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martes, 17 de diciembre de 2013

El puzzle sármata – Sergio Gaut vel Hartman & Nélida Magdalena Gonzalez



Cintia Hernández conoce a un hombre honesto y trabajador, y se casa con él. Desde ese momento se dedica a las labores propias del hogar y a la crianza de los hijos, sin pensar en otra cosa. Pero los años pasan, los hijos alzan vuelo y ella, aburrida, decide hacer un taller literario. La escritura se le da bien a Cintia, y no tarda en obtener el reconocimiento de su maestro, que queda impresionado por su habilidad como narradora y cuentista, lo que le permite construir historias de gran nivel. Es en ese punto que la mujer decide escribir una novela y empieza a buscar información sobre escritores sármatas. Copia todo lo que encuentra, hasta que logra armar un rompecabezas de referencias. Solo entonces se anima a llamar a su maestro.
—¡Necesito que me ayude! Tengo miles de notas y apuntes para escribir el libro que le conté, pero no logro completarlo.
—¡Imposible, Cintia! Bajo ningún aspecto difundiré detalles de mi vida en el siglo II.

Acerca de los autores:
Nélida Magdalena González de Tapia
Sergio Gaut vel Hartman

martes, 3 de diciembre de 2013

Un kilómetro bajo tierra – Sergio Gaut vel Hartman & Ana Caliyuri


—Todos los experimentos realizados —dijo Kirb— llevan a una triste conclusión. Los microorganismos irradiados han alcanzado un estado de crecimiento desmedido y azaroso, lo que los ha llevado a producir órganos sensoriales cuyas funciones no podemos siquiera imaginar.
—Eso ocurre, como siempre —argumentó Yaz— porque ustedes, los científicos, juegan a ser Dios.
—Los resultados catastróficos son obra de Dios; nosotros solo hacemos lo que manda el instinto.
—¡Qué ingeniosa coartada! Pero no le va a servir, Kirb. Usted ha enrojecido el mundo, ha convertido la brújula de las creencias en caos y ha logrado que sobre el  hirviente techo de este refugio hayan comenzado a movilizarse los bigmost.
—Querido Yaz, los bigmost son hijos de la oscuridad. Jamás podrán descifrar el entorno. Son sólo energía vítrea de calidad monótona. No constituyen un peligro cierto.
—Necesito saber más sobre los otismutis. ¿Cuál es la condición de esos órganos que en algún tiempo sirvieron para percibir los sonidos?
—Ellos son nuestros híbridos rebeldes. De algún modo hay que escapar del canto de las sirenas. Es hora de conquistar la Tierra…
—Dios no quiere más sangre derramada.
—Dios es etéreo, Yaz, y los terrícolas están hechos a Su imagen y semejanza.

Acerca de los autores:
Ana Caliyuri
Sergio Gaut vel Hartman

viernes, 29 de noviembre de 2013

Stormy weather – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


La tormenta estaba sobre Grego, y al muchacho no le hacía una pizca de gracia tener que soportar un diluvio de agua hirviendo. Si bien los equipos de la nave han sido diseñados para soportar altas temperaturas, reflexionó, no creo que pueda sobrevivir a una inundación de esas características. Pero si en verdad se trata de una tormenta debería oír los truenos, ¿no es cierto? En ese caso tendré tiempo para alcanzar la cima de la colina.
—Imposible —dijo una voz turbia y taimada sonando dentro de su cabeza—, como está cerca de los mil grados, el agua es gas a presión.
¡Maldición!, pensó Grego. Cuando la montaña se desmorone impactada por un meteorito, los instrumentos colpsarán y la nave saldrá disparada hacia el infinito por efecto de la fisión nuclear; todo el planeta estallará en nanopartículas y quedaré envuelto por una nube de metales, azufre, polvo celestial y partículas iridiscentes. Viajaré a la velocidad de la luz, me fagocitará un agujero negro y será mi fin.
Sintió que cesaba todo movimiento. Abrió los ojos. Estaba en la cima de la montaña rusa.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

sábado, 9 de noviembre de 2013

Manos temblorosas – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Ladya miró con atención a Bustamante, intentando descifrar lo que pensaba y sentía, pero no logró averiguar nada en esos ojos vacuos, en esas facciones que parecían lijadas y pulidas. Los expertos que los rodeaban tampoco parecieron advertir ningún indicio de lo que estaba por venir. Ella sabe que no logrará salir viva de este lugar, pensé mirando el suelo; tendré que empezar de nuevo.
—Todos lo sabíamos —murmuró Ladya, desnudando mi mente—. Era natural que así fuera después de un comienzo tan desafortunado.
Decidí ocultarle mis pensamientos. De nuevo ella dirigió su vista hacia Bustamante. Era injusto, yo pensaba en Ladya, y esta se concentraba en aquel desquiciado. Él la veía como una apetitosa liebre, yo en cambio la amaba.
—No existe —resonó la voz del médico jefe—. Es una entidad que usted ha creado para mantener sus dos personalidades en balance. —Ladya y yo nos observamos—. Esta sesión es importante, no deseamos que usted elimine de su inconsciente a esa persona imaginaria. Necesitamos que la refuerce, para que usted ya no cometa más crímenes.
Con ello deduje que Bustamante era real. Él era el perpetrador de tales delitos, los cuales incluían el homicidio. Si este maldito veía a Ladya como un pedazo de carne que nunca podría devorar, entonces ella no era verdadera.
Por primera vez Bustamante giró la cabeza hacia mí, y me susurró:
—Pronto terminará todo. —Puso su mano sobre mi pierna.
Quise escapar de ahí, pero fui retenido por los enfermeros.
¿Bustamante soy yo?, grité. ¿Soy yo?
—No —dijo el médico—. Usted es Ladya.
Miré mis delgadas manos, mis uñas pintadas. Oí mi aguda y chillona voz.
Me condujeron a mi celda. El otro, el psicópata, se mostró complacido y me siguió durante todo el trayecto.
Nos encerraron juntos. Yo temblaba.

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Sergio Gaut vel Hartman

martes, 5 de noviembre de 2013

Flores para Fedra – Sergio Gaut vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Esta adolescente nos tiene a su merced, pensó Loggart. Nuestras vidas están en sus manos.
—¿Quiere otra porción de pastel de frambuesa? —preguntó Noelia, ajena a todo lo que ocurría a nuestro alrededor.
—No, señora, gracias.
—¿No le gustó?
—Me gustó, pero no deseo seguir comiendo.
—Es bueno para drenar las arterias —insistió la mujer.
—¿Las arterias? —Loggart no lograba fijar la atención en lo que la anfitriona decía. Era como si la jovencita, convertida en una bomba de tiempo, fuera a estallar en cualquier instante.
—Así es, su sangre se tornará más cristalina.
—¿Qué? —Loggart temblaba, no quería admitir que él y los diecinueve soldados que le acompañaban se encontraban en una trampa para conejos. El teniente solamente quería retornar al campo de batalla junto con los suyos. No obstante, cuando la chiquilla le brindó esa mirada de ave rapaz, supo que nunca saldrían de ese pueblo.
—Su sangre sería más sabrosa —dijo Noelia sonriendo—. Si ya no desea alimentarse está bien. Ustedes quedaron a punto. Son mi ofrenda para Fedra.
Loggart no necesitó preguntar quién era Fedra. La leyenda de la Reina Oscura del Sur era bastante conocida. Se suponía que nada más era un mito. A llegar a la aldea, el teniente había notado que no había personas de sexo masculino.
—Sí —dijo la muchachita, adivinando sus pensamientos—. Ellas entregaron a sus hombres. De vez en cuando usan a los forasteros para procrear. Incluso me han dado a sus bebés varones.
El soldado se horrorizó, giró la vista, observó a su reducido ejército durmiendo en el salón. Noelia, satisfecha, se retiraba. El ambiente olía a cementerio.
Fedra acarició el rostro de Loggart y le pasó la lengua.
«Serás el primero, divina flor», dijo el monstruo. «Has tomado setenta y cuatro vidas, eres una dádiva exquisita».

