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domingo, 3 de noviembre de 2013

La alambrada número 72. El fin del mundo. - Raquel Sequeiro



En algún lugar quedaban sus manos. Argentea se las colocó, enroscando ambas en sentidos opuestos. Pronto llegaría la Gestapo y le darían tantas pastillas que acabaría tullida, arrastrándose por el piso sin piernas. El color cerúleo de una cara conocida la dejó macilenta. Ana Argentea quería volar, salir del agujero al que la habían tirado, un foso de cadáveres de niños. Miró alrededor, rebuscó entre los cuerpos unas piernas y, en el penoso deambular de su extraña y hermosa fisonomía recordó tres haches inscritas en sus mutiladas piernas. Las habían tirado junto con el resto de ‘basura’. La sangre empapaba la parte de abajo: unos genitales totalmente abstrusos y artificiales, que habían cabreado Führer. Sólo veía que, en el fondo, con su corazón hidraúlico, de una pieza, podía levantar a un elefante, así que reptó y alcanzó el borde, el muro, su cuarto, rescató sus piernas del baúl de juguetes de la hija del dueño de uno de los 'hotelitos' de los nazis. Las crónicas de Tesaliaren, cuentan que una mujer dio muerte a todos los soldados, se puso su traje y se paseó con sus piernas eléctricas hasta la alambrada un 28 de septiembre de 1944.


Acerca de la autora: Raquel Sequeiro

domingo, 20 de octubre de 2013

Arquitalia - Raquel Sequeiro


El dragón gris y macilento entró por la ventana del loft de Sergei Adams, abrió la nevera y se acopló en el sillón de su abuelastra, al que le rompió dos patas, quedando este combado hacia la derecha.
Sergei abrió la ventana y los vio planear, y no sólo volando, la guerra estaba cerca.
¡Aparta de mi nevera, bicho inmundo! —Le pegó una patada al televisor. El dragón salió volando, cerrando la ventana al salir.
Tenemos un problema dijo Arisca, los dragones no se marcharán hasta que les devolvamos todo.
¡Todo! Sergei se frotó la frente. ¿Sabes qué es ‘todo’, loca atolondrada? Todo es dio la vuelta en derredor… este loft, incluso a ti tendría que entregarte.
Arisca se pasó la lengua por la cara para quitarse la mantequilla y corrigió la postura de un par de escamas adheridas a la piel de los hombros como costras. Se comió el último trozo de humanoide untado:
¿Qué piensas hacer? El cuerpo delgado y atlético de Arisca era normalmente imperfecto. En su espalda había un par de alas plegadas un tanto gelatinosas. Sergei trató de abrazarla y ella dejó el televisor encendido en el suelo, abrió la puerta y de un salto bajo los cinco mil escalones de la torre.
Preparada para la batalla, Sergei supo que Arisca no sobreviviría sin él, así que se pinchó con la misma ampolla con la que se habían alimentado los primeros científicos. El caos en el cielo era brutal, los atascos inconmensurables y las luchas fraticidas, corrientes. Traspasó dos paredes cibernéticas hasta llegar a casa de Denton Flosh.
Necesito que salves a Arisca.
Joder dijo Denton contrariado, mesándose el cabello ralo y puntiagudo, ¿no era tu perra? Aquí os lo hacéis con cualquiera.
No bromeo dijo Sergei, apoyado en la mesa con las dos manos y las alas vítreas abiertas—. Sabes que no podemos competir con cristal contra esas alas viscosas.
¿Y qué quieres que haga? dijo el chico, despreocupado, sentándose frente al ordenador.
¿Tienes la secuencia? preguntó Sergei por detrás.
Si asintió el chico.Si no la sacas de ahí, volará hecha pedazos.
¿Qué piensas hacer? Sergei escrutó la pantalla, intentando descifrar los dígitos.
Ahora verás.
En un instante todos los dragones se volvieron hacia el este de Arquitalia. Unos chorreaban sangre, otros tenían dos cabezas, a algunos les habían explotado las alas y se encontraban en caída libre hacia las rocas.
¿Y Arisca?

Acerca de la autora: Raquel Sequeiro

miércoles, 18 de septiembre de 2013

El extraño viaje a tierras de Moz - Raquel Sequeiro


Le dio un buen paseo a su mascota, una nutria que se había traído de Hawai en su último viaje en escolopendra voladora. Ató bien el equipaje, ajustó las riendas a su caballo y partieron raudos y veloces. Alguien pregunto quién era la nutria; Nadie, a su derecha, preguntó dónde estaba la escolopendra. El escritor se quedo callado y su mujer, la ilustradora más famosa de todos los tiempos, los untó con goma de borrar.
—¿Llevas el mapa, querida?
—Aquí está —dijo, sacándolo del bolsillo de su chaqueta—. Llegaremos pronto. No olvides la contraseña, yo también soy un dibujo. —El escritor sonrió, la enorme escolopendra se debatía en el saco sobre el techo del vehículo: no le gustaba que la ataran, sobre todo por sus siete alas vidriosas—. Nos quedan un par de horas de viaje y estaremos en la casa de Moz.
—Vale, esto me recuerda… — Pisaron un par de escalones amarillos al bajar.
—¿Pero esto no era Moz?
—Sí, el camino era tan sencillo que lo cambió por escalera, parece.
La mujer preguntó que pensaba pedirle al mago y mientras el escritor pronunciaba 'ciruela' y la escaleras aminoraban la marcha para que pudiesen subir; abrazó a su compañera, se rió y apenas tuvo tiempo, Nadie o Alguien, quienes habían reaparecido, de preguntarle nada a nadie o a alguien.
En unas horas, Sofía dejó de ser un dibujo y Héctor tenía un corazón nuevo.
—Avestruz. —Salieron de allí rápidamente, con las escaleras explotando en un sinfín de fragmentos.

