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miércoles, 14 de agosto de 2013

Luis e Istarien, el mago de la arena - José Enrique Serrano Expósito


Luis y sus compañeros disfrutaban del sol, del viento, del bello paisaje, en la playa. Habían olvidado traer la crema protectora y fueron a por ella, dejando a Luis solo, dormido.
Las gaviotas lo despertaron. Luis las miró allá arriba, a lo lejos. Le pareció que le llamaba la arena. De uno de los guijarros salió un diminuto ser, delgado y estirado, sus orejas puntiagudas cual palillos. Le sonrió; sus ojos rezumaban sabiduría. El entrañable personajillo miró a las gaviotas y profirió un grito agudo, penetrante… Ellas enfrentaron sus alas contra el viento y permanecieron quietas en el aire, giradas todas hacia lo profundo del mar. Fue entonces cuando gritaron con voz transfigurada:
–¡¡¡Tajamar, hija de Uinem!!!
Allá a lo lejos, emergió una gran bola de carne. La gran ballena miraba hacia la playa; hizo brotar del surtidor en su espalda un inmenso chorro que brilló a la luz del sol en mil destellos cristalinos multicolores; una vez más; por tres veces vio Luis surgir el gran chorro de agua marina.
Tajamar se sumergió de nuevo; las gaviotas continuaron su vuelo y canto habituales.
Luis se giró hacia la arena para agradecer todo aquello al simpático mago, pero ya no lo vio más. Conservó para siempre en su corazón el detalle de Istarien el día de su santo.

jueves, 10 de enero de 2013

El vuelo de José Luis - José Enrique Serrano Expósito


José Luis volaba en la noche infinita.
No sentía frío ni calor. Sus sentidos no le decían nada, solo su vista, captando la inmensa belleza que le rodeaba: Estrellas, nebulosas, galaxias…
No había un arriba, ni un abajo, ni existía el peso.
Su cuerpo, ahora hermoso y brillante, no era como antes. Se sabía impasible.
Volaba sin alas; no deseaba otra cosa que seguir así para siempre.
Comprendió que viajaba a una velocidad muy superior a la de la luz, pues contemplaba el lento desfile de las estrellas más cercanas.
José Luis contempló una hermosa estrella azul. Estaba cada vez más cerca. Pronto lo engulliría; pero no sentía calor…
Embelesado con la descomunal joya azul, no temió la muerte. Abrió sus brazos, deseando abrazar la hermosa estrella.

Sonó el despertador y abrió los ojos, sonriente. Tardó unos instantes en comprender que había tenido un bello sueño. Se levantó del lecho y miró las estrellas; se le antojaron más brillantes. Volvería a mirarlas la noche siguiente.
José Luis fue al trabajo, más relajado y contento que nunca.