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Sergio Gaut vel Hartman

viernes, 1 de noviembre de 2013

Despertar – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


Lo despertó el dolor. Abrió los ojos, y al palpar el pecho con un movimiento involuntario descubrió dos o tres cosas inusuales: un vendaje; el costoso traje que usara en la fiesta de la noche anterior había desaparecido y estaba acostado sobre una camilla, envuelto en una bata descartable.
—El equipo médico —susurró una voz familiar— planea una intervención quirúrgica exploratoria. La bala está entre el pulmón y el corazón, por lo que deben operarte lo antes posible.
¡Es cierto!, recuerda. Había salido a fumar, unos tipos lo atacaron, y lo subieron a un vehículo. Estaba en poder de traficantes de órganos. La voz familiar era la de su amigo. Lo había traicionado por unos pocos pesos. Y mientras el Judas sobrevuela el quirófano, comienza la ablación: corazón, pulmones, hígado.
—¡Desconéctenlo! —ordenó el cirujano. Los ojos le picaban, vio una luz intensa; y al despertar se dio cuenta de que todo había sido un sueño.
—Marta, ¿qué te pasa? Me acabás de morder justo debajo de la tetilla. Mirá, un orificio, se palpa.
—Perdón, José. Estaba soñando que te habían secuestrado; estabas en una morgue, atado. No tenía cómo desatarte; decidí cortar la soga con los dientes.
—¿Y esto qué es? —sonrió cínicamente, con el último aliento.
—La cápsula de una bala servida —contestó Marta, lacónica. Luego lo besó y lo tapó antes de que lo metieran en el ataúd.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

viernes, 20 de septiembre de 2013

El valle de Firgana – Sergio Gaut Vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar


Habían escalado más de trescientos metros cuando el terreno se niveló. Ahora la pendiente era suave y estaba surcada por vetas oscuras, costurones claramente marcados, parecidos a canales en los que bullían sustancias semejantes a la miel. Al ver correr el agua, Hestor inició una breve búsqueda de la fuente, y al cabo de unos minutos llegaron a una hondonada lo suficientemente ancha y profunda.
—Esto es el lecho de un río —dijo Iuster y, saltando con agilidad, echó a caminar por el mismo—. Lo encontraremos a unos metros. —Hestor lo siguió, entusiasmado.
Caminaron durante una hora.
—¿Cuándo hallaremos la bendita fuente? ¡Estoy agotado! —dijo Hestor.
—Pronto. Sé paciente.
—¿Cuándo es «pronto»?
—Un rato más.
Sin embargo, avanzaron otra hora.
—¡Ya no puedo…! Pásame el agua —dijo Hestor.
—Toma. Tranquilo, ya falta poco.
—¡No me tomes el pelo! ¡Sé que estamos lejos aún!
—Entonces deja de parlotear y camina.
—¡No pienso andar un solo metro! ¡Me has engañado! ¡La dichosa fuente no existe!
—Sí que existe, llegaremos, eso te lo juro.
—Regreso, adiós, persigue tu sueño solo. —Hestor intentó volverse, pero sus pies no respondían. Esto lo aterró. Iuster forcejeó con él, le quitó sus provisiones y le dijo, riendo:
—Ya no necesitarás eso. Vamos.
Trajinaron dos horas más.
—No puedo, no puedo… —susurró Hestor y cayó, desmayado.
—¡Por fin! —dijo el hombre, satisfecho de haber cumplido el rito con precisión—. ¡Oh, magnánima Firgana, recibe este sacrificio y dame sus años de vida!
El valle se abrió ante sus ojos, del centro surgió una fuente de agua que formaba el rostro de un horripilante ser, el cual se tragó el cuerpo caído. Acto seguido ilumino el rostro del devoto, llenándolo de una extraordinaria vitalidad.
Al terminar, Iuster desanduvo sin dificultad la accidentada ruta, rumbo al pueblo.

Acerca de los autores:
Carlos Enrique Saldivar
Sergio Gaut vel Hartman

Comerciando - Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


—El ascensor es muy grande —dijo el niño. Tal vez vivía en una finca de las afueras, o directamente en un pequeño pueblo del interior y era su primera vez en la ciudad.
—¿Grandes? —El hombre no estaba interesado en la conversación. Había robado el niño para vender sus órganos en el mercado negro y lo único que le importaba era encontrarse de inmediato con el comprador y cobrar buen dinero por la mejor mercadería.
—Y difícil de escapar de él —insistió el niño mirándolo con picardía.
—¡Silencio! —El secuestrador observó nervioso el reloj—. Nos esperan a las ocho en punto, en el último piso.
—¿Adónde me lleva señor?
El ascensor se detuvo bruscamente. El hombre tocó varios botones, pero las puertas no se abrieron. —¡Maldición! No llegaremos a tiempo. —El niño observó extrañado al secuestrador que machacaba los controles para continuar—. ¿Que está pasando?
—¿Usted está seguro de saber adónde vamos? —La voz del niño sonaba extrañamente tranquila y metálica. El hombre, fuera de sí, se lanzó sobre el pequeño para hacerlo callar, pero ese fue el momento elegido por ascensor para estremecerse; se encendieron y apagaron las luces y se puso en movimiento tan imprevistamente como se había detenido. Luego se percibió una abrupta frenada y la caja golpeó con fuerza contra uno de los costados. Un sonido agudo atravesó el metal, enloqueciendo al hombre que, mareado, cayó al piso.
—Muy buen trabajo —dijo el jefe del operativo cuando se abrieron las puertas del ascensor—, al fin pudimos atrapar al cazador de órganos. Ahora retiren al prototipo del niño robot y métanlo con cuidado en su caja.