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martes, 10 de septiembre de 2013

La momia - Raquel Sequeiro

Me llamo Molly, tengo quince años, en mi casa hay un fantasma. Subo las escaleras, abro la puerta asustada. Sentado frente a la chimenea encendida en el ático hay un señor de pelo cano. Tiene un libro en las manos que se llama Point. Acércate, dice bajito. Estoy aterrorizada y no hay nadie en casa. Abrí esa estúpida puerta y ya no puedo cerrarla. Tengo ciento cinco años. Mi piel es más añeja que el vino, comienza a caerse mi cabello. Siento, en lo más recóndito de mí, que llegó para matarme; él solito.
Mañana. Martes 23. Ni por asomo debo abrir esa puerta. ¿Dónde he dejado el maldito papelito que lo acredita? Gordon está frío, muerto sobre la repisa de la cocina. ¡Jodidos estúpidos giradores de tiempo! Mañana, mañana, repite el reloj, dando las doce campanadas. Vienen a quitarme un trozo de piel para hacer sus injertos. Deseo ser salvada, devuelta al lugar de la calma. Gordon mueve el rabo, me pisa un pie, yo trastabillo con la alfombra y mi sien se golpea con el borde de la mesilla. Está muy oscuro. El charco de sangre que encontrará la asistenta es considerable. Dos golpes en la cabeza con un bate de béisbol por unas cuantas joyas de mi abuela… ¿Cuántos años tengo, dije? Evitarlo es factible, si me doy la vuelta y huyo escaleras abajo, de mi misma, de todos, de todo, y llegó hasta el firmamento y todo se reduce a un poco de pan con chocolate y soplar una vela. “¿Quién te regaló ese juego?, pregunta Moebius.
—Lo encontré en una caja, en el ático, justo la misma noche en que Casanova me convirtió en momia. Sigo jugando, el cabrón no deja el juego hasta que la última pieza encaje.
—¿Qué pieza, princesa? —me pregunta el charlatán.
—Ni idea, creo que se trata del pomo de la puerta, al menos, cuando subí la otra noche no había forma de hacerlo girar, simplemente estaba abierta, y empujé y…

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sábado, 31 de agosto de 2013

Una moneda antigua - Raquel Sequeiro

Tenía tanto apuro que apretó las piernas, se desabrochó el cinturón de camino a los lavabos y se bajó los pantalones antes de cerrar la puerta. Las diarreas provocadas por el calor de El Cairo le estaban dejando exhausto. Decidió que esa sería la última, y, como si se tratase de magia, su cuerpo obedeció las órdenes y al día siguiente estaba trabajando en el yacimiento, sacando objetos valiosos de la tumba de un rey desconocido por completo. Nadie sabía, para su desgracia, dónde estaba el mayor tesoro que cualquier hombre puede poseer. Catherina miraba el cuerpo encallecido de la extraña momia con aspecto de exraterrestre y olor a címbalos y matarratas.
—¡Señor! Si hasta el ataúd tiene una forma extraña. No creo en cuentos chinos si no los veo.
—Déjate de absurdidades —le contestó Marta, la única experta en jeroglíficos— y deja que nos la llevamos y analicemos el contenido.
—El contenido y el continente. —Julius vomitó un poco de saliva, doblado sobre sí mismo.
—¿Estás bien? —preguntó la arqueóloga, amiga de la niñez.
—De maravilla. —Se puso tan derecho que ni las estatuas del patio de los dragones podían asustarlo. Tuvo la firme resolución de encontrar a toda costa lo que había ido a buscar, además de la momia.
—¿Y eso es? —Catherina intentaba arduamente leerle la mente; los ayudantes trabajaban fuera.
Marta no entendía nada. Sólo pensó, cuando lo vio adentrarse por los pasadizos, que el doctor estaba loco.
La historia se remonta a unos siglos atrás, cuando un grupo de sacerdotes encerró en una cámara del hipogeo una moneda.
—Te digo que nuestro rey viene de las estrellas.
—Pues yo te digo que no y para demostrarlo queda esa moneda aquí. Quien consiga abrir la puerta será un dios.
—Un dios con mayúsculas —dijo la momia—, pero yo aquí dejo mi cuerpo, nada más.


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martes, 6 de agosto de 2013

El falso testigo - Raquel Sequeiro



Lo mató antes, pero pensó que lo había matado después. Por lo visto el jurado no estaba de acuerdo.
—¿Dónde lo dejó? —preguntó el magistrado.
—¿Lo qué?
—El cuchillo.
—En la ducha.
—¿En la ducha de quién?
—Del asesinado, ¿de quién va a ser? —contestó el asesino—. Ustedes son de lo más raro, oigan. No lo digo por lo de ser verdes y fofos, que me da igual, lo digo por el destripamiento, el despanzurramiento y las vísceras.
Un abogado se sonó los mocos, alguien estornudó en el fondo de la sala.
—Esto es un mundo de ranas, asesino, aquí nosotros dictaminamos las leyes y su rana no me caía bien.
—Pero si era su rana —protestó el asesino viviseccionador—, ¿no pensarán dejarme en la calle, verdad?
—Oiga usted –dijo el juez con la voz ronca por la emoción—; en este lugar suceden cosas muy raras, ¿no ha visto que las ranas hablan? Yo mismo —obsérveme bien— soy una rana. —De un salto se acercó hasta el interpelado.
—Dimito. No son ustedes normales.
—Que suba al estrado el testigo, yo me voy a tomar un café. Alguacil.
Subió el alguacil e interrogó al testigo.
—¿Vio usted algo, señor Rana? ¿Pudo comprobar el ADN? ¿Se metió usted en su bañera?
—Nada de eso, yo estaba jugando al golf cuando este señor me cortó la tripa.
—Protesto —dijo el científico.
—No puede usted protestar —dijo el alguacil.
La rana croó.
—¡Esa es mi rana, maldita sea!

Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

jueves, 25 de julio de 2013

Heridas en las manos - Raquel Sequeiro


Había ocho sillas. 4 estaban pegadas a la pared, cinco atornilladas al piso y 8 flotando en el aire. Había ocho sillas, como en el juego de las sillas, siempre faltan sillas, de modo tal, me invento algunas, aunque, en realidad, el total del total de las 8 sillas sean ocho sillas. Las atornilladas no sirven y las flotantes tampoco. En total tenemos ocho sillas para jugar al asesino y ocho manos con guante para robarle al ladrón.
Ha quedado una y me veo amordazado como un cabrón. La sangre me chorrea de un corte en la mandíbula. Tengo rotos los huesos de las manos y un par de balazos en las rodillas. Lo veo pasearse por la habitación. El muy hijo de puta coge una de las sillas que flotan.
—Se acabó la fiesta —dice. Pero la fiesta se acabó hace rato, cuando terminó de cantar la soprano y quedó el último jugador sentado en la última silla. Observo el ir y venir del taladro. Me perforará un pie. Me está quitando el zapato. Me está gustando esto, piensa. El silencio. El miedo. El sudor que se escurre entre la sangre. El olor a mierda. Arranca una de las sillas atornilladas. ¿Dónde dejaron las sillas que sobraban?, pregunta una niña. Sé que en la otra habitación hay siete sillas. Sé cuantos eran los comensales y cuantos los comidos. No quiero que me agujeree el pie. ¡Mía!, grita. Oigo risas. La soprano rubia podría romper los vasos, los cristales. Le conozco. Desde hace tanto.. Me sirve un vaso con whisky, me seca la boca con una servilleta de paño blanco, con curiosidad, con efervescencia, diría que con deleite.
—Sí, señor, encontraron todos los trozos en el ático, cuidadosamente atados; sí, señor, yo lo vi, señor policía. Yo sabía que no era bueno, señor policía. Me quedé como un sarmiento podrido.
Mi mente mentía todo el tiempo. Escribí un rotulador y cogió otra silla, arrancó otro asiento, mordisqueó con los dientes un trozo de mi dedo. ¿El escalpelo? : ¡Lo lanzó contra la pared! ¡Yo lo vi, su señoría, yo lo vi!
Por el contrario, me encontraba todavía en aquella habitación luminosa y vacía. Tenía 28 años, apenas entendía nada sobre las alteraciones de la conciencia. Creí encontrar respuestas en los libros de psicología. Creí saber lo que era un psicópata, un sociópata, un desquiciado, un histérico, un neurótico y un narcisista. Enarbolé mi carta como un loco delante de sus narices. Había ganado el juego de las sillas, y 5 estaban flotando y 4 ancladas al suelo, tal y como había pronosticado. En mis días de universidad, cuando me encerraba durante días para estudiar y ver la televisión, mientras me tragaba todos aquellos programas sobre muertes estúpidas, sobre casos horrendos, canibalismo y cosas así, meditaba ampliamente en el sentido de la existencia del ser humano, me perdía en todas las ramas del conocimiento, cavilaba en extremo y no dejaba descansar la mente. Tanto es así que dormía de pie y vestido. (He de decir que esto último es mentira). Hacer levitar las sillas era uno de mis trucos predilectos, para lo otro no necesité más que un martillo y unos clavos. Por supuesto, las patas de las sillas terminaban en un hermoso disco -como el disco solar de Hathor o el escudo de la infernales valquirias-. Atrajo mi atención un movimiento. Me había dormido y frente a mí aparecieron las 8 sillas. Todas las 8 —contando la mía, eran 9—. Se me infectaron. Daba igual lo que dijeran, que mis manos se recuperarían, que me coserían el dedo que no se había comido. Alguien me dio un osito. Abracé el osito muy fuerte. Me puse nervioso, verdaderamente nervioso. Cuando suceden estas cosas no te imaginas en una silla ni en ninguna otra parte. Me hice amigo de un criminólogo en seguida. Puede que suene extraño, pero yo utilizo una katana, no los encierro, no me dedico a hablar con ellos. Sólo, recuerdo que, en esa habitación, las heridas en las manos, los agujeros en mis piernas y toda esa sangre; que tuvieron que transfundir de otra bolsa a mis venas; todos esos golpes: el cráneo hundido, el pómulo derecho casi destrozado, la mandíbula.

Sobre la autora: Raquel Sequeiro

miércoles, 24 de julio de 2013

La casa de mi padre - Raquel Sequeiro




Tengo poco tiempo para contar la historia de mi vida, como la casa se transformó en un nido de serpientes y quedé a merced de los recuerdos. En realidad la historia acaba bien. Mi padre tenía una casa.Siempre cerrada. Una casa que escondía un secreto que, por mucho que quiera contar, nadie puede creer. No había nada especial en aquella casa excepto una vieja mecedora. Cuentan que la mecedora se movía sola y que la casa estaba llena de fantasmas; lo cierto es que sigue cerrada y yo no tengo la llave aún. Queda poco tiempo para descubrir el secreto. Meto la mano en bolsillo de su pantalón mientras está dormido, bajo ladinamente las escaleras, casi escurriéndome como un vegetal mustio, abro la puerta trasera que da a la cocina y al garaje, me subo en la bicicleta… Hace años, la casa de Sir Mathew Rowins estaba infestada de no sé que seres infernales, llegó un deshollinador, un tipo que desincrusta los cadáveres de otras dimensiones. La ciudad de los García se infectó de lagartos, poco sé yo de la casa, la casa de mis vecinos. Sé que el niño murió hace diez años. Pese a todo, al abrir las ventanas, no puedo evitar que una oleada de repugnancia se apodere de mi cuerpo. Atracamos el banco en el 46; no somos asesinos, aunque la mayoría terminó siendo culpable de demasiados pecados. Los de arriba nos controlan bastante; y está ese niño, ese que se acerca en bicicleta. No creo que le guste que le corten las venas con el trozo de vaso de whisky, intentaré distraer a estos bichos y meterme en otro tinglado yo solo. No puedo materializarme. Abro la puerta, es demasiado fuerte el olor a rancio.Tengo poco tiempo, sin duda, y los de la ciudad esperan que lo deje limpio y puedan dejar la casa abierta. Aquel niño, en 1946, es una leyenda. Dicen que entró por la puerta principal y que lo cosieron a hachazos, con el hermoso juego de colección del bisabuelo: hachas austrohungaras de hierro fundido con unas preciosas empuñaduras. Me despierto. Enciendo la luz de la mesilla, el reloj analógico marca las diez. Es ilógico que no me dejen ver la casa y la mantengan cerrada y que mi padre y yo vivamos en un apartamento diminuto. Cosas que pasan, dicen. Esta noche me ha visitado un tipo raro y me ha dicho que no coja las llaves de papá por la mañana.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

miércoles, 17 de julio de 2013

Androide - Raquel Sequeiro


Al despertar imaginó una ciudad blanca e inteligente, infestada de esos a los que llamaban Waitrons. No podía olvidar la mirada de ese chico en la universidad, tan triste y extraña. Se metió bajo el agua de la ducha. Tenía tres días para descubrir el misterio o su hermano moriría. No era violento, un tajo en la cabeza y ya no resucitaría jamás. Los zombis nos acosan en las discotecas porque fuimos vampiros y los hombres lobo pululan de noche por la ciudad. Deja de sonar la música. Traspaso la puerta para ir a trabajar, bajo por la escalera, me detengo a mirar mi rostro en el espejo, teatralmente mágico. A través del espejo las cosas son diferentes; el mundo, simplemente, está cabeza abajo.
¿Cabeza abajo? ¿Así? Nacho se cuelga de la barra de ejercicio del gimnasio. Estoy sudando. El monitor me pasa una toalla.
Hey, amigo sonrío. Otro día me pones una tabla suave. Me gusta tanto el ejercicio como ir a la sauna. Nada. Al despertar imagino que soy un androide y comienzo a rebuscar cables, circuitos, corto un par de tendones, abro músculos, cerceno pedazos de piel.
¿Quién te dijo que eres un androide? Nadie me dijo que lo fuese.

