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viernes, 20 de noviembre de 2009

Zen - Mariela Anastasio


La mirada a un metro y medio del sueño, perdida en algún punto del espacio. Párpados a media asta. Hombre en mitad del jardín.
Allá a lo lejos una enredadera florecida, trepando por la pared enhiesta. Más abajo la tierra recién regada. El rocío flotando sobre la hierba azul. Olor a primavera, a tarde fresca. Pensamientos blancos. Bienestar.
La mirada se eleva liviana y despacio. La respiración es calma. Adelante el paredón verde enredado y... ¡un Buda! una figurilla de barro ha emergido de la tierra. Será una visión. Será de tanto meditar.
El hombre se para entusiasmado, estupefacto y camina -no sin cierto miedo- hasta donde se halla la figura trascendental. Buda levita, allá a lo lejos y tan cercano. Se sostiene en el aire; el otro se sostiene en la respiración. Taquicardia y fuerte expiración por la nariz: Buda se rompe, cae al piso, se hace añicos.
El hombre corre, solloza sobre los pedazos de la pieza de barro.
¡Qué solo se siente ahora! Con Buda roto en su jardín la paz se ha terminado. Todo se arremolina. El cielo se pone negro. Llueven cenizas. Se incendia el pasto. Rugen leones. Se cierran puertas, se caen techos.
La furia se ha desatado.
El hombre corre y se cae. Se estrella. Trastabilla contra el Buda y se duerme.
Tiene pesadillas.
Se despierta: en su jardín meditando.
La tarde es fresca.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Uninfiernotriangular - Mariela Anastasio


Atrapada en un espacio raro. Tengo que contarlo para que se entienda de lo que hablo, aunque creo que yo misma nunca lo entenderé. Un lugar amplio, asfixiante por lo extenso, por lo infinito. Todo cielo (azul oscurísimo, sin luna), y un suelo dividido en enormes triángulos, que por su perfección parecían diseñados por el hombre, pero que a la vez revelaban algo más extraño, como de otro universo. Los triángulos estaban dispuestos en calidoscopio, repitiendo cuidadosamente sus materiales: madera lustrada, finísima, mármol verde, tierra rojiza recalcinada, granito blanco y arena. Detrás un manto azul.
¿Qué era aquello?
¿Por qué me sentía tan vacía y triste en aquel lugar?
Más tarde lo descubriría: aquello era la nada. Hacia donde mirara, allí y aquí, los triángulos se multiplicaban infinitamente, y el manto azul que parecía ser el horizonte —tal vez el límite y tal vez la salida— se me alejaba ilusionándome en vano.
¿Estaría muerta?
Se oyó un eco. Un eco de mi voz que no era mi voz. Una repetición distorsionada.
Giré mi cabeza… giré… giré: me encontré con otra mujer, vestida igual a mí. Igual a mí.
Nos miramos largamente.
Caminé hasta ella. Los pasos me parecieron años.
Efectivamente algo pasaba con el Tiempo, porque cuando llegué, ella había envejecido.
—Vos también estás vieja —me dijo.
Miré mis manos y descubrí la piel sin gracia, ajada, transparente.
¿Quién era ella?
¿Quién era yo?
¿Nos conocíamos?
El lugar me aterrorizaba: sin tiempo, sin caminos. Una nada que se extendía en nada hasta el hartazgo.
“Este es el infierno”, pensé.
—El infierno —repitió.
—¿Vos sos yo? —dije tímida.
La mujer me dio la espalda. Caminó en dirección a lo que parecía ser un mar azul y desapareció.
Algo inesperado pasó entonces. Una luz atravesó el espacio, y pronto advertí que se trataba de un tren que venía a buscarme. Un tren sin pasajeros ni conductor.
Subí en silencio.
Al sentarme, era otra vez una mujer joven.
¿Adonde me dirigiría ahora?
El tren surcó triángulos.
¿Qué era aquello? No lo entendía.
Estaba sola y los pensamientos me abrumaban.
“El infierno”, me repetía la voz.
Quise morirme, pero no pude.
La eternidad fue mi castigo.
Yo sin mí.
Los triángulos perfectos.

