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miércoles, 14 de abril de 2010

Olor a loba - Dolores Pereira Duarte


—¡Que vengan, hijo, que vengan! —gritó desgarrada Martita, la madrina, empuñando el Smith con el cañón todavía humeante—. ¡Todavía me queda un tiro!
A su lado, junto al altar, Marcelo, el novio, miraba a su madre perplejo, fuera de juego. Tenía el arma a centímetros de su mano, pero no podía moverse. El Smith & Wesson 686 Plus ya había demostrado su eficacia sobre los seis de los convidados que ocupaban las primeras filas. Marcelo, se descubrió pensando de dónde había sacado la vieja tanta puntería. Entre los cadáveres sobresalía un salame turquesa: Ana, la otra madrina. Martita siguió la mirada de su hijo y descubrió a la finada.
¡Puta que la parió! —pensó,—: ¡el manchón de sangre sobre el diseño de Bogani parece hecho a propósito! ¡Ana de mierda! cae parada aunque la caguen a balazos…
Desde el fondo de la capilla colonial, un atlético, trajeado e intrépido desconocido corría hacia el altar, seguramente para arrebatarle el arma a Martita. La Madrina escupió de costado y, cual experto karateca, se preparó cubriéndose la cara con el codo. De un golpe seco le fracturó la nariz al grandote. Bajó del presbiterio y se abalanzó sobre la abuelita de la novia, que lloraba ante su hija y sus nietos agujereados en el piso.
—¡Que vengan, que vengan! ¡No pienso dejar ni uno! —sin soltar el revólver, metió la otra mano en su corset, sacó con un ademán exagerado una Spyderco Police escondida bajo su pecho izquierdo, y de un tajo le abrió la garganta a la viejita.
Era increíble: la que hacía cinco minutos sacaba pecho al lado del altar y les sonreía a sus amigos acomodándole el jopo a su “cachorro”, ahora, se limpiaba la sangre de doña Petronila en su falda negra y miraba con ojos embotados a los invitados.
—Petronila ...¡que nombre!. —Susurró, suspirando con hastío.
El cura aún no había aparecido, ni lo haría, cuando los portales de la iglesia se abrieron de par en par. Todas las miradas se dirigieron hacia ese punto.
—¡La novia, la novia! —gritó alguien.
—Seguramente ahora entra… la muy perra —dijo Martita.
Error: en lugar de una perra, apareció una loba con coronita de novia y velo y dientes afilados. Y trompa. Y garras. Y un padrino que la llevaba con correa. Un auténtico viejo verde de Lautrec.
Martita transpiraba odio cuando la loba pasó junto a ella y la rozó, y le refregó la pelambre oscura en el tafetán negro del vestido, mirándola con todo su desprecio lobuno antes de ponerse a lamer, sensualmente, la sangre derramada.
—¡Vos estás más linda, Marti! —le gritó Clarita desde el fondo. ¡Qué amiga!, se enterneció la asesina. Clari siempre daba con la frase exacta. Pero al darse vuelta guiada por una inspiración exterminadora, se topó de nuevo con la otra: Ana, esbelta, impávida, como si nada lucía en medio de la panza un agujero rojo que le imprimía más glamour a su vestido.
Grasa de mierda —se dijo —la había pegado con la ropa y, por esta vez, sólo por esta vez, había que reconocer que la muy yegua, con balazo y todo, estaba mejor vestida que ella.
Empezó a sollozar, y la angustia la ahogó hasta despertarla. Sin preocuparse por hacer ruido —llevaba una viudez de tres años—, se fue a la cocina a prepararse una taza de leche.
Qué tarada, pensó, cómo puedo soñar semejante delirio.
Pasaban las horas, y el nene no volvía del boliche al que habría ido.
Hacia el tercer solitario, llegó Marce. Marcelo. Marcelito. Su chiquito de ojos soñadores. Tan dulce como siempre, se acercó hasta ella. La abrazó y le dijo al oído:
—Me caso, mamá. Acabo de conocerla.

domingo, 17 de agosto de 2008

El Cuco - Dolores Pereira Duarte


Ese beep distinto, más largo de lo habitual, que sonó en la línea de cajas del supermercado, me trasladó a una región oscura, conscientemente ignorada.
La cola se detuvo. No sólo me paralizó el sonido: una ola helada, bien dentro de mí, me hizo oler de nuevo el pasto escarchado y la tierra de la escuela.
—¿Sabés que de chiquita quedé huérfana —me susurró la misma voz codiciosa, desgarrada, conocida—, y crié a todos mis hermanitos?
Fue como si me hubiese vaciado, como si mi sangre ya no fluyera. El beep no era normal; se prolongaba en la bocina del tren que veíamos pasar trepados al alambrado del patio del colegio mientras pedíamos deseos.
—Los crié a todos, querida. Yo solita y mi alma.
La voz me atropelló con recuerdos de aquella escena que creía olvidada, enterrada como hueso rancio.
—Sí, sí —alcancé a balbucear jadeando, con la garganta cerrada.
Inmediatamente sentí cómo sus dedos atenazaban mi codo. Por sobre el hombro vi su otra garra prendida al mango del carrito.
La cajera sonreía, cómplice: comprendí que era ella quien había detenido la cola. Su risa era perversa, resentida, como la de la maestra del jardín cuando dejaba entrar a esa asquerosa harapienta al patio de la escuela.
—¿Así que te acordas, eh? —la voz de la vieja me invadía de nuevo como aquella vez, con el mismo y cálido aliento a cadáver—. Todo sigue igual, nena. Sigue igual la pasión por criar chicos ajenos.
Sentí el calor líquido piernas abajo, pensé estúpidamente que el pis arruinaría el twed del Armani recién traído de Italia.
…quise decirle algo, correr, salirme, amenazarla, pero ya ni siquiera tenía voz.
Y entonces el tren pasó como una topadora por el fondo del patio del colegio, por encima de mí… y volví a mirarla a los ojos con la certeza de que esta vez no podría escapar.