor. A ese lado —se apresuró a decir, señalando hacia otra parte del local.
En ese momento sentí como si se clavaran en mi corazón infinidad de pequeñas agujas, cada una de las cuáles hacía el daño propio y contribuía al colectivo. El pescadero acababa de desmoronar todas mis ilusiones, indicándome el arcón de los productos congelados.

Sobre el autor: Javier López

viernes, 3 de agosto de 2012

Las flores de Blumalej - Sergio Gaut vel Hartman & Javier López


—Señora Vilroiy, tiene usted las calmáridas más hermosas de este poblado —dijo cortésmente el señor Kawjer, mientras paseaba por delante del bortu de los Brinxgen.
—Oh, usted siempre tan amable. Pero lo acepto, viniendo del mejor citémalo de esta región.
La señora Kxial, que pasaba por allí en ese momento, se unió a la conversación.
—Ustedes, siempre tan encantadores. Los más agradables vecinos que una pueda encontrar en Renaria.
—Gracias, señora Kxial —dijo el señor Kawjer.
—Gracias, señora Kxial —dijo la señora Vilroiy.
—Y ya que los veo tan dispuestos —dijo la señora Kxial— les confiaré mi problema.
—Adelante, señora Kxial —dijo la señora Vilroiy.
—Confíenos su problema, señora Kxial —dijo el señor Kawjer—. Trataremos de ayudarle a solucionarlo, con todo gusto.
—He invitado a glomar a los Ktiurx —dijo la señora Kxial sin rodeos— pero no he hallado ningún delikx apropiado al paladar de nuestros amigos. Y me encuentro en problemas.
—¿Problemas —bufarró el señor Kawjer— cuando tiene usted a los más agradables, solidarios y dispuestos vecinos de Renaria? ¡Por favor!
—Comparto lo dicho por el señor Kawjer. Tome usted el gurko que desee. Corte, corte aquí.
—Y corte también un trozo de mi juermo, por favor. Verá que es muy sabroso.
—¡Se los agradezco tanto! No saben el peso que me sacan de encima. —Y uniendo el dicho al hecho, la señora Kxial procedió a tomar el gurko de la señora Vilroiy y el juermo del señor Kawjer, quienes cayeron sin vida sobre las calmáridas—. ¡Qué gente tan encantadora! —exclamó la señora Kxial retirándose del bortu de los Brinxgen con su preciosa carga. Estaba segura de que los servos se encargarían de clonar a sus vecinos y que no faltaría oportunidad en el futuro para que ella les pudiera devolver el favor, cediendo uno de sus jertulos u obsequiándoles el sertumi del iliuto, la parte de su cuerpo que más la enorgullecía.

