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domingo, 21 de diciembre de 2008

La Navidad del señor Carlos Paz - María Cristina Rolnik



La enfermera Martha caminaba con delicado zigzag por el pasillo del geriátrico. Había bebido por demás de la petaca. Que bella era. Bella era la petaca, alpaca y oro. La señorita Martha no era bella. Era cuadrada y blanca cómo una heladera Siemens con rodete. 
Ingresó a la habitación número 8 y entregó la pastilla roja al flaco viejo lunático, para que duerma en paz, y en paz duerman sus vecinos. El señor loco, Carlos Paz, miró a la enfermera como siempre: cómo si la estuviera lamiendo. Ella se acomodó el uniforme blanco, incómoda. Sin dirigirle la palabra le dio un comprimido, un vaso de agua y se marchó.
En la habitación número 9 estaba el señor Nicolás Klaus. Ese sí que era un viejo simpático. 
—Buenas noches, señor Klaus. Tome su pastilla para el corazón. 
—Gracia, Martha; usted está mas sonriente que de costumbre. 
—Sí, señor Klaus, es Nochebuena ¿sabe?
 –Claro, por supuesto. ¿Ya pidió su regalo? —El señor Klaus sonrió tras la espesa barba blanca.
— Tengo todo lo que quiero, señor Klaus. Buenas noches.
—Adiós Martha.
La enfermera se marcho a la sala de guardia para continuar con su bella petaca, papas fritas y televisión, y se durmió sentada frente al aparato sin saber que el reparto de medicamentos había sido erróneo. 
El lunático señor Carlos Paz comenzó a sudar y a hablar con sus amigos de siempre, ¿ven?, esos, ¿no los ven?
El señor Klaus se vistió con un extraño pijama rojo y cuando se estaba colocando las medias de lana, con dificultad, por su gran panza, se desplomó dormido en el lecho, con medio cuerpo fuera, haciendo un ruido considerable.
El señor lunático escuchó algo. Se levantó y golpeó la puerta de Klaus; era loco, pero educado. Como no respondían entró a la habitación número 9. Vio a su vecino tirado, roncando desaforadamente. Se sentó en la cama junto a sus amigos invisibles para observar las bellas botas rojas y el deslumbrante sombrero que yacían junto a Klaus.
De repente escuchó crinch crinch crinch; los sonidos llegaban desde la ventana. El señor Carlos Paz se acercó y vio varios ojos redondos brillantes que lo observaban tras el vidrio. Las habitaciones del geriátrico estaban en el tercer piso. El señor Carlos Paz no reparó en ese detalle, abrió la ventana y un hocico húmedo le tocó la nariz. Miró un poco mas alto y varios cuernos le cubrieron la constelación dónde vivía una tía suya que se comunicaba enviándole hojas secas escritas en arameo, que caían en su habitación número 8 a partir de mayo.
Eran renos, seguro, y giraban el cuello en una sola dirección, cómo diciendo: hacia allá vamos, vamos, vamos. Uno estiró sus pezuñas amenazando con urgencia y otro reno miró el reloj de pared pestañeando fuerte: 11:49. 
—Bueno, vamos —dijo el señor Carlos Paz y se sentó en el trineo, que le quedaba grande, así que invitó a un par de sus amigos invisibles. Se fueron hacia la Navidad.
A la mañana siguiente, cuando la señora Martha se despertó, pateó algo blando al estirar los pies: era el señor Carlos Paz, que estaba durmiendo en el suelo. Junto a él había un paquete de regalo que decía “Martha”. Lo abrió: eran un babydoll rojo de seda, unas bragas negras de encaje con medias y portaligas al tono. 
En el televisor, los del noticiero comentaron que habían recibido regalos de Navidad increíblemente hermosos y sus sonrisas parecían sinceras.
La señorita Martha cerró con llave la sala de guardia, se probó su regalo de Navidad y suavemente despertó al señor Carlos Paz.

martes, 25 de noviembre de 2008

Salsa de tomate en las veredas - María Cristina Rolnik


Tenía rasgos amables, cortados a cuchillo, y ojos verdes. Su local de comida vegetariana era pequeño. Él atendía y despachaba, la mujer batik, cobraba. Entré para comprar semillas de sésamo. Elegí sésamo blanco. Cuando estaba por pagarle a la señora batik, entraron tres hombres grandes; por eso no sé si eran cuatro. El dueño no dijo hola; dijo: sólo tenemos comida vegetariana. Sí, ya sabemos, dijo uno de los hombres. Es que nos ves cara de carnívoros, vos, dijo otro. Sus amigos rieron. Uno de ellos me miró a los ojos, creo que para determinar si el diálogo era creíble, normal. Y no, no me parecía, pero amagué una sonrisa. La señora batik se olvidó que yo estaba ahí y yo me olvidé que estaba ahí. Ellos ocuparon todo el pequeño local, eran tres o cuatro. Tenemos canelones, pizza de verdura y berenjenas en escabeche, dijo el dueño sin respirar y sin soplar. Había más cosas, pero no las mencionó. Lo que no había era buen aire, parecía que habían encendido un espiral Buda: el centro eran los hombres grandes; desde allí el aire lento y pesado giraba, nos separaba de ellos, nos aplastaba contra la pared. ¿Y usted qué recomienda, maestro?, dijo uno. El reclamado maestro tragó saliva, su nuez de adán subió y bajó. Los canelones están muy buenos, pero son de ver-du-ra, separó en sílabas pero sin mala intención. Era pura enseñanza gramatical. Dos de los hombres se agacharon para ver las joyas envueltas en la vitrina. Los otros (o el otro), apenas se movieron. Extendí mi mano hacia la señora rogándole con el gesto que se apurara. Ya, ya, cóbreme. Ella me dio el vuelto. Había mutado a una apariencia de mártir resignada. Dijo gracias. Gracias, respondió mi espalda y salí rápido del negocio. Corrí. Me detuve en la esquina. Apreté los párpados y esperé los ruidos.

miércoles, 19 de noviembre de 2008

De lo que abraza la gente - Maria Cristina Rolnik


En la ciudad, por la calle, si hay sol de invierno, uno puede levantar la vista de la acera y mirar.
En el Once, un morocho petizo y fuerte espera el semáforo en una esquina. Abraza a un maniquí de mujer cubierta, sólo el torso, con polietileno. Las piernas se estiran blancas y rígidas para delante, las uñas de sus pies están pintadas de rojo. El tipo sonríe todo el tiempo. 
En Palermo una chica de ojos muy abiertos y labios apretados lleva una pesada máquina de coser. Está vestida con un pantalón de bambula y, sobre él, una pollera color naranja. Parece saber muy bien hacia dónde va.
En Almagro hay un coche oscuro estacionado frente a una iglesia. En el asiento de atrás hay tres monjas que no se hablan. Las que están sentadas en los extremos, junto a las ventanillas cerradas, son ancianas y se parecen mucho. La del medio es joven y lleva una virgen de yeso en el regazo. Cuando paso junto al auto sólo la jovencita me mira.  Mira como pidiendo ayuda.