Acerca de los autores:

lunes, 26 de agosto de 2013

Otra vuelta de tuerca sobre una cuestión topológica – Daniel Alcoba & Sergio Gaut vel Hartman

Vandálico Apichafuoco recogió el texto que alguien había abandonado en el banco de la plaza. Y en cuanto lo leyó pudo ver las inminentes influencias de Urano que esta semana, opuesto a Zeus o Júpiter, le haría la puñeta con la hipocondría a buena parte de los arqueoatletas. No eres el único acojonado del sector terciario, se dijo Vandálico. Prefirió no hacer nombres para no caer en una profunda depresión que lo obligara a comerse un puré de Desvenlafaxina, Nefazodona, Escitalopram y Trazodona, pero no pudo evitar un pensamiento dirigido a un amigo de antiguas luchas que buscaba un texto para la voz cantante de un muerto inminente.
—Urano es uno de los ángeles rebeldes que descuidaron su trabajo como guardias de tránsito de Vía Lactea —dijo un tipo calvo que se había sentado junto a Vandálico sin que este lo advirtiera. El calvo estaba limpiando una SIG Sauer P226—. Con esta, así como la ve —agregó dándole una palmadita afectuosa al arma— evitaré que salvajes como ese invadan la Tierra, seduzcan mujeres y refuercen nuestra hipocondría.
—¿Puedo saber quién es usted y de qué habla? —dijo Vandálico; nunca le había gustado jugar con pistolas—. ¿Cómo pretende herir con una pistola de pólvora plomo y acero a un ángel estelar? En primer lugar el tamaño es inconmensurable con el de un hombre.
—Tanto más fácil para no fallar los tiros... —respondió el otro. Había química. No estaban lejos de tomarse una sopa de pastillas (Desvenlafaxina, Nefazodona, Escitalopram y Trazodona) cuando Urano los sorprendió y engulló a los dos juntos, masticándolos apenas.

Acerca de los autores: 
Daniel Alcoba
Sergio Gaut vel Hartman

domingo, 9 de junio de 2013

Guiso de habas – Sergio Gaut vel Hartman & Maria Ester Correa Dutari


—¿Usted está seguro de que lo que escribe es también interesante para los demás? —Agnos removió el guiso con un tenedor y se concentró en las habas; eran enormes.
—No lo sé —respondió Loretta—. Nunca se sabe. Los que se acercan a comentar algo que escribiste te adulan, los que no se acercan tal vez piensen que es una bazofia.
—Como este guiso, sin ir más lejos. —Ahora Agnos sonreía. Le costaba creer que solo era un personaje, que su vida entera estaba en mis manos. De pronto se dio cuenta con quien estaba hablando, de que a pesar del tratamiento y la medicación, lo seguiría haciendo, y que ese conocimiento lo iba a volver loco. La sonrisa se borró de sus labios.
—Los cuentos, como los guisos, si no acaban cuando corresponde se terminan convirtiendo en un pastiche frío e incomible. —Loretta, en cambio, disfrutaba jugando el rol del escritor. Sabía que no lo era, que solo se limitaba a representarme.
—Ya mismo lo termino; ¿no vas a comer? —Loretta movió la cabeza. Había urdido un plan para hacer desaparecer a Agnos. Y no era la primera vez que hacía algo como eso. En su haber se contaban pistoleros, asesinos, prostitutas y proxenetas. Pero habitualmente nadie reclama, aunque no estén conformes con su estilo que, está de más que lo diga, es el mío.
—No, no voy a comer. —Loretta se levantó de la mesa para dirigirse al escritorio donde estaban los borradores; había decidido borrar a Agnos del cuento.
—Lo cierto — dijo Agnos, que ignoraba por completo los propósitos de Loretta (y los míos)— es que tus cuentos son malísimos, nada es creíble, aunque debe quedar en claro que yo soy un escéptico, de allí mi nombre. En realidad, no sé por qué me preocupo: yo no soy el que no vende un miserable libro.
—Tu opinión es irrelevante —dijo Loretta levantando la vista de los papeles—; sabés perfectamente que el que decide la continuidad de la historia soy yo, para eso soy el escritor. —Tomó una de las lapiceras, pero descubrió que en ella apenas quedaba tinta—. Y el final está cercano —concluyó abrumado por las crecientes dificultades.
—¿Ah sí, cómo es eso? —El tono de Agnos era desafiante—. Los mediocres tienen una única forma de terminar un cuento: matando al personaje, ¿no es cierto? Pero sabe que no lo va a hacer, aunque de no seguir escribiendo la obra esta quedará inconclusa, ¿no es así?
Loretta miró a Agnos, incrédula. A medida que avanzaba la conversación se había ido dado cuenta que se desdibujaba, que ya no proyectaba sombra, que apenas era un garabato en la hoja, un línea torcida que se perdía en los vericuetos de la historia, y finalmente apenas unos puntos suspensivos.
—¡Esto es imposible! —exclamó Loretta antes de desaparecer por completo.
—¡Pobre tipa! —dijo socarronamente Agnos—. Cada vez que come estos guisos termina con indigestión, delira, se cree la protagonista del cuento, aunque debo admitir que es duro ser solo un personaje secundario. Ahora solo me queda tomar las riendas del cuento y continuar con su escritura hasta terminar la historia.
Le permití que lo creyera durante algunos minutos. El guiso estaba delicioso y hasta pasé el pan por el fondo de la olla.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

Fábula con aire marino (cuento pascual) – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¿En serio que está en huelga? ¿Qué pasó?
—Mi tarea no es suficientemente remunerada, pero está bien porque la considero vocacional, en cierto modo y, por qué no admitirlo, me alimento bastante. Pero esto se está yendo fuera de control. Es todo muy desprolijo.
—A ver; usted admite que come en su horario de trabajo. Pero que hay caos que le dificulta el mismo. ¿Correcto?
—Correcto.
—Usted estaba contratado para eliminar a Joaquina (La Foca) Flotandis pero un trío de facinerosos se le adelantó. ¿Es así?
—Precisamente; por medio de un ardid me la arrebataron y la atacaron ellos. El tema es que el comitente ahora no quiere garpar. Digo yo: ¿Qué culpa tengo? Yo planeé todo, puse a la foca en posición, pero no me va a pedir que me enfrente a esos tres toros gigantones. Eso no estaba en el contrato. La idea es matar, no dejar que me maten. ¡Vamos! No pueden jugar con Juro “Tiburón” Meneses y sacarla gratis.
—¿Y quién o quiénes son esos comitentes, si se puede saber? ¿Se puede saber?
—¡Claro! La lealtad llega hasta un punto. No se juega con esto. Son los jefes del Clan Las ballenas de Cortés. Un grupo de viles ballenatos de poca monta, pero eso lo descubrí un poco tarde. De todos modos, no pensé que llegarían a esto.
—¿Para qué lo contrataron?
—Debía eliminar al Jefe de la Mega Banda de los enemigos de las ballenas ésas. Uno que llamaban Delfín cabezón.
—Pero usted quiere cobrarles una foca.
—Estaba en mi camino. Ellos sabían que debía distraer a sus asesinos.
—¿Cómo! ¡Ellos tienen sus propios asesinos y lo contrataron a usted?
—Tercerizan para que nada falle. Es habitual. Mandan al Cuarteto de piratas que se hacen llamar Orcas, perdón por este error de ortografía. No me lo banco, pero se hacen llamar así.
—Descuide. Acá en la televisión estamos acostumbrados a hablar con faltas de ortografía.
—Muy mal… muy mal. Pero bueno. Ésa es mi denuncia. ¡Ballenas, mamíferos desubicados! Y me rajo.
—Claro… claro. Disculparán ustedes, televidentes, pero el tiburón no aguanta mucho fuera del agua. Han presenciado ustedes un testimonio directo de este caos marítimo que el gobierno no hace nada por resolver. Estos asesinatos demuestran el nivel de inseguridad al que nos están acostumbrando. ¡Oh! Retornó el tiburón. ¿Qué desea ahora?
—Sólo anunciar que las ballenas están cabreadas mal. Quieren provocar un recontra mega giga tsunami para ahogar a los seres humanos. Lo siento. A propósito ¿No tiene algo para darme de comer? ¿Estoy desde esta mañana hambreando, vio?
—Como no. Llévese mi pierna. Mañana me la clonan. Gracias por el dato. Y el gobierno: ¿qué está esperando?