Los autores: Sergio Gaut vel Hartman y Javier López

sábado, 14 de julio de 2012

La desconocida – Javier López, José Luis Velarde & Ana Caliyuri


Puedo asegurar que es hermosa. No necesito conocer todas sus facciones para afirmarlo. La belleza de un rostro femenino se cimenta en un mentón armónico y una fascinadora sonrisa, aunque el resto quede oculto detrás de una máscara veneciana.
Y eso conocí de Marie, de la que únicamente sé su nombre porque lo pronunció, a modo de despedida, cuando sus dedos se escurrían entre los míos mientras se giraba para alejarse. Salió del salón y no volvimos a vernos. Segundos antes nuestras manos estaban entrelazadas. Bailábamos el “Trifoilen waltz” de los Strauss, y sé que fue amor lo que ambos sentimos durante esa pieza.
Por eso estoy dispuesto a buscarla por todos los países de los que había invitados esa noche en la Embajada. Pero sé que no va a ser fácil. Entre las que asistieron con ese nombre —la información me la proporcionó confidencialmente el embajador—, había una mujer ítaloamericana, otra francesa, y una tercera procedente de las colonias. Eso significaba que podía ser de cualquiera de los lugares del sistema solar asentados por humanos desde finales del siglo XXI.
El embajador no tenía más referencias y eso no era el mayor problema. Ideático como soy de pronto supuse la posibilidad de un nombre falso. Quizá Marie sintió raudales de amor por mí mientras valsábamos por la sala ajedrezada. No me atrevería a dudarlo. Lo extraño sería descubrir mujeres de sonrisas resplandecientes sin compromisos previos. Marie, de uso tan común, podía ser el nombre de cualquiera una vez entendido como complemento de una máscara. ¿Y si la máscara ocultaba tenebrosas cicatrices? ¿Marie sobreviviente de una guerra, un aterrizaje forzoso o un incendio en la cocina?
De inmediato quise retirar las acometidas de mis conjeturas. Sabía que estimularlas podía conducirme a consecuencias peores que las representadas por seguir mis instintos. A fin de cuentas no me representa mayores problemas viajar. Siendo comerciante libre y propietario de un yate espacial da lo mismo ir a Titán que a los mundos de Andrómeda. Indagaría sin mostrar demasiado interés en un rostro construido a partir de un mentón perfecto y una sonrisa tan reluciente como la porcelana finísima que la enmarcaba.
El embajador me ofreció una copa de champaña venusina y brindé por Marie un tanto meditabundo. Hice grandes esfuerzos por recordar su voz. Lo cierto es que un ligero temblor se apoderó de mi. ¡Su voz! No recordé haber escuchado con claridad la voz de Marie; sin embargo, tuvimos una completa forma de comunicación. Las palabras no fueron parte de nuestro concierto de almas. Abstraído en este pensamiento no reparé en mi derredor, hasta que sentí que alguien tironéo de mi chaqueta, al tiempo que una blonda mujer decía:
—Señor Verissimo, el embajador lo espera en su despacho. En quince minutisimos, luego que culmine las ejercitaciones diarias de comunicación esencial.
Sinceramente, todos pensaban que Monsieur Franoit había perdido un tornillo o mejor dicho, estaba en franco retroceso de sus capacidades lógicas. Yo no tenía nada para perder, por lo cual, asentí con la cabeza y me dirigí hacia el pasillo que comunicaba con el despacho. La puerta estaba entreabierta. No pude permanecer indiferente, y literalmente me dispuse a espiar. Pude ver como Monsier Franoit daba vuelta los ojos hasta convertirlos en dos bolillas de color blanco, luego absurdamente sonreía a la mismísima nada, pero siempre de cara al ventanal donde se colaba el sol. Pasado tal trance, hizo sonar sus dedos cual castañuelas y con voz alzada dijo:
—Señor Veríssimo, ya he terminado. Puede usted pasar.
Un tanto avergonzado por el descubrimiento de mi vulgar intromisión, carraspié a modos de borrar el instante y entré.
Antes de que pudiese yo decir nada, él apresuró sus palabras.
—Tengo la solución para hallar a Marie, Señor Veríssimo.
Una fuerte conmoción sacudió mi cuerpo, el corazón quiso salir de su sitio, lo domé a duras penas. Sin dudas, se leía en mi rostro los sentimientos que me embargaron. Sobre todo Amor e ilusión.Todo pareció luminarse, hasta yo mismo creí ver una cola de luz que escapaba de mi boca. Monsieur Franoit se alzó de su silla color púrpura y prosiguió diciendo.
—Tengo en mi poder la lista de invitados que asistieron a la Embajada la noche en que usted conoció a Marie. Daremos una nueva oprtunidad a las agujas del incipiente amor que usted dice que se profesan. Ya he ordenado todo al respecto. Se han cursado las invitaciones para la nueva gala ajedrecistica en la Embajada. Será dentro de 4320 minutillos. Está usted formalmente invitado Señor Verissimo. Y si su Marie asiste sabrá usted distinguirla entre miles. Déjese llevar por el sonar esencial.
Debo deciros, que a esta altura de los hechos, yo me sentía mareado. Todo giraba, incluídos mis pensamientos. Salí de allí a tientas, como pude. En el primer peldaño de la escalinata de la embajada, regurgité. ¿El Amor provoca todo esto?, me dije a mi mismo un tanto asustado. Conté cada minutillo al son de mi corazón. Usé la cábala del amor: me vestí con la misma chaqueta y el mismo pantalón que aquella noche. Espero que ella haga lo mismo. Aún recuerdo la sonrisa cautivadora que parecía espejarse en su vestido azul francia.
El momento indicado había llegado. Desesperadamente hurgué en cada mirada, en cada sonrisa femenina que había asistido a la fiesta. Ninguna mujer se parecía a Marie. Tuve deseos de abandonar el lugar y emborracharme con aire puro. Pero ello hubiese significado setecientos mil quinientos cincuenta y tres minutillos menos de vida para la estación espacial Spectrum. Desistí de ello. Recordé a Monsier Franoit. El sonar esencial. ¡El sonar esencial! Sisisisí, yes, ouiiii. Corrí hacia el Claxon sideral bidcret, de mis labios pareció brotar un pentagrama rojo. Mi mente concentró su poder en recordar los acordes de “Trifoilen waltz” de los Strauss. Algo sobrenatural se delineó frente a mi. Sentí los dedos deslizarse entre mis dedos. Un acorde similar a una voz que decía: mon amour. Marie estaba allí. Somos un indivisible arpegio minimalista…disfraz de nuestro prohibido Amor.

