Mostrando las entradas con la etiqueta Olga A. de Linares. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Olga A. de Linares. Mostrar todas las entradas

jueves, 5 de abril de 2012

Toda la luz del mundo - Olga Appiani de Linares


El hombre avanza por el campo de trigales.
La luz se le derrama encima, lo envuelve, lo transporta. El cielo, inmenso como nunca, lo abruma de azul. En la siesta pueblerina todo parece detenido en el tiempo; las chicharras acompañan esos pasos que desafían la hora, el calor, el brillo casi insoportable del sol a pleno.
Por un momento, el hombre es feliz. Le sorprende, una vez más, entender que logra ese estado cuando ha renunciado a buscarlo. Siempre le llega así, de improviso, un estallido rojo tan incomprensible como el de las amapolas, que bostezan entre tanta madurez dorada.
Después, vendrá la oscuridad bien conocida a cobrar revancha. No la de la noche que, para él, sigue preñada de luz, con sus faroles callejeros, sus tabernas (donde la mirada verde del ajenjo lo aturde, casi tanto como el susurro constante en su cabeza: Loco, loco, loco…)
Esa es la oscuridad que aterra, que solo puede conjurar la luz rabiosa, chirriante, desatada, de sus pinceles...
Bajo el sombrero de paja, ojos alucinados y cabellos siempre en llamas, igual que su alma. En las manos, una paleta ebria de colores, un pincel fulgurante.
El hombre se vierte en la tela, pinta como desangrándose, arde, se consume.
En el fondo de su mente la oscuridad ruge y se retuerce, lanza pájaros negros sobre el cielo tenso, punteando la plenitud amarilla del trigal. Un camino se pierde en recodos invisibles.
Y aunque los cuervos se escandalicen y arremetan en turbios remolinos, la oscuridad ya no puede vencer.
Ni detener la luz implacable que crucifica demonios en el horizonte, sangrante luz tras el disparo que quiebra el canto de las cigarras campesinas.

Tomado del blog: Palabras
Autora: Olga A. de Linares

martes, 6 de marzo de 2012

Sólo ese caballero - Olga Appiani de Linares


Los jinetes avanzaban a paso lento. Los monstruos calcularon que no estarían a su alcance antes de mediodía.
Hacia las diez de la mañana, el sol castellano definía a los viajeros con mayor precisión.
Uno, algo rechoncho, lucía bastante prometedor; el otro, en cambio, no haría un gran bocado. Pero no eran tiempos de melindres. Por más flaco que estuviera… ¡serviría igual como tentempié!
¡Todo habría terminado antes siquiera de que pudieran entender lo que ocurría!
Grande fue la sorpresa de los gigantes cuando el caballero del jamelgo, tan esquelético como él, se les abalanzó lanza en ristre, sin prestar atención a los clamores de Sancho que, como la mayoría, era incapaz de reconocerlos bajo su disfraz de molinos.

Tomado del blog: Palabras

Sobre la autora: Olga A. de Linares

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Rutinas - Olga A. de Linares


Estaba harto de esa vida. De estar todos los días detrás de algo que, más allá de pequeñas diferencias, era siempre la misma mierda. Con frecuencia se preguntaba si sus congéneres sentirían lo mismo o si, como su padre, su abuelo y todos los que lo habían precedido en el camino, aceptaban su suerte sin perder tiempo en cuestionamientos sin sentido. Porque, al fin de cuentas ¿qué otra cosa podían hacer? No solo habían nacido para esa tarea, sino que ella los definía, era su herencia, la identidad de su especie, el futuro de sus hijos… Según viejas historias, antaño habían sido considerados seres sagrados, cuasi divinos, con una misión trascendental… En la familia conservaban la estatua en piedra de un lejano antepasado, cuya negrura de basalto estaba surcada por signos que ya nadie sabía descifrar pero que, suponían, revelaban su elevado status anterior. Pero hoy nadie creía ya que tuvieran algo que ver con lo celestial, ni responsabilidad alguna sobre los ciclos solares… Debía abandonar de una vez sus estériles sueños. Con un suspiro de resignada aceptación, el escarabajo estercolero agachó las antenas, y prosiguió empujando la bola de excremento.

Tomado del blog: Palabras
Sobre la autora: Olga A. de Linares

lunes, 10 de octubre de 2011

La próxima batalla - Olga A. de Linares


Para Manuel los libros son un castillo con las puertas cerradas, un precipicio sin puentes, un planeta desconocido.
Mira las letras, esas prolijas huellas de hormiga, sin saber como otros pueden hallar su camino en ellas.
Pero se muere de ganas de encontrarlo él también.
Es… como un hambre. Distinta a la que tan bien ha conocido, pero casi igual de fuerte.
Suele entrar a la biblioteca del pueblo con pasos indecisos, furtivamente; como si no tuviera derecho a estar en ese sitio que se le hace tan ajeno, como temiendo que alguien descubra esa intromisión y lo eche; luego busca avergonzado, fingiendo que es para un nieto, algún libro de colores llamativos, de imágenes deslumbrantes.
Tal vez ellas puedan darle una clave, un indicio, algo que, tal vez, le devele el secreto de los signos inaccesibles. Pero el misterio permanece, se resiste…

Un día Manuel se mira las manos fuertes, gastadas, de quebracho añoso. ¡Cuántas batallas afrontaron! En muchas conocieron la derrota, en muchas fueron vencedoras…
Rastrea en el espejo al chico que supo ser hace ya tanto, ese chico oculto tras la máscara amasada por el tiempo.
Aún está ahí.
Lo reconoce en los ojos que, todavía, guardan imágenes de cerros, de ovejas pastoreadas, de cactus silenciosos, de matas ásperas azotadas por un viento inclemente. Días solitarios, días sin escuela, días barridos también por el viento de los años.
El niño y el hombre se saludan, se reencuentran, se abrazan, se confunden…
Entonces Manuel decide que ha llegado el tiempo de otra lucha.
Y, quizás, de otra victoria.
Esa misma tarde, con su paso lento, cruza las calles donde el sol ya se despide y, tímida pero decididamente, abre la puerta de la escuela para adultos.

Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com

sábado, 16 de julio de 2011

Colores - Olga Appiani de Linares


Al nacer, se cobijó en la limpia fragancia del blanco, y dejó que otros se preocuparan por rosas y celestes.
Después, aprendió a recoger amarillos para alegrarse el alma y verdes para llenarla de frescura; la dejó inundarse de turquesas y cobaltos cuando el mar le habló de lejanías y misterios.
Amó sentir bajo los pies la piel oscura de la tierra y el ocre tibio de sus caminos; tal vez por eso quiso recorrerlos todos.
Un día se entregó al azul de unos ojos y juntos supieron arder en rojos y naranjas.
Más tarde llegó el gris para ahogarlos en su niebla; conoció entonces la agonía insondable del negro; envuelto en él, incapaz de ver y verse, fue como una roca que musgos y líquenes cubrieron de tristeza.
Hasta que un amanecer violeta le regaló un resplandor ámbar; a su luz se reconoció vivo, y pudo reemprender la marcha.
Lejanas cumbres nevadas lo ensoñaron con blancuras renacidas.
Bajo el sol púrpura navegaban galeones de nubes, y el horizonte era otro mar.

Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com/

Olga A. de Linares

viernes, 18 de marzo de 2011

Necesario - Olga A. de Linares


Otra vez! ¡Todos los santos días lo mismo! ¿Hasta cuándo este calvario? Muy bonito esto de la magia, muy creativo, sí, todo lo que ustedes quieran... ¡pero tiene sus bemoles también, no se crean! Sobre todo si uno cayó en manos de una narcisista obsesiva como la que me tocó en suerte. ¿Por qué no me ha tocado en suerte otra bruja, mago o hechicero con intereses más amplios, digamos? Porque tener las respuestas para todo, como es mi caso, y estar obligado a contestar una sola pregunta, ¡una sola, sí, como lo escuchan, siempre la misma, los siete días de la semana!... No, qué domingo franco ni domingo franco, estamos en el feudalismo todavía, para lo de las conquistas sociales falta un rato largo... En fin, cómo les decía, no sólo es tener que oír siempre la misma cosa, sino también responderla de igual modo desde hace años… ¡Eso acaba con la paciencia (y el azogue) de cualquiera! ¡Pero sí, que no soy sordo, ya voy, ya voy...! ¡Espejito, dime hoy, si la más hermosa soy! ¿No les dije? Ahora tengo que contestar. Pero no quisiera, porque yo ya sé lo que viene después... Hasta hace poco pude escurrir el bulto, pero no puedo hacerlo más. No hay margen para la duda, todo está más claro que el agua. Y como estoy condenado a decir la verdad aunque no me gusten las consecuencias... Hasta ayer, señora mía tuyo ha sido el honor más ahora (¡es la vida!) Blancanieves es mejor. Bella eres, es verdad, ¡más la doblas en edad! Y una cana por aquí, una arruga por allá, la belleza, poco a poco, como el tiempo se te va... ¡Zás! ¿Vieron? ¡Ya sabía que le iba a dar el ataque! ¡Pobre piba, la que se le viene encima! Pero bueno, yo no tengo la culpa, no maten al mensajero. Después de todo, vamos a ver, si no fuera por mí ¿cómo iba a seguir este cuento?


Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com/


sobre la autora: http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/olga-appiani-de-linares.html

jueves, 10 de febrero de 2011

Los relojes - Olga A. de Linares


Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo". (Julio Cortázar. De "Instrucciones para dar cuerda al reloj") Eso dijo con su voz gangosa y honda, y su palabra, que llegaba como ignorando la ausencia final, me hizo pensar en los relojes. Los de él y los míos. Era diferente en su tiempo. Pese a la constancia que los caracteriza, teníamos cierto control sobre esos verdugos inmóviles y siempre despiertos; adrede, o por un oculto deseo de salvarnos que procreaba olvidos, evitábamos darles cuerda. Entonces, en un número de horas variable, pero que casi nunca pasaba de las veinticuatro, el silencio les llenaba el ojo único -de dimensiones y formas diversas- fatigando la rítmica gimnasia de sus bracitos escuálidos, inutilizando el arpón del segundero. Lográbamos, al menos por un rato, ignorar el paso de las horas. Nos ilusionábamos en el conjuro absurdo, como si pudiéramos hacerle, de verdad, gambetas a la muerte. Y los días recuperaban sus arcaicas señales. Descalza, la libertad acodada en las ventanas veía partir o llegar las golondrinas, la ronda lenta con que los árboles alzan, cada tanto, sus vegetales desnudeces, sus arrebatos florales. Ante la pregunta impertinente, se podía decir: es la hora en que el lucero le hace señales a la noche. O, tal vez, aquella en la que los pájaros juntan los escombros de la oscuridad para hacer un nido con ellos. Si pudiéramos asesinar los relojes perdurablemente, el tiempo enjaulado quebraría las cuadrículas, desbordaría los cauces…. Sobre sus aguas desbocadas cabalgarían barcos de papel, regresando de lejanas costas; los recuerdos perdidos encenderían velas para encontrar de nuevo el camino y, ya sin apuro, instalarían un bazar persa, colmado de alfombras voladoras y lámparas mágicas. O una feria trashumante de charlatanes, estafadores, magos y alquimistas. La muerte se perdería en los ecos infinitos de un salón de espejos, o en su propio y misterioso laberinto. Y las manos del tiempo serían más piadosas. En vez de sacarnos del escenario a empujones, quizás permitiría algunas reverencias y bises antes de hacer mutis por el foro; y partiríamos con un sonido de aplausos resonando en los oídos, con ramos fragantes languideciendo sobre el pecho. Un lento fundirse en el paisaje, en vez del golpe en la nuca. Pero los relojes han extendido sus dominios, se han vuelto autónomos. Nuestra breve cabriola sido sojuzgada, nuestros ardides y zancadillas abolidos. Su independencia refuerza nuestra impotente servidumbre; no hay olvido que impida su férrea tiranía. Se (y nos) alarman de continuo, marcando nuestras vidas: el momento del remedio (que lleva escondido en sí una presencia agorera), el de la domesticación, el del encajonamiento del cuerpo dentro del traje siempre angosto de las costumbres. Y sus chillidos desvelados desgarran el sueño, dejando atrás alguna maravilla que su realidad cuadriculada espanta. Hasta el momento del amor les pertenece. Toma entonces un matiz de oficina pública, de trámite que hay que cumplir programadamente, con el mismo entusiasmo con el que vamos al dentista o a pagar un impuesto. Y siempre bajo su fosforescente mirada de cíclope, ladrona de minutos, mientras desgrana un rosario hecho con nuestras vidas. Atados a su noria, somos rehenes sin rescate, finalmente ejecutados. Y sólo podemos rogar por un eclipse duradero, algo que les seque para siempre el corazón que nos delata, el implacable pincel con que nos pinta un blanco sobre el costado izquierdo. Entonces, Julio, ya desovillado tu tiempo por sus ecos, decíme ¿cómo no tenerles miedo?