domingo, 21 de septiembre de 2008

La historia del Mozambique - Mariela Anastasio


La sinéndoque de la trivial y perenne montácula monteaguda rectilínea, no derivará jamás en el ósmosis formado por la parteducia moragna que postula que Juan el moro, no había sido, en los tiempos enjutos, emperador casano de la monarquía periplástica del siglo VIII, de Adriano y Plecíades.
Cuentan los que saben, que una anemonía había sobrevenido al pueblo peculiar, en donde reinaba y pasaba sus días este moro, entre turdeles y maravillosas monceabas que meneaban sus rosauras curvilóneas enteras, mientras se regodeaban con banquetes de moamá y hayas dulces. Otros, por rumores cébaceos de hombres reptos que oyeron frases tautológicas, bien fundadas, admitieron sabiamente que en la génesis no habían sucedido tales hechos tremógenos. Ampliaron los filósofos, a propósito de las añoranzas sigenas, que los “Tabis” habían atacado lisa y llanamente los turdeles y las esferas, empeorando la situación foránea, y que por ello, Juan el moro, había propelido un espectacular jurásico que se había extrapolado hasta provocar endemias que calaron hasta lo más huraño de la curtiembre venidera.
A ciencia cierta, no se sabe —culpa también de la cutedixis, que siempre mete sus narinas cartilagosas en recovas oscuras y dúctiles— qué fue lo que pasó luego de la invasión adriática, pues Juan escapó con gran parte de su séquito beato, y la gente quedó ludeando hasta extinguirse solemne y nauseabunda en un croquis arbóceo que desapareció tiempo después, en que los tiranos rasuraron fuertes y rayanos cloros de los que hoy no quedan trastos.

domingo, 31 de agosto de 2008

Pesadilla - Mariela Anastasio


Se levantó a las seis de la mañana. No podía dormir. Así, en chancletas y camisón salió de la casa. Fue al galponcito de atrás. Abrió el frezzer y de allí empezó a sacar bolsas plásticas. Después mató a unos pollos. Entró a la casa, primero con los pollos muertos, y después salió y volvió a entrar y lo hizo con las bolsas negras. Despejó la mesada. Allí lo puso todo. Abrió la canilla y dejó que corriera el agua.
Trozó los pollos; después el contenido de las bolsas. De los pollos salió sangre caliente; del otro cuerpo, nada.
Lavó incesante las partes. Tuvo ganas de vomitar.
Después buscó ollas. Sacó ollas de varios lugares de la casa. Ollas viejas y oxidadas.
Les puso agua; las dejó al fuego.
Mientras tanto, seguía lavando la carne.
Su madre, se levantó a las siete.
—¿Qué hacés levantada a esta hora?
Ella sintió que se iba a desmayar. En un solo momento, en ese, se llenó de vergüenza. Advirtió lo terrible, lo siniestro. Se dio cuenta que se estaba volviendo loca.
—¿Qué hacés?
¿Qué contestar? El reloj marcaba las siete de la mañana. Hora absurda para hervir pollo.
—¿Qué hacés?
Se desmayó sosteniendo el pedazo de pie de su padre en la mano.

martes, 19 de agosto de 2008

El muerto y la bici - Mariela Anastasio


Escuchá: un hombre en una bicicleta lleva en su espalda una palma de flores. Seguro, para un muerto. Seguro para un muerto. O no. O sí, para un muerto. Pensálo. Pensá si es para el muerto. Pensá para qué muerto. Pensá quien murió. ¿Quién? El muerto. ¿Quién? El muerto ¿Quién? ¿Qué muerto? ¿Vos? ¿Quién es el hombre que en bicicleta lleva al muerto? ¿Cómo? ¿No llevaba flores? No. Lleva al muerto en su espalda. Lo lleva, al muerto. Lo carga. Pesa. Pensá cuánto pesa. El muerto. ¿Cuánto? Dos hombres van en bicicleta: el vivo y el muerto. Uno lleva al otro (¿Quién a quién?) Pensá. ¿Quién siente? ¿Quién piensa? ¿Quién duele? Un hombre lleva flores. En bicicleta. Las lleva. Flores y muerto. Muerte. Lleva tristeza. Una bicicleta lleva dos hombres, dos muertos. Las flores vivas, los hombres no. Pensá en la bicicleta llevando el peso. Pensálo. Va despacio. ¿Cuánto pesa? Pensá en la bicicleta llevando el peso. ¿Quién la conduce (a la bicicleta) ¿adónde va? Una bicicleta y un hombre con una palma en la espalda. Palma-espalda. Para un muerto. Para un muerto querido. La tristeza pesa. La bicicleta. Los pensamientos. Anda lento. Un muerto querido. Se detiene. Se destiñe. El hombre se detiene y se destiñe. Desciende la palma de la mano, y la palma de las flores, la espalda. Llora la bicicleta. Desciende el hombre hasta lo más bajo. Llora la bici. El muerto tácito. La espalda despalmada, desespaldada la espalda palma. Los huesos duelen. Siente que le duele. Le duelen a la bici los pedales. El muerto tácito. Un hombre lleva a un hombre. Un muerto lleva a un vivo, y unas flores muertas viven. Pensálo. La bicicleta a un costado. El hombre anda, el otro no funciona. La vida es rara. Pensálo.