Acerca de los autores
Ana Caliyuri
Javier López
José Luis Velarde

jueves, 31 de mayo de 2012

Una cuestión personal - Javier López


Una cuestión personal

Hay escritores que eligen la primera persona para narrar sus relatos. Generalmente tienen un ego grande, aunque esto sea algo común a todos los escritores, por más que pretendan disimularlo usando la tercera persona gramatical. Porque "él", que en realidad es "yo", piensa, dice y hace lo mismo que pensaría, diría y haría el autor en esas mismas circunstancias. Sí, incluso en las situaciones más adversas o críticas, en los fracasos y en las decepciones. Ya se sabe que el novelista es pesimista por naturaleza y gusta de situaciones límite.
Este relato es diferente. No está escrito en primera, ni en tercera persona. Está escrito en segunda persona, porque el lector es el protagonista.
Ahora podrá sentir lo que es, de verdad, ser un personaje. Ese ente de apariencia indefensa, al que su autor —más aún cuando el género es el microrrelato— maltrata, tortura, ofende y ridiculiza sin mostrar ningún rubor, ninguna piedad. Al que llega incluso a enterrar... no siempre muerto. Todas esas situaciones angustiosas, asfixiantes, delirantes, trágicas o hirientemente cómicas, hágalas suyas, porque esta vez le corresponden.
Como probablemente no seguiría leyendo este relato, ni yo querría llevarle la contraria, sufrido personaje, póngale fin cuando quiera. En todo caso, esta ficción no será presentada a concurso; ni siquiera es probable que vaya a ser impresa. Sólo, con un poco de fortuna, aparecerá en las páginas de un blog.
Si así fuera, quizá tenga la suerte de que algún lector deje un comentario, para compadecerse de sus propias tribulaciones.

Acerca del autor:
Javier López

viernes, 25 de mayo de 2012

Etimológicas – Javier López & Sergio Gaut vel Hartman


—Hab'dusí —dijo el profesor Lope de Javi, erudito nacido en Fuengirola, cerca de Málaga, versado en cuanta fruslería apareciera inscripta en el ala de una mariposa— era un sabio persa que nunca había escrito gran cosa, pero que se dedicaba a leer textos ajenos y publicarlos en grandes bloques de papiro a los que llamó bhloogs.
—¿Pudo haber sido él quien recopiló los cuentos de Las Mil y Una Noches? —quiso saber su discípulo, el indisciplinado y testarudo Herman von Taugt, un malcriado de Spire, en la Renania, hijo de un acaudalado vitivinicultor que estudiaba porque el padre quería tener un erudito en la familia.
—Se sospecha —respondió el profesor— aunque este punto no está para nada demostrado, pues la mayoría de los eruditos lo atribuyen al cuentista del siglo IX Abu abd-Allah Muhammed el-Gahshigar.
—¿Y por qué me tendría que importar esto, maestro? Tengo clase de polo a las tres con el diez de hándicap argentino Manueluco Pires-Jarriott.
—Porque con el tiempo —explicó Lope de Javi sin prestarle atención a su insolente alumno—, de su nombre se derivó la palabra “abducidor”, un término que luzco con orgullo, aunque de sabio no tenga nada.
—Es cierto —dijo Herman—, pero eso sí, recopilar, recopila. Doy fe. ¿Ya me puedo ir?
—No sin antes oblar los trescientos euros de la clase, querido —dijo el profesor.
—¿Pagar?
—Si el término “abducir” es más suave a tus oídos, puedo acariciarte con él, pero vengan los euros y luego vete a correr la bocha hasta que tu caballo reviente.

Acerca de los autores:
Javier López
Sergio Gaut vel Hartman

jueves, 26 de enero de 2012

El acompañamiento adecuado - Javier López


Curiosamente mi muerte se produjo el mismo día que la de Guillermo Ermita, el vecino más reconocido de mi ciudad, cantante, actor, y desde hacía algún tiempo contertulio de programas de televisión de gran audiencia. Quizá esto último fue lo que multiplicó su fama, porque hoy día ese don se consigue más por la capacidad de airear asuntos amorosos con modelos, actrices, cantantes y esa clase de estrellas que iluminan el firmamento televisivo y de la prensa rosa, que por las cualidades artísticas del llamado "famoso". Y así ocurrió con Guillermo, que de haber tenido una carrera mediocre sin apenas reconocimiento, en sus últimos años había estado en boca de todo el país, sobre todo por sus enfrentamientos ante las cámaras con Alicia Estévez, con la que afirmaba haber tenido un tortuoso romance y de la que podía contar los secretos más escabrosos, esos que hacen subir las audiencias.
Yo había sido un vagabundo, un buscavidas sin oficio ni beneficio. Nunca tuve familia, ni amigos, ni nadie que pudiera llorarme el día de mi muerte. En mis exequias solo estaban el padre Manuel (quizá la única persona a la que me había unido una cierta amistad y que se ocupó de alimentarme física y espiritualmente y de darme cobijo cuando lo necesité) y los dos operarios que colocarían mi féretro en el nicho que el propio padre Manuel había financiado.
A unos cien metros se oficiaban los funerales por Guillermo. Pero los asistentes, conforme llegaban, iban acercándose adonde el padre Manuel leía una última oración por mi alma.
—¡Pobre! ¡Con lo grande que ha sido, ahora verse aquí! ¡Tan joven! —docenas de hombres y mujeres empezababan a arremolinarse en torno a mi humilde féretro, a tocarlo, incluso a besarlo, sin fijarse siquiera en la tosca calidad de la madera. Se oían llantos y lamentos, y el padre Manuel no daba crédito a que aquella multitud de vecinos, entre los que se encontraban los más ilustres de la ciudad y personalidades venidas de otros lugares, pudieran haber asistido a mi entierro.
No sabía el buen hombre que todo era un error. Que él mismo, cumpliendo mi última voluntad, había atraído a toda aquella multitud como si de un flautista de Hamelin se tratara. Yo le había encargado que durante mi funeral sonara "Eclesiastes", de Stevie Wonder. Nadie pudo imaginar que esa música elegante, exquisita e infinitamente triste, no estuviera acompañando las exequias del también elegante y exquisito Guillermo Ermita, sino las de un humilde y desconocido vagabundo como yo.


