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sábado, 16 de agosto de 2014

Hacia delante - Rafael Blanco Vázquez


Cuando dejó de fumar le dio por beber, aunque también se puso a hacer ejercicio, si bien es verdad que comía cada vez más.
Había dejado atrás su juventud, pero ahora follaba mejor, claro que también se enojaba más, y eso que por fin se estaba quedando solo.
Se acordaba con nostalgia de la época en que se rapaba la cabeza, de las chicas que le pasaban la mano por el cráneo ahora que chicas más grandes le acariciaban el pelo.
Ni siquiera comprar champú era anodino.
Vivió en varios países, siempre presa del mismo balanceo entre el descubrimiento y la melancolía, entre la exploración y el rechazo.
Antes iba más al cine, ahora leía más libros.
Antes leía de todo, ahora sólo novela negra.
Ahora las películas las veía en casa, y eran todas de terror.
Y por las noches, mientras tomaba whisky y rememoraba los tiempos en que leía otros libros y veía otras películas y tenía otras edades y transitaba otras calles y fumaba y follaba peor y apenas se enojaba, indefectiblemente se hacía la misma pregunta: ¿qué va a ser de mí?

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

martes, 12 de agosto de 2014

El hámster - Rafael Blanco Vázquez



- Yo nunca pensé que la vida sería esto.
- Pues yo siempre pensé que sería esto.
- ¿Y a quién se le ocurre pensar que la vida será esto o lo otro en vez de esperar que la vida sea lo que sea?
- Pero la vida es lo que es según nuestro pensamiento.
- Pero ese pensamiento lo va modelando la vida.
- Pero pensar y vivir van de la mano.
- Pero se estorban.
- Pero el estorbo hace avanzar, ¿qué sería de la vida sin obstáculos?
- Yo conozco a un tipo que vivió sin estorbos y avanzó igual, de la cuna a la tumba.
- Pero la vida no es ir de la cuna a la tumba. Yo conozco a un tipo que nació en la calle y murió en un coche.
- Tú eres tonto, chaval.
- Eso es lo que tú piensas.
- No, eso es la vida misma.
- ¿Una vida sin pensamiento? Yo a veces tengo pensamientos sin vida.
- Los pensamientos son como la vida, no siempre es fácil distinguir a los vivos de los muertos.
- Eso es puro pensamiento. ¿Por qué no vives un poco?
- Déjame pensarlo.
- Pero mientras piensas vives.
- Estamos encerrados en una columna de aire. Salgamos de aquí.
- Socorro, auxilio, ¿quién nos ha robado el mes de abril?
- Qué lindo pensamiento esconde esa pregunta. Mi vida cobra todo su sentido.
- La vida no tiene sentido, pero nuestros pensamientos le otorgan uno.
- Pero la vida les va quitando sentido a los pensamientos.
- Pues vale, pero yo quiero ser pensado en vida.
- Todos somos el pensamiento de alguien que sin pensarnos no vive.
- Mi madre me llama mi vida. ¿Podría llamarme mi pensamiento?
- Podría, si no fuera porque es tonta, como tú.
- Así es la vida. ¿Pero quién nos convierte en tontos, nuestra vida, nuestros pensamientos o los pensamientos de los demás acerca de nuestra vida y nuestros pensamientos?
- Me cago en mi vida sólo de pensarlo.
- La verdad es que esto no es vida.
- ¿Te imaginas que antes de vivir pudiéramos pensárnoslo dos veces?
- Nos pasaríamos la vida a las puertas de la vida.
- Y como no sabríamos lo que es la vida diríamos que sí por curiosidad y estaríamos en las mismas.
- Di vida y vencerás, decía Julio César.
- ¿Ves como eres tonto?
- Puede ser, pero la vida es movimiento.
- No, la vida es pensamiento.
- Pero el pensamiento se mueve.
- Dando vueltas sobre sí mismo.
- Pero eso no le impide tener ritmo.
- ¿Te gusta el ritmo?
- Me gusta el ritmo.
- Pero el ritmo y el blues van de la mano.
- Pues entonces cantemos un blues.
- Un, dos, tres.

Ven acá nena
Y échame los brazos al cuello
Déjame sin resuello
Y dime que te da pena
Mi indiferencia

Ven acá hermosa
Y bésame sin parar
Abre mi cuerpo de par en par
Y dime que te da cosa
Tu impertinencia

Yo quisiera entregarme a ti
Yo quisiera vivir sin mí
Pero no puedo
Eso sí tú ven y bésame
Y dime que tienes fe
En tu remedio

Ven acá linda
Y bebe un whisky conmigo
No escuches lo que te digo
Sólo espera hasta que me rinda
Santa paciencia.


Acerca del autor:   Rafael Blanco Vázquez

jueves, 17 de julio de 2014

Historia de los O - Rafael Blanco Vázquez





Aquella noche, Lito O. volvía a su casa dispuesto a contárselo todo a su mujer, Gimena. Llevaba un tiempo acostándose con Vera, la mujer de su hermano Agustín. Agustín O. era un hombre al que no le importaba nada, salvo pescar con un par de amigos solterones. Se pasaba la vida en la costa, pescando y comiendo paella. Lito iba rumiando en su cabeza las palabras que utilizaría para suavizar la situación. Cuando entró en la casa, se fue directamente al dormitorio y se encontró con su mujer cabalgando encima de su otro hermano, Jotapé.
¿Qué haces, puta asquerosa?
Gran noticia, Lito: tu hermano Jotapé ya no es maricón.
Pues ya me quedo yo más tranquilo, no te jode.
Lito se fue al salón y se sirvió un whisky cuádruple. Al poco llegaron Gimena y Jotapé dándose besos.
No te pongas así, Lito— relativizó Jotapé. Además, ¿no te basta con follarte a Vera?
¿Perdón? —Se sorprendió Lito.
¿Que te pensabas que no lo sabíamos? rió Gimena. Ya sabes cómo es Vera, que lo cuenta todo.
Todo no  gruñó Lito. A mí no me había contado que os lo había contado a vosotros.
Lo importante en todo esto es que, como dice Gime, ya no soy maricón.
Lito se bebió el whisky de un trago.
Joder, hermano insistió Jotapé. Si me follo a tus amigos no estás contento, si me follo a tu mujer tampoco. Es que no compartes nada conmigo.
No empieces a lloriquear, Jotapé, que te conozco. Está bien. Podéis estar tranquilos. Yo me voy a dar una vuelta.