Tomado del blog: Palabras

martes, 25 de enero de 2011

Visita - Olga A. de Linares


Yo no quería venir. Pero cuando má dice “hoy vamos a ver a la tía”, no hay más vueltas. Tenemos que venir, sí o sí. “Para eso somos familia”, dice. Prefiero ir a lo de Inés, que sí es mi tía-tía, ahí no hay problema, juego con mis primos y lo pasamos bárbaro; además ella es linda, se ríe siempre, aunque hagamos lío, y me da galletas de chocolate... Tía Antonia no se le parece en nada. A mí me hace pensar más bien en una bruja. Y huele siempre raro, un poco como las cosas que guardamos en el placard de la piecita del fondo. Además, todas las veces me mira como si no supiera quién soy. Má me dijo que es hermana del abuelo Luis, que está sola y enferma, y que por eso tiene que vivir acá, en este lugar lleno de personas igual de reviejas y que a mí me asustan un poco. Antes, el único que la visitaba era el abuelo. Pero se murió y ahí fue que tuvimos que empezar a venir nosotros. Má dice que es lo menos que podemos hacer. Bueno, está bien, digo, si a ella le gusta... Lo que no sé es para qué me trae a mí. Ya le dije un montón de veces que soy grande, que me puedo quedar en casa mirando la tele, pero no hay caso. Que no me va a dejar solo, dice. Y que ella tampoco está chocha de la vida por perderse la tarde del sábado después de laburar toda la semana. Pero que se lo prometió al abuelo y ella siempre cumple lo que promete. No sé, a mí me prometió hace mucho que me iba a comprar la camiseta de River y todavía nada.. Al final, me voy a hacer viejo esperando, igual que el abuelo Luis y la tía Antonia. Porque aunque parezca raro, hace como mil años, ellos también fueron chicos. Los vi en unas fotos que encontré en una caja adentro del ropero del abuelo. Má dice que tengo los mismos ojos y el mismo pelo que él. La nariz… no tanto. “Esa la sacaste de tu padre”, añade, y me parece que eso no le gusta mucho. Yo no sé si lo de papá es cierto, porque ella tiró todas sus fotos cuando se fue, y no me acuerdo cómo era… Pero bueno, la cosa es que a mí la Antonia de esas fotos de antes me gusta más que esta de ahora. Y me pasa que mucho no entiendo cómo puede ser la misma. Le miro el millón de arrugas, y los ojos chiquitos, y… ¿saben de qué me acuerdo? De una tortuga que tuve que se la comieron las hormigas. Si hasta mueve la cabeza igual… Má le cepilla el cabello, le corta las uñas, le da un caramelo de miel… Después creo que ella tampoco sabe qué más hacer. Se pone a mirar por la ventana, y nos quedamos los tres callados, escuchando el ruido de la calle, el televisor que los otros viejos están mirando en el comedor, el tic-tac de un reloj que parece un granadero de guardia en el pasillo. En lo único que quisiera pensar es en que cada vez falta menos para irnos. Pero también pienso si algún día no habrá otro chico como yo sentado acá, mirándome y pensando si seré o no el mismo que él vio en alguna foto vieja.


