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sábado, 22 de septiembre de 2012

Claro de Tierra - Esteban Bellotto


“Tal tempestad es lo que llamamos progreso”

Work abrió la pesada puerta de hierro y comenzó a correr. Cualquiera que haya visto a un hombre correr en su vida, se daría cuenta muy fácilmente de que Work nunca se había movido tanto. Iba rebotando contra las paredes, entre apoyando su cuerpo agotado, escaso de fuerzas, y tomando impulso para seguir adelante. Sabía que lo estaban siguiendo; pero, si lo agarraban o no, ya no tenía importancia. Él estaba condenado, desde el día en que llegó a ese lugar lo supo.
Mientras seguía corriendo y se golpeaba con los muros, lisos y pálidos, recordó el día en el que lo llevaron allí. Los blancos y suaves brazos que lo cuidaron y lo alimentaron, el único contacto que tuvo con algo que no fuera él mismo durante sus primeros años, un día desaparecieron: cerró sus ojos y despertó allí, con los otros. Los otros que como él, parecían haber salido del mismo lugar, tan absortos, tan sorprendidos, tan desubicados. Work nunca dijo nada, no debía, no podía. Ellos sí hablaban, y su nombre era lo único que decían.
Al principio, cuando era chico, cuando estaba solo, ellos lo nombraban todo el tiempo; pero cuando pasó con el resto, con los otros, se dio cuenta de que algo no era como el creía: o todos se llamaban de la misma manera o había algo que realmente no comprendía; le era obvio que no eran todos iguales, no porque él supiera como era él mismo, sino porque los veía distintos a los otros, un otro distinto al otro, así que talvez, pensó, su nombre no era su nombre, quizá fuera algo más que eso. Él sentía que los otros pensaban igual, pero nunca lo dijeron, ni él lo hizo. Los otros no hablaban, era algo que tenían en común con Work, ni él ni los otros hablaban. Cada vez que quería articular algún sonido parecido al que hacían ellos, lo único que sentía en su garganta, lo único que salía de su boca era un tenue y vergonzoso murmullo. Y enseguida la reprimenda de ellos, por no estar haciendo lo que debía.
Entre el polvo, el barro y la oscuridad en la que vivían sumergidos casi todo el tiempo, él no veía grandes diferencias entre los otros. Sin embargo, ellos si eran distintos, a simple vista eran diferentes entre ellos, siempre hablaban, siempre estaban rodeados de luz. Siempre hablaban.
Work escuchó voces detrás de él, ellos estaban siguiéndolo y se le acercaban; apuró su paso, cada vez se le hacía más difícil moverse. Veía, ahora, claramente lo que era. Encontró en su camino a otro, parecido a los otros con los que había estado antes. No se asustó, aun cuando el otro se acercaba de la misma manera en que él se le acercaba, tan rápido, tan lento. Llegó a solo unos pasos del otro, lo vio bajo la blanca luz que lastimaba sus ojos, que los quemaba, que quemaba su piel. Alzó su brazo, abrió su mano y estiró sus dedos y comprendió que ese otro, no era otro más que él mismo. Tocó con la punta de sus dedos la fría pared en la que él estaba y se miro la mano, el brazo, se vio por primera vez el rostro y no comprendió lo que veía.
Work escuchó los pasos detrás de él, cada vez más cerca, los sentía ya sobre él, tocándole la espalda, golpeándolo como lo hacían casi todo el tiempo, mientras le hablaban y lo nombraban. Corrió, siguió camino por el pasillo y no se cruzó más a sí mismo, la incomprensión de lo que era, de lo que había visto, le hacía sentir que no quería volver a verse, ni él ni a los otros, nunca más.
Llegó a otra puerta y la abrió, entró al pequeño cuarto y la cerró rápidamente. Cerró sus ojos y apoyó su espalda sobre la puerta, fría, como las demás puertas, como los muros, como todo lo que lo rodeaba.
Abrió sus ojos y vio algo que nunca había visto, estos últimos minutos de su vida habían sido tan perturbadoramente sorprendentes, había vivido en estos minutos lo que sentía, no había vivido en toda su vida. Vio la nada y la luz, mezcladas en un mismo horizonte. Vio el frío gris, del que sentía, había salido, pero ahora de otra forma, distante, fuera de su alcance. Y la vio.
El blanco que ya conocía, pero el verde, el azul y tantos otros colores que nunca había visto en su vida, tan hermosa, tan enorme, tan frágil, allí colgada de la nada, frente a él, frente a todo. Bajó la mirada y el gris le causó repulsión, sintió el asco en su estómago, en su boca, en todo su ser, no lo podía ver.
Subió la mirada y la volvió a ver, tan hermosa, tan preciosamente magnífica.
Los escuchó a ellos, abriendo la puerta detrás de él, pero seguía viéndola, su mirada, su mente, su ser estaban enfocados en ella, solo en ella, no podía concebir otra cosa que acercarse a ella, tocarla. Mientras que los sentía detrás de él, mientras la veía frente a todo lo que había, abrió la puerta.
El silencio y la nada invadieron la pequeña habitación y ellos se callaron, finalmente se callaron. Sintió que todo lo que había sucedido antes ya no estaba, que solo ella estaba. Esa cosa, colgada de la nada, tan luminosa, fue lo último que vio, lo último que sintió.