Lito O. salió a la noche y mientras paseaba pensó:
Hay que ver lo que son las cosas.
Entonces se encendió un cigarrillo. Se lo fumó. Tiró la colilla al suelo. La pisó. Pensó:
Si es que no somos nadie.
Y siguió caminando.

Al día siguiente hubo comité familiar. El gran patriarca de los O., Alejandro, presidía la mesa. Estaba enfurecido. Todos esperaban en respetuoso silencio, atentos a lo que tuviera que decirles. El patriarca golpeó la mesa con el puño.
Coño, joder, hostia.
 Pero papá exclamaron los hijos al alimón.
Papá mis cojones y se fue, enrojecido y desmelenado.
No se lo tengáis en cuentaterció Josefina, la mater familias. Ya sabéis cómo son los psicoanalistas.

Uno tras otro, con el rostro ensombrecido, fueron dejando la casa de su infancia. La madre los abrazaba a todos en la puerta, los besaba y alentaba, les decía:
—No os preocupéis, bonitos. Todo se andará.
El día estaba desapacible. Las calles estaban vacías. Por el cielo corrían nubes negras y por el suelo serpenteaban sombras inquietantes. Agustín se fue a la costa, donde lo esperaban sus amigos. Aunque ya lo conocía más que de sobra, Lito no pudo dejar de extrañarse:
¿Es que este Agustín no piensa cambiar nunca?
La gente no cambia, Lito sentenció Jotapé.
Sobre todo tú, maricón.
Tú siempre tan desagradable. Tú siempre dispuesto a soltar maldades. Yo de verdad que es que vamos.
Ya estás lloriqueando otra vez. Mira, yo me voy.
Los hermanos se separaron sin un abrazo.

En casa de Lito esperaba Gimena cocinando.
Lito, mi amor, te he preparado tu plato favorito.
Gracias, tesoro.
¿Cómo te fue?
Como siempre.
Las cosas de la vida, cariño.
A veces pienso que la vida es un cansancio. Pero otras veces pienso que no. Este valle de lágrimas es un lío.
Tranquilízate, pequeñuelo, ven a mis brazos.
Y se fundieron en un tierno achuchón que duró no menos de diez minutos, al cabo de los cuales Gimena preguntó:
¿Y tus hermanos? Bueno, Agustín se habrá vuelto a la costa, claro. ¿Pero y Jotapé?
No sé, apenas nos dijimos adiós.
Pobre, con lo sensible que es. Seguro que anda llorando por las esquinas. ¿No quieres que lo invitemos a comer?
Está bien. Llámalo y que se venga. Pero que se dé prisa, que tengo mucha hambre.


Acerca del autor:  Rafael Blanco Vázquez

jueves, 19 de junio de 2014

Vorágine - Rafael Blanco Vázquez


Ring.
—Dime.
—Noe, concédeme una onza de tu tiempo, un gramo de tu vida, unas gotas de tu ser.
—A mí no me hables así que te endiño.
—Ojú qué bruta.
—Ni bruta ni cojones, qué guarrería es ésa de unas gotas de tu ser.
—Quiero decir que a ver si nos vemos, que me tienes abandonado.
—Es que una tiene cosas que hacer, no como el señorito, que le ha dado por la poesía.
—Me siento muy solo, Noe. Las mujeres no me quieren, me aburro un huevo.
—Ay mi príncipe.
—Y tú entre tu curro y tu novio no tienes ni un minuto para mí, y así no puede ser, que yo necesito contarle mis penas a alguien. Veámonos, rubiecita de pelo ensortijado. ¿No ves que tus bucles singulares le dan sentido a la vorágine de mi vida en la gran ciudad?
—Eso me ha gustado. Así sí, ¿ves tú?
—Lo conseguí, yuju piruju.
—Consulto mi agenda y te digo. Te puedo ver entre las 16 y las 17 del 15 del 3 del año que viene, o sea dentro de 4 meses. ¿Lo anoto?
—Pero Noe.
—La oficina de reclamos cerró hace tiempo.
—¿Y qué hago yo hasta entonces?
—Confío en ti. Un beso

Ring.
—Dime, Zoe.
—Te acabo de llamar y comunicaba.
—Estaba hablando con mi amiga Noe.
—¿La de las tetas?
—La misma que viste y calza.
—Le tengo una envidia.
—Con lo buena que tú estás.
—Tú que me ves con buenos ojos.
—Bueno, qué quieres.
—Proponerte que nos veamos esta noche. Cenita, teatro y copazo.
—Sí, claro. Y al final yo me emociono, te como la boca, tú te dejas y luego te vuelve la histeria, que si no sé, que si qué sé yo, que si la duda me embarga. No, no. Ya estoy harto.
—Pero Joe.
—La oficina de reclamos cerró hace dos días.
—Te prometo que esta vez seré buena. En cuanto acerques tus labios a los míos, te paro los pies.
—Uy no se oye. Uy se corta. Uy uy uy.

Ring.
—¿Noe?
—Que mira, que se me ha caído una cita con mi esteticién dos días antes, o sea el 13 del 3 entre las 18 y las 19. ¿Te vale?
—Eres un ángel caído del cielo.
—Lo sé. Abur.

Ring.
—Zoe, te oigo fatal.
—¿Joe?