Acerca de los autores:
Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

Impulso - Sergio Gaut Vel Hartman & Raquel Sequeiro


Huyo sin saber por qué. Sólo sé que si me capturan seré devorado por los señores del castillo en el que el festín nunca termina. Y digo que no sé por qué trato de poner distancia con mis perseguidores, habida cuenta que nada existe fuera del festín que los señores del castillo celebran donde existe el universo. Debía huir y lo hice, no porque tenga una razón, o porque la fuga posea un sentido. Aunque supiera que me asiste un motivo para evitar la captura o que poniendo distancia con el posible castigo lograré alguna forma de alivio, el resultado sería apenas un poco más tétrico que la realidad que me aguarda si penetro en el territorio controlado por los señores del castillo vecino. El mundo entero es una sucesión de territorios dominado por los señores desde sus castillos almenados y cada uno de nosotros es la presa que cazarán para llevar a la mesa. Ni siquiera el irresistible impulso de la fuga sirve para explicar mi vergüenza, mi definitiva desazón y mi patética existencia. Persigo una quimera. No puedo salir de este laberinto y pienso, sin embargo, con la carne maltrecha por las caídas sobre este páramo rocoso, que hay una salida que desconozco y recuerdo, lo suficiente terrible para que mis piernas se nieguen a ir, y prosigo de este modo de reino en reino, esclavo sin cadenas de mis miedos, de mis fantasmas. ¿Quién me persigue? ¿Los arqueros, desde arriba, los soldados con sus perros...? Oigo sus aullidos. ¿Crees que importa, cuando han caído todos y los imagino en sus vitrales expuestos como trofeos, en sus tableros de mármol pedazo a pedazo, acuchillados y enclavados por los señores feudales de este nuevo cosmos, tan ingente y hambriento era el otro como lo es este y este como lo es aquel y así sucesivamente en una secuencia sin fin? Este mundo se ha convertido en un caótico precipicio, pero ¿no merecemos salvarnos? Intento huir pese a todos sus esfuerzos por cazarnos miserablemente entre esta desolación de llanuras secas. Me impresiona la fuerza de cada sonido, el palpitar del corazón, los alaridos en mi cabeza. ¿Estoy solo? ¿Sólo oigo mi voz en el silencio? No aguantaré corriendo mucho tiempo y se acercan. Repito como un loco que siempre hay una salida y en eso se ha convertido mi mente, en un conjunto de sintagmas, de matemáticos pensamientos, de axiomas absurdos y me dirijo sin descanso, de este modo, ya, al único escondite que puede salvarme. Los surcos en el terreno se hacen profundos. El territorio de los faunos no es menos horrendo al adentrarme apartando las raíces, escupiendo la tierra que se desprende intentando tragarme, pero ya no los entiendo. No sé, lo reconozco, si estos otros dioses, que los primeros llaman indígenas, serán benévolos y hallaré descanso para mi quebrantado cuerpo, mi alma desfallecida, alimento para mi espíritu y el estómago vacío desde hace días innumerables. Me desgasto en una carrera sin fin, huyo de mi mismo, me traiciono. ¿Cuándo el mundo comenzó a ser este desierto inhóspito y terrible? Deseo encontrar sosiego para mi mente y entonces despierto empapado en un sudor frío. Estoy en mi alcoba. La sirvienta atenúa las heridas con una pócima diluida en aceite. Es esperanza, es el canto de un pájaro, es el poniente. Anhelo no despertar de este sueño en el que me he dormido, con su mano a poyada en el vientre del que sobresalen las tripas. Siento un dolor inmenso. Nos hemos perdido. Hemos perdido el valor y las fuerzas y se repiten las traiciones y corro y huyo y presiento la oscuridad de este sinsentido abúlico y demencial, trotando a lo largo de este nido de voluptuosas y carnívoras serpientes. Me vaticino este mismo futuro en el pasado, porque, pese a que no puedo, no debo o no quiero cambiar las leyes de este sistema asesino, no dejo de correr y adentrarme en el fondo, hasta el fondo de la tierra misma, enajenado y vacío: este es el nuevo universo y sus amos no nos darán tregua.

Acerca de los autores:  
Raquel Sequeiro
Sergio Gaut vel Hartman

Textos para matar – Sergio Gaut Vel Hartman & Carlos Enrique Saldivar



Nargon había llegado a la madurez y creía poseer méritos suficientes como para formar parte del Consejo Asesor de Proveedores de Asuntos Relacionados con la Creación de Obras Literarias de Umela. Pero los anquilosados ancianos del CAPARCOLU no tenían la menor intención de promover a Nargón, por lo que este decidió que escribiría un libro con fuerza destructiva y que en él aparecerían tachados algunos de los nombres de los viejos fracasados y resentidos. Tachar, entre los umelitas, equivale a matar. Tituló su obra «Tipear un Mundo Nuevo» y la terminó en un mes. Ningún anciano falleció. Nargon no entendió qué había pasado; le hizo leer el volumen a un editor y este, riendo, le indicó cuál era la falla: había una errata en el título (cuando hay errores o erratas, el efecto de aniquilación no funciona). Según el Cuaderno Sagrado de la Real Escuela se dice «tipiar», no «tipear», explicó el editor. «Qué horrible», dijo Nargon. «No debería existir la palabra “tipiar”, es espantosa». De pronto el autor sintió un gran dolor en el pecho, trastabilló y, con los ojos desorbitados, cayó al suelo. Su corazón había estallado en pedazos.
—Qué sujeto tan parvo —dijo el Presidente del CAPARCOLU al enterarse del hecho—. No tomó en serio nuestra segunda y más delicada regla: Aquel que escriba un texto con fuerza destructiva y consigne allí un error o errata no solo perderá la facultad de aniquilar a otros, sino que morirá al día siguiente de finalizar el libro.
—Debió solicitar un corrector de estilo, de haberlo hecho su plan habría funcionado. Los revisores pueden detectar fallos en doce horas —dijo alguien.
—Por desgracia para él, y para fortuna nuestra, tenía el ego del tamaño de una estrella. La soberbia conduce a la obcecación y esta, al fracaso.