Tomado del blog: http://olgalinares.blogspot.com/

miércoles, 10 de noviembre de 2010

En la selva - Olga Appiani de Linares


Hace varias noches que no descansa bien. Se acuesta, con el propósito de ver alguna película por televisión y a los pocos minutos el sueño la vence; dos o tres horas después despierta para reencontrarse con el insomnio, como quién se enfrenta a un viejo enemigo que siempre nos derrota. En la medrosa quietud, sonidos extraños la rodean: crujidos, susurros, movimientos invisibles brotan de todos los rincones. Los nervios la dominan, se avergüenza de revivir, a sus años, antiguos terrores infantiles. Ausente de ellos, Rubén duerme, tranquilo. Su pausada respiración es el ancla a la cual ella sujeta su cordura, que siente desfallecer ante el acoso nocturno. La luz incierta del alba la encuentra agotada, aturdida; sólo logra funcionar aceptablemente después de un par de aspirinas y unas tazas de café bien cargado. Día tras día, cada vez más exhausta, desea el descanso que ya presiente imposible. Al contrario, todo empeora; se suman a los ruidos cercanos los callejeros: aullidos de ambulancias, sirenas policíacas, ecos distantes de trenes y camiones; a veces disparos, gritos, carreras. Pueden inspirar temor pero son, en cierta forma familiares, conocidos. ¡No como los que comienzan a filtrarse por su desvelo! Sonidos que la hacen pensar en pelajes moteados, en ramas quebrándose bajo garras afelpadas, en animales atrapados por incorpóreos depredadores. Durante el día adjudica estas figuraciones a sus nervios desquiciados, pero en las noches no puede evitar el terror; su respiración se agita y la sangre es un desbocado tambor en sus oídos, una transpiración helada le brota desde las entrañas. Boca arriba, le parece que el techo de la habitación se disipa, dejándola indefensa bajo una bóveda sombría dónde el sol no penetra jamás a pleno; se imagina rodeada de otros muros, muros hechos de lianas, troncos, de compactas masas de vegetación tropical. Desde ellos, salvajes ojos de ópalo y jade la acechan y cree percibir olores de zoológico, nada que ver con el domesticado aroma de la cera o el lustramuebles que emplea para la limpieza. Esa noche, desbordada por la insoportable tensión, extiende la mano en busca de la luz consoladora del velador; bajo su suave resplandor comprobará, se dice, lo ridículo de su miedo; las paredes le mostrarán sus cándidos tonos pastel, el techo será solo un techo y no habrá ninguna amenaza escondida a su alrededor. Pero en vez de la mesa de luz sus dedos tocan algo frío, escamoso, que se desliza, rápida y sigilosamente, huyendo de su contacto. Los dedos se retraen, forman un puño que sofoca el grito agazapado en su garganta. Todo su cuerpo es un latido, una ola roja que la aturde y, vencida de horror, se desmaya. Cuando abre los ojos otra vez, la claridad grisácea del amanecer exhibe la normalidad de la habitación. La araña, impávida, cuelga del techo como todos los días y, como todos los días, ve los viejos muebles a su alrededor; ningún indicio de que algo extraordinario haya sucedido, solo su rostro pálido y desencajado sobre el espejo. Rubén escucha, condescendiente, su deshilvanado relato. Le dice que debió soñarlo todo, que no hay otra explicación lógica; tal vez sería aconsejable una visita al médico, le vendría bien algún sedante si no quiee enfermarde puro agotamiento. Ella, poco convencida y a desgano, asiente, pero solo porque teme enfrentar opciones menos razonables. Ni el café ni las aspirinas le sirven, incapaces de suprimir la sensación de irrealidad que la acompaña todo el día. Las cosas a su alrededor, nítidamente definidas por la luz del sol, le resultan menos verdaderas que sus vivencias nocturnas y no puede concentrarse en números y porcentajes, atrapada aún por los recuerdos de las supuestas pesadillas. Malhumorada, contesta mal a sus compañeros, no acierta a balancear debes y haberes, el campanilleo del teléfono la lleva al borde del grito; desea, más que nunca, salir de la rutina intolerable. Casi no cena, y su mente divaga mientras aparenta escuchar los comentarios de Rubén. Después se queda viendo televisión, temerosa de lo que vendrá al acostarse. Desde la habitación Rubén la llama, le recuerda que deben levantarse temprano, que no se extrañe después si anda hecha una zombi. Al fin, rendida de cansancio, se va a la cama. Las sábanas de limpio aroma la reconfortan y, agotada, se duerme enseguida. Al despertar ya no está en su cama ni en su dormitorio. Sus pies descalzos pisan una alfombra blandamente repugnante, olorosa a humedad y materias en descomposición; en torno suyo se ciernen pesadas sombras, árboles agobiantes, serpentinas de lianas; sonidos animales se le acercan, fulgurantes ojos verde-amarillos la observan; víctima posible, sabe que su camisón blanco resalta sobre toda esa negrura informe, incitando el ataque. Cree sentir en el rostro un aliento fétido, sobre la carne temblorosa las garras afiladas, anticipa el zarpazo final. El grito tantas noches retenido estalla en su boca. A pesar de los esfuerzos de Rubén para calmarla, gritará por mucho tiempo, el cuerpo tiritante, los ojos ciegos, extraviada entre las sombras de la selva. Bajo la cama, una orquídea sedosa comienza a marchitarse.

Tomado del blog: http://www.olgalinares.blogspot.com/


La autora:
http://grupoheliconia.blogspot.com/2010/11/olga-appiani-de-linares.html

sábado, 23 de octubre de 2010

Rutinas - Olga A. de Linares


Estaba harto de esa vida, todos los días detrás de lo que, más allá de pequeñas diferencias, era siempre la misma mierda.
Con frecuencia se preguntaba si sus congéneres sentirían lo mismo, o si, como su padre, su abuelo, y todos los que lo habían precedido en el camino, aceptaban su suerte, sin perder tiempo en cuestionamientos sin sentido.
Porque, al fin de cuentas ¿qué otra cosa podían hacer? No solo habían nacido para esa tarea, sino que ella los definía, era su herencia, la identidad de su especie, el futuro de sus hijos…
Según viejas historias, antaño habían sido considerados seres sagrados, cuasi divinos, con una misión trascendental…
En la familia conservaban la estatua en piedra de un lejano antepasado, cuya negrura de basalto estaba surcada por signos que ya nadie sabía descifrar, pero que se suponía eran signo de su alto status anterior.
Pero ya nadie creía en que tuvieran nada que ver con lo celestial, ni responsabilidad alguna sobre los ciclos solares…
Debía abandonar de una vez sus estériles sueños…
Con un suspiro de resignada aceptación, el escarabajo estercolero agachó las antenas, y prosiguió empujando la bola de excremento.