Acerca de la autora:

jueves, 27 de junio de 2013

Sobre la superficie de la Tierra - Raquel Sequeiro


Teníamos treinta y cinco años, el doctor Abbot y yo, y nos reuníamos en un café (estudiantes, científicos y eruditos, en el ámbito de la conciencia y la formación del espíritu humano, dentro de unos cánones de convivencia y estructuras arquitectónicas aplicadas hábilmente para nuestra supervivencia con una cierta armonía y comodidad, debido a que las ciudades, y hombres y mujeres —sabíamos— nos encontrábamos al borde de una hecatombe de magnitudes considerables). El doctor Abbot era el único amigo de la infancia que conservaba. Era un tipo bastante absurdo en sus conclusiones, antropólogo por vocación y urbanista por obligación; también estaba Laura, que había hecho méritos para pertenecer al grupo, demostrando sobradamente que era una de las mejores psicofísicas de nuestra época. Sobre Mathew no tengo mucho que contar, era el benjamín de la confabulación y casi en cualquier caso debía limitarse a escuchar, dada su juventud y parciales conocimientos. Estudiaba en la Universidad de Michigan mecánica aplicada, era el primero en llegar y el último en marcharse. Benedict Parrot se dedicaba a las ciencias comunes. Clare Denison era experta en asimetrías y campos magnéticos; el doctor Blent trabajaba en mundos alternativos.
—¿Estamos de acuerdo, entonces? Ese edificio no puede ser situado en esa zona, las placas están frágiles y puede producirse un hundimiento –.Charles era geofísico.
Laura sonrió aviesamente, todos dirigimos la vista hacia Sir Abbot, Abbot y su mostacho asintieron moviéndose de arriba a abajo, con movimiento sincopado. El dueño de "El gato negro" dejó las bebidas sobre la superficie marmórea de la mesa.
—¿Quién lo presenta en la cumbre? En la decimoctava conferencia del doctor Flecher nadie quiso dar su brazo a torcer —dije.
Charles adujo que no era tan difícil hacerles comprender el objeto, el propósito y la enmienda de nuestras conjuras clandestinas (esto es un resumen mío, él es bastante menos pretencioso y grandilocuente).
—Por lo tanto, a mi entender, consideras que no presentemos nuestro terriblemente elaborado proyecto, sólo nos quejamos por el edificio en construcción. —Mathew me rió la gracia, Charles se puso blanco como el papel, se acomodó en otra postura en el asiento y no contestó.
—Propongo, sus señorías —dijo Laura Dinisen, refiriéndose al catedrático Madson y a mí— que presentemos nuestro ideario completo; el cisma que pueda producirse en la cúpula no es asunto nuestro, ya no. Sabes de sobra, Charles, que es insuficiente atentar contra la construcción de un edificio. Pregúntale a Denison cuánto queda de selva amazónica, o a ti —expresó claramente, girando en el asiento—; Ed, ¿cuántos milímetros de tierra edificable quedan? ¿Cuál es la proporción de CO2, metano e hidrocarburos...? —Éramos once; aquí se refirió a Marga Muton, que se revolvió los pelos cobrizos, resoplando, y contestó en un mal inglés que era el momento de hablar con los de la ‘suprema corte’. Acordamos por unanimidad dejar de estar en las sombras en lo referente a toda la información que poseíamos.
—¿Sigues teniendo buen contacto con Aredilel-1? —le pregunté a Dinisen.
—Inmejorable.
Nos levantamos. Broker y Ed Harrow, apenas habían intervenido en la discusión. Alguno de nosotros había pedido algo de comer, aún lo llevaba pegado a los bigotes como una rata: dos bolitas pequeñas de bizcocho. Atraje la atención de Charles y Mathew cuando se marchaban.
—Procurad que ese edificio no tenga ni planos. Presentaremos nuestro proyecto este 18, yo me encargo de lo trámites, pese a que estamos un poco escasos de tiempo. —Mathew sonrió, pues conocía mis métodos. Yo era un cirujano de los buenos, además del mejor conferencista y un adulador de los altos cargos implacable, odiado por mi carencia de escrúpulos para saltarme los pasos y acceder a cualquier programa o plataforma divulgativa, abierta o privada. Estábamos dispuestos a representarle al mundo una vía de escape. Lo primero que se eliminó del urbanismo consistió en los mastodontes de acero y amianto; si les relato aquí cuantos cambios se sucedieron en el siglo convulso en el que nos movíamos, sus ojos y oídos no podrían dar crédito a semejante semblanza. "El gato negro", con lo vivido allí, quedó en un recuerdo, nos hicimos viejos, dejamos de juntarnos tan asiduamente y, cuando lo hacíamos, una caterva de chiquillos jugaba en el jardín de Lawrence Denison. Nuestro ideario se completó: En la Cumbre Internacional de Bruselas de 1945, conseguimos mucho más que la supresión de edificios con poder para destrozar con su peso las frágiles placas tectónicas del planeta. Copiamos a la perfección sus discursivos giros aleatorios y obviamos sus refutaciones; apoyados por el Grupo Interestatal de Agrupaciones Extraterrestres, hundimos, en unas horas, a los cuatro ministros y al presidente. Alguien derrocó el gobierno. Laura escuchaba con atención las palabras de su hija de seis años: —¿Y Charles impidió que construyeran esas cosas, mami? —La pequeña Prest llevaba un precioso vestido, se le habían caído dos dientes y farfullaba al hablar. Laura le contó por enésima vez que su padre no construía ‘dinosaurios’, se marcharon a jugar al croquet-flauta.
En los jardines me topé con Broker. Hacía mucho que no lo veía, nuestra amistad se había roto por una diferencia de opiniones absurda, ambigua y desastrosa sobre si debíamos colocar el catéter en la vejiga de un paciente por incisión o a través de la uretra; cuando el paciente está muerto esas discusiones calvinistas no deberían producirse. Acodado en uno de los setos del laberinto de la campiña —solía internarme en él para pensar y alejarme de los ruidos y los juegos— allí me di de cara con Broker. No hablamos de lo sucedido, me comentó algo sobre su esposa Claire y los niños, estaban en Brasil, donde él volvería en escasamente tres horas, eché de menos la ingenuidad e ilusión que todavía poseíamos en nuestras primeras reuniones y en los años posteriores. Broker era octogenario, y, qué decir de mí… había engordado y encanecido, acomodándome a la vida un burgués retirado, con la compañía de mi sirvienta, mis investigaciones sobre cloruros, mi perro Bonn y un gato.