Sobre el autor: Javier López

lunes, 16 de enero de 2012

La sentencia - Javier López


El juez Suárez, que se imponía con su formidable corpachón enfundado en una toga negra, comenzó la lectura de la sentencia. La sala se sumió en un sepulcral silencio, roto únicamente por su voz grave, magnificada por un micrófono saturado de eco y por la acústica del recinto.
—Por los horribles crímenes cometidos, en los que hizo gala de una monstruosa frialdad para concebirlos y ejecutarlos y de una absoluta falta de piedad para con las víctimas, y en uso del poder que me concede este Tribunal, solicito para el acusado la máxima pena que contempla nuestro Código de Enjuiciamiento Criminal: treinta años de reclusión mayor sin posibilidad de reducción de la condena. Antes de que se haga firme esta sentencia —prosiguió—, doy al acusado una última oportunidad para mostrar su arrepentimiento público por los execrables hechos aquí juzgados.
Poniéndose en pie con una parsimonia casi provocadora y acercándose a su micrófono con la misma calma chulesca, el sicario manifestó:
—No he venido aquí para discutir con usted. Pero ¿cómo puede enviarme a prisión, cuando lo que acaba de hacer ante esta Sala es describir una brillante trayectoria profesional?

Acerca del autor:
Javier López

jueves, 15 de diciembre de 2011

El otro final - Javier López


Yasmal Agüero había vendido de todo en su vida. Desde relojes falsificados hasta violines de mala calidad; desde latas de conserva hasta biblias. Y fue esto último lo que lo introdujo en el camino de lo espiritual.
Cuando visitaba hogares como vendedor, se hizo consciente de cuánto necesitaba el ser humano obtener respuestas. Y así llegó su primera academia de yoga y meditación, en la que poco a poco comprobó cómo sus alumnos se convertían en sus adeptos.
El siguiente paso fue utilizar la academia como núcleo fundacional de una secta destructiva, la llamada "Hermandad del 11-N". Su capacidad de liderazgo ya no admitía discusión, y cientos de nuevos hermanos fueron convirtiéndole en un hombre rico y poderoso. Un negocio redondo.
Naturalmente, un gurú como él necesitaba reafirmarse con una profecía apocalíptica, que no dejara dudas sobre su competencia para guiar y salvar a sus hermanos. Así que, sin pensárselo mucho, vaticinó un espantoso e inimaginable final del mundo para las 11 horas y 11 minutos del 11 de noviembre de 2011.
Otros ya lo habían hecho, aprovechando la misma coyuntura, pero la profecía de Yasmal Agüero tenía sus peculiaridades: una gigantesca nave extraterrestre aparecería minutos antes de la hora determinada para recoger en un campo de alcachofas del Condado de San Benito (California) a los miembros de la hermandad.
El día señalado más de tres mil oncenovembristas se agolpaban en el citado campo, tratando de no pisar la verdura, no fuera a ser que los extraterrestres tuvieran una visión errónea del campo de aterrizaje convertido en una masa informe de alcachofas pisoteadas y se fueran a aterrizar en otro lugar con mejor aspecto. Aunque esto no les valió de mucho.
Cuanto más se acercaba el momento, más sentía Yasmal las miradas de los hermanos clavándose en sus ojos, como pidiéndole explicaciones.
Llegó la hora acordada, pasaron seis minutos, luego dos horas, luego diez... hasta que bien anochecido los oncenovembristas abucheaban a Yasmal Agüero y lo lapidaban a puro alcachofazo.
Todos se alejaron con la sensación de haber sido estafados por un falso gurú. Yasmal, sin embargo, se retiró creyendo en el cumplimiento de su profecía. Porque desde luego, desde ese momento, su mundo se había acabado.

El autor:
Javier López

lunes, 5 de diciembre de 2011

Los emisarios – Javier López


No supimos vislumbrar que la invasión podría producirse en esos términos.
Siempre habíamos previsto que la primera señal de alerta la captarían nuestros instrumentos: cientos de naves con forma de platillo se dirigirían a la Tierra, gobernadas por seres de otros planetas, quizá de otras galaxias, con una tecnología muy superior a la nuestra. Tanta como para ser capaces de burlar la velocidad de la luz, puesto que sin tal burla, como es sabido, resultan imposibles los viajes interestelares.
Después cabía cualquier posibilidad: que fueran seres pacíficos y vinieran a reconducirnos ante un futuro que se presentaba caótico, o beligerantes, y trataran de someternos y apoderarse de los recursos naturales de nuestro planeta.

