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lunes, 9 de agosto de 2010

Sobremesa - Iván Olmedo

El Que Vive Más Arriba Que Nadie y Aquel Cuyas Ladillas Son Behemots, se encontraban inertes, suspendidos en el confín del Universo, con trece de sus quince sentidos abotagados, y rodeados por un inmenso velo de niebla gasificada, producida por sus eructos, que se iba extendiendo hacia el infinito, acariciando groseramente las estrellas. Reposaban en el éter, intentando digerir sus últimas desorbitadas comidas y, mientras tanto, conversaban de mente a mente, sin que nada ni nadie los molestase.
—Digestiones tengo últimamente pesadas más. Eon peor cada… ¿algo tú sabes bueno eso para? —preguntó El, entre lamentos síquicos.
—Siento mucho lo. Puedo recomendarte no nada. Me nada sirve —replicó Aquel—. Sed problema es mi. Comida mucha la tras sed.
—¡Oah! Más es eso fácil. Has dime qué vez esta comido última…
—¡Aoh! Pequeño un planeta, más nada. Mucha además tenía agua.
—¡Veo ya! ¿Qué agua de pero clase?
—¿Clase? ¿Clases agua pero que es hay varias de?
—Si eso sal te da tiene sed…
—¿¡Sal?! ¿Sed sal da?
—Supuesto por. Que sabías creía lo…
—Tendré vez próxima la lo cuenta en. Más con planetas salada no agua. Gracias

Y tras esta breve conversación que duró eones, Aquel se quedó dormido, más satisfecho de lo que estaba habitualmente. Por su parte, El, convencido de que el otro estaba ya perfectamente inconsciente y de que nadie podía verlo, se masturbó durante unos instantes, antes de sucumbir al sopor de la digestión y al frío y acogedor entorno cósmico. Su eyaculación se proyectó hacia la negrura a una velocidad fulminante y, a su paso, sacó de su órbita a varios planetas no demasiado grandes, antes de acabar convirtiéndose en un delgado hilo plateado que alcanzó el confín mismo del Universo, golpeando al propio El allí donde debería situarse su nuca.

lunes, 29 de diciembre de 2008

El buscador buscado - Iván Olmedo


Pasé diecisiete años de mi vida dedicado a la fantástica tarea de buscar el final del arco iris, un trébol de cinco hojas, el esqueleto completo de una sirena, el Gato Triste y Azul, un cuento malo de Ambrose Bierce… siempre tras la pista de lo imposible. No diré que fuera una completa pérdida de tiempo. Las pocas veces en que creía estar a punto de lograr el objetivo eran para mí momentos de extático placer que recargaban mis energías. No me importaba que, en el último momento, la pista fuera falsa y las esperanzas se vieran destruidas. Gastar cantidades vergonzosas de dinero tampoco me amedrentaba. Hasta que cierta vez, durante mi descanso de los miércoles (mal día para rastrear quimeras, aunque soy incapaz de explicar por qué) conocí a Amalia. Me interesé por su compañía en cuanto comprobé asombrado que conocía los nombres completos de las tres espadas secretas de Arturo Pendragón. Fue un flechazo instantáneo. Además, su nombre era espectacularmente bonito: Amalia, el paraíso de los amantes.
Comencé a descuidar mis búsquedas para estar más tiempo con ella. Hablábamos de lo divino y lo humano, de obras herméticas perdidas. Nos comprometimos a visitar juntos, algún día, el horrible museo siberiano del doctor Vassili Gornenko, dentro del cual la vida de los osados visitantes da un giro completo de trescientos sesenta grados. Durante una de nuestras noches de insomne compartir de vivencias, me di cuenta de que estaba utilizando demasiado la palabra completo, o completa. Hecho que, me temo, reproduzco en este escrito con desparpajo. Aquella leve señal me hizo sentir de pronto que algo iba mal. Cuando Amalia se ausentó un instante para ir al aseo, registré minuciosamente el salón con la mirada. Cuál no sería mi sorpresa al entrever dos pares de zapatillas que sobresalían bajo las cortinas adornadas con motivos de flores de lis amarillas. Proferí un grito de pánico natural (resulta que siento pánico ante la combinación de zapatillas y flores de lis) y, al verse descubiertas, mis dos cuñadas salieron de su escondite. Yo, que no las había visto en años, me alarmé ante lo inverosímil de su presencia allí. Con lágrimas en los ojos me contaron cómo habían partido en mi busca tras mucho debatir entre ellas y llegar a la conclusión de que mis exageradamente amplias lecturas de libros esotéricos y mistéricos me habían nublado el juicio. Intentaba yo razonar con ellas cuando, no mi juicio, sino mi cabeza, comenzó a nublarse y asistí impotente a mi desmayo sobre la polvorienta alfombra de piel de toro normando, que era una de las más preciadas posesiones de mi reciente novia.
Cuando desperté, completamente paralizado de cintura para abajo, Amalia confesó haber puesto láudano en mi té verde. La perdono; ella no podía saber —ni sus compinches, mis cuñadas, a quienes siempre oculté mi debilidad— que soy tremendamente alérgico al láudano y que acababan de causar una tragedia. Ahora dedico mis días, sentado en esta silla de mimbre, a registrar las muestras gratuitas de champú, buscando una perla negra en su interior; o los botes de café expresso, esperando encontrar algún huevo del mítico gusano Kobayashi, que anida en los cafetales. Las cajas de cereales, los sobres de sopas instantáneas… no he renunciado por completo a encontrar alguna de las cosas maravillosas que, sin duda, existen en éste, mí, ahora, reducido mundo. 

