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viernes, 4 de febrero de 2011

Extraño producto para eliminar enemigos – Francisco López Castro


Fue nuestra primera incursión y también la última. El área estaba completamente rodeada. Los alemanes atacaron por los flancos del desfiladero protegidos por los árboles que poblaban los cerros aledaños. Sentí miedo, tanto, que las órdenes y gritos del enemigo me parecían emitidos por horribles bestias. Las ametralladoras y fusiles se escuchaban por todos lados como si estuvieran disparando en mi oído. Entre la confusión vi a Ramírez parapetado tras un árbol haciéndome con la mano un gesto que no entendí. Asumí que tenía que correr. Más tarde supe que el gesto era para tirarme al suelo porque mientras corría, tropecé y Ramírez derribó a un alemán que me tenía en la mira y cuya arma se había atascado. Fue increíble lo rápido que acabaron con el resto de nosotros. De los treinta sólo quedamos dos, no sé si tomaron prisioneros o alguno escapó fuera de mi vista; pero lo únicos chilenos por el sector éramos nosotros dos.
El tiroteo había cesado y se escuchaban voces alemanas que se acercaban a varios metros. Ramírez me habló en voz baja y agitada:
—Mi abuela era del campo, cerca de donde viven los mapuches. Antes de partir me dio estos cigarros para que los fumara en un momento de mucho peligro. Me dijo que con esto lo mapuches lucharon contra los incas y luego contra los españoles en la guerra de Arauco. No sé cómo, quizás producen un gas venenoso, pero mi abuela me dijo que funcionaba y ella nunca mentía. —Sacó de un bototo dos cigarros hechos a mano, me entregó uno y encendió el otro.
El enemigo se escuchaban cada vez más cerca y a lo lejos ruido de motores, al parecer motos y jeeps. Empezamos a fumar, la mano me temblaba, producto de los nervios y el miedo; el pitillo casi se me cae varias veces. La yerba resultó bastante agradable y relajante, era como el tabaco pero más suave. Lo único diferente era el humo que salía de nuestras bocas; verde y pesado. No se desvanecía y empezó a formar una especie de neblina a la altura del suelo que en unos instantes se extendió varios metros. Un soldado alemán estaba cerca, lo supimos por las pisadas. Se detuvo y empezó a gritar palabras en su idioma seguidas por gritos de dolor y aullidos; disparó algunas veces y finalmente cayó.
Pasaron unos segundos y a lo lejos se escucharon más gritos y ordenes, aullidos tan terribles que sentí aún más miedo. Muchos disparos, pero ninguno hacia nuestra posición. Ramírez se asomó un poco a mirar sin perder la protección que daba el árbol.
—Álvarez, mira, no hay peligro. Esto es horrible y hermoso a la vez.
Miré también, el fondo del desfiladero era un sendero por donde había avanzado nuestra compañía y que luego se perdía al llegar a una cuesta. La niebla cubrió todo y se había colado entre los árboles abarcando varios metros. Resultaba increíble cómo había avanzado el humo en tan poco tiempo. Sin embargo, lo más increíble era ver como morían los soldados. La niebla succionaba a cada hombre, vivo ó muerto y éstos desaparecían lentamente, como hundiéndose en ese mar verde. Las víctimas disparaban al suelo intentando evitar su fin. Algunos agitaban los brazos desesperadamente como para zafarse de aquel horror incomprensible. Pasada la cuesta se vieron algunas explosiones, quizás la niebla había alcanzado los vehículos germanos.
—Qué es esto, es... —No pude terminar la frase.
—No sé y tampoco sé porque no nos afecta. —Ramírez estaba muy tranquilo, su frialdad era conocida.
Finalmente la niebla se fue. Se deshizo. El lugar quedó desierto. Armas, cadáveres alemanes y chilenos, balas; todo desapareció. Caminamos hacia donde suponíamos estaban los aliados. Luego de algunas horas los encontramos. Nunca contamos la historia.