Acerca de la autora:
Raquel Sequeiro

domingo, 23 de junio de 2013

En aguas turbias - Raquel Sequeiro


Juan lo tenía bien pensado: “me iré de viaje”. Susana no podía saber que su hermano mayor trataba de poner distancia después del entierro de su abuelo. Eso fue hace tres semanas, ahora iban en el coche, conduciendo él tranquilamente con el rostro sereno.
Esto es lo previsto: la caja no se abre y punto dijo Pablo.
No me gusta pescar, parecía pensar el abuelo Melquíades sonriendo dentro, con los brazos a los lados y su corbata azul favorita. La caja terminó abierta. Estaba serio, pero a Susana no le pareció importante, su abuelo siempre había sido un hombre extravagante, áspero, con un cerebro privilegiado para los negocios, tanto que había construido un pequeño emporio en La Habana. Todo eso terminó con su muerte. Vendieron el casino y el hotel, se quedaron con el 25% de las acciones; al fin y al cabo eran sus nietos. Pablo no quiso saber nada del asunto.
¿Recuerdas que no le gustaba pescar? Susana dejo de mirar los árboles; el descapotable volaba, se agarró el pañuelo. Me iré de viaje, esto es lo previsto: […] no me gusta pescar. Juan se rió a carcajadas, parafraseando al viejo.
Sí, lo recuerdo. No puedo creer que fuera tan maniático con ciertas cosas y tan permisivo con otros asuntos. —No pudo evitar burlarse también.
¿Te refieres a...? preguntó Juan.
Expliqué en dos palabras que no le importaba llevar al cuartito a algún jugador avezado y pegarle una tunda, no él, por supuesto, los de seguridad. Juan se hizo el sorprendido.
Bueno, princesa Juan solía tratarme genial— lo cierto es que nos vamos a Oklahoma y tendrás la oportunidad de cumplir tu sueño de escribir.
No contesté, tenía un nudo en el estómago. Mi mano bajo la barbilla y la cara orientada hacia el Este de nuestro recorrido, fueron todas mis palabras en ese instante, aunque estaba alegre. Echábamos de menos al abuelo.
La hacienda es fantástica, Juan. No dudo que podré terminar la novela y enviársela a Pablo lo antes posible, si además puedo montar a caballo serán unos meses estupendos. ¿Pablo sabe que te casas con María?
No Juan le restó importancia, como si a Pablo no fuese a importarle el enlace con su ex novia María Antonieta.
Rodarán cabezas, te digo, ya sabes como es Pablo.

No tardamos mucho en llegar a la casa nueva. Juan había pensado irse solo, pero en cuanto se le pasó el disgusto y empezó a replantearse su nueva vida, incluyó en ella a Susana. Siempre se habían llevado bien, compartían algunas aficiones y los dos tenían ganas de estar de retiro una buena temporada. Alquiló la pequeña hacienda. Esos días Pablo le comunicó a Susana que habían aceptado la propuesta de su libro, le envió el contrato y a Susan le entró el pánico y le pareció que la historia hacía aguas por todas partes; todavía tenía que hablar con varias personas para recabar información y terminarlo con la mayor fidelidad posible, y con los lugareños (incluyó la brevedad: tres meses para escribir doscientas páginas y reorganizar la historia). No contaba con encontrar un cadáver entre la paja de una de las cuadras. Cuando pasó no dejó de pensar que no quería que Juan viese a María bajo la pezuña de un caballo, tenía la marca en la cara, casi destrozada. Había poca sangre. Pablo estaba en la parte de atrás de los establos. Desde hacia dos días estaba irreconocible. Juan y él habían discutido acaloradamente en él salón, María los había calmado y todos entendimos perfectamente el mosqueo de Pablo. Ahora, inclinada sobre el cadáver de María, no paraba de pensar en que no era un accidente; desconfié de Pablo, lo traje de la mano como una chiquilla y Pablo se quedó mirando a María. Se afianzó en mí la sensación de que no era un accidente, de que María era víctima de un asesino y que Pablo tenía que ver en algo, no sabía en qué. Mis pesquisas para la novela habían dado sus frutos y estaba terminada, sólo le faltaba un vestido adecuado. Las botas de montar de María estaban embarradas, Pablo comentó que no había barro por las cercanías.

Las Charcas están a varios kilómetros, el lugar que conocen por aquí como Valdechiquitos. Juan no estaba en casa.
No vamos a llamar a la policía me dijo Pablo. Cogió a María en un largo abrazo.

Puede que Juan se vengara por lo de la muerte de nuestro abuelo, porque se había enterado de que Pablo tenía que ver con los turbios tejemanejes con un señor de Córdoba. Me iré de viaje, eso me decía la cara de María con su abolladura cerca de la sien. Juan estaba fisgando cerca del agua embarrada, buscando el anillo de compromiso que María le había tirado a la cara. No me gusta pescar, esto es lo previsto, pero temo que no tiene nada que ver con mi familia, era hierro de marcar a los caballos. Juan sigue buscando en la charca.