Publicado en Sinergia 13: http://www.nuevasinergia.com.ar/
http://www.nuevasinergia.com.ar/numero_13/index.htm

viernes, 19 de diciembre de 2008

La semilla - Iván Olmedo


El flamante ganador del concurso de microrrelatos demostró ciertas dosis de inteligencia cuando, obligado a leer su premiada obra ante el público presente, se apoyó en la mesa más cercana, evitando sostener ante sus ojos la cuartilla que, sin duda, su pulso extraviado haría temblar. Imposible le resultaba retener las gotas de sudor que brotaban de los poros de sus sienes, ni aplacar un cierto temblorcillo en el tono de voz. Mas tenía confianza en que aquellos signos mínimos serían tomados por mera timidez de hombre de letras. Pero la cuartilla no. La cuartilla trémula y traidora sin duda lo acusaría. Y aunque fuera poco menos que imposible que alguno de aquellos que lo miraba con cierta indiferencia llegase a imaginar siquiera parte de su secreto, no había logrado aún quitarse de la conciencia (nueve concursos y nueve triunfos fulminantes después) el peso de Manuel, el deficiente balbuceante que permanecía encerrado en un sótano no muy lejano, encadenado a una distancia segura de la grabadora que su padre mantenía encendida día y noche, presta a captar las palabras entrecortadas, dotadas de un sentido irreal, de aquello que fabulaba el imbécil y que, traspasadas al papel, estaban convirtiendo al antaño fracasado autor en un maduro genio de la literatura comprimida. 

martes, 12 de agosto de 2008

Hambrienta - Iván Olmedo


No sabían lo que hacían, sus amigas, cuando la llevaron por primera vez a comer a un chino. Ella, que los evitara siempre, con cierta aprensión ignorante. Así, un sábado que no tenía nada de especial, le cambiaron la vida. Fue un shock, la primera prueba. La segunda, un éxtasis. Todo estaba tan bueno en los chinos… Desde entonces, no necesitaba excusas ni invitaciones para regalarse a sí misma una comida. Como este viernes, uno cualquiera, impaciente por la espera, con la carta entre las manos, contemplando las fotografías de los manjares. El chino se acercó a ella, sumamente amable y, al recoger el pedido, se inclinó un poco hacia delante, por costumbre. “Una buena elección, señola”, y se alejó. Mientras ella, ansiosa, se enjuagaba la boca y se lavaba los dedos en los cuencos de cristal ad hoc, notó cómo su entrepierna se mojaba un poco. Ya traían el primer plato. Allí llegaba, musculoso y sonriente.