Sobre el autor: José Enrique Serrano Espósito

sábado, 17 de noviembre de 2012

Emigrantes al planeta Azul - José Enrique Serrano Expósito


Salvador y Ana estaban en la lista de los numerosísimos jóvenes que se presentaron como voluntarios para emigrar al planeta Azul. El plan era que viajasen juntas dos naves hacia ese remoto confín de la galaxia, las dos naves terrícolas de última tecnología ––Pegaso y José–– llegasen a Azul al mismo tiempo, y una se quedara ––nave José––, y la otra regresara ––nave Pegaso–– con un nuevo cargamento de tulipauras ––unas plantas medicinales cuyos grandes pétalos eran la única medicina capaz de curar la Nueva Lepra que asolaba a la mitad de los habitantes del planeta Tierra.
––¡Salvador!, algo me dice que iremos a ese lindo planeta.
––¿Estás segura, Ana? Todavía estamos a tiempo de borrarnos; sabes que es una decisión que cambiará nuestras vidas para siempre. Y nuestras familias…
––Tomamos una decisión. No vamos a echarnos atrás, ¿verdad, querido?
––No. ¿Qué importa dónde estemos? Lo importante es que permanezcamos juntos.
Nave José estaba casi a punto. En cuestión de una semana aproximadamente efectuaría el viaje de prueba a la cercana estrella alfa de la constelación Centauro. Un día o dos más tarde, si todo marchaba bien, emprendería su primer viaje interestelar con nave Pegaso, esta vez comandada por Régulo, los demás cautivos liberados que habían pertenecido a la primera tripulación de nave Pegaso y catorce de los jóvenes seleccionados. Nave José iría comandada por Rafael ––el insigne inventor de ese tipo de naves, capaces de viajar a la inmensa velocidad de 371 años-luz/24 horas–– y otros veinticuatro tripulantes: el resto de los seleccionados. A esa velocidad, las naves eran capaces de recorrer la inimaginable distancia al planeta Azul, unos 28.153 años-luz, en poco más de 75 días ––28.153 años-luz / 371 años-luz/día = 75,88 días––. El bello planeta se encuentra en las afueras de un pequeño universo-isla, el cúmulo globular M80, que tiene alrededor de 200.000 estrellas.
Régulo, sus compañeros y esos treinta y ocho jóvenes eran verdaderos emigrantes a Azul, pues iban para quedarse, en principio durante el resto de sus vidas. También nave José permanecería en Azul, pues constituía la segunda parte del pago acordado entre el Rey de ese planeta, Arturo, y las autoridades de la poderosa empresa privada Hangar Córdoba, sita en las afueras de Córdoba, la urbe más grande e importante de la Tierra en aquellos tiempos.
En el anterior viaje de aprovisionamiento de tulipauras, la primera parte del pago fue enviada a Azul: un robot de última generación que el Comandante Rafael había denominado robot José. Se acercaba el momento de efectuar el segundo pago en especie.
Conforme a las bases de la convocatoria publicitada en su día por el Consejo Rector de la gran empresa aeroespacial Hangar Córdoba, los aspirantes eran todos chicos y chicas, casados o novios, especialistas sobresalientes en al menos una de las materias de una lista de ciencias y técnicas. Fueron reconocidos por el equipo médico de Hangar Córdoba para asegurarse de que estaban perfectamente sanos de mente y cuerpo, y de que podían tener hijos ––querían cuantos más terrícolas mejor viviendo en Azul.
Salvador y Ana formaban un matrimonio joven, como jóvenes eran todos los inscritos. Experimentados rehabilitadores osteópatas, practicaban Taekwondo y Capoeira desde hacía bastantes años, y muy bien. Los terrícolas sabían que existía solo un maestro de Artes Marciales en el planeta Azul, Fénix... Por lo tanto vendrían bien dos profesores de otras dos disciplinas marciales que impartieran clases junto a la ruinosa Colina Verde, como continuaba haciendo el maestro Fénix… Esto último podría ser el detalle definitivo a la hora de inclinar la balanza a favor de ese simpático matrimonio entre tantísimos aspirantes de todo el planeta Tierra, a pesar de que en la lista de ciencias y técnicas no se incluyeron Artes Marciales.
Por fin llegó el gran día. Una audiencia inmensa en internet seguía en directo el acto en que se harían públicos los nombres de los seleccionados, sus conocimientos y habilidades... Salvador y Ana brincaron de alegría cuando mencionaron sus nombres a mitad de lista. Casi se les cayó al suelo el ordenador de bolsillo conectado a internet, pues el alboroto entre los familiares y amigos que abarrotaban la sala de estar de su casa fue considerable. La madre de Ana y la de Salvador se abrazaron, llorando de alegría y pena al mismo tiempo:
––¡Ay, Ana!, no volverás a ver a tu hija.
––¡Ay, María!, no volverás a ver a tu hijo.
Sus maridos las abrazaron, llorando también; aunque en el fondo estaban contentos, pues sus hijos eran ahora más felices. La inmensa distancia impedía las comunicaciones con el planeta Azul… Solo sus corazones estarían unidos para siempre.