Acerca de la autora:   Raquel Sequeiro

jueves, 13 de junio de 2013

El coleccionador y otros cuerpos - Raquel Sequeiro


Andrew Matherson Hend, un afamado doctor nacido en Bruselas en el año 1945, tropezó y cayó por la terriblemente larga escalera en espiral de su casa de Malibú, al despertar no recordaba nada que tuviera que ver con su vida anterior. Sabía poner inyecciones y preparar jarabes, obtener cualquier disolución que sirviese de remedio para curar las enfermedades comunes, y lavarse los dientes, montar en bicicleta y manejar un vehículo a tracción. Matherson era a todas luces un superdotado para los Uranianos, que, observando el cuerpo del médico muerto, lo habían envuelto en una nube de vapor y lo habían disgregado en moléculas irreconocibles para luego recomponerlo. H2 se fijó en la masa de pelo que tenía en la cabeza y en la zona que ellos llamaban plúmbea.
—Calipso —dijo JK—, atiende al enfermo y no delegues, estás vago.
Calipso protestó: “¿Vago yo?”, dijo —el jefe de laboratorio se hizo el desentendido, salió de la enorme sala y dejó que Calipso hiciese su trabajo, en lo que tardo tres lustros—. En el Gran Hospital End de Maniatan Village New otros trabajaban en un proyecto de similares características, en el planeta natal del doctor.
—¿Cuántos meses lleva dormido? —La enfermera rubia estaba justo al borde de la cama. Se llamaba Samantha.
—Lo despertarán pronto —contestó el clon masculino de la chica.
El coleccionador siempre traía una maleta, la dejaba sobre la mesa y la abría. Samantha vio trozos de pelo adheridos a cuero cabelludo sanguinolento, dedos, ojos, pestañas y labios.
—¿Has visto eso?
—Por eso lo hemos traído con nosotros, H2. —Tenían a otro accidentado nuevo sobre la mesa.
—No lamento haberme marchado. Hay muchos en las camas.
Mathew Anderson Hend apartó el telescopio.
—Sólo dejamos los cuerpos, H2.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

domingo, 9 de junio de 2013

Impulso - Sergio Gaut Vel Hartman & Raquel Sequeiro


Huyo sin saber por qué. Sólo sé que si me capturan seré devorado por los señores del castillo en el que el festín nunca termina. Y digo que no sé por qué trato de poner distancia con mis perseguidores, habida cuenta que nada existe fuera del festín que los señores del castillo celebran donde existe el universo. Debía huir y lo hice, no porque tenga una razón, o porque la fuga posea un sentido. Aunque supiera que me asiste un motivo para evitar la captura o que poniendo distancia con el posible castigo lograré alguna forma de alivio, el resultado sería apenas un poco más tétrico que la realidad que me aguarda si penetro en el territorio controlado por los señores del castillo vecino. El mundo entero es una sucesión de territorios dominado por los señores desde sus castillos almenados y cada uno de nosotros es la presa que cazarán para llevar a la mesa. Ni siquiera el irresistible impulso de la fuga sirve para explicar mi vergüenza, mi definitiva desazón y mi patética existencia. Persigo una quimera. No puedo salir de este laberinto y pienso, sin embargo, con la carne maltrecha por las caídas sobre este páramo rocoso, que hay una salida que desconozco y recuerdo, lo suficiente terrible para que mis piernas se nieguen a ir, y prosigo de este modo de reino en reino, esclavo sin cadenas de mis miedos, de mis fantasmas. ¿Quién me persigue? ¿Los arqueros, desde arriba, los soldados con sus perros...? Oigo sus aullidos. ¿Crees que importa, cuando han caído todos y los imagino en sus vitrales expuestos como trofeos, en sus tableros de mármol pedazo a pedazo, acuchillados y enclavados por los señores feudales de este nuevo cosmos, tan ingente y hambriento era el otro como lo es este y este como lo es aquel y así sucesivamente en una secuencia sin fin? Este mundo se ha convertido en un caótico precipicio, pero ¿no merecemos salvarnos? Intento huir pese a todos sus esfuerzos por cazarnos miserablemente entre esta desolación de llanuras secas. Me impresiona la fuerza de cada sonido, el palpitar del corazón, los alaridos en mi cabeza. ¿Estoy solo? ¿Sólo oigo mi voz en el silencio? No aguantaré corriendo mucho tiempo y se acercan. Repito como un loco que siempre hay una salida y en eso se ha convertido mi mente, en un conjunto de sintagmas, de matemáticos pensamientos, de axiomas absurdos y me dirijo sin descanso, de este modo, ya, al único escondite que puede salvarme. Los surcos en el terreno se hacen profundos. El territorio de los faunos no es menos horrendo al adentrarme apartando las raíces, escupiendo la tierra que se desprende intentando tragarme, pero ya no los entiendo. No sé, lo reconozco, si estos otros dioses, que los primeros llaman indígenas, serán benévolos y hallaré descanso para mi quebrantado cuerpo, mi alma desfallecida, alimento para mi espíritu y el estómago vacío desde hace días innumerables. Me desgasto en una carrera sin fin, huyo de mi mismo, me traiciono. ¿Cuándo el mundo comenzó a ser este desierto inhóspito y terrible? Deseo encontrar sosiego para mi mente y entonces despierto empapado en un sudor frío. Estoy en mi alcoba. La sirvienta atenúa las heridas con una pócima diluida en aceite. Es esperanza, es el canto de un pájaro, es el poniente. Anhelo no despertar de este sueño en el que me he dormido, con su mano a poyada en el vientre del que sobresalen las tripas. Siento un dolor inmenso. Nos hemos perdido. Hemos perdido el valor y las fuerzas y se repiten las traiciones y corro y huyo y presiento la oscuridad de este sinsentido abúlico y demencial, trotando a lo largo de este nido de voluptuosas y carnívoras serpientes. Me vaticino este mismo futuro en el pasado, porque, pese a que no puedo, no debo o no quiero cambiar las leyes de este sistema asesino, no dejo de correr y adentrarme en el fondo, hasta el fondo de la tierra misma, enajenado y vacío: este es el nuevo universo y sus amos no nos darán tregua.