Ring.
—Sí.
—¿Joe? Soy Cloe, amiga de Moe.
—¿Quién es Moe?
—El novio de Noe.
—¿Dónde tendré yo la cabeza?
—Que me ha llamado Noe preocupadísima, que dice que estás muy solo.
—La verdad es que sí.
—Pues ya le estás diciendo adiós a tu soledad. Aquí está Cloe. Morena, ojos verdes, sonrisa singular, jamones deliciosos.
—Oye, perdona, ¿tú no serás prostifurcia? Mira que yo lo que necesito es cariño.
—Si tú supieras el cariño que te puede brindar una prostifurcia.
—¿Y tú eso cómo lo sabes?
—Porque ejercí en mi juventud.
—¿Pero qué edad tienes?
—22.
—Ah, claro.
—Así que eso. Esta noche, fiesta. Habrá sexo, drogas, rocanrol, cariño y cacahuetes.
—No sé, no sé. Es que yo tengo un problema, Cloe: me encanta quejarme. Y si voy a tu fiesta y me gusta, a ver qué hago.
—Hacemos una cosa. Si yo veo que te lo estás pasando pirata, te crujo la cara.
—¿Y si me gusta que me crujas la cara? Mira que yo soy un desastre de tío.
—A ti lo que te pasa es que tienes miedo. Ahora mismo voy a tu queli. Y ni se te ocurra no abrirme.

Ring.
—Dime.
—Noe, que tu amiga Cloe viene para acá, que estoy muerto de miedo.
—Tú déjate llevar por una vez. Confía en tu amiga Noe.
—Mira que la última vez que confié en ti estuve tres años de novio.
—Tendrás tú quejas, con lo linda que era Mae.
—Ojú.

Ring.
—Hombre, Joe. Que me ha dicho Cloe que os lo pasasteis de lujo pirujo.
—Una gozada, mi amor. Reímos, lloramos, bailamos, follamos, jamamos, nos duchamos, nos besamos, nos acariciamos, nos cosquilleamos. Un gustazo, vaya.
—Ya me estás dando las gracias.
—Gracias.
—Poco convencido te veo yo a ti.
—Es que.
—Ni es que ni osco.
—Escúchame, Noe, que es muy grave.
—Me temo lo peor.
—Que me sigue gustando Zoe.
—¿La plana?
—Sin faltar.
—Lo de plana pase. Pero es que es una mustia, vamos.
—Bajo la cabeza, de hinojos me postro y pido perdón a Su Majestad.
—Joe, lo tuyo es un crimen de lesa humanidad.
—Lo sé, mas qué puedo hacer.
—Me da a mí que estamos ante un caso perdido.
—Pobre Cloe.
—Tú no te preocupes por Cloe que ella sabe cuál es su misión en esta tierra. Anda, haré una excepción y esta noche te invitaré a cenar. Ponte guapo y tráeme flores, que ya sabes lo mucho que me gustan. Hasta luego, ratón.
—Hasta luego, hermosa.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

domingo, 25 de mayo de 2014

Los puntos cardinales - Rafael Blanco Vázquez


Los hay que tienen una pasión y no soportan a los que tienen otra y entre todos se matan defendiendo cada uno su parcela. Son, por ejemplo, los ultras futbolísticos. Saben que una pasión es para toda la vida y cada cual defiende sólo sus intereses y les parece estupendo vivir en esa subjetividad. Se les llama intolerantes.

Después están los que también tienen sus pasiones pero respetan a los que tienen otras y entonces se dedican a cenar juntos y a discutir mientras fuman y luego se quieren todos y son los mejores amigos del mundo porque parten de la base de que cada cual es como es y les parece estupendo ir por ahí sosteniendo que cada persona es un mundo. Se llaman a sí mismos tolerantes.

A mí me molestan todos. No los soporto y me cago en ellos. Odio su incapacidad para buscar una verdad, así que se me revuelve toda la entraña y me meto en mi casa con mi mujer para no salir más durante mucho tiempo y entonces me enfado con ella porque tampoco soporto que tenga su carácter y me paso el día rumiando la bilis y el odio que me provoca vivir en este mundo de mierda y leo libros que me dan la razón porque los libros no son ni un viaje ni un descanso ni un tesoro sino la manera más profunda que tiene uno de aislarse.

¿Qué soy, muy especialito? Nada de eso. El mundo está lleno de hijos de puta como yo que no aguantamos que nos llamen intolerantes como si fuéramos los únicos intolerantes en este mundo lleno de hijos de puta.

La vida es una porquería hedionda pero qué vamos a hacer sino vivirla, y es que lo más gracioso (maldita la gracia) es que dicen que soy un tipo gracioso salvo cuando me pongo oscuro del todo como me ocurre cada vez más a menudo.

Estoy en el metro y me parecen todos feos e inútiles y me angustio y sólo quiero llegar a mi casa. Voy en el autobús y no quiero ir en el autobús porque está lleno de gente repugnante pero no me queda más remedio que sobrellevar la cosa con aparente serenidad porque lo único que me apetece es ponerme a gritar y a escupir y a vomitarles a todos en sus sucias caras de personitas satisfechas que sonríen a sus hijos. Me monto en un taxi y el taxista es un hijo de mil putas. Cuando por fin llego a mi casa respiro y suspiro y conspiro en vano. Por suerte, como digo, apenas salgo. Me he comprado dos pijamas y varias camisetas interiores para estar bien tranquilo en casa y no pasar frío, aunque mi mujer dice que lo que me hace falta es un suéter y unos vaqueros nuevos.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