El Gid’donk era un simpático animalito que, de la noche a la mañana, comenzó a aparecer, sin conocerse su origen, en las tiendas de mascotas. Los comerciantes hablaban de su procedencia china, porque esa quizá era la salida más fácil.
Los niños se encapricharon pronto del animal con aspecto de koala que emitía unos graciosos ruiditos. Casi un peluche. Encantador. Tanto como su mal carácter cuando tenía el estómago vacío.
Y como se sabe que los niños se desencantan de la misma manera que se encaprichan de sus mascotas, pronto hubo legiones de Gid’donks abandonados en los parques, jardines, bosques y cualquier zona con vegetación.

Ningún padre fue consciente de la torpeza de su decisión. El Gid’donk demostró ser tan voraz y reproductivo como para que, en pocos años, desaparecieran las faunas autóctonas, y poco después los animales de granja y todo aquello de lo que nos alimentábamos. Entonces supimos que las falsas mascotas eran en realidad emisarios de los que estaban por venir.
Naturalmente, ya no encontrarían resistencia.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Casualidades de la vida - Javier López


Los familiares de Danica Camacho, habitante 7 mil millones del Planeta, no cabían en sí de gozo cuando vieron aparecer por la puerta de la Maternidad del Hospital Gubernamental de Manila (Filipinas) al mismísimo Ban Ki-Moon, Secretario General de la ONU, provisto con un cheque de 70.000 dólares para premiar el nacimiento que marcaba un hito en la historia de la Humanidad.
Sin embargo, no se hizo público a través de ningún medio oficial el suceso que iba a ocurrir 24 horas más tarde. De nuevo Ban Ki-Moon visitaba a la familia de Danica, esta vez reclamando la devolución del tan bienvenido cheque.
Según fuentes extraoficiales, John Smith, ciudadano australiano de la localidad de Melbourne, había sido atacado el día 31 de octubre por su perrita pekinesa Lou-lou, contagiándole la rabia y muriendo en pocas horas. Este hecho, imposible de predecir por las estadísticas de la Organización de Naciones Unidas, provocó que el premio recayera en Dawinia Anam, nacida 3 millonésimas de segundo más tarde, y curiosamente nieta del Ex-secretario General de la citada Organización.