Acerca de los autores:  
Raquel Sequeiro
Sergio Gaut vel Hartman

viernes, 7 de junio de 2013

Viajes interconectados - Raquel Sequeiro


El ladrón escuchó ruido detrás de la puerta. Mathiew estaba escondido al fondo del parque. El corredor estaba vacío. Ella nunca supo que no era su hijo. Voy a contarles tres historias, una no completa la otra. Nada sucede que no tenga que ver entre ellas, a mí me sucedió, cobren lo que puedan:
Jacinta se limitó a sonreír, curioseando entre las camisas de su marido. Otra marca de carmín, y otra, y otra, puede que fuera venganza, Matilde ya estaba harta de las infidelidades de su marido y lo daba por fenecido en ciertos aspecto pueriles. Lo curioso de este caso, estriba para mí, en que son los machos los que pueden procrear. Jacinto Raimundo tiene tres hijos, su vecina Jacinta que pasea al perro a menudo está enterada de todos los detalles del affair con Margarita, La dama de las Camelias. Terminará por morir de tuberculosis, en el final, si este planeta no fuera de seres tan inestables y extraños: Jacinto murió plácidamente en su cama a los 80 años. El corredor de la casa estaba vacío. Planeta dos: Curioseo a través de una ventana. No soy dios, podría serlo, mirando a través de mi claraboya, o un cíclope. Podría ser Superman o Catwoman. Género no tengo ninguno y no traten de buscarlo porque es infructuoso, el único género que detento es el de voyeur, y, como decía, galápagos hay muchos, el tipo del parque era una tremenda mierda cetrina en su comunidad, un apestado, un paria, consumía todo lo que quedaba en la basura. Tenía siete tentáculos, dejaba un rastro de baba entre las hojas y se escondía al fondo. Puede que se trate de un marsupial-caracol- cefalópodo. No hay muchos y se ha empeñado en contaminar ese astro en particular en el que viven en armonía y concordia. Se llama Mathiew. (He indagado). Con mi bote de remos plegable a cuestas, subí a una ciudad no menos increíble que las otras. Subí cien mil escalones para llegar a la cúspide del celestial monumento que la coronaba. El ladrón escuchó ruido al otro lado de la puerta. No sabe que puedo leer la mente. Ahora estoy acomodado en mi sillón.
En las postrimerías de mis años dorados, me dediqué a escribir mis memorias, ella nunca supo que lo había hecho, mi hija murió mucho antes, víctima de una leucemia. Yo estoy muerto desde 1942. Nada era fácil por aquel entonces, y menos para un niño pobre, que además tenía arena en los bolsillos y polvo en lugar de sesera. Terminé atracando un banco, uno de los grandes. Me atraparon en el quinto atraco, y eso que burlar las medidas de seguridad de por aquí es una labor de titanes. Escribo, y Violeta se empeña en mirar la claraboya, fija en el techo. Deduzco que a mí me sucedió lo mismo cuando esto empezó, que terminé, o empecé, embobado a mirar las luciérnagas de luz y luego los gusanos, y las doradas mariposas. Los mundos se abrieron y no dejé de viajar. He visto galaxias, planetas, satélites con nombres raros, mundos alternativos que viven en una única dimensión, agujeros de gusano que te llevan a lugares sorprendentes, historias de leyenda, personajes de cuento y villanos. A esta hora mi adorada hija se habrá despertado, abriendo sus ojos de azucena, tan pálidos como la nieve. Es una perra de ojos blancos de dudosa procedencia. Mi nave va a la deriva. Mi compañero parlotea.
-Oye, amigo, la nave se quedó encallada entre dos tormentas siderales. Es espectacular la cantidad de protones con esa carga que hay por la galaxia.
No le escuché o no me importó escucharle. Cereza duerme en su cuna, la futura hija que mirará la claraboya cuando yo no esté e imaginará verme escribir.
-¿Y, cuando murió el abuelo, le entregaron la medalla?
-Sí –contestó.
La medalla no es ajena a nuestra raza, no es habitual usarla ahora. Visten de blanco, livianos, etéreos… Espero que me cobren lo que puedan a mi paso por el puente, que no me las cobren todas a placer, porque, entiendo, los guardianes del templo tienen que hacer su trabajo -me cobran un trocito de alma pequeño-. Ahí está la pequeña niña que se llamará Cherry (Cereza), que vivirá en Nueva York y será diseñadora, de las célebres, algo así como Coco Chanel, pero sin mentiras, con muchos viajes que se le aparecen desde que miré a la claraboya. Es inconsecuente explicar que me escurrí hacia ese lugar entre el sueño y la nada, la realidad y la fantasía. Observa, lector, que no puedo contarte mi historia mejor de lo que la he contado. Yo y mi padre vimos lo mismo, fuimos abuelo y nieta, puede que fuéramos amantes (incestuoso y obsoleto). [Año 1343 de la dinastía egipcia XVIII. He dejado muchas épocas y pienso quedarme aquí, bañada en leche de burra, comiendo dátiles en el triclinio, con el cabello afeitado. Se mezclan tanto las épocas que…]
Violeta mira la claraboya, nadie sabrá nunca si es superior su imaginación o la mía.
-¿En un mundo de qué, hija? –Tiene el pelo alborotado y salta de la cama hasta el sillón.
-En otra vida fui un gato-. Con veinte años ya se permite decirme lo que quiere. Soy tan inusitadamente viejo que la dejo hacer. Reclinada la cabeza en mis rodillas, ella nunca supo que lloraba.
Y el tipo en la nave sigue parloteando. A mí me sucedió que recuperé a mi hija después de diez años de vagar por mundos y ciudades desconocidas. Cobren lo que puedan de ella, el resto de la historia es absolutamente ilusorio.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