martes, 4 de marzo de 2014

Ficha 2 - Rafael Blanco Vázquez


Nombre: Esther.
Apellido: Triviño.
Edad: 25.
Nacionalidad: española.
Descripción física: cabello castaño y ondulado, ojos verdes y chicos (como de ratón), nariz chata, boca grande con todos sus dientes, conserva un diente de leche. Pechos redondos y firmes, cuerpo esbelto, culo y muslos sin piel de naranja, curvita en la barriga, gusta de llevar complementos: pulseras, collares, anillos, pendientes, brazaletes, piercings (en ombligo y lengua). Se maquilla poco. Dos tatuajes, uno en el antebrazo izquierdo (la palabra Lumière) y otro en el omóplato derecho (un tribal). Apenas tiene vello y el del pubis se lo rasura, dejándose una delgada línea que muere donde nacen los labios.
Familia: padre y madre, dos hermanas menores (de 16 y 13 años).
Estado civil: soltera.
Ocupación: estudiante de magisterio.
Países en los que ha vivido: España.
Inclinación sexual: le gustan los hombres maduros.
Filias: la música (debilidad por las canciones en español), salir de cañas y de tapas, el verano, su amigo Víctor (y el mejor amigo de éste, Miguel), los chistes de Víctor y de Miguel, los mensajes de texto y los mails de Víctor y de Miguel. Miguel en la cama. Las palabras mongolo y niñato. Le encanta decir “Hola, mongolos” y soltarle a su padre “¿Pero qué me estás contando, niñato?”. Si su padre hace como que se escandaliza, le pide perdón: “Lo siento, pringaíllo”.
Fobias: los enteraos.
Miedos: a sus veinticinco años aún es estudiante. Miedo pues a dejar de serlo. ¿Qué va a ser de su vida? Como suele salir con tipos de más de 35 (Miguel tiene 39), la primera vez le produce mucha tensión que puede traducirse en una rigidez inoperante, como de saco de patatas. No lo comprende, pero la mayoría de ellos la vuelven a llamar.
Problemas de salud: tendencia al estreñimiento que combate comiendo mucha fibra y listo. Alergias primaverales, sarpullidos veraniegos, gripes invernales, tristeza otoñal.
Sueños recurrentes: son dos:
1. Víctor, Miguel y ella están en la playa. Es verano. La gente llega y se va. Las estaciones fluyen y los tres siguen en la playa, donde no deja de hacer calor sólo para ellos. A su alrededor la vida continúa y el mundo gira, los demás envejecen pero ellos se mantienen lozanos, rientes y desnudos. Miguel y ella follan sin tregua. Víctor se trae de vez en cuando a alguna amiguita que se queda unos días y luego se marcha, rumbo a esa vejez de la que ellos han escapado. Una mañana, al cabo de lo que parece mucho tiempo (¿cómo saber cuánto?), ella siente de golpe algo que se asemeja a un leve síntoma de tedio. El sueño se acaba aquí.
2. África, su hermana de 16, un poco pánfila y excesivamente tímida, viene toda colorada a confesarle algo: “Esther, creo que tu amigo Víctor me excita. ¿Es grave?”. A ella le hace mucha gracia: “¿Grave por qué, bonita?”. La hermana responde: “Es que creo que me apetece que me desvirgue”. Ella se apresura a llamar a Víctor, que acude veloz. Mientras Víctor deposita a África en la cama, ella cierra la puerta del dormitorio y se va al salón a fumarse unos pitillos y escuchar algo de música.
Novios conocidos: Diego, Riki, Pablo, Manu, Mariano, Boris (su único extranjero, un francés de origen ruso) y, por supuesto, Miguel.
Algo más que reseñar: tiene un don especial para salir con tipos complicados (es obvio que lo hace a propósito, como lo de prolongar sus estudios, ¿pero quién nos libra del sufrimiento?). El que no está comprometido desde hace una eternidad no sabe lo que quiere, y el que sabe lo que quiere no la quiere a ella. Después de un año con Diego, éste dejó a su novia de toda la vida. Estuvieron juntos dos años más, hasta que él la dejó porque llevaba diez meses con una tal Aida. Todos son unos mentirosos menos Miguel, que simplemente es de temperamento vagabundo. Cada verano les pide a Víctor y a Miguel que le hagan listas de películas y libros ineludibles. Durante el curso le gusta pensar que tiene que hacer deberes que le han mandado sus dos profes (de hecho Víctor fue su profesor en el colegio, cuando ella tenía entre 12 y 14 años). A veces no los hace bien y claro, Víctor le regaña y a Miguel no le queda otra que ponerle el culo caliente. No tiene ninguna ambición en particular, y nunca se le ocurrió vivir en otro sitio: su ciudad de provincias le basta y le sobra, sólo viaja para ir a conciertos y/o de juerga. La característica que mejor la define y que sus amigos siempre alaban es el buen rollo. Nunca se enfada. Remontándose ocho años atrás, perdió la virginidad en un granero, en el pueblo de sus padres, con un mozo del lugar, un tipo rústico pero buen amante. Le gusta verlo de vez en cuando, cada vez tiene más zagales (como él los llama).
Observaciones: se sitúa a medio camino entre un pajar y una autopista.

Sobre el autor. Rafael Blanco Vázquez

jueves, 2 de enero de 2014

La bella y la bestia - Rafael Blanco Vázquez


Yo lo que digo es que ella lo hacía adrede. Que yo me equivocaba al ponerme como me ponía, vale, de acuerdo, puede ser. Pero ella lo hacía adrede, a mí que no me vengan.
Se pasaba las horas muertas insistiendo con lo de la seguridad. Convenía cerrar bien puertas y ventanas, sobre todo de noche. Pero como en todo, sólo insistía de boquilla. Después la mayoría de las veces tenía que estar yo detrás de ella para que no se lo dejase todo abierto.
Aquella noche yo estaba muy cansado. Lo cerré todo y me fui a la cama. Ella se quedó un rato viendo la tele. Aún dormía cuando me desperté por la mañana. Bajé (vivíamos en una casa de dos plantas) y vi que la puerta de la terraza estaba entreabierta.
Cuando la señorita (que roncaba como un elefante) se despertó, y tras un intervalo prudencial en el que la dejé que se tomase su café y se fumase los cuatro cigarros de la primera hora de su jornada, en un tono bien cuidadoso para no herir su susceptibilidad le dije:
—Cuqui, no es por nada, pero ayer no cerraste la puerta de la terraza.
—Sí que la cerré, lo recuerdo perfectamente.
—Esta mañana me la encontré entreabierta.
—Pues yo recuerdo perfectamente que la cerré.
—¿Y entonces cómo es que estaba entreabierta?
—Yo sólo sé que recuerdo perfectamente que la cerré.
Y ahí estallé. No lo pude evitar. Me puse a pegar unos gritos que me asustaron a mí mismo. Me temblaban las manos, me palpitaba el corazón, se me salían los ojos de las órbitas. La llamé de todo. ¿Cómo era posible tener tanta mala fe? ¿Qué necesidad había de seguir negando una evidencia? ¿Es que no era posible que se callase, que aceptase un error, que por una vez dejase de combatir, de competir, de rivalizar?
Con aires de inocencia y la voz temblorosa me dijo que me tenía miedo, que yo era un ogro, que qué sentido tenía ponerse en ese estado, que vivía en una angustia perpetua porque yo era una escopeta cargada, que así no podíamos seguir.
Pero eso ya lo sabía yo, que no podíamos seguir, ni así ni de ninguna forma. Que ésa es otra. ¿Por qué oscura razón seguíamos juntos? Yo no la soportaba, ya no follábamos (en realidad sí, y eso era lo peor: era de esas veces en que uno folla a menudo pero tiene la sensación de que no: ¿saben de lo que hablo?), apenas nos dirigíamos la palabra, en varias ocasiones dormí en otra cama, en otra habitación, y no se dio ni cuenta. Yo la miraba y me parecía fea, me molestaban sus ronquidos, su respiración difícil (era asmática), su voz, todo, en fin.
¿Pero qué tiene eso que ver con lo de sus tres negaciones? ¿Qué ganaba ella sacándome de mis casillas a base de mala intención? ¿Era masoquista? ¿Estaba buscando razones para que lo nuestro se fuera definitivamente a pique? ¿Le gustaba ver que mis emociones dependían de ella: antes el placer sexual, ahora la ira? ¿Necesitaba mi ira para desempeñar su papel favorito, el de pobre víctima inocente?
Probablemente un poco de todo. Pero a mí que no me vengan, lo hacía adrede.
Dicen que cuando uno se enfada pierde. ¿Pero qué necesidad tenía yo de ganar semejante combate? Eso hubiera significado que lo aceptaba.
Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