Registro de la propiedad intelectual en SafeCreative

viernes, 9 de noviembre de 2012

El vuelo de José Luis - José Enrique Serrano Expósito


José Luis volaba en la noche infinita.
No sentía frío ni calor. Sus sentidos no le decían nada, solo su vista, captando la inmensa belleza que le rodeaba: Estrellas, nebulosas, galaxias…
No había un arriba, ni un abajo, ni existía el peso.
Su cuerpo, ahora hermoso y brillante, no era como antes. Se sabía impasible.
Volaba sin alas; no deseaba otra cosa que seguir así para siempre.
Comprendió que viajaba a una velocidad muy superior a la de la luz, pues contemplaba el lento desfile de las estrellas más cercanas.
José Luis contempló una hermosa estrella azul. Estaba cada vez más cerca. Pronto lo engulliría; pero no sentía calor…
Embelesado con la descomunal joya azul, no temió la muerte. Abrió sus brazos, deseando abrazar la hermosa estrella.
Sonó el despertador y abrió los ojos, sonriente. Tardó unos instantes en comprender que había tenido un bello sueño. Se levantó del lecho y miró las estrellas; se le antojaron más brillantes. Volvería a mirarlas la noche siguiente.
José Luis fue al trabajo, más relajado y contento que nunca.

Sobre el autor: José Enrique Serrano Expósito

jueves, 1 de noviembre de 2012

Jorge el Extranjero - José Enrique Serrano Expósito


La aurora encontró despiertos a los habitantes de AlcaJuán. Los lugareños escucharon un zumbido desacostumbrado. Alzaron sus cabezas y posaron su mirada en un ingenio volador que surcaba el cielo azul. Pero nadie acudió a interesarse por la nave ni sus tripulantes, salvo tres niños que jugaban en las afueras del pueblo: —¡Mira, Juan, se acerca un avión! —¡No es un avión, Jaime! ¡Es un helicóptero! —zanjó Héctor, y añadió—: Mirad, va a aterrizar en el llano. ¡Vamos corriendo!
Los tres niños llegaron justo a tiempo para ver tomar tierra al helicóptero, lo cual observaron muy quietos, hombro con hombro. Un hombre melenudo y risueño los saludó con una mano, mientras con la otra desactivaba el helicóptero, del cual era el único tripulante. Las hélices terminaban de girar cuando el piloto descendía del aparato —una alucinante nave que nunca habían visto los niños, salvo Héctor, pero sólo en un libro— con una guitarra por único equipaje. Héctor dio un paso adelante y preguntó al extraño: —¿Quién eres? El visitante habló en perfecto español, no obstante su innegable acento francés: —Me llamo Georges Lamourici. Me gustó este pueblo cuando lo divisé de lejos. He interrumpido mi viaje a Francia para visitaros. Cantaré aquí mi canción. Juan comentó, por lo bajo: —Qué francés más raro. Georges le oyó, sonrió y les preguntó: —¿Me enseñáis vuestro pueblo? Los tres amigos enseñaron a Georges lo que ellos consideraban más interesante de su pueblo: La fuente junto al llano, el manantial anejo, el bosque de abedules de más al sur, las ardillas de ese bosque, la cueva rocosa y sus murciélagos… Por último le enseñaron la escuela y el ayuntamiento. Georges escuchaba atentamente a los niños, contento pero serio, como si asistiera a una importante charla monográfica sobre AlcaJuán y sus alrededores. Dos horas después del aterrizaje... —¡Ay, Facundo!, ¡qué cosas se ven por el mundo! ¿Quién es ese hombre? Lleva su guitarra al hombro, su melena al viento; el vestido desaliñado. —No sé, Mari Pili. ¿Quién es ese individuo, señor alcalde? —No lo sé, Facundo. Cada vez vemos más gente rara curioseando por el pueblo. Pero mirad, habla con el maestro. ¿Qué le estará diciendo a José? —Le habrá visto cara de listo, y por eso habla con él. Ser el maestro del pueblo durante tantos años acaba notándose hasta en la cara, supongo. —También yo soy listo –replicó Pablo–, y culto. ¡Además soy el alcalde! —Sin duda, señor Pablo, pero el extranjero no nos conoce, por eso no habrá notado su inteligencia… El alcalde calló, ceñudo, pues no sabía si Mari Pili hablaba en serio o le tomaba el pelo. Cuando el extranjero desapareció al doblar una calle, el alcalde se acercó al maestro de la escuela para recabar información:< —José, ¿quién es ese? ¿Qué te ha dicho? —Se llama Georges Lamourici. Quiere cantar y tocar su guitarra en algún local. Yo le he ofrecido nuestra escuela. Cantará y tocará para mis alumnos esta tarde. La clase comenzó a las cinco. El extranjero se presentó a los niños simplemente como Georges, y se ofreció a cantarles una canción en francés, su lengua materna. Los niños aceptaron, encantados.
Tras su primera interpretación, Jorge les contó solamente cosas de su patria, pues La Canción ya hablaba de su vida; pero los niños no parecían interesados en esas cosas. El niño Anselmo le pidió:
—¡Jorge, cántanos otra vez La Canción!
El extranjero no quiso traducirla, a pesar de hablar perfectamente el idioma de los lugareños. Tuvo que hacerlo el maestro. Los niños escribieron la traducción de José en su cuaderno, tras el original en francés. Después ensayaron muchas veces.
Jorge el Extranjero se despidió de los niños y de José, en cuanto comprobó que habían aprendido su canción.