Javier López

sábado, 22 de octubre de 2011

La palabra adecuada - Sergio Gaut vel Hartman & Javier López


—¿Escribimos una nueva minificción, don Eufemiano?
—¡Ya estaba tardando usted mucho, escritor! Adelante, escriba, escriba, que yo protagonizo.
—Realmente no le iba a hacer protagonista de esta. Aunque, por supuesto, le iba a dar un papel importante.
—¡De eso, nada! Yo no me presto más que para prota, que para segundones, ahí los tiene a todos esos... genuflexos, que soportan cualquier disparate que a usted se le ocurra. —Eufemiano señaló hacia la estantería de los personajes secundarios.
—Vamos a ver: usted sabe que estoy contento con su rendimiento, que es un buen personaje, capaz de adaptarse a multitud de papeles y de situaciones. Sin embargo, ya no puedo más con sus tabúes. Estoy cansado de que cambie mis diálogos y busque eufemismos para cada palabra que no le gusta. Como, por ejemplo, cuando en la última micro le hice pisar una mierda de perro y usted me la cambió por una “caquita de can”.
—Es que ya sabe: soy de buena familia. Me educaron así, hay cosas que van contra mis principios y nunca las aceptaré.
—¡Pero don Eufemiano, espabile! ¿Recuerda que le di la oportunidad de conocer a ese bellezón jamaicano en una playa paradisíaca? Cuando se publicó el libro, ¿qué ocurrió? En la escena en la que usted se la follaba, apareció impreso que “llegaron al coito”. ¡Pero por Dios! ¿No le suena feo eso? ¡La palabra coito parece referirse a algo doloroso, nada placentero!
—No se trata de que suene lindo o feo. Follar es un verbo grosero, de guarros, de gamberros; una obscenidad, qué quiere que le diga; solo los sinvergüenzas hablan así, las mujeres de la vida, los matones, mafiosos y cafishios.
—¿Cafishios? ¿De dónde sacó esa palabra, don Eufemiano?
—De Buenos Aires. Estuve allí en el 78, cuando se jugó el Mundial de Balompié.
—Mire usted, balompié. ¿Y qué significa cafishio? Me parece que puedo sacarla por contexto, pero para estar seguro...
—Cafishio es proxeneta, chulo, el que vive de las minas.
—¿De la explotación minera? No entiendo...
—Las minas son mujeres, en el Río de la Plata.
—Esta vez sin eufemismos, entonces.
—Palabra con todas las letras.
—O sea que no es un eufemismo —traté de asegurarme.
—¡En absoluto!
—Vayamos por allí, entonces, si eso le hace sentir cómodo.
—¿Por dónde?
—Por Buenos Aires. Escribiré un cuento ambientado en ese lugar.
—Usted nunca estuvo en esa ciudad —protestó Eufemiano.
—Eso lo hace gracioso. Usted me ayudará con sus eufemismos. ¿Le parece?
—¿Y dónde empieza? —Eufemiano comenzaba a entusiasmarse.
—En el quilombo, ¿no?
—En una casa de citas, o de tolerancia, querrá decir.
—En el prostíbulo...
—¡Qué asco! Promiscuidad, impureza, extralimitaciones...
—¡Hombre, que no es para tanto! Pero avancemos. Hay unas putas...
—¡Alto! ¿Cómo que putas? Querrá decir señoritas de dudosa reputación.
—Eso. Reputas.
—¡Escritor! Así no puedo trabajar. Me desconcentra usted con sus salidas de tiesto. ¿De verdad pretende que por este camino podamos llegar a algo, a representar una ficción digna?
—¡Déjese de dignidad, Eufemiano! ¡Que no estamos para eso! Yo trataba de hacer algo divertido, irreverente, un after hour ficcional. Pero cuando veo cómo se le agria la expresión cada vez que pronuncio algo que no le gusta, me quita las ganas.
—Si me permite, voy a ausentarme un instante. Necesito miccionar porque ya he bebido alguna cerveza de más esta mañana.
—¿Miccionar? ¡Lo que necesitamos es ficcionar! Si lo que quiere es mear, ya sabe dónde está el baño… Vaya y mee.
Y se fue a mear, aunque pareció como si Eufemiano no hubiera encontrado el camino, porque quince minutos después seguía sin regresar. Preocupado, lo busqué por toda la casa, ya que la puerta del baño permanecía abierta y mi personaje no estaba en el sagrado recinto. Ni en la cocina, ni en el dormitorio, ni en la salita de lectura.
Un tiempo después un amigo argentino me hizo llegar un libro traducido del francés: Les bordels de Buenos Aires, firmado por un advenedizo escritor parisino. Y mi sorpresa, a medida que fui leyendo el libro, se convirtió en indignación. Don Eufemiano se había convertido en Monsieur Eufemiénne, un proxeneta mafioso de origen corso que regentaba varios quilombos en Buenos Aires. Pero había una sustancial diferencia con respecto a mi idea: el francés, amanerado y barroco, siempre pone la palabra adecuada en boca del que fuera mi personaje, para que no se sienta incómodo. Cuando termino la lectura me siento hundido, desmoralizado, traicionado. Lo único que se me ocurre es mirar hacia la estantería de los genuflexos, a ver si alguno de ellos accede a participar y se convierte en un personaje útil para mi proyecto de after hour ficcional…

Sobre los autores: Sergio Gaut vel Hartman, Javier López

viernes, 30 de septiembre de 2011

El remate - Javier López


El hombre con la cara llena de cicatrices llamó a la puerta.
El escritor le abrió, algo inquieto ante el aspecto del individuo con el que había contactado días antes, mediante un anuncio en el periódico y una conversación telefónica. Pero no había duda de que era él. No esperaba a nadie más, y había llegado a la hora acordada.
—¿Dónde hago el trabajo? —dijo con un acento que le pareció extranjero.
—Está... está ahí, en mi habitación. Pero ahora mi mujer descansa y...
—Eso no tiene nada que ver. Mejor así, si duerme.
El asesino entró sin más preámbulos en la habitación, sacó una 9 mm. de debajo de la chaqueta y le descerrajó dos disparos a la mujer que yacía en la cama.
—Ahora está gravemente herida —y un tercer disparo en la sién la remató—. Y ahora, muerta.
—¿Pero... pero qué hace, malnacido, asesino, bestia?
—Usted me contrató para que la rematara, y eso he hecho. Así que págueme si no quiere tener problemas.
—¡Canalla! Era mi novela la que tenía que rematar, que está ahí sobre el escritorio. ¡Ha matado a mi mujer! Voy a llamar a la...
—¡Càllese! Novela, morena... ¡Qué sé yo! Estos móviles se escuchan fatal. Me contrató para rematarla y eso hice. Y déme ya la pasta, que me estoy poniendo nervioso...