Acerca de los autores: 
Carlos Enrique Saldivar

viernes, 10 de mayo de 2013

Fecha de caducidad – Sergio Gaut vel Hartman & Fernando Andrés Puga


Teodoro ve llegar la muerte y tiene miedo. Permitirse rodar dentro del sueño, a su edad, equivale a bajar los brazos, significa debilidad y agotamiento. Por eso no se distrae ni un instante, y cuando sus ojos se cierran o sus pensamientos tratan de volar fuera de su cabeza, fija la atención en el objeto que ha permanecido sobre el escritorio durante los últimos cien años. El objeto es una caja de madera pintada de verde que contiene la última gragea de la longevidad. Sabe que si la traga vivirá otro año completo, saludable y potente, pero sabe también que no hay otra, y que ese año será, irremediablemente, el año final de su vida. Es una pena, porque le gusta vivir, se ha aficionado a la vida. Desde que el extraño ser que lo visitó en 2013 le diera las cien grageas de la longevidad a cambio de diez seres humanos que él se encargó de asesinar, ha vivido sabiendo que al ingerir la última gragea no habrá otra. Quién sabe por qué remoto mundo andará el visitante del espacio, deleitándose con las exquisiteces que pueda obtener a cambio de sus mágicas grageas.
Finalmente y no teniendo otra alternativa, toma esa, la última pastilla que la caja verde guarda como un tesoro. Ahora no puede quitar los ojos de ese fondo vacío que es un inevitable anuncio de muerte.
Un destello le arranca la mirada de la angustia y la lleva hacia la ventana. Hay una luz que se acerca. Una nave. La misma nave de entonces. Baja por la escalerilla el mismo extraño ser que le dejó las grageas a cambio de la vida de algunos de sus congéneres. Teodoro se alegra. Presiente que pronto tendrá más pastillas; que aún no llega su última hora.
A poco de reflexionar, la sonrisa empieza a borrarse de su cara. Creyéndose solo en el mundo, descubre que esta vez no tendrá nada que ofrecerle al visitante a cambio de los años que le trae en forma de píldoras.
Mientras el alienígena lo succiona con esa lengua viscosa y repugnante, Teodoro me ve detrás del vidrio recibiendo un comprimido. Verme le agrega un toque de triste estupor a su último suspiro y yo, aunque más no sea oculto en este agujero, aún podré vivir un año más. Ya veremos qué me depara el futuro.

sábado, 27 de abril de 2013

Ecología mutante — Sergio Gaut vel Hartman, Ricardo Cabezas & Cristian Cano


Si un paisaje extravagante puede resultar perturbador, la capacidad de mutación de la selva de Froet ponía a prueba nuestros nervios a cada instante. Habíamos descendido en el sitio prefijado y los equipos de instalación trataban de establecer el campamento cuando la floresta, como el bosque de Birnam en el Macbeth de Shakespeare, empezó a avanzar hacia nosotros. Pero en este caso no se trataba del ejército de Macduff y de Malcolm atacando el castillo del rey de Escocia, sino de la naturaleza viva retorciéndose y mutando en un caos de rojos, verdes, violetas y amarillos. Los alaridos atronadores de miles de árboles acercándose hacia nosotros, se confundían con el pandemónium subsecuente de nuestro campamento. Los hombres abandonaban sus equipos y sus armas desordenadamente, mientras corrían hacia la nave a varios cientos de metros de nosotros. Pero, por cada paso que dábamos, parecía que la distancia hacia la nave se hiciera cada vez mayor. Entretanto, el cielo se oscurecía velozmente. Horribles nubes azuladas comenzaban a formar torbellinos descomunales sobre nuestras cabezas, a manera de enormes bocas o ventosas sin dientes. En medio de mi terror, recordaba que fueron muchos los satélites y sondas de reconocimiento que por años se habían perdido en la atmósfera (aparentemente tranquila) del planeta, sin dejar ningún rastro. También recordé que para los exploradores vikingos, Froet, significaba “Ciénaga de la desolación”. Sin embargo Froet y sus selvas poseían un ecosistema muy parecido al de nuestra remota y contaminada Tierra y ese planeta era, en aquellos momentos, nuestra última esperanza de encontrar un hogar. Al menos eso, era lo que nos habían inculcado en la nave generacional. Una tromba vertiginosa se precipitó por encima de la nave y vimos cómo la estructura y las mamparas se desmenuzaban como terrones secos, para elevarse y desaparecer en ese punto desconocido del cielo. Ordené reunirnos a cielo abierto, en medio de un claro. Sabía que los intercomunicadores tenían un buen alcance, lo que desconocía, era cómo sería su rendimiento en una atmósfera cargada de dióxido de carbono. Al aguantar en cuclillas para soportar el viento huracanado, vi llegar a mis hombres, uno a uno. Algunos heridos, otros, desesperados. Ordené colocarnos en formación de círculo cerrado, con las armas que nos quedaban y, cuando escuché los gritos de mi sargento a mis espaldas, ordené abrir fuego. Froet no iba a ser nuestra última jugada. De eso estaba seguro. El tableteo de las municiones químicas se colaba por los transmisores, al igual que los alaridos. Entidades vegetales se devoraban indiscriminadamente, fagocitándose. No fue sino mucho después de que hubimos calcinado toda aquella floresta que el mensaje telepático impregnó nuestras mentes de un modo total y absoluto.
—Lamentamos lo ocurrido —dijo una especie de voz colectiva, múltiple, la voz de una manada—; no quisimos asustarlos. Y a pesar de que hemos llevado la peor parte en esta masacre, queremos darles la bienvenida a nuestro mundo. Sabemos que la Tierra ha colapsado y que Cna’gna, como denominamos a Froet, puede ser una solución para los problemas de su especie. Esperamos anhelantes que ustedes acepten formar parte de una entidad simbiótica. Todos ganaremos con esta fusión. Cuando pude reaccionar convoqué a los referentes de la expedición y abrí el debate con esta palabra:
—Desconfío.
—No deben desconfiar —dijo entonces la voz colectiva—. Somos una sola entidad con Cna’gna. Y eso incluye desde las microscópicas bacterias hasta los árboles y los animales; funcionamos como un único organismo en equilibrio metabólico con su interfase atmosférica. Observen. En esos momentos los cielos se aclararon y desaparecieron las nubes. Nuestros equipos indicaron que la atmósfera se llenaba de oxígeno y nitrógeno, mientras disminuía proporcionalmente el dióxido de carbono característico de Froet. Los dos pequeños soles del planeta brillaban en el horizonte y una leve brisa nos rodeaba con calma. El bosque calcinado comenzaba a reverdecer.
—¿Por qué nos atacaron, entonces? —pregunté, todavía intranquilo.
—Nosotros, la selva de Cna’gna, los detectamos como extraños al planeta, y nuestra función es actuar como el equivalente al sistema inmune de las criaturas de su especie. Inicialmente, los sentimos como un virus extraño y dañino. Luego leímos sus mentes inteligentes, su miedo, su tristeza, su añoranza por un hogar. Creemos que nos podemos beneficiar mutuamente con la fusión.
Entonces pude sentir los pensamientos y emociones del planeta y de mis hombres. La gracia estaba en sus ojos. Después, en sus actos. Tuvimos una reunión en lo que quedaba del puente de la nave, recolectamos todo lo necesario e hicimos una gran fogata. Esperamos mucho tiempo, la noche se hacía desear. El sol más alejado se perdió en el nuevo horizonte selvático y por fin estuvimos tranquilos. Escuché el llanto de algunos soldados al entregarse a Cna’gna y no supe qué hacer cuando empezaron adentrarse en la selva de Froet. Como toda transformación, esta entrañaba riesgos, desataba los peores temores, nos hacía revivir ansiedades y pesadillas que creíamos haber dejado atrás. Pero nada de esto ocurrió. El gran organismo vivo, Cna’gna’hum, a partir de ahora, nos había devuelto la esperanza.

