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miércoles, 17 de marzo de 2010

Acantilados – Cora Salerno & Sergio Gaut vel Hartman


Le gustaba el mar. Observando las olas desde el acantilado se sentía embargada por la increíble excitación del ocio festivo; un sabor a fruta fresca le llenaba la boca, como besos matinales llegando con el vendaval. Unos minutos atrás se estaba desperezando, aún desnuda, apenas rescatada de la incertidumbre de una noche lánguida de abrazos y caricias. Estiró las ganas de un día para el asombro y en torno a su cintura nació un nuevo amanecer de frío rocío. Pero no vio al hombre que se había acercado y la contemplaba, con los ojos clavados en el largo cabello negro.
—Con tu mano inquieta lista para reinarme —dijo el extraño—. Es tu poema.
Ella no se alarmó. Los hombres la rondaban todo el tiempo. Algunos eran más audaces, otro tímidos y escurridizos como lagartijas. Pero todos eran parte del mismo sueño.
—Tal vez hubiera seguido eso. Tal vez no. Tengo una particular manera de esperar las preguntas que no tienen respuesta.
—¿No te intriga que lea tu mente?
—En absoluto. —Hizo un movimiento con las manos y diseño una nueva coreografía para su mata de pelo.
—Las dudas anidan en tus recuerdos —dijo el hombre—. Eso lo sé. —Tras una pausa, agregó—: Soy el alfarero. Amasemos el barro del milagro.
—¡Tonto! —dijo ella riendo—. Un alma aventurera quiere regalarme la magia del camino. Ahora vuela en el silencio de una tarde gris, lejos de aquí; se aproxima a un campo de estrellas, besos y caricias. Espera ver mi rostro iluminado por su llegada.
—¡He llegado! ¡Aquí estoy!
—¡No! —exclamó ella girando sobre sí misma por primera vez y encarando al desconocido—. Es otro hombre. Tu existencia es meramente conjetural, producto de uno de mis sueños, o tal vez de una pesadilla. Es otro hombre —repitió.
—Espero el beso que divida el universo en dos —insistió él.
—Basta. Yo te inventé y ahora quiero escribir otro poema. —La mujer sopló y el hombre se desvaneció en el aire.

lunes, 25 de enero de 2010

La cima de la montaña – Cora Cristina Salerno & Sergio Gaut vel Hartman



El discípulo ascendió hasta la cima del monte; para lograrlo venció mil dificultades, soportó la mordedura de los arbustos espinosos y tropezó varias veces contra las rocas afiladas que erizaban la ladera. Pero finalmente llegó a la choza en la que vivía el maestro y, jadeante, se precipitó en la seca y polvorienta penumbra en la que el anciano mascaba las verdades últimas y definitivas.
Pasaron varias horas en silencio, y cuando el discípulo supo que el maestro no le dirigiría la palabra, se atrevió a escupir la duda que estrujaba su corazón. —Maestro, por favor, revéleme el secreto; mi miserable cerebro, eco de mi podrido corazón, no tiene más entidad que la diaria ración de arroz que ingiero.
En contra de lo que el discípulo había imaginado, el maestro respondió de inmediato, como si hubiera estado esperando la pregunta durante todo el tiempo que habitó la choza de la montaña.
—En el único momento donde de verdad superamos el solipsismo al que nos condena nuestra identidad —dijo—, es cuando tenemos sexo.
El discípulo, estupefacto, anonadado, contempló al maestro, que seguía rumiando la eternidad, impasible. Y cuando por fin logró articular una frase, dijo: —Pero, maestro, eso es imposible. El sexo no es una opción para nosotros…
—Es cierto, hijo; no lo es. —Y acto seguido se apagaron todas las estrellas, la montaña se desvaneció en el aire y también se extinguió el discípulo. El maestro miró a su alrededor y por primera vez en su larga y sabia vida se preguntó si no era hora de visitar el burdel que había mencionado el Budha la última vez que visitó sus sueños.