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miércoles, 1 de octubre de 2008

Friburgo - Pablo Valle


En un rincón de la catedral, hay una gran foto (gigantografía, le dicen ahora) con el respectivo epígrafe o leyenda que explica lo que, por supuesto, se ve.
Apenas después de la guerra, la catedral esa en la que uno está y en la que está la gran foto, como en cajas chinas o muñecas rusas, se yergue, prácticamente incólume, en medio de completas ruinas: el resto de la ciudad.
Se descarta el oxímoron del “bombardeo inteligente”, otra invención de reciente data. Se alega un milagro, la prueba de la existencia de Dios, cuya Casa resultó intangible para las toneladas de bombas que debieron caer ese día, esos días. Prueba aislada, ya que en otras ciudades de Alemania las bombas cumplieron prolijamente su labor sin interferencias divinas ni de otro tipo (ver Sobre la historia natural de la destrucción, de W. G. Sebald).
El visitante se siente ligeramente mareado. Casi espera salir de la catedral y encontrarse en medio de ese paisaje desolado, devastado, de la gran foto, en el que la certeza, aparentemente lograda, de que Dios existe, es más aterradora que reconfortante.

domingo, 17 de agosto de 2008

Rüdesheim – Pablo Valle


Caminaba por la Drosselgasse, en Rüdesheim, “la calle más estrecha del mundo”. ¿Qué importancia podría tener esto? Bueno, justamente, es un lugar “típico”, “para turistas”, que los propios alemanes “desprecian”. Pero a mí me gusta especialmente. Parece resumir un montón de cosas que amo de Alemania: la pátina —muchas veces falsa— de tiempo, la vieja madera, el toque seudomedieval, “de cuento de hadas”, ciertos aromas. Todo kitsch, por supuesto, y qué; esa es la idea.
Son, si son, doscientos metros de cantinas, una enfrente de la otra, de la que salen olores grasosos y música inaceptable. Pero en un punto, como siempre, indefinible, la alegría, y quizás la belleza, son auténticas. No me pregunten por qué creo eso.
La cuestión es que estaba caminando por allí, en medio de una amable multitud, cuando vi avanzar, en sentido contrario, a alguien muy parecido a mí. Hubiera querido decir de entrada que era yo mismo, pero sería otra cosa injustificable. De hecho, al principio sólo pensé en cuán parecido era; más joven, claro, pero solamente unos años. Sólo después, cuando estábamos bastante lejos, en direcciones contrarias, repito, me di cuenta de que el tipo tenía puesta ropa que era indudablemente mía, que había sido mía.
Por supuesto, por más que me volví e intenté alcanzarlo, o al menos verlo de espalda, no lo pude hacer. Fue sólo un “flash”, nada confiable, pero la imagen me siguió unos días, que ya, ahora que lo escribo, son años. Un tipo igual a mí, con menos canas, con ropa que ya no tengo, caminando por el centro del mundo, la trivial Drosselgasse, de Rüdesheim, Alemania.
Lo recuerdo en momentos malos; en cualquier momento, si vamos al caso. No hay mucho más que decir. Sé que el tipo tenía todo el aspecto de estar en paz consigo mismo, de haber encontrado su lugar en el mundo. Pero eso no es posible, es sólo algo que yo imagino, lo verdaderamente fantástico de todo este asunto.