sábado, 9 de octubre de 2010

La bruja - Olga Appiani de Linares


Olía a rancio y siempre andaba murmurando letanías, muy convencida de que eso que mascullaba producía algún efecto en el mundo. Pero también decía que no iba a usar lo que sabía para dañar, ni para hacerse rica. Que le bastaba con vivir. Y ahí era cuando me convencía de que todo lo de sus poderes era pura macana. Si pudiera cambiar su existencia ¡cómo no iba a hacerlo! No tenía dónde caerse muerta, y apenas si puchereaba con los trabajos que, cada vez menos, le encargaban las vecinas. Como yo, nadie tenía demasiada confianza en la bruja, ni se la tomaba en serio. Eso sí, parecer, lo parecía; todo en ella hacía pensar en la típica imagen que, desde la niñez, produce repulsión en quien la ve. Por lo menos hasta que uno le encontraba los ojos. O mejor dicho, la mirada. Era una especie de milagro obsceno... ¿Qué hacían unos ojos así, anclados en esa cara devastada? ¿Cómo podían conservar semejante expresión, después de tantas décadas de ver podredumbre? Mi mujer, mucho más desesperada que creyente, recurrió a ella en busca del milagro que los médicos nos negaban. Yo, ni siquiera cuando, por fin y contra todos los pronósticos, quedó embarazada, le dí algún crédito a la vieja. Que se murió el mismo día en que nació Lucy. Pero ahora... ahora sí creo. Porque cuando miro a nuestra hija son aquellos mismos ojos increíbles los que me contemplan. Y podría jurar que les divierte lo que ven.


Tomado del blog http://olgalinares.blogspot.com/

viernes, 9 de julio de 2010

Incidente mítico - Olga Appiani de Linares


En un baño público a las dos de la mañana, Juan Gómez bosteza su aburrimiento. Sobre la mesa también se aburren papel higiénico, toallas descartables y un plato con unas pocas monedas. Es entonces que se abre la puerta y entra un hombre. Juan se pregunta si no tendrá frío así, medio desnudo en pleno julio. ¡Hay cada loco suelto! Lo bárbaro es el disfraz: no se nota para nada el lugar en el que termina el hombre y empieza el animal. Lo asombra la naturalidad con la que se alza la blanca cola de caballo mientras el chiflado avanza moviendo elegantemente los cascos. El loco inclina la cabeza para saludarlo y se le cae la corona de laureles. Juan se apresura a alcanzársela, no sea que se le descosa el traje por querer levantarla. El tipo la toma y le tiende a Juan una especie de arpa que tiene en la mano; Juan supone que quiere que se la sostenga mientras se acomoda el adorno, pero no entiende ni jota de lo que le dice. Cada vez hay más extranjeros en este ispa, piensa, y para peor, rayados, como si nos hiciera falta importarlos. Pero sostiene impasible el instrumento, no vaya a ser que el loco deje de ser manso si no le sigue la corriente. Puesta en su sitio la corona, el disfrazado se va para el fondo. Juan no logra imaginar cómo miércoles se las arregla en los mingitorios pero, por el ruido que hace, podría ser de veras un animal, se ve que hace rato que se está aguantando. También piensa que hay que ser ridículo para andar – un tipo grande, che – con esa arpita a cuestas. Calcula que además de loco debe ser medio rarito, como todos los ingleses. Sin ir más lejos el Elton John ese, por más que a la Antonia le guste tanto como canta.... El fulano está de vuelta, así que Juan le devuelve el chiche, imaginando ya lo que se van a reír con la Antonia cuando le cuente. Pero un poco de bronca le da al mirar el platito: ¿dónde miércoles va a cambiar esas monedas tan raras, medio deformes para colmo? ¡Se creerán que uno es un banco!, piensa indignado Juan, prometiéndose que la próxima vez, ¡minga de ayuda le va a dar!


Tomado del blog:http://olgalinares.blogspot.com/

sábado, 26 de junio de 2010

Luis construye mañanas - Olga Appiani de Linares


Los domingos, cuando todavía los pájaros remolonean en los nidos, contagiados de pereza humana, Luis sube a su bicicleta y se larga a andar por las calles ajenas. Sin apuro, sin tarjetas que marcar, sin capataces, con la mañana lustrosa sobre los hombros, él pedalea mientras el sol, estremecido de escarcha, patina en los techos de la barriada. No sabría explicar por qué se larga así, a la buena de Dios, cuando podría aprovechar para descontar cansancios y dejarse estar en la analgésica modorra del feriado, que borra tanto esfuerzo inútil, tanto lunes inevitable, tanta humillación rumiada. Ni él mismo sabe qué lo fuerza a dejar la cama calladamente, sin incomodar el sueño de Rosa o de los chicos, para deslizarse, todavía sombra entre sombras, a la cocina. Un par de mates, esa amarga tibieza que reconforta y luego, como cada día, la bicicleta. Y la calle, que lo llama con su boca dentada de verde, su piel cuarteada de pasos idos. Luis pedalea despacio, y deja que los ojos se le llenen de veredas solitarias, de casas que aún duermen, protegidas por los ojos vigilantes de sus faroles. Faroles que, a medida que el día extiende sus tapices, parpadean y se cierran hasta que la noche vuelva a reclamarlos. Campanas con vocación de monaguillo se hamacan en el aire limpio, viejas devotas se desprenden de portales bostezantes para responder a la convocatoria. La mañana pedalea sin ceremonias junto al hombre oscuro, vuela con los gorriones inquietos, repica en los campanarios. El barrio se desliza, cinta sin fin, a cada costado. Y Luis mira las casas, los jardines que se desperezan, las puertas cerradas, las ventanas mudas. Y vuelve a levantar edificios. Pero esta vez solo en su mente, altas torres hechas de luz y de aire. Con miles de ventanas. Ventanas de muchos colores, todas distintas, únicas todas. Como las personas mismas… La calle alterna asfalto y adoquines, baches y suavidades; los semáforos, pasiones y esperanzas. Y Luis, en cada pedaleo, construye muros y abre ventanas ilusionadas... Una ventana azul... una ventana de sol... una ventana ojos del zorzal... una ventana silenciosa... una ventana a la vida... una ventana cerrada... una ventana sin mayores pretensiones... una ventana fría... una ventana alegre... una ventana ríspida... una ventana de cinco centavos... una ventana de arroz... una ventana de besos... una ventana briosa... una ventana característica... una ventana de acero.... una ventana sin calificativos.