Al día siguiente, José narró al alcalde lo sucedido la tarde anterior:
—Y eso es todo, Pablo. Jorge se marchó poco después de las ocho y media.
—Pues a eso de las nueve vimos que el helicóptero se marchaba hacia el norte.
José comentó:
—Vino con la aurora y se marchó con el crepúsculo.
—Sí, José.
—¿Querréis cantarme esa canción?
—Por supuesto, Pablo.
José entró en el aula con el alcalde de AlcaJuán:
—Como veis, niños, hoy tenemos con nosotros al señor Pablo. Está interesado en escuchar la canción de Jorge. Señor Alcalde, se titula “El extranjero”. Sé algo de francés y la he traducido. ¿¡Algún voluntario para leer la traducción de La Canción de Jorge!?... Gracias, Héctor...
El niño Héctor abrió su cuaderno y leyó la letra en español…
Terminada la lectura, José se animó y les dijo:
—¡Niños!, la hemos ensayado muchas veces. ¡Cantad La Canción de Jorge!…
Los niños la cantaron en francés, y su profesor los acompañó a la guitarra…

Sobre el autor: José Enrique Serrano Expósito

martes, 12 de junio de 2012

Luis e Istarien, el mago de la arena – José Enrique Serrano Expósito


Luis y sus compañeros disfrutaban del sol, del viento, del bello paisaje, en la playa. Habían olvidado traer la crema protectora y fueron a por ella, dejando a Luis solo, dormido.
Las gaviotas lo despertaron. Luis las miró allá arriba, a lo lejos. Le pareció que le llamaba la arena. De uno de los guijarros salió un diminuto ser, delgado y estirado, sus orejas puntiagudas cual palillos. Le sonrió; sus ojos rezumaban sabiduría. El entrañable personajillo miró a las gaviotas y profirió un grito agudo, penetrante… Ellas enfrentaron sus alas contra el viento y permanecieron quietas en el aire, giradas todas hacia lo profundo del mar. Fue entonces cuando gritaron con voz transfigurada:
—¡Tajamar, hija de Uinem!
Allá a lo lejos, emergió una gran bola de carne. La gran ballena miraba hacia la playa; hizo brotar del surtidor en su espalda un inmenso chorro que brilló a la luz del sol en mil destellos cristalinos multicolores; una vez más; por tres veces vio Luis surgir el gran chorro de agua marina.
Tajamar se sumergió de nuevo; las gaviotas continuaron su vuelo y canto habituales.
Luis se giró hacia la arena para agradecer todo aquello al simpático mago, pero ya no lo vio más. Conservó para siempre en su corazón el detalle de Istarien el día de su santo.


Acerca del autor:
José Enrique Serrano Expósito