Sobre el autor: Javier López

sábado, 24 de septiembre de 2011

Malos humos - Sergio Gaut vel Hartman & Javier López


La ley antitabaco resultó absolutamente restrictiva. Nadie podía fumar en un espacio cerrado. Ni siquiera en la propia casa. Podía haber peligro de que uno tuviera hijos pequeños y los envenenara con el humo de los cigarrillos. E, incluso, de no tenerlos, que recibiera la visita de algún sobrinito o niño pequeño. Y el gobierno bien es sabido que se preocupa sobremanera por la salud de los ciudadanos.
Cuando Umberto leyó la noticia en los periódicos no quiso creerla. Y tampoco cuando escuchó en los telediarios la advertencia:

Desde hoy, tres de enero, no se podrá fumar en espacios cerrados, ni aun en la propia vivienda. La nueva ley así lo establece y, aunque todavía no se hayan fijado las sanciones por incumplirla, el gobierno asegura que serán duras y ejemplarizantes

Umberto, que en ese momento iba a echar mano al paquete de tabaco, se retrajo y lo dejó. Pero, pensándolo bien, ¿quién podría enterarse de que fumaba en su propio hogar?
Así que tomó un cigarrillo y el mechero que estaba encima de la mesa. Hizo ademán de encenderlo, pero en ese momento escuchó pasos en el descansillo de la planta cuarta, donde vivía, y lo volvió a dejar.
¿Y si lo encendía en el salón y recibía una visita justo en ese instante? Lo pensó mejor y recorrió mentalmente las distintas estancias de la casa. La cocina quedaba demasiado cerca de la puerta del piso, con lo que el olor de tabaco rubio podía trascender en el momento que alguien llamara a la puerta y él abriera. El salón ya lo había descartado. El dormitorio sería un buen lugar, pero ya de por sí no tenía costumbre de fumar en esa pieza de la casa. De hecho, era la única que respetaba. Así que la única habitación que quedaba era... el baño. Allí desde luego nadie podía verlo, estaba lejos de la puerta de entrada y, además, tenía un servicio con ducha para invitados. De manera que si alguien lo visitaba, podría ofrecérselo y nadie tendría que entrar en su baño.
Se encerró y tomó algunas precauciones, como poner gel de ducha en el lavabo y abrir el grifo con todo su caudal. Así la espuma transmitía el olor del gel y enmascaraba un poco el del tabaco. Luego, cuando terminara, echaría ambientador para disimularlo aún más.
Acercó el mechero a la punta del cigarrillo. Aspiró con fuerza, deleitándose más que nunca, ya no sólo con el sabor, sino también con el aroma del tabaco rubio. "Ahhhh, qué placer", se escuchó decir a sí mismo.
Pero cuando apuraba la tercera calada, pudo oír una sirena sonando encima de su cabeza. "Un detector de humos", pensó. “¿Quién demonios...?”
No había pasado un segundo, cuando escuchó violentos golpes en la puerta de la calle. No era un aviso. La derribaron con la misma furia con la que derribaron la del baño, y aterrado pudo ver a tres hombres uniformados y con rifles de asalto que se habían metido en su casa. Lo llamaron por su nombre y apellidos, le leyeron los párrafos operativos de la ley, y antes de que pudiera reaccionar, lo ejecutaron disparándole varias ráfagas de balas.
En pocos meses la ley surtió efecto. El noventa y nueve por ciento de los ciudadanos abandonó el mal hábito de fumar. Del otro uno por ciento, jamás se volvió a saber.

Sobre los autores:  Sergio Gaut vel Hartman y Javier López

miércoles, 17 de agosto de 2011

La cortina de humo - Javier López


Lo primero que llamaba la atención al llegar al paraje eran los peces muertos flotando sobre el río. Millares de peces a los que la falta de oxígeno había convertido en balizas flotantes.
El color del agua delataba la presencia de metales pesados y altamente contaminantes. A lo lejos podía verse el origen del desastre: seis enormes chimeneas arrojaban diariamente a la atmósfera centenares de metros cúbicos de un humo espeso y maloliente.
Y eran los vertidos de esa industria los que habían llegado hasta el río y producían los estragos que yo estaba viendo. La masa vegetal que rodeaba el cauce estaba decolorada. Troncos de árboles muertos se apilaban en los alrededores, pudriéndose junto al resto de la vegetación.
Pero lo que más llamativo resultaba era ver la actitud de aquellas personas, pobladores del lugar infesto.
Los hombres pescaban en las orillas del río, junto a sus canastas, en las que se podían ver bocadillos, bebidas y tabaco. Los niños jugaban alrededor, e incluso algunos se bañaban y se sumergían hasta la cabeza, recogiendo tras cada chapuzón restos de aquella inmundicia. Y las mujeres charlaban mientras vigilaban a los niños. Pero todo parecía estar bien. Ellas tomaban el sol y también alguna se bañaba.
¿Cómo —me pregunté— podía aquella gente estar allí como si no pasara nada, conviviendo con el veneno que fluía mezclado con el agua?
Años después, cuando las autoridades tomaron cartas en el asunto y la noticia se hizo pública a través de los medios de comunicación, pude conocer la respuesta. La planta química había estado tapando sus vertidos bajo una cortina de humo: el humo tóxico de aquellas infernales chimeneas, que había producido en la población una visión alterada de la realidad.