jueves, 5 de diciembre de 2013

Cadáveres - Rafael Blanco Vázquez


Al llegar a casa esa noche, lo primero que vio el inspector Villena fue a su mujer con una maleta en cada mano:
—Te dejo a vos y a tu micropene sonrosado. Me voy con Martín que es géminis.
El inspector Villena no reaccionó. Se limitó a quitarse el sombrero y la gabardina y a colgarlos en el perchero. Su mujer se fue dando un portazo.
Había sido un mal día para el inspector. Había visto ocho cadáveres humanos, dos de gorrión y uno de perro. Peinazo, su compañero del alma, había perdido el prepucio en un tiroteo. Y su jefe no paraba de gritar desde que había dejado el tabaco.
Se dio una ducha rápida, se cascó una paja lenta, se preparó una comida ligera y se sirvió un coñac cargado.
Se puso un disco de jazz y se encendió un buen puro.
—Y ahora a ver si consigo desentrañar ese maldito minirrelato.

El inspector Villena se había aficionado a los textos breves. Fue una noche de insomnio en que vio un cortometraje que culminaba con un aforismo. Le pareció que aquellas pocas palabras que desfilaban por la pantalla recogían el universo entero. Poniendo en ello la pasión devoradora que nunca supo que llevaba dentro, pronto se convirtió en un experto en la materia, y no le importaba que sus compañeros y su mujer se riesen de él, que lo llamasen el rarito, el niño especialito, el tontolhaba. A él sólo le importaban sus silogismos, sus microcuentos, sus videominutos.
(¿Por qué nunca le interesaron las canciones ni los poemas?)
No había sido fácil. Todo universo requiere un aprendizaje. Se había tenido que ir acostumbrando a unos conceptos, a un lenguaje, a una concisión. Pero lo había logrado, vaya si lo había logrado. Hoy por hoy se jactaba de comprender cualquier narración, reflexión, meditación (en prosa), que no superase las cinco páginas o el cuarto de hora.
Hoy por hoy. En fin, mejor dicho hasta la semana anterior.
Y es que hacía exactamente seis días que había leído un minirrelato de tres páginas cuyo sentido profundo se le escapaba. ¿Cómo era posible? ¿Se estaba haciendo viejo? ¿Se le estaba derritiendo el cerebro de tanto trabajar? Lo que estaba claro es que la cosa tenía tres bemoles.

En ese momento sonó el teléfono. Chasqueando la lengua, el inspector Villena descolgó el auricular.
—Sí.
—Gumersindo, soy tu hermana.
—¿Qué tal estás?
—Mal, me ha dejado Antonio.
—A mí me ha dejado Mariela. Pero yo estoy bien.
—Normal, era una petarda.
—Antonio es un palurdo y ya ves.
—No te permito que hables así del padre de mis hijos.
—Bueno, ¿qué quieres?
—Tienes que curarte, Gumersindo. No puedes seguir así. Te estás volviendo huraño, hosco, retraído.
—Tampoco es que antes fuera la alegría de la huerta.
—Fíjate cómo le hablas a tu hermana. Me tienes muy preocupada, que lo sepas. Miniescritores, os odio.
—¿Algo más?
—Sí. ¿Quieres que mañana vaya a tu casa y te haga de cenar? No es bueno que estés solo.
—No, necesito reflexionar.
—Como quieras. Un beso.
El inspector colgó, se levantó del sillón, fue a la biblioteca, sacó el volumen en cuestión, lo abrió por la página de marras, releyó el susodicho minirrelato y se echó a llorar. Lágrimas como huevos de avestruz. No lo entendía. No había forma ni modo ni manera. No lo entendía.
Arrellanado en su sillón se quedó dormido.

Soñó con su madre muerta. Soñó con su amigo Peinazo, circuncidado para siempre por un calibre 22. Soñó con todas las veces que la suerte les había librado de las balas. Soñó con los cuerpos de los gorriones. Soñó con películas de John Carpenter. Soñó con Un perro andaluz. Soñó con su infancia, su adolescencia, su primera paja. Soñó con Hitchcock. Por un cielo de aforismos blancos aleteaba una bandada de minirrelatos que de pronto se abalanzó sobre los paseantes, todos con sombrero y gabardina.