domingo, 22 de noviembre de 2009

De reojo - Olga Appiani de Linares


No es la primera vez que le sucede. Y esa repetición empieza a causarle una molestia vaga que parece centrarse en su estómago, en la náusea constante. Sin importar lo qué esté haciendo, de pronto, con el rabillo del ojo, cree percibir un movimiento, una sombra... Algo indefinido, algo que no está allí cuando gira la cabeza para verlo. No le preocupó las primeras veces, y atribuyó los furtivos desplazamientos a ilusiones ópticas, cansancio, nervios... Sin embargo, al transcurrir las semanas comenzó a inquietarse, igual que el venado que presiente al depredador oculto, cuyo hedor siente en el aire, aunque sus ojos asustados no lo puedan divisar. Además eso, sea lo que sea, acorta distancias. Y se hace más grande, está segura. En los primeros días adjudicó el veloz movimiento a alguna rata que podía haber penetrado en la casa por los desagües; luego, la fugitiva vislumbre le hizo pensar en un perro, (perro que, claro está, no tiene). Ahora, es como si un niño o un enano se desplazara a su alrededor, trazando siniestras espirales, cercándola. No sucede a horas fijas. Da igual si es de día o de noche. Siempre hay un rincón oscuro desde el cual eso suele desprenderse, aprovechando una momentánea distracción... Y, por más que lo intente, no logra capturar su imagen con claridad. Los días se le vuelven pesadilla continua. Sin darse cuenta, empieza a adoptar poses peculiares, en su intento de custodiar los nidos de oscuridad en los que eso se ha gestado, esos rincones tenebrosos desde los que parece desprenderse. Se obsesiona en una vigilia acaso absurda y siempre inútil. Porque eso siempre surge, indefectiblemente, de un sitio diferente al que ella está custodiando. Comienza a actuar extrañamente. Gira la cabeza de pronto, con nerviosos movimientos de pájaro, y sus ojos han adoptado una expresión alucinada. Ya casi no duerme, sudando sus terrores en las horas de insomnio; teme ser vencida por el sueño y que entonces eso aproveche para saltarle encima, para devorarla con su oscuridad de jungla. Y come mal, como preñada de esa angustia que se despereza en su vientre, se enrosca en su sangre y le cierra la garganta. Atrapada en esa telaraña ya casi no sale; los pocos que, preocupados por su desaparición vienen a visitarla, se van rápidamente, ahuyentados por sus gestos de demente y por algo más, algo que les eriza la piel, acelera su aliento y los empuja fuera de la casa, sin que ninguno pueda precisar con exactitud de qué se trata. Pero respiran aliviados una vez afuera, mientras tratan de olvidar los ojos amedrentados, el olor a miedo que desprende la mujer. No siempre lo logran. Y no falta quién llega a sentir que no ha salido completamente solo del lugar, que algo, alguien, le sigue los pasos, aunque no logre verlo con nitidez y sólo llegue a percibir, con el rabillo del ojo, un movimiento furtivo, una sombra taimada... La soledad se hace más densa alrededor de la mujer. Helada, respirando apenas, permanece muchas horas sentada en el sillón antes confortable, mientras trata de negar con las estridencias de la televisión la marea silenciosa que avanza, los círculos que se van cerrando en torno de ella. Un día como otro cualquiera sabe que eso ha terminado de recorrer sus fatales senderos. Cree sentir un aliento helado sobre su nuca desprotegida, crispa las manos, respira hondo, la frente se eriza en una transpiración de escarcha. Con un espasmo que reúne terror y coraje se da vuelta, dispuesta a enfrentar lo que sea de una buena vez. Tiene ¡al fin!, la visión completa de la sombra. Y en el breve, brevísimo lapso de vida disponible después de eso, agradece la muerte que le hará olvidarla.

sábado, 13 de junio de 2009

Ceguera- Olga A. de Linares


Del tipo emanaba negrura, rota solo por estrías de un rojo sanguinolento, que delataban o anunciaban al criminal.

Extrañada, descubrió que solo podía percibir eso, como si estuviera ciega para el mañana.
Inquieta se preguntó si podría darle al cliente una lectura tan temible y, a la vez, tan incompleta. Y, sobre todo, si era prudente realizarla.
Pero callar implicaba perder esos pocos pesos que, por cierto, ni en el mejor de los días alcanzaban para nada.
Además, el de hoy había sido francamente malo.
Porque ya nadie creía en adivinas, en milagros, en premoniciones.
Ni siquiera los adolescentes, que pasaban por su tienda igual que por el Tren Fantasma o la Montaña Rusa, y que no tomaban en serio ni sus propias vidas.
Arrancándola de sus pensamientos, él extendió la mano exigente.
La adivina decidió mentir, inventarle otro destino.
Pero él ya había decidido el suyo.
Y en el preciso momento en que el puñal se enterró en su cuerpo, ella supo por qué, esa vez, no había podido ver el futuro.