Los autores:
Sergio Gaut vel Hartman
Ricardo Cabezas
Cristian Cano

viernes, 26 de abril de 2013

La huella del tiempo – Sergio Gaut vel Hartman, Cristian Cano, Christian Lisboa & Javier López


La cronoscopía se realiza de un modo tal que las sutiles diferencias entre las múltiples versiones del futuro pasen inadvertidas a los ojos de los observadores no entrenados, poco idóneos o mal informados. Hay que considerar que la calidad de cada alteración está vinculada con el grado de compromiso emocional del sujeto involucrado y a la distancia temporal que pretende viajar. Es por eso que Marty Deveraux se puso loco la mañana en que descubrió que Amanda había regresado al punto de origen: 2047.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Estábamos a punto de conseguirlo. —Dio tres vueltas alrededor del artefacto y consideró la posibilidad de salir en busca de la mujer. Sabía que era inevitable esperar diez minutos para volver a utilizar el transponedor sinaural: un cacharro que cabía en la vertiginosa cartera de una chica de modales generosos. Sostuvo el artefacto con ganas de estrellarlo contra la pared de la habitación. En los últimos días, Amanda se había mostrado inestable debido a la persecución que venían sufriendo por parte del gobierno. Acto seguido, sufrió el regreso espontáneo. Marty dejó el transponedor sobre la cama y esperó, arma en mano, a que la puerta fuera derribada.
La luz inundó el cuarto deslumbrando a Marty. Todos los objetos, incluida la cama, se encontraron de pronto en medio de una selva desconocida. Nuevamente había sido engañado. Amanda se reía tras la pantalla y él no podía cambiar el programa porque el transponedor ahora pertenecía momentáneamente a la realidad virtual XYZT del subprograma creado por ella. Debería esperar que la rutina terminase. Un sonido siseante lo alertó, proveniente de un macizo de helechos gigantes.
—¡La serpiente! ¡Maldita serpiente! —se dijo entre dientes sin querer ser oído, sin saber por qué ni por quién.
Amanda apareció en ese instante en la escena. Solo una hoja de parra cubría su sexo. De tan bien fijada y colocada pensó que era una de esas modernas decoraciones de pintura corporal que las chicas solían hacerse en la época de la que ambos provenían.
—¿Quieres probarla? —se insinuó Amanda, apoyando sus labios rojos y carnosos sobre la piel reluciente de una manzana, cuyo color se confundía con el de la boca que se reflejaba en su brillo. Y, diciendo esto, se liberaba de la pequeña hoja de parra y mostraba a Marty su más preciado tesoro.
La historia se repetía. La humanidad comenzaba de nuevo. Pero esta vez, a diferencia de la primera, el pecado original se consumaba sobre una cama de poliestireno extrusionado con colchón de viscolatex. Además, ellos tenían esa especie de mando a distancia que podía cambiar el pasado y el futuro.
Tras dejar que se desbordara su pasión, a ambos solo les quedaba preguntarse quién sería el escribano capaz de reflejar la nueva versión de la historia en las futuras Sagradas Escrituras.
Pero Marty reaccionó a tiempo.
—Hemos configurado un nuevo génesis, un génesis de pacotilla. Y ni siquiera eso nos pone a salvo de las garras de los agentes del gobierno.
—Estás equivocado, como siempre —replicó Amanda—. Esta vez he logrado colocar la secuencia en un plano invisible. Podemos seguir haciendo lo que hacíamos —agregó con gesto lascivo—. Todo depende de nosotros, es nuestra decisión. Tenemos que lograr una estabilidad emotiva, recuerda que cada alteración de las branas, está vinculada a nuestro control emotivo. Si nos revolcamos en una cama de dos plazas y media, como comienzo de virtud humana, da por seguro que el futuro se irá por el caño del desagüe —mientras la escuchaba, Marty le cubrió el sexo con unas hojas verdes y, según la mueca de ella, era como querer detener la peste negra con un té de boldo.
—¿Qué es lo que sigue? —dijo Marty.
—Volvemos —se levantó. El poliestireno extrusionado crujió—. ¡Ay, idiota, son hojas de ortiga!
—Perdón. Esto se está saliendo de control. Lo dejo en tus manos.
Amanda tomó el control y digitó “emergencia”. Al instante, ambos se encontraron frente al consejo de directores extratemporales. Aunque se trataba de representaciones holográficas, estaban en línea y sus decisiones eran inapelables. Dijeron al unísono: “¡Condenados!”
Ante el gesto de horror de Amanda y Marty, el director vocero dijo:
“Ambos han trasgredido las reglas básicas de los viajeros cronoscópicos. No sólo han alterado el origen histórico fundamental. Lo han hecho por causas egoístas, con falta absoluta de control emocional”.
—Pero… estábamos invisibles —dijo Amanda.
—“La invisibilidad es un recurso técnico delicado. Es imposible evitar alteraciones en una intervención primaria. En alguna generación futura, por ejemplo, las mujeres querrán salir de sus hogares, dejar las labores domésticas y trabajar codo a codo con los hombres”.
“Serán asignados a un sector de preservación histórica, de leyendas y mitos. Amanda será una monja y Marty un sacerdote”.
¡No!, gritaron ambos, horrorizados. ¡El celibato me volverá loco, o degenerado! —dijo Marty.
No se preocupen. Podrán volver una vez al mes a “Edén”. Eso sí, jamás podrán tener hijos.
—¿Hijos? ¿Y quién quiere hijos? —contestaron al unísono.
Dicho esto, Marty y Amanda volvieron al cómodo lecho de viscolatex, que de tanta agitación se convirtió en gel fluido, mientras el poliestireno crujía cada vez más.
—¡Ya está bien, queremos dormir! —gritaron unos vecinos que ellos ignoraban tener, apareciendo ambos cubiertos con hojas de parra.
No les costó reconocerlos. Eran los auténticos Adán y Eva. Al menos, no se sentirían responsables del fracaso de la especie humana, si aquellos dos podían procrear. Lo suyo, definitivamente, solo era una realidad alternativa que no influiría en el destino de la humanidad.
Así pues, continuaron con su tarea, y solo la quemazón en la entrepierna de Amanda hizo aconsejable que pararan. Ambos se miraron, preguntándose si aquello era producto del ardor de Marty o un leve recuerdo del episodio de las ortigas. Fuera como fuese abandonaron el lugar, esperando que los 30 días que faltaban para regresar a Edén pasaran pronto. Aquel lugar era realmente divertido.