Tomado de: http://franciscoalucina.blogspot.com/
Ilustración: Uno (detalle) de Marco Maiulini. http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini Todos los derechos reservados. Reproducido por gentileza del autor.

viernes, 3 de julio de 2009

Relatividad - Francisco López Castro


Dos hombres avanzan lentamente por un húmedo pasillo alumbrado sólo por algunas antorchas. Se detienen ante una de las muchas puertas que hay. Desde las celdas llega el sonido de los lamentos en diferentes intensidades. La mayoría de las celdas fueron excavadas en la roca viva, el resto de la estructura que era menos sólido se encontraba completamente empedrado.
—¡Albert! tu comida —grita el carcelero con voz grave, sosteniendo en una mano un cuenco metálico con sopa aguada con un pan rancio flotando.
El carcelero deja la comida en el suelo alejada unos centímetros de una abertura que tiene la puerta en su base. Una mano huesuda y maltratada aparece por ella tanteando. El carcelero la pisa y se siente un grito lastimoso del otro lado.
—Lo primero y más importante. Revisa sus manos: si las tienen oscuras, están infectados y si no nos damos cuenta a tiempo, estamos muertos. ¿Entiendes?¡Muertos! —sentencia alzando la voz y con un dejo de locura en sus ojos—. Éste está bien.
Libera la mano y con el mismo pie empuja el plato. Del interior de la celda se escucha el roce del recipiente metálico contra la piedra. El aspirante a guardia, lleno de curiosidad, se acerca a mirar por la ventanilla que esta en la puerta a la altura de los ojos.
—Te recomiendo no acercarte mucho, podrías devolver todo el desayuno. Aunque con la mierda que dan acá, no vale la pena conservarlo en el estómago —dice el carcelero con un gesto de asco.
—Jefe, cuénteme entonces, ¿quién es? —dice el joven guardia.
—No sé. Éste es bien extraño. Un día pidió un trozo de tiza, como al mes después me llamó y me dijo que se llamaba Albert, que era descendiente de un tal Einstein o como diablos se pronuncie y que había descubierto algo. Que venía del futuro y necesitaba volver. Qué imbécil.
—¿Del futuro?
—Sí. En este pasillo hay solamente criminales locos. Los de arriba piensan que son espías. Por eso torturaron a todos los malditos. Varios murieron. Los que quedan acá terminaron más locos de lo que estaban.
—Jefe, ¿qué se hace si un prisionero se enferma con peste negra?
—Un par de flechazos. Luego, desde la puerta se ensarta el cadáver con lanzas y se tira por la trampilla en el suelo que se abre con esa cadena a tu derecha, el piso de abajo lo convertimos en una hoguera. Cuando veas uno infectado grita inmediatamente "cerdo a las brasas". Luego, como dijo nuestro maestre, se baña la celda con alcohol y se le prende fuego. Hago un pequeño infierno. Las rocas soportan cualquier cosa.
—Jefe, ¿sabe por qué se hace eso?
—Para matar la puta infección en la celda.
—Que inteligente para ser carcelero...jefe. Debería estar arriba con los que mandan.
—Haces muchas preguntas para ser de los nuevos.
El carcelero sigue adelante solo, cortando en seco la conversación. El joven se queda unos metros atrás y le dice:—Amigo, lo siento, a dormir.
El joven saca un arma y dispara un dardo tranquilizante que deja inconsciente al hombre. Obtiene las llaves de las celdas y libera al preso conocido como Albert. En un dispositivo digital marca unos números. Ambos desaparecen.

Dos hombres avanzan por el pasillo de un hospital. Se detienen frente a la puerta del ascensor y presionan el botón de llamada. Un reloj digital marca la hora y la fecha: 10:45 AM, 22 Julio del 2530.
—Extraño el olor a yodo.
—Estos hospitales son muy diferentes, muy modernos.
—¿Dónde vamos, doctor?
—A visitar a nuestro paciente estrella... el último descendiente de Einstein.