Tomado de: http://olgalinares.blogspot.com/

lunes, 8 de junio de 2009

Máscaras - Olga A. de Linares


¡Carnaval, carnaval!
Al grito todos nos colocamos las máscaras, nadie ha de ver la propia, como siempre sucede.
Esta vez, es fácil adivinar el rostro ajeno tras los antifaces, tras los simulacros. Reímos, captando de inmediato el ridículo que no nos pertenece, ilusionados con la idea de que en el reparto el azar nos deparó una suerte más digna. Pero el azar no tiene esas delicadezas y es muy probable que la nuestra sea la más grotesca.
Alguien pide auxilio, la máscara la asfixia, impávida en su muerta blancura. Antes de que logre su cometido la arrancamos, dejando el rostro desnudo que, de inmediato, reclama el cobijo de otra.
Algunas se resisten a favorecer ocultamientos, pero al cabo resulta inevitable hallar la que mejor se ajusta a cada uno.
Llega la hora de las palabras. Cada quien las caza como a oscuras liebres en un bosque aún más oscuro y se enmascara, revelándolas. Curvas y líneas se suceden, diciendo, no diciendo, mostrando, no mostrando. Punto final. Es el momento de descubrirse. No es posible partir con ellas, no hay negativa que valga.
Lo intento. Imposible. La máscara se funde a mi rostro, ya olvidado, lo reemplaza. Deberé ir por el mundo con esta faz que ignoro y evitar todo espejo que señale su falsedad -o acaso su verdad-, ambas igualmente irremediables.


Tomado de: http://olgalinares.blogspot.com/

sábado, 21 de febrero de 2009

Convite - Olga A. de Linares


La primera vez que la percibí decidí rechazarla. Usé todas las explicaciones racionales (fue un sueño, una ilusión óptica, un juego engañoso de la luz, etc., etc.), todas esas que se barajan cuando la realidad se empeña en mostrar las tripas... y ahí descubrimos que es otra cosa, un poco distinta de lo que necesitamos creer. La arrinconé con ellas pero, aunque esa vez me permitió el desprecio, estaba dispuesta a volver con esa persistencia implacable de la lluvia, el otoño, la noche. La noche. Sí. Esa es su hora favorita. Pero no, no estoy siendo exacta. Porque no es nunca el momento en que la oscuridad ya se ha comido todas las cosas, sino ese espacio indeciso en el que aún lucha con el día, ese instante en el que cada quien tironea de los bordes del mundo. Es ahí, mientras se coagulan el crepúsculo o el amanecer, cuando ella abre su párpado de cenizas y me hace guiños, como un don Juan de barrio. 
La trataba del mismo modo en que lo hubiera hecho con uno de ellos. Es decir, pasaba a su lado sin mirarla, haciendo de cuenta de que no la veía o de que no me movía un pelo su presencia. Pero creo que siempre supo que mentía. Es lógico. Hasta algo tan inconcebible como ella debe darse cuenta: no es posible que alguien, al menos alguien en su sano juicio, no se ponga un poco nervioso ante su aparición. Y yo, aunque concedo que se pueda poner en duda, no estoy loca. Así que lo confieso, me ponía muy nerviosa cada vez que entraba a la pieza y ella reiteraba su saludo equívoco. Por suerte, solo debía hacerlo una vez al día, cuando el cuerpo no aguantaba más la vertical y me pedía a gritos el descanso. Porque aunque estaba bastante segura de que, a plena luz, ella no se atrevería a nada, no quería correr riesgos...
Así que siempre intentaba que fuera lo suficientemente tarde, cosa de que la noche hubiera ganado la pelea por knockout. Como ya dije, a ella no parecen gustarle las definiciones rotundas ni los hechos consumados. Entonces, a esa hora, me dejaba tranquila. Pero cuando el despertador ordenaba levantarse y el día aún estaba lejos de tomar el poder, ella, la muy obscena, la descarada, se exhibía en el rincón, ese de ahí, junto a la cómoda, bien despierta y al acecho, intentando seducirme una vez más... Como la araña a la mosca, se me ocurría pensar...
Hasta hace poco, me vestía a las apuradas, de cualquier modo, todo para poder levantar la cortina y dejar que el sol triunfante la acribillase con sus dardos, la desangrara, la borrase. Antes hacía eso. Ya no. Ahora, cada amanecer demoro un poco más en exorcizarla. No sé bien por qué. Lo que sé es que ha crecido. Ahora es casi de mi altura. Y desde hace unos días... están los sonidos. Indefinibles, familiares, monstruosos... Y también esos olores un poco inquietantes emanando de ella. No he podido decidir aún si estas nuevas manifestaciones me agradan o me repugnan. Pero cada vez me cuesta más apartarlas de mi mente. Como si las extrañase. De alguna manera, ellas logran sacarme de la oficina, de las charlas estúpidas y las bromas soeces, de las órdenes ladradas por la manada de caciques que hormiguea a mi alrededor. Tal vez sea por eso que ahora me apresuro a volver al departamento, y entro al dormitorio antes de que termine la pelea crepuscular, y me siento en el borde de la cama, frente a la grieta, y la miro, y la escucho, y la huelo...
Y empiezo a preguntarme qué pasaría si me atreviese a responder a su invitación...

martes, 27 de enero de 2009

Fantasmas - Olga A. de Linares


Al loco se lo encontraba siempre cerca de la Chacarita. El tipo estaba convencido de que la muerte había querido llevárselo en ese taxi diabólico que, desde aquí hasta Singapur, forma parte de tantas leyendas urbanas. Y juraba a quien quisiera oírlo que las cicatrices que le cruzaban el rostro se las había hecho cuando se tiró de él, alertado, ni más ni menos, que por el espectro de su padre que los seguía en bicicleta. ¡Todo un detalle!, ¿verdad? También juraba que ya no le iba a ser fácil a la huesuda cargar con él, que lo tenía bien junado al taxi ese, y añadía: “¡Ni loco me agarra de nuevo!”.
¡Pobre infeliz! ¿Se pensaría que iba a vivir para siempre?
Por supuesto, no fue así. 
Dicen los testigos que corrió por la avenida a contramano, con los brazos abiertos como para abrazar a alguien, y riendo igual que un chico... hasta que un auto lo revoleó por el aire y lo tiró, muñeco roto, sobre la acera. Yo, por supuesto, sé bien hacia quién creyó que corría. ¿O se habrá pensado que no me resultaba igual de fácil cambiar al taxi por una bicicleta, y usar, por un rato, el rostro de su padre? 