Se despertó con el cañón de una pistola en la boca. Todo estaba oscuro. No podía ver la cara de su agresor. Intentó hablar.
—No entiendo nada de lo que dices. Así sin la pistola será más fácil.
—Que digo que no quiero morir.
—¿Y a mí qué coño me importa?
—¿Quién eres?
—¿Y eso qué coño importa?
—Necesito comprender ese maldito minirrelato.
—Todos necesitamos comprender.
—Pero.

El disparo rompió la calma de la noche.
El cadáver del inspector Villena fue encontrado al día siguiente por su hermana, que le llevaba un plato de sopa caliente, una chuleta y un poquito de gazpacho.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

martes, 8 de octubre de 2013

Dentro y fuera del tiempo - Rafael Blanco Vázquez


Había una vez dos hermanas que vivían juntas.
Una tenía perro, la otra gata.
Ambas tenían un amigo que solía ir a visitarlas.
El amigo no tenía perro, ni gato, ni plantas, ni novia.
Aquel día la gata, de natural arisco y antisocial, se acercó hasta él gimiendo. Por primera vez dejó que la acariciase. Estaba como angustiada.
—¿Qué le pasa a ésta?
—Está en celo, la pobre. No para de sollozar.
Aquello lo afligió. Agarró a la gata y le acarició la panza.
—¿Por qué no la castráis?
—Si lo que queremos es que se la follen de una vez.
Y la gata se subió a los tejados a gritar. Era desgarrador.
El perro era dócil y algo pánfilo. Un perro madrero. Nunca se había interesado por el sexo.
El amigo lo llamó, pero el perro ni se inmutó.
—¿Qué le pasa a éste?
—¿Que no te lo he dicho? Se ha quedado sordo.
—¿Perdón?
—Me lo dijo el veterinario el otro día. Cosas de la edad.
—Ojú.
—A veces me busca y no oye que estoy en la ducha y se pone a llorar desconsolado.
Él le acarició con gesto triste las orejas al perro, que lo miraba con sus ojos ausentes.
Las hermanas se fueron un segundo a sus habitaciones. Él se quedó en el salón, pensativo.
Al rato fue a ver a una de ellas, que estaba algo mustia.
—¿Y a ti qué te pasa?
—Que estoy con la autoestima por los suelos.
—¿Y eso por qué?
—Un tipo con el que andaba yaciendo, que me ha llamado para decirme que no quiere seguir.
—Te jodes.
—Serás cabrón.
—La vida es muy dura.
—Dame un abrazo.
—Te voy a dar un pijote. Qué desastre de casa, estáis todos para el arrastre.
—La verdad es que sí. Mi hermana está fatal de la espalda.
—Voy a verla.
—Bonita tú. Que me he enterado de que te duele la espaldita.
—Pues sí, de tanto trabajar.
—Hártate de mierda.
—Serás becerro.
—De mierda pura, de mierda verde, de mierda con moscas.
Volvieron los tres al salón. La gata bajó de los tejados. No paraba de maullar. El perro le puso el hocico en el culo y ella se abrió de patas, complaciente.
Una de las hermanas se sentó al piano y tocó un poco de jazz. El amigo se puso a cantar. La otra hermana bailaba que daba gusto.
Compartieron unos whiskies y se prepararon para ir de fiesta.
Antes de salir él corrió al cuarto de baño. Desde hacía tiempo tenía problemas de flema. Se le subían grumos de moco como milanesas de ternera.
Estaba inclinado sobre el lavabo cuando oyó a las dos hermanas:
—Qué asco de tío, coño. ¿No podrías hacer menos ruido?

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

martes, 13 de agosto de 2013

Licores para el camino - Rafael Blanco Vázquez


En realidad no sé si me gustan los hombres o simplemente yacer con ellos, porque luego tampoco es que los aguante mucho.
(Estamos todos locos, decía el narrador de un relato de Carver).

El caso es que yo voy tan tranquila por la calle, veo pasar a un tipo que me gusta y pienso: “Éste para mi coño”. Y le entro y, más tarde o más temprano, me lo meto en el coño.
(Más temprano que tarde, porque soy impaciente y si me hacen esperar no insisto).

También me gusta besarlos. Me gustan todos los licores del hombre.

Soy una chica solitaria. Me gusta follar y decir yacer. No me gusta que me molesten cuando estoy leyendo. Me gusta acostarme sola y pensar que moriré sola. Me gusta estar sola en casa y pensar: “A ver a quién me cepillo hoy”. Y salir y buscar y encontrar y bajarme las bragas y fornicar, otro gran verbo. Creo que lo que más me gusta del mundo es el momento en que me bajo las bragas. Me gusta la emoción que se dibuja en las caras de algunos cuando ven los primeros pelos (debe de ser el misterio de la creación). Y me encanta el calor de mis tetas contra sus torsos.

Los tipos me duran más o menos, eso es una angustia que yo no tengo. A veces compartimos momentos inolvidables que al cabo se nos olvidan. A veces todo queda en un único encuentro. Pero siempre pregunto sus nombres y apellidos (me encantan los apellidos) y todo lo que empieza acaba.

Soy de llorar en soledad. Las lágrimas me lavan y a empezar de nuevo por donde lo dejamos. Soy de cambiar de país, de ciudad, de barrio. Soy de pocos amigos, soy de mis lecturas, mi música, mi nostalgia. Me alegra y me entristece no ser más que yo misma, quisiera y no quisiera ser todo el que no soy.

Deambulo por el mundo a la búsqueda de nada, quisiera perecer desposeída. Ni ancestros ni herederos, como un suspiro gratuito, como un viento arbitrario, sin haber sido más que mi trayecto.

jueves, 2 de mayo de 2013

Florilegio - Rafael Blanco Vázquez


Yo estaba en un festival de teatro al aire libre. Una chica que había a mi lado se puso a hablarme. Al cabo de un rato se presentó:
—Me llamo Georgina, ¿y vos?
—Juan Carlos.
—Yo soy de Acuario, ¿y vos?
Fui a besar a Julieta, se dejó hacer. Cuando paramos dijo:
—Ante todo quiero que sepas una cosa. Yo no puedo salir con vos porque, como Géminis que soy, me disperso demasiado y no tengo ganas de concentrarme.
Camino y yo nos besamos en un bar. Luego seguimos bebiendo tranquilamente.
—Eres un tipo solitario, ¿verdad?
—Me gusta estar solo, es un hecho.
—Es como mejor se está, con Diosito.
—¿Perdón?
—Con Diosito.
—De verdad que no entiendo lo que dices. Qué significa condiosito, ¿es un apelativo cariñoso?
—Quiero decir con Dios, con el Señor, con el Creador.
—Ah, vale.
—Uy qué cara has puesto. ¿Que no crees en Dios? Ay pero qué cosa más tierna.
Y tras soltar una carcajada, me dio un beso en la frente.
A Jimena le pregunté qué tal le iba con los hombres.
—Hay uno que me ronda, pero es que no le gustan los animales.
Luna y yo nos conocimos un jueves. El sábado me dijo:
—Está rebueno tener un amigo como vos.
—¿Un amigo?
—Sí. Sos inteligente, divertido, mordaz. Y sos un langa.
—¿Un langa?
—Un galán, un tipo atractivo.
—Si no fuéramos amigos, pensaría que me estás ligando.
—¿Cómo decís eso? Para mí sos un hermano.
Y empezó a hablarme de un tipo que le había hecho tilín.
Nuria y yo estábamos muy calientes. De repente me sacó la mano de la bragueta y me propuso:
—Vamos a mi casa pero con la condición de que no seas miedoso.
—¿Miedoso por qué?
—Porque desde hace un tiempo la habitan unos fantasmas que cierran y abren las persianas del salón.
—¿Estás en serio?
—¿Tengo cara de estar de broma?
—No, no, perdona.
(Por un momento tuve miedo de quedarme sin meterla).
Cuando supo que habíamos nacido en el mismo año, Bianca me informó:
—Sos Rata.
—¿Rata?
—En el horóscopo chino.
Cuando supo que nos llevábamos tres días, Bianca se emocionó:
—Ambos somos Rata y Tauro.
—¿Y eso es bueno o malo? Porque yo de estas cosas no entiendo.
—Yo tampoco. Eso es lo fascinante, ¿no? De todas formas, seguro que tenemos distintas cartas natales, porque eso ya depende del día y la hora del alumbramiento.
—Pues ya me quedo yo más tranquilo.
—Esta misma noche me informo, y veré también qué somos en el horóscopo maya.
Con Ludivine llevaba saliendo un tiempo. Un día me dijo:
—Mañana voy con mi madre a ver a un tipo que lee el futuro. ¿Quieres venir?
—La verdad es que no.
—Pues cometes un error terrible. Se trata de un tipo serio y con carrera. Estudió en La Sorbona.
—Y qué le vais a preguntar.
—Mi madre necesita saber si conocerá a sus nietos.
A Jimena le pregunté qué tal le iba con los hombres.
—Es que es muy difícil encontrar a un tipo al que le gusten los gatos y los perros, que sea vegetariano y budista, que me lleve más de diez años, que comparta mi pasión por el teatro y mi afición al mentalismo y que, sobre todo, me quiera por lo que soy.
Iris me besó sin mediar palabra. Le estaba tocando las tetas cuando me pasó los dedos por la oreja y frunció el ceño:
—Este arito no me gusta nada. Te lo vas a tener que quitar.
Fabiana y yo nos conocimos en una fiesta. Quedamos al día siguiente. Antes de nuestra cita fui al cine.
—¿Qué te ha parecido la película?
—Una mierda.
—Te ruego que en adelante no digas tacos delante de mí.
Rita se tenía que ir. Le confesé:
—Me encantaría volver a verte.
—No sé cuándo podré, estoy muy ocupada estos días.
—Llámame cuando te parezca.
—Ah no. Yo no llamo. Nunca llamé a un hombre en 40 años de existencia, no pienso empezar ahora.
La madre de Summer me contó cómo conoció a su marido:
—Yo tenía 37 cuando conocí a Steven. Fue en una cena con amigos comunes. Congeniamos enseguida. Era tan ocurrente. Y me encantaban sus aires de golfillo. Cuando me propuso tomar una copa a solas se lo dejé bien claro: “Yo quiero ser madre y no me queda mucho tiempo. Si tú estás dispuesto a fecundarme, salgo contigo. Si no, no tengo edad para tonterías”. Y aquí nos tienes, 30 años más tarde y disfrutando de esta cosita hermosa que tan bien conoces. Sólo cuando nació Summer me sentí completa.
Mafalda presidía la mesa:
—Tengo 40 pirulos. Ya hice todo lo que tenía que hacer. Me casé, tuve dos pibes a los que quiero. Ya cumplí con mi obligación. Ahora que recién me divorcié, quiero hacer teatro.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

lunes, 25 de febrero de 2013

Tetralogía esdrújula - Rafael Blanco Vázquez




FÉCULA
Abriendo los tentáculos de su lengua vernácula sedujo aquel oráculo a la chica sin mácula. Tuvo lugar el vínculo según todos sus cálculos. Le comió toa la rúcula, le metió todo el báculo y al grito de “¡Qué rículo!” se vació los testículos.

OPÚSCULO
–¿Un óbolo?
–¿Le va un ósculo?
–Preferiría un vehículo.
–Hay que apretarse el cíngulo.
–Es usté peor que un forúnculo.
–Hábleme bien, homúnculo.
–Váyase usté a tomar pórculo.

SIN TÍTULO
Críspulo, oh trémulo discípulo –dijo Aristóbulo–, oh cúmulo de células y de glóbulos, oh estímulo de los párvulos, oh Críspulo, coge tus pústulas y tus bártulos, mueve tus rótulas y tu fístula, y que mi brújula te lleve hasta esa nínfula cuyas ínfulas son mi férula, con este rótulo: “Tu óvulo, alada libélula, es el único digno para mi cánula”.