domingo, 31 de marzo de 2013

La sexta de Beethoven – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


Firefly entró al estudio y vio que Pug había estado haciendo de las suyas otra vez. Tras mezclar los tonos del cielo con los del infierno infló las nubes de tormenta como si fueran copos de maíz y las hizo temblar de dolor hasta que soltaron toda la sustancia contenida en ellas. El efecto producido por los relámpagos obligaba a los animales salvajes a esconderse —sin éxito— debajo de los campos verdes y un frío como acero fabricaba fantasmas de cal entre las cenizas ardientes de los árboles quemados.
—Pug, ¿por qué lo hiciste? ¿No te das cuenta que tus acciones tendrán graves consecuencias y vendrán por nosotros? —Pero Pug había desaparecido, dejando tras de sí una explosión de estrellas. Firefly, nervioso, buscó los elementos de magia por todo el dantesco escenario. Sin embargo, solo logró ver catástrofes. Los animales se habían convertido en bestias babosas y las sombras, transformadas en informes mutantes, bramaban en los vidrios, intentando ingresar al estudio. —A lo hecho, pecho —murmuró el demiurgo. Destrabó los pestillos de las ventanas, permitió que las puertas volaran arrancadas por la tormenta de rayos y nubes negras. Y cuando los elementos estuvieron encima de su cabeza, con un pase de magia hizo desaparecer el castillo, que a partir de entonces fue una bola iridiscente.
Ya relajado, Firefly se fue a tomar un diakiry a una playa del Pacífico. Y luego de dejar pasar una eternidad, pensando en el escarmiento del travieso, murmuró sonriendo—: ¡Ya es hora de rescatar a Pug!


Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

sábado, 23 de febrero de 2013

Una huella añil en aguas blancas – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—No quiero quedar pegada a esto —dijo Alejandra en tono imperativo—. Me parece que te equivocaste y por orgullo no lo querés reconocer. Pescar esos peces no era ni remotamente parte de lo convenido. Mirá en qué desastre nos metiste a todos.
Justamente, estaba mirándolos a todos. Miguel bajó la vista, Piera se ausentó al permitir que sus ojos volaran como mariposas; de Roque y Hortensia no esperaba nada porque estaban cocinando y en esa situación estaban tan absortos como cuando hacían el amor. No pude ver ni a Mele ni a Tulio. ¿Se habían ido? La preocupación se me debe de haber transparentado en la mirada porque Alejandra afinó la puntería.
—¿Sabés que varios estamos pensando en irnos? Por ahora tenés suerte porque preferimos seguir juntos. La maldición que nos echaron por tu culpa nos hace vulnerables y necesitamos estar juntos.
Entonces —pensé— Mele había salido por poco tiempo. Tal vez estaba bañándose con Tulio para darme celos.
—¿En serio creés que esa pesca prohibida puede hacer fracasar toda la operación? —le dije a Alejandra con la convicción de quien no pensaba en el asalto a los peces rojos en términos de tabú sino de hambre.
Alejandra rió pero se la veía perpleja.
—No puedo creer que seas tan ingenuo, Merlo —dijo aguantando una carcajada—. Te diría que me preocupa que lo seas.
Miré en todas direcciones para estar seguro de que no me equivocaba y le di la espalda. Alejandra es la clase de persona que trata de salirse siempre con la suya, pero se queda sin recursos cuando alguien no le hace frente. La retirada estratégica no está en su catálogo de conductas. Esperé unos segundos para confirmar la certeza de mi actitud y salí en busca de Mele y Tulio.
La piscina estaba vacía. Solo merodeaba el caimán robótico que poníamos para ahuyentar a los intrusos. ¿Estarían en alguna de las habitaciones del complejo? Era cierto: los celos me estaban carcomiendo. Y eso no me ocurría únicamente porque Mele es mi hermana y me devora una pasión incestuosa, no reconocida ante el mundo, por supuesto, sino porque sabía que Tulio me había empujado en la dirección equivocada. Yo no quise ser el foco de la maldición, y mucho menos poner en riesgo a mis amigos de toda la vida. Pero aunque odiaba ciertas actitudes de Alejandra no podía dejar de reconocer que tenía razón.
—Demasiado inicio para una ficción breve —dijo el autor saliendo de una de las casillas que usábamos para cambiarnos. Se secaba con un gran toallón blanco y no parecía preocupado por el fracaso—. Demasiados personajes, también.
—Demasiado, demasiado —me burlé—. ¿Se puede saber qué se considera exacto en esta ficción?
—Exacto... —El autor se rascó el cuero cabelludo; se estaba quedando pelado—. Mil palabras sería exacto.
—Mil palabras amontonadas sin ton ni son. —Hice una mueca de fastidio que él interpretó como de asco. Mele y Tulio aparecieron, materializándose de la nada, lo que me hizo sospechar que el autor empezaba a hacer trampas.
—¿Hablás solo? —preguntó Mele—. Sabía que estás loco, pero no pensé que la cosa pasara de alguna fobia, alguna manía y cosas como esa.
—Hablo con el autor —repliqué muy suelto de cuerpo—. Somo seres inventados; no existimos.
—Mirá vos —dijo Tulio—. O sea que el polvo que acabamos de echarnos no fue real.
—¡Tulio! —exclamó Mele—. No seas grosero.
—Volvamos con los otros —dije—. A ver si podemos estirar esto. Lo de los peces puede servir.
—¿Qué pasó con los peces? —dijo Mele.
—Necesito que ellos también te vean. —Miré hacia las cabinas. El autor me contemplaba sonriendo; por lo visto lo divertía verme en aprietos.
—¿Seguís hablándole a la nada? —Tulio partió una rama de sauce; estaba cantado que iba a golpearme.
—Alejandra dice que no quiere quedar pegada a eso, al asunto de los peces. —Le di la espalda al autor y decidí terminar la historia por mi cuenta, aunque eso no fuera más que un ardid barato para prolongar la agonía.
—No te vayas, Merlo —dijo Mele—. Sé lo que sentís, pero los peces no te devolverán lo que perdiste al no arriesgarte.
—¿Arriesgarme? —No podía creer que Mele estuviera admitiendo mi perversión como la cosa más natural del mundo.
—¿De qué hablan? —dijo Tulio.
—Sí, ¿de qué hablan? —Alejandra bajó la colina desprendiendo pedregullo con sus zapatos de montañista—. Hubiera jurado que te fuiste para pegarte un tiro en los huevos, algo que es preferible hacer en la intimidad.
—El autor no es tan torpe —dije.
—¿El autor? —preguntaron todos a coro.
—Yo soy el autor. —La materialización, en medio del grupo, produjo un efecto espectacular. Los títulos empezaron a descender como la pluma en Forrest Gump, la cámara se alejó haciendo un travelling en retroceso similar al de El dependiente, de Favio, y el cuchillo subió y bajó tres docenas de veces acompañado por la chirriante banda sonora de Bernard Herrmann.
—¡Esto es muy barato! —exclamé—. Me hubiera gustado ser parte de una ficción un poco más inteligente. —Mis compañeros aprobaron. Al autor no le importó.
—Es lo que hay —dijo—; tómenlo o déjenlo. Ya escribí dos mil microficciones y una más o menos no me cambia nada. No es la peor.
—¿Podemos retomar lo de los peces? —De pronto me asaltó la esperanza de que al autor lo entusiasmara la posibilidad de escribir un cuento largo, o incluso una novela.
—Lo único que te interesa es durar, pobre infeliz. —El autor sacó una notebook del bolsillo y empezó a escribir—. Mil palabras sin final. ¿Están satisfechos?
Nos miramos como si el mundo recién empezara y movimos la cabeza, asintiendo. ¿Qué otra cosa podíamos hacer?