lunes, 19 de enero de 2009

Portador - Olga A. de Linares


Estaba frente a mí, empapado, seguramente muerto de frío, y con una expresión de perro apaleado que me conmovió. No pensé, debo confesarlo. Solo así se justifica que lo haya hecho entrar, dejando de lado los saludables temores que, a diario, abonan los noticieros.
Pero, por extraño que parezca, nada en él me inspiraba miedo. A pesar de su aspecto de vagabundo, de su mirada febril, de su evidente desorientación, aunque sospechara que podría tratarse de uno de los tantos locos que pululan en nuestras ciudades impiadosas... no fui capaz de cerrarle la puerta en la cara, dejándolo a la intemperie en esa noche atroz. Tuve que tomarlo de la mano para que se decidiera a atravesar el umbral. Se dejó llevar, como un chico perdido, y cuando lo hice sentar en la cocina para prepararle algo de comer obedeció con la misma docilidad. Mientras se calentaba el agua y buscaba un sobre de sopa instantánea, traté de estimar la edad de mi huésped. No era fácil. Por momentos, daba la impresión de una juventud extrema. Pero en un instante esa percepción cambiaba, y creía ver en él la suma de todas las edades... Tenía el cabello largo, pero tan mojado que era difícil saber su color original. Tampoco recordaba el de sus ojos, a pesar de haberlos visto cuando al regresar del trabajo, lo encontré parado en mi puerta, como si me hubiera estado esperando. No soy un hombre particularmente compasivo. Sí, suelo dar limosnas con relativa frecuencia, pero no por caridad, sino para sobornar a mi conciencia, a sabiendas de que esa dádiva mísera no soluciona nada, y aún así incapaz de comprometerme más allá de ese gesto. No siempre fui así. Hubo épocas en las que soñé cambiar al mundo. Tal vez sea posible, pero yo perdí la fe en ello hace mucho. Y me volví un solitario, alguien que al descubrir que lo que llamamos "realidad" vencía siempre a los sueños, decidió apartarse de ella. Por eso era más bien inexplicable que corriera el riesgo de acoger en mi casa a ese pobre tipo. 
Mientras disolvía la sopa en el agua hirviendo, pensé que si al día siguiente pasaba a formar parte de las crónicas policiales, me lo tendría bien merecido... Sin embargo, al poner frente a él el jarro humeante, descarté de plano que algo así fuera a suceder. En silencio, comenzó a beber la sopa, sin una avidez que yo habría considerado lógica. Lo hacía a sorbos cortos, casi con elegancia, los dedos flacos y largos entrelazados en torno al recipiente como si se tratara de un cáliz. No sé por qué su actitud me retrotrajo a las lejanas misas de mi niñez, al sacerdote alzando la copa ceremonial, a todo aquello que había rechazado al crecer. Incapaz de creer en un dios que permitía tanto dolor e injusticia sin castigar jamás a los responsables, decreté su inexistencia. Y también que, por más cómodo que fuera colocar al bien y al mal en entidades míticas, para culparlas de nuestros fracasos o para esperar de ellas las soluciones que no éramos capaces de encontrar, el horror cotidiano era, sin duda, nuestra creación. Por qué razón volvía a pensar en esas cosas al mirar a mi invitado... lo ignoro. Había pasado más de treinta años sin hacerlo. Pensé en ofrecerle un sándwich de queso, para completar el frugal menú. Esperaba que el pan no estuviera rancio. Tal vez podría tostarlo un poco... eso mejoraría su sabor. Juro que no me moví de la cocina, no tenía necesidad de hacerlo. Así que no tengo idea de cómo salió él de la casa. Solo sé que ya no estaba cuando me di vuelta tras colocar el tostador sobre la hornalla. Me dirán que lo soñé todo y no lo discutiría, si no fuera por el rosario de pequeños charcos que rodeaba la silla, allí donde su abrigo había dejado escurrir la lluvia. Y por lo que había dejado junto al jarro vacío. Ese libro que me desvela y aterra desde entonces, sin que logre saber qué se espera que haga con él. Es imposible para mí determinar su antigüedad, pero es viejo, muy viejo. Contemplo a diario la cubierta que mantiene su secreto milenario lejos de mis ojos. Llámenme supersticioso, y les daré la razón. 
Pero por nada de este mundo me atrevería a romper ni uno solo de los siete sellos que lo resguardan.

lunes, 15 de diciembre de 2008

La bruja - Olga A. de Linares


Olía a rancio y siempre andaba murmurando letanías, convencida de que eso que mascullaba producía algún efecto en el mundo. También decía que no iba a usar lo que sabía para dañar, ni para hacerse rica. Que le bastaba con vivir.
Y ahí me convencía de que todo lo de sus poderes era macana. Si  pudiera cambiar su existencia ¡cómo no iba a hacerlo! No tenía dónde caerse muerta, y apenas si puchereaba con los trabajos que, cada vez menos, le encargaban las vecinas. Como yo, nadie tenía demasiada confianza en la bruja. Que lo parecía, eso sí, por lo menos hasta que uno le encontraba los ojos. O mejor dicho, la mirada. Era una especie de milagro obsceno... ¿Qué hacían unos ojos así, anclados en esa cara devastada? ¿Cómo podían conservar semejante expresión, después de tantas décadas de ver podredumbre?
La cosa es que mi mujer, mucho más desesperada que creyente, recurrió a ella en busca del milagro que los médicos nos negaban. Sin embargo, ni siquiera cuando resultó embarazada me tomé en serio a la vieja, que se murió el mismo día en que nació Lucy. Pero ahora sí creo. Porque cuando miro a nuestra hija, son aquellos mismos ojos increíbles los que me contemplan. 
Y podría jurar que les divierte lo que ven.