Acerca del autor:
Esteban Bellotto

sábado, 8 de mayo de 2010

La carnicería del doctor Marconi - Esteban Bellotto


El consultorio del doctor Marconi estaba lleno de gente. Cada una de estas personas, en la suya. Nadie se miraba, nadie le prestaba atención al que estaba al lado, nadie nada. La secretaria, preciosa antes que nada, también estaba en la suya, hablando por teléfono con su querida amiga Iris, vidente profesional que te dice tu futuro por una módica cantidad de yuanes.
De pronto, el doctor Marconi, con su bata cubierta de sangre, salió del cuarto y le dijo unas palabras a la hermosa secretaria, que en cuanto vio la puerta abriéndose colgó el teléfono en un movimiento más rápido que la luz. Luego el doctor volvió a su oficina, y otro hombre, sentado en una silla de ruedas, salió de la oficina.
—Señor Valentini, Manuel Valentini, es su turno, pase por la oficina número uno —dijo la secretaria y volvió a levantar el tubo del teléfono.
—Muchas gracias —dijo el Señor Valentini y pasó.
La oficina estaba más que limpia, era como si estuviera recién hecha. Las paredes, el suelo, la ventana, todo estaba resplandeciente.
—Buenas, señor… —El doctor tomó su lista de pacientes para ver a quien le estaba hablando y luego siguió —Valentín. ¿Qué tal, como anda todo?
—Todo bien, doctor —respondió algo nervioso Valentini.
—¿Qué anda necesitando, en qué puedo ayudarlo? —preguntó el doctor.
Valentini se quedó por unos segundos en completo silencio y con la mirada perdida en la oficina del doctor. Luego respondió: —Mire doctor, estoy medio mal de los riñones. El otro día me hicieron un examen y resulta que tengo cáncer en uno de mis riñones.
—Qué lástima —dijo el doctor interrumpiendo a su cliente, perdón, a su paciente—. Mire, ya sé a dónde va esta conversación. Se la voy a hacer fácil, la operación sale doscientos mil, todo en yuanes, no aceptamos ni dólares, ni euros, ni siquiera reales o pesos, yuanes o nada. La operación se puede hacer ahora mismo, si usted quiere y tiene la plata. El período de recuperación es de dos semanas. Después de esta operación no va a tener ningún problema. —Eso no era seguro, pero bueno, eso al doctor no le importaba, su abogado era muy bueno—. ¿Qué quiere hacer?
—Bueno, doctor —respondió Valentín—. Le puedo hacer una transferencia a su cuenta ahora mismo, si usted lo prefiere así, o si no, puedo ir al banco y retirar el efectivo, como usted prefiera.
—La transferencia me parece bien —respondió el doctor con una sonrisa de oreja a oreja—. Hágala y después viene conmigo al cuarto de atrás.
Valentini sacó su computadora personal, entró a su cuenta bancaria y transfirió la plata a la cuenta del doctor—. Listo doctor, vamos.
Después de que el doctor hubiera corroborado la transferencia, hizo que el paciente se sacara la ropa y se pusiera una bata y lo siguiera. De pronto, en el otro cuarto, comenzó a sentirse el frío proveniente de la cámara, el pasillo fue abriéndose y salieron a un quirófano bastante iluminado con una puerta que daba directamente al frigorífico. Se veían, a través de las ventanas, a varias personas moviendo camillas, con cuerpos encima, a otras llenando papeles y a otras charlando.
Valentini estaba algo nervioso ahora, pero era demasiado tarde, el dinero ya era del doctor y él podía ser salvado de su cáncer. Esto al doctor realmente no le importaba un comino, total, si Valentini moría, iba a la cámara frigorífica y tal vez algún día pudiera poner alguno de sus órganos en buen estado en algún otro cliente.
Y por cierto que el frigorífico del doctor Marconi es bastante, bastante grande.