viernes, 24 de mayo de 2013

2026 - Raquel Sequeiro


Dentro de la casa nadie pudo pegar ojo, la puerta se movía sola y los chirridos y arañazos eran sobrecogedores. Estaban asustados, el asesino quería atravesar la puerta y casi lo había conseguido. Caty Koper usó su magia; Aurora también la pudo usar, toda la magia que quiso. Acobardado como un niño, Bruno cogió el libro de hechizos, Aurelio se apropió del atizador, ya que los bichos eran muchos y las varitas escasas, soltó un par de conjuros que dejaron a los calamitosos esperpentos al otro lado de la madera.
—¿Y ahora qué? —Aurelio jadeaba por el esfuerzo.
Bruno contuvo la respiración. Caty estaba tranquila como una gata con tazón de leche, recostada en el sofá. Oyeron un par de resoplidos.
—Señor inspector —dijo educadamente Aurora, quitándose el sombrero.
El inspector de brujos, que había bajado por la chimenea, le advirtió con la cabeza, Aurelio soltó el atizador. La capa granate se movió por la estancia raspando el suelo junto con el inspector, que estaba dentro.
Los interrogó a todos, uno por uno, para saber quién o qué había invocado a los seres del inframundo.
El pequeño comenzó a lloriquear y soltó un ‘Yo lo hice’, el inspector agitó una mano, descomponiendo el aire en milenarias partículas de luz y eones, cesaron los ruidos y se apagó el fuego de la chimenea.
—Koper, tú vienes conmigo, no se toleran estos actos y debemos tener en cuenta que es tu pupilo. Estando bajo tu tutela lo mínimo es informar del estropicio.
Caty se levantó lánguida del sofá, se atusó el rabo y los bigotes, se enderezó un poco. Caty estaba en forma de gato absoluto. Stibondyl Crow maldijo tres veces y Caty se petrificó, simplemente.
—Escucha esto, Koper; y los demás —. La habitación quedó a oscuras.
Todos, exceptuando Bruno el Viejo, se pusieron nerviosos, buscaron a tientas las varitas en la habitación dentro de la casa.
—¿Qué son esos seres? —pregunto Bruno, y Bruno nunca recordaba dónde había dejado las cosas.
—Tus libros de magia, jovencito, están en el salón grande, junto con las advertencias, ¿no las leíste? Muy mal —corrigió el inspector de brujos—. Sígueme —. Le hizo una señal con el dedo; se quedaron justo en el pasillo y salieron al frío de la noche.
A sabiendas de que era un inspector de brujos, el estudiante intentó hacer acopio de lo que sabía y así La Guardiana dejó de tener la culpa, ni siquiera tuvo que seguirlos.
—Vamos a ver al Consejo Sideral, Bruno, y viajaremos muy rápido.
—¿Mucho? —preguntó con asombro.
—Mucho.
Bruno también la pudo usar por primera vez, la famosa cápsula transpondedora. Se deshicieron en cenizas dentro y viajaron. La cápsula no se movió ni un milímetro de su lugar en el jardín. Alguien había avisado a los profesores y nadie de la habitación 12 y la suite 13 quedó sin castigo.
Al otro lado de la galaxia, el Jefe Supremo del Consejo Sideral estaba acobardado como un niño, sosteniendo en sus manos una escolopendra extraña y grande. Los finos bigotes de época vibraban en su cara, sabía que Bruno era un caso especial.
—¿A cuántos mataste, Bruno?
El niño de diez años examinó detenidamente el espacio diáfano, la piedra blanca, la esfera pendular, la luz dorada y los libros que flotaban por doquier, y a uno de los bichos —que les habían caído encima junto con el conjuro en la Sala del Fuego de la escuela— sentado mansamente sobre el regazo del clon del inspector.
—Tengo algo que contar y no es baladí.
—Habla —dijo el viejo de la barba.
—Contuve a un asesino.
—¿Atrayendo demonios! —chilló la Bruja Principal del Consejo Superior Extraterrestre—. Los pelos se le pusieron de punta.
—Traigan a un médico —dijo el inspector.
El asesino arañó la puerta, chirriando como una bisagra, empujando con ferocidad la hoja de madera. Bruno cogió deprisa el libro de hechizos y no le dio tiempo a leer las instrucciones sobre lo que no debía hacer, y llevaba poco tiempo en la pequeña escuela, así que junto a los poderes de Caty Koper, Aurora Tremer (investigadora y bruja) y Aurelio Blint, su compañero de habitación, llegaron los seres de cientos de patas y picos venenosos. Los años pasaron y subió a buscar la varita para proteger a La Guardiana, Caty Koper. Dentro de la casa también la pudo usar acobardado como un niño, agazapado en un rincón, con el rostro ceniciento; usó la magia de nuevo, mil años después.
—¿Cómo era ese asesino? —pregunto Valquiria, la bruja de los mil ojos.
Bruno siempre recordó que El Consejo Sideral le había ordenado que exterminara al horrendo destripador en el 2026.

Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

miércoles, 10 de abril de 2013

Extraños circulares - Raquel Sequeiro


El único habitante del círculo mágico de las cinco cabras que dan leche sólo en octubre es el autor del relieve en el peñasco que hay cerca de la ciudad-pegamento de los enanos gruñones de Singapur. La trascendencia de este hecho es tan inmensa que los circulianos del círculo rojo de los cinco oros de Neptulia han decidido adoptarlo. La ciudad-pegamento lo mantiene en el mismo lugar sobre el adoquinado romboide y colorido desde hace tanto que el pobre individuo ya ha renunciado a todo.
—¿Cuándo se quedó encolado y por qué? —inquiere el entrevistador, empezando la entrevista con un gran micrófono con cable.
Los circulianos del círculo rojo de los cinco oros se limitan a despegarlo del suelo con una espátula.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

Los Egiptonautas. Viaje durante un período orbital - Raquel Sequeiro


—Estaba programado.
—¿Para qué?
—Para funcionar con etanol.
Se rascó la cabeza desnuda, dubitativo. No conocía a ninguno que funcionara con etanol. El marcador de flujo en la espalda del autómata estaba en 60. Observó el brillo metálico de los ojos y le colocó la cabeza hierática, absolutamente pletórico; por oposición, Nefertosi se reclinó con tranquilidad en una silla, al fondo de la enorme sala.
—¿Has visto esto? —preguntó Apofis.
—¿Qué es?
Apofis había encontrado algo entre los trastos viejos de la antigua oficina del monarca Amesovet.
—Habla de un aquelarre —explicó, inclinado sobre el libro.
Nefertosi se acercó. La peluca olía a incienso fresco.
—¿Brujas? ¿Qué es eso?
—No lo sé, querida Nefertosi, pero se juntan en claros de luna en un tradicional juego. Veneraban a Akerbeltz.
—Una completa tumba egipcia.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro

jueves, 4 de abril de 2013

Machine - Raquel Sequeiro


Un espléndido agujero en el manto cuántico de la atmósfera de la dimensión 122 de la Rueda Dentada del Cíclope. Artemisa escuchó la ulterior decisión y ésta actuó como astringente. La mente se le quedó seca, los brazos flácidos, las piernas enjutas y plúmbeas, la piel cayó a pedazos, el cabello se estremeció con el viento y se soltó de sus anclajes. La hermosa diosa contempló con tristeza la escalera. Se cerró la puerta. Imploró al numen que le devolviera la llave. ¿Qué más te da!, dijo él. Creíste que eras otra cosa que una máquina. No lo eres.
Una fracción de segundo. Un ritmo frenético inunda el corazón de la estructura metálica. Se activan unos cuantos circuitos, se desprenden las venas; se coagularon y se endurecieron los ojos; vidriados, cayeron como dos gotas de cristal y rodaron. La numeración estaba en su caja torácica. Artemisa intentó pararlo con las manos. Desesperada, aferró el corazón con la única mano que le quedaba. Un auténtico corazón humano.
-¿Ves bien la diferencia? Obsérvala bien. En el futuro deberás recontruírla.


Acerca de la autora:  Raquel Sequeiro