Los autores: Sergio Gaut vel HartmanHéctor Ranea

El zen alienígena – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—¿A quién le dispara? —dijo Braulio Solmayor señalando la inmensidad pampeana con un dedo largo y sucio de tierra. El extraterrestre no se dignó a dar vuelta sus tres cabezas, limitándose a mirarlo con una.
—A los shimangosh —respondió. Había aprendido el castellano en una academia de Orsa Ursus, donde enseñaba un kirguizio mentiroso llamado Almazbek Zhantaldiev.
—No gaste pólvora en chimango —dijo Braulio, gaucho valiente donde los hubo. No le tenía miedo a nada, Braulio, y mucho menos al lugar común y la perogrullada.
—No gashto pólvora —dijo el shumishiano—; mi ultrafushil shubshónico funshiona con shubshonidos. Ushted habla y mi fushil she carga. Y losh shimangosh shon eshquishitos.
Braulio se encogió de hombros. Estaba acostumbrado a los alienígenas que venían a la llanura a hacer sus extravagantes safaris. Y lo que comían o dejaban de comer no era asunto de él. Por experiencia sabía que la carne de chimango es repugnante, ya que adquiere sabor a podrido gracias a los hábitos alimenticios del animalito, muy aficionado a la carroña y, además, escasa como caballo colorado; se regodeó en su dicho, tan común como olvidado.
—Sobre gustos no hay nada escrito —acotó Braulio, haciendo gala una vez más de una audacia rayana con la temeridad en materia de puerilidades e intrascendencias.
—¿Quién le dijo esho? —explotó ahora sí el shumishiano, girando las tres cabezas hacia el paisano y dejando escapar un par de disparos del ultrafusil subsónico que, gracias a su rastreador inteligente, derribaron siete patos, dos gallaretas, una perdiz y un chancho volador—. En Shumish tenemosh tantosh librosh shobre gushtos que ha nacido una corriente filoshófica que she dedica a eshtudiar los librosh shobre gushtosh y nada másh.
—En cristiano no hay nada —insistió Braulio, tozudo.
—Muchosh han shido tradushidosh al crishtiano —refutó el eté, que era incapaz de dar el brazo a torcer.
—¡El cristiano no es un idioma! —se enfureció Braulio.
—¡Calle, criatura inculta e inshivilishada! ¡Láveshe la boca con jabón antesh de dishcutir con un shumishiano!
—Ya te voy a dar yo lavarme la boca con jabón —aulló Braulio desenfundando el facón al tiempo que se abalanzaba sobre el alienígena.
—Haya paz, haya paz —dijo un monje budista que certó a pasar por allí en el momento indicado para evitar el derramamiento de sangre—. El zen es la respuesta. Respiren amargo y escupan dulce. A ver: uno, dos.
—¿Quién esh el pelado?
—A decir verdad no es la oportunidad porque la trenza la tiene en la nuca. Espere que le pregunte, pero no tire que me parece que a este no lo cuece un solo hervor.
El shumishiano se contuvo de retrucarle que él no cocinaba su comida, pero prefirió guardar la ira para después, para cuando con su cabeza de pensar le cantara cuatro frescas al osado terroso de color rosado sucio.
—¿Zen, dijo usted zen? No sé si le entendimos bien acá con el amigo —dijo señalando al tritestado. Yo lo conocí a su tío, entonces. Zen Obio Ofte, al que le decíamos el Turco. ¿Es usté Zen Tado, el purrete?
—Bueno, ya no soy tan purrete. Tengo mi propio perro, vea —y señaló a un cuadrúpedo demasiado timorato como para servir en la juntada de toros del atardecer.
—¿Qué clase de perro es ese? —dijo conteniendo la risa Braulio, mientras escuchaba las carcajadas triples del shumishiano.
—No lo va a creer, pero es un perro muy apto para el trabajo del campo. Y si quieren paz y no la encuentran con el zen, mi perro les acerca uno de sus productos pacificadores: la pipa de la paz.
—Venga —dijeron a coro los dos camperos—. No nos va a hacer mal—. Y despuésh me lo como —pensó el alien o lo dijo en voz bien baja.
El perro se acercó con dos cigarros bien armados ya encendidos. A la primera pitada se pusieron contentos mirando las nubes desnudarse y los teros cantar canciones sensuales. A las dos pitadas los tres eran más amigos que culo y calzón. Zen Tado y su can Nabis, se fueron sonando campanitas de bronce fino, mientras Braulio abrazaba al torpe tritestado que estaba al borde de un ataque de llanto de felicidad.
Braulio ya estaba pensando cómo cocinar los chimangos del shumishiano, “todo bicho que camina va a parar al asador” pensó antes de dar la próxima pitada y la figura de tres testas se dio a pensar en su amado Zhantaldiev.

Los autores: Sergio Gaut vel Hartman, Héctor Ranea

jueves, 7 de febrero de 2013

Sentenciados – Sergio Gaut vel Hartman & Maria Ester Correa Dutari


Tamara tenía razón: el veneno del cifulán es mortal, pero Kissy se sintió avasallado por la arrogancia de la muchacha y no quiso aceptar la dolorosa verdad. Mientras ascendían la ladera norte del Saadassy se limitó a mover suavemente la cabeza alejando la inquietud que lo había acosado desde que el animal lo mordiera.
—No me pienso morir —dijo finalmente.
—Eso no es algo que puedas manejar —replicó ella.
—¡Sí, lo puedo manejar!
—¿Cómo?
—Debo encontrar algo, o alguien a quien inocular.
—¿Cómo qué?
—Otro ser humano o un animal. No, no tengas miedo, nos transmutaremos en otros seres. —Kissy sintió que se moría, y Tamara tembló de terror cuando él le tomó la mano y le clavó los dientes con suavidad; un fluido verde se deslizó por el cuerpo de la muchacha.
—¿Qué pasará ahora? —dijo ella. Con el último aliento, él respondió:
—¡Ya veras, seremos efímeros, pero no moriremos envenados!
En el suelo de la montaña quedaron dos crisálidas de las que, a su tiempo, emergieron otras tantas mariposas azules que desplegaron las alas y volaron hacia la cumbre.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman