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martes, 3 de febrero de 2009

Temor - Roxana Heise


Sientes temor, no puedes evitarlo. Estás mal dormido y temes al temor que desata el nuevo día. Tu rostro por ejemplo, aquel que rehúsas contemplar en los espejos, tiene algo irregular justo sobre los párpados. Cierras los ojos, lo sientes, mientras tragas la saliva de todos los infiernos y tus pupilas ácidas aguijonean con fuerza tus cuencas oculares. Luego aquellos detalles de los cuales dependes: el gastado peluquín que te cubre la calvicie, el anticuado bastón que aguarda por tu cojera y esa extraña posición que adoptas al caminar. Estás cambiando, lo sabes, estás cambiando de golpe; y una risa llantosa comienza a invadir tu rostro. Es el destino; los sueños, huyendo despavoridos desde el claustro del pasado.
Inhalas profundamente intentando purificarte; tus costillas se hunden con más fuerza cada vez, mientras un bulto perverso trasciende tu diafragma hasta anudarte la epiglotis y transfigurar tu rostro. Nada de explicaciones, Dios no gusta de mimos, así rasgaras el cielo clamando misericordia. Este es sólo el inicio de todos los finales; la muerte de tu belleza, la transgresión de tu aura, el teorema oculto de tantas frustraciones.
Cuando venga tu madre o llegue la criada y contemplen tus ojos inyectados en sangre, tu rostro que no es tal y tu cuerpo malformado. ¿Qué harás? ¿Podrás explicarlo? No eres vampiro, ni hombre lobo, ni siquiera el Chupacabras. Eres el extraño invento de un ser mucho más extraño; de esos que buscan luz en medio de las tinieblas.
Sientes temor, no lo niegas. No es maldición, ni delirio. Se trata de alguien que juega a exorcizar demonios y te tiene así, en ascuas, aguardando la piedad de algún lector compasivo que se digne rescatarte... 

sábado, 11 de octubre de 2008

Por mera casualidad - Roxana Heise


Eso de la predestinación no va contigo, no señor. Sabes que naciste por mera casualidad, porque alguien dio en el blanco equivocado un día de acción de gracias que prefieres olvidar. Hoy muerdes el polvo de tu propio genoma. Pensar te resulta un fastidio. Desearías ser no deliberante, interdicto quizá, o un activista de la nada en medio del desierto de este siglo oyendo el megáfono del sinsentido, gritando a las cuatro paredes de tu alma que Dios es la parodia central del aturdimiento humano.
Ríes, sólo para no perder la costumbre del buen humor. Tienes los dientes gastados de sujetar las penas que cogiste en el camino y el cerebro mojado con el producto de tu transpiración síquica. Pudiste haber nacido en otro mundo,  en Siberia por ejemplo, para congelar tu alma del espanto y caminar sin rumbo por parajes solitarios, o en la India quizá pletórico de hambre, pregonando el sermón del desierto e inventando oraciones para la incredulidad. En último caso pudiste ser soldado en Irak para olfatear la pollera fétida de la muerte y luego escapar despavorido escupiendo adrenalina por las calles. Pero nada, eres sólo el doctor de corazones en la radio más variopinta del dial. El flaco pelirrojo de voz indefinida, a punto de colapsar con el hipo que le viene cuando quiere llorar con las historias relatadas por sus fieles auditores. Y no se trata de empatía en términos estrictos: es la vida que grita encapsulada en cada célula, la ligereza de ser, de dejarte hacer cada día sin poder reconvertirte, la historia reciclada de amor y desamor, la noche encuadrada por tu propia ventana, la luna que te observa espectro vacilante, payaso fatal, mujer que te abandonó en tierra de nadie para que olieras su ausencia por los siglos de los siglos, ¡Oh Getsemaní..., si al menos tuvieras fe!

miércoles, 8 de octubre de 2008

Conquista - Roxana Heise


El parque los rodeaba en un marco de silencio, extendía sus siluetas junto a los rayos estivales diseñados por los árboles, mudos de circunstancias.
—Dilo otra vez —dijo ella ruborizada.
—¿Qué cosa? ¿Lo del amor?
—Sí, lo del amor.
—Yo jamás dejé de amarte.
—Repítelo otra vez.
—Que siempre te amé.
—Una vez más.
—¡Siempre te amé! —gritó él vigorosamente, mientras ella sonreía complacida ante la voz viril que la importunaba, dejándola apenas pronunciar: yo también te amo.

Mi niña bonita musitó él, con un dejo de temblor. Tanto tiempo ha sido nada. Ahora es lo que importa. Cogió su mano pecosa y acarició sus brazos hasta alcanzarle el hombro. Esto es vivir, le dijo y sonrió. Ella no sabía si reír o llorar, cuando él tocó sus cabellos tímidamente hasta recorrer una a una, las canas derramadas entre los dedos ajados.

La humedad de sus pieles se evaporaba en el ciclo transcurrido, como si todo fuera un bastón que se dejó caer sobre el césped, cuando las miradas se proyectaron bajo los párpados caídos y se toparon con las arrugas que surcaban los rostros, como flechas de apaches en la conquista del tiempo, negándose a morir, entre un ir y venir de caricias torpes, oídos sordos y palabras bullantes, como promesas añejas a punto de concretarse.

lunes, 6 de octubre de 2008

El Nene - Roxana Heise


El Nene no cesa de reír en la esquina de siempre, mientras golpea las horas al ritmo de las monedas que infatigables, claman misericordia desde el fondo de un tarro. Y pese a que la gente lo mira con resquemor, siempre logra su objetivo; cuando se inclina en todo su porte hacia adelante flectando aún más sus rodillas semianquilosadas, destacando su apariencia retorcida, la mirada al garete, la sonrisa babosa desviada hacia el hombro derecho que parece succionarle parte del mentón, dejando al descubierto el impétigo gigante de su oreja izquierda. Pero a él nada parece importarle, salvo aquella esquina que lo acoge en su vientre de asfalto, como a un hijo convulso jugándose la vida, esperando que llegue la tarde junto con El Pulento y su clásica pregunta: ¿Cómo estamos Nene?, aún sabiendo que la respuesta es siempre la misma, pues El Nene se las gana a todos; ni Gotzila ni El Pirata, ni siquiera El Cortaíto recaudan tanto dinero y nadie hace la entrega como él; con la alegría torrencial de sus carcajadas que parecen amplificarse a lo largo de la calle, para sólo extinguirse, ante el “Buen chico” que pronuncia El Pulento, mientras le acaricia el cabello seboso para luego preguntarle: ¿Qué más tenemos amigo? Amigo, responde El Nene, mientras le entrega las monedas rezagadas en los bolsillos. Amigo, amigo, repite finalmente con las manos vacías.

miércoles, 1 de octubre de 2008

La última de ron - Roxana Heise


Ese rostro lóbrego y frío no me pertenece; es sólo una imagen robada a tu delirio, un fantasma extraído de algún libro de Allan Poe o un cielo kafkiano que anidó en tu retina.
Me pones una copa, la última de ron, y dejo los manuscritos retozando en la mesa. Te marchas a la cocina o la alcoba, yo qué sé. Desde hace mucho tiempo precisas tu retiro y pareces extraviada en tu monólogo interior: que los años, la vida, esa perra indolente, las deudas, los hijos que llegan y se van. Luego apareces y lloras, eludes mi consuelo y evocas a tu madre, que tanto te lo advirtió.
Ya no duele tu hermosa espalda esfumándose en el pasillo, otorgándole sentido a mi mansa soledad. Ahora bebo en secreto, degusto la última gota rezagada en el vaso que perfuma mi mano, mi mano de escritor.
¡Tanto morder el polvo y volverlo candilejas!, gritas a distancia por enésima vez. Tanto amasar los sueños sólo para no morir, agrego pacientemente, sin esperar algo más. No hay dinero, ni editores que valoren el talento. Nada queda en la copa, pero sí algo dentro de mí: es una sonrisa extraña, invisible exteriormente, encubierta por ese rostro lóbrego y frío percibido por tu alma, yerma de ensoñación.

sábado, 27 de septiembre de 2008

Destino - Roxana Heise


Vienes como siempre, a las diez y quince, con aquella tenida de payaso dominguero y un saxo bajo el brazo por si cae algo. Reímos por las calles como dos perros vagos y la luz de los faroles comienza a iluminarnos. Dices que sí, que esta noche será la vencida, que hay amigos influyentes por ahí, apostando por ti y yo me río: te digo que es por un chiste que recordé, y me guiñas el ojo alegremente, como diciendo: vale, esta será la vencida. Pero aunque niegas reconocerlo, sabes que tu destino es tocar en los burdeles, oliendo a sexo barato y cigarrillo trasnochado; viéndome sólo a mí, cuando el frío de todos los inviernos te desgarre la garganta de tanto darle y darle, de esperanza en esperanza. Me preguntas qué me pasa, no entiendes que estoy divagando. Dices que aún vale la vida, porque estoy a tu lado, y me das justo en el pecho de loca desvergonzada. Aseguras que algún día el mundo verá tu talento, y te aplaudo en la avenida haciéndote una reverencia. La calle nos pertenece, mi bufón de pacotilla: mira como todos vienen a escucharte, y te dejan monedas que recojo en mi sombrero, y te aplauden cuando gritas: ¡esta será mi noche!, yo quisiera llorar, pero prefiero lanzarme alrededor de tu cuello y besarte con locura, como en un fin de mundo. La gente nos aclama, en un enorme alboroto. Los vecinos se aproximan, si hasta la policía aparece de improviso. 
Cuando lleguemos al bar y aparezcan los amigos... los amigos aquellos...
Agacho la cabeza mientras entramos al carro policial. Le pido al matón aquel que nos deje en libertad y te devuelva el saxo, pero dice que no, por ofensas a la moral... Ofensas a la moral... ofensas a la moral... quién mejor que nosotros puede saber de eso, respondo en voz bajita, sólo por no atormentarte, pues sigues reza que reza: cuando lleguemos al bar y aparezcan los amigos... los amigos aquellos... entonces será mi noche. ¡Basta Rubén! —te suplico—. ¡Basta de darle a los sueños! —Sólo me respondes: —Juan... —y quedas como volando...

jueves, 18 de septiembre de 2008

Sueños beodos - Roxana Heise


Finalmente llegó; exhalando perfumes de fémina engreída desterrada del paraíso. Sus formas sinuosas, su cuerpo, toda ella, parecían esparcirse entre las paredes de la habitación, elevándolo hasta la cima de su espíritu hereje, para luego dejarlo caer, junto al fetiche oscuro de todos sus deseos. Habían pasado siglos desde el último encuentro, ameritaba un brindis; sólo aquel salud podía enmendar su tristeza. La miró fijamente a los ojos, luego se acercó; ella se sintió derretir ante la danza rimbombante de sus sentidos, ante el calor de esas manos y el balanceo de sus huellas dactilares que sin dejar de tocarla, la volvieron suspiro exhalado por la noche.
Ella era más que el asombro, más que una boca trémula esperando por él; era la absolución de sus juergas paganas, una prueba irresoluta de eternidad, la concreción de sus sueños beodos y también el salvavidas de una existencia náufraga. Rendido a su abrazo, recordó que el vino envejeció de esperarla y algunas copas se quebraron al contacto del invierno, cuando nada parecía tener sentido, salvo caminar su soltería bajo la lluvia, ultrajando los gastados zapatos de empleado público, entre las callejuelas de algún barrio rojo, con la remota esperanza de encontrarla. Durante las noches concurría a un bodegón, para ahogar su fatídico destino en una caña de vino de última cosecha. Porque no era fácil soportar la humillación, de haberse convertido lentamente en un maldito chacal de la burocracia. Afortunadamente aquel caos terminó: el esfuerzo de años se vio compensado por su bello departamento de estilo minimalista, y aquel bar de bambú que ella tanto admiraba y que confería cierto estilo a su cuello de gacela.
La miró pacientemente, intentando redescubrir cada una de sus formas, o capturarla tal vez en el fondo de su retina y dejarla para siempre prisionera de sus caprichos. Es que aún persistía el delirio de poseerla. Era tan bella, luminosa y burbujeante, pese a la frialdad que ardía en sus entrañas. Palpó agitadamente su suave contorno y descendió por sus flancos hasta sentir vértigo. Le resultaba inevitable admirar su imagen viril desde el fondo de su transparencia. Atrás quedó para siempre el dolor del olvido, la sed de esperarla. Ahora sólo bastaba un llamado telefónico al almacén de siempre, para que llegara en manos de algún dependiente. Había logrado el sueño de su vida: recibir en casa a la mejor cerveza.

martes, 16 de septiembre de 2008

El lunar - Roxana Heise


Este extraño lunar que crece y crece, piensa él cada mañana frente al espejo. No es que sea grande grande, sin embargo, a él le parece que está cada vez más puntiagudo, que adquirió de pronto el carácter de una montaña, después de haber sido sólo un punto muerto en medio de la cara. Y no es que le preocupen las marcas en el rostro y esas tonterías, es sólo que él está consciente de la azarosa lucha por el sustento diario y de sus graves problemas económicos; protestos piensa, mientras se rasca el lunar y le mueve sutilmente la cúspide. Vendrán los acreedores y lo coge de la base, incrustando levemente la uña de su índice derecho. Aquello del jefe fue una chambonada, mire que considerarlo incompetente, bueno, son cosas que pasan. Apoya su rostro sobre el espejo, el lunar no lo percibe y parece no existir, la humedad de su respiración empaña sus facciones, lo vuelve dúctil y etéreo como la nada. Piensa que esta vez todo acabó, que hoy recibirá el sobre azul, quizás sí, quizás no. Su esposa ignora la situación, sus hijos juegan a ser grandes en la habitación contigua mientras él se aleja del vidrio, su rostro está sudoroso, el lunar sigue allí, más grande aún, en verdad piensa, esta vez ha crecido demasiado, su tamaño se ha vuelto cósmico, será mejor que lo extirpe.