Javier López

jueves, 11 de agosto de 2011

Desde la trinchera - Javier López


Son ya ocho días y sus noches lloviendo granizos como puños.
Todos estamos refugiados en algún lugar desde que las bolas de hielo compacto comenzaron a caer, como proyectiles, a una velocidad de vértigo.
Los que estaban en sus viviendas cuando comenzó todo, no han vuelto a salir. Y los que transitábamos por las calles, corrimos a toda prisa hacia el lugar cubierto más próximo en cuanto sentimos los impactos mortales. Algunos logramos sobrevivir.
Desde entonces, el ruido infernal de las piedras rebotando contra todo lo que chocan, nos aterroriza. A partir del tercer día, muchos comenzaron a enloquecer.
Algunas personas han comenzado a salir ya de los refugios. He visto hombres y mujeres con las manos y la mirada dirigidas hacia lo alto, implorando al cielo que los deje vivir.
Pero el cielo no los escucha. Uno tras otro son ametrallados en esta guerra en la que se fusila a los que dejan de luchar.
Nosotros los vemos caer, desde las rendijas que dejamos sin cubrir en los escaparates de la zapatería en la que mi grupo está refugiado. Estamos exhaustos. Los víveres se han agotado hace días. Decidimos rendirnos y ser los próximos en salir.

Javier López

miércoles, 3 de agosto de 2011

A toda velocidad – Javier López


El repartidor llamó a la puerta. Tres mujeres de aspecto abandonado asomaron a la vez para recibirlo.
—Traigo un pedido para ustedes. Les advierto que son cajas bastante grandes. ¿Hay sitio en la casa donde almacenarlas?
—Si no hay, ya nos arreglaremos —gruñó Nona, la más pequeña de las hermanas—. Pero pase, pase. Estamos deseando poner en funcionamiento esa máquina. El transportista y su ayudante tardaron unos minutos para entrar en la casa las diferentes cajas que componían el moderno telar computerizado.
—Pues ya está todo. ¿Puede firmarme aquí? —y señaló el lugar en el albarán.
—Naturalmente —contestó Décima mientras dibujaba un garabato sobre el papel. Tardaron varias horas en finalizar el montaje. Ellas no sabían nada de tecnología y las instrucciones no eran muy claras. Pero, al fin, funcionó.
—Ahora van a enterarse esos humanos de lo que es vivir a toda prisa —dijo entre risas malvadas Morta, la tercera de las Parcas, presionando el botón de puesta en marcha. El telar comenzó a funcionar, a toda velocidad.

sábado, 2 de julio de 2011

La llama de la pasión - Javier López


Habíamos alquilado la suite nupcial del Hotel Ambassador. Una habitación espaciosa en colores cálidos, decoración e iluminación adecuada a la ocasión, provista de una música suave y envolvente y todo lujo de detalles.
Hacíamos el amor por primera vez. Ella era la mujer de mis sueños y entre nosotros surgió la pasión más desmedida tras apenas unas horas de conocernos. Así que quisimos celebrarlo sin mirarnos en gastos.
Nunca imaginé que se pudiera pasar de la mayor placidez, felicidad, compenetración de cuerpos y almas y complicidad en la intimidad de nuestra suite, a una situación que nos dejó aterrorizados, confundidos, dañados y lesionados. Todo ello, además, en cuestión de segundos.
Los cristales fueron lo primero en destrozarse. En principio, aunque me quedé tan helado que mi mente carecía de toda lucidez, pensé en una unidad de asalto anti-terrorista que hubiera errado su objetivo. Eran hombres altos y fuertes, vestidos de uniforme y en actitud de disparar, haciendo trizas los ventanales —supuse que se habían descolgado por la azotea y entraron atravesándolos— y derribando simultáneamente la puerta a golpes de ariete. Cuando levanté las manos para mostrar mi actitud no agresiva, recibí el primer disparo: una ráfaga de espuma que me hizo caer hacia atrás, aplastando a la mujer a la que instantes antes acariciaba. Pronto las demás mangueras se pusieron en acción, casi ahogándonos entre litros de líquido que se metieron en nuestros ojos, gargantas y fosas nasales.
Una hora después nos encontrábamos en la cafetería del hotel, acurrucados con una manta, helados de frío y con un montón de personas a nuestro alrededor pidiéndonos disculpas y ofreciéndonos lo inimaginable para que no denunciáramos al hotel: vacaciones con todos los gastos pagados, cruceros, semanas gratuitas de estancia en la mejor habitación del hotel... Pero ya no estábamos para bromas y pedimos que nos dejaran solos, que ya pensaríamos qué hacer más tarde.
El jefe de bomberos también vino a pedirnos disculpas. Al parecer, el detector de humos de nuestra suite había saltado accidentalmente.
Pese a todo, mi mente de escritor intentó sacarle partido a ese incidente. No podía desaprovechar una propuesta de escribir relatos sobre profesiones raras sin contar esto que ahora recuerdo como una desafortunada anécdota. Porque estaba claro: la profesión de aquellos hombres de uniforme no era otra que la de extinguir incendios provocados por la llama de la pasión.

Javier López