RÓMULO Y ÚRSULA
–¿A que te clavo las cutículas en los pómulos?
–¿A que te arranco con la mandíbula los adminículos?
–Nos domina la febrícula. ¿No estaremos viendo demasiadas películas?
–No seas ridículo.
–El otro día leí un artículo sobre el mundo del espectáculo. Un artículo tan tremebúndulo que me temblaron hasta los nódulos de la vesícula. Parece ser que la farándula da pábulo a grupúsculos que son malignos corpúsculos en la médula social, la cual, desprovista de ménsulas, terminará siendo víctima de su propio patíbulo.
–No sé si morderte la clavícula o rasparte la úvula con una espátula.
–Pero Úrsula, míralo desde otro ángulo.
–Mordisquéame el lóbulo, Rómulo.


Acerca del autor:  Rafael Blanco Vázquez

viernes, 1 de febrero de 2013

La lengua - Rafael Blanco Vázquez


—Me importa un bledo, un comino, un pimiento, esta situación no la aguanto más, qué se han creído que es esto. Siempre pago yo el pato, siempre me están poniendo a mí a caldo, siempre hay algún tontolhaba que se cree que corta el bacalao y que viene en plan chuleta a comerme el coco a mí. Yo soy la que es más buena que el pan, la pringá que nunca se enfada, y así, sin comerlo ni beberlo, tengo que tragarme toda la mala leche del personal. Tiene tomate, vamos. A mí me dejan hecha migas y ellos se quedan más frescos que una lechuga. Y si no me gusta, ajo y agua. Pues se acabó lo que se daba. El día menos pensado les voy a montar un pollo que se van a cagar por la pata abajo.
—En todas partes cuecen habas.
—A mí no me vaciles que no está el horno para bollos. Que te meto una galleta que te enteras. Será merluzo el tío.
—Lo que quiero decir es que no deberías ponerte así. Anda y que les den morcilla. Si te sigues tomando las cosas tan a pecho, vas a terminar entregando la cuchara.
—Si ya sé que no valen un higo. Pero no lo puedo evitar. Y lo peor de todo es la miseria que me pagan, que trabajo por un plato de lentejas. Estoy perdida, pichoncito, más perdida que el barco del arroz. Tengo que tomar una decisión. Lo que no puede ser es que me pase el día temblando como un flan por culpa de la otra sieso, que es que es un vinagre. Yo quisiera que la vieras, más tiesa que un ajo, más cursi que un repollo con lazo. Para echarle de comer aparte, lo que yo te diga.
—Ésa debe de ser la típica que anda a la sopa boba, siempre arrimando el ascua a su sardina.
—Y cualquiera, hasta el más papafrita, le da sopas con honda. Y eso por no hablar del pollopera del novio y del chorizo del hermano. Si es que manda huevos trabajar ahí, no se le ocurre ni al que asó la manteca.
—Bueno, ya está, palomita. No podemos permitir que nos estropeen nuestra noche. ¿Tengo razón o no?
—Toda la del mundo.
—Y por cierto. Con la tontería me han entrado ganas de meterte todo el nabo. Que estos días me tienes boquerón.
—Tú sí que sabes llevarme al huerto. Pero primero te vas a lavar los quesos esos pestosos y luego me vas a comer el higo.
—Ñam.

 Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

viernes, 18 de enero de 2013

Banda sonora - Rafael Blanco Vázquez


Era verano, claro. Se pasaban el día juntos. Iban a la playa, de fiesta, a dar vueltas con el coche. A él le gustaba ella pero la encontraba inasible. Era linda como pocas y tenía aventuras por doquier. Así que él, medio en broma, siempre le cantaba aquello de Santiago y Luis Auserón (versionando a Otis Redding):

Juguetitos hay por docenas
En la tienda que no valen ná
Déjame que yo te dé candela
Ay nena, te juro que soy duro de pelar

A ella le gustaba él pero lo encontraba inasible. Tan guapo, con esas canas. Un tipo que le sacaba catorce años, proclive al nomadismo. Le gustaba, era un hecho. Sólo que acumulando aventuras esquivaba lo esencial y evitaba sentirse vulnerable. Como todas las lindas era miedosa, pero también juguetona. Así que, medio en broma, siempre le cantaba aquello de Luis y Santiago Auserón (versionando a Screamin’ Jay Hawkins):

Por un hechizo tú
Vendrás a mí
Deja ya de enredar
Tiene que ser así

Un día iban en el coche, camino de sí mismos. Sonaban los hermanos Auserón (versionando una canción de Ray Davies popularizada por The Kinks):

Suéltame por favor
Que me estás matando con tu abrazo mi amor
A ver si el nudo sabes deshacer
Igual que antes lo hiciste suéltame eh
O qué

Suéltame desazón
Antes de que me consumas el corazón
Anula el sortilegio de este amor
Y deja que respire suéltame eh
O qué

Y ella con complaciente inocencia preguntó:
—¿Qué significa desazón?
Y él con erudición contenta respondió:
—Desasosiego, inquietud, zozobra.
La suerte estaba echada. ¿Quién puede escapar al tópico?

*****

Era verano, claro. Un verano increíble. El mejor amigo de él (también madurito) y la mejor amiga de él (también jovencita y también mejor amiga de ella) conocían otro idilio singular. Pero cosa curiosa, rara vez estaban los cuatro juntos. Él estaba o bien con la parejita o bien con ella a solas. No me pregunten por qué. Está bien, yo creo que es porque así ellos se preservaban. De hecho nadie estaba al tanto de su historia. Para el mundo tan sólo eran amigos.

*****

El coche de él era el marco de todos los viajes. Como aquel que hicieron los tres después de que la mejor amiga siguiera la recomendación de los Auserón (versionando a Eddie Cochran y Jerry Capehart):

Y a tu madre le dirás que te vas de vacaciones
Porque ya tienes edad de tomar tus decisiones

Les encantaba sentirse como teenagers incomprendidos. A ellos porque, nostálgicos sin solución y cinéfilos sin remedio, se creían en Rebelde sin causa, en Al este del Edén, en Esplendor en la hierba. A la amiga porque a sus 22 estaba en el límite entre la adolescencia y la edad adulta, un límite siempre difícil que nadie está seguro de querer rebasar. Hasta el punto de que se inventaba ligeros conflictos con los padres, a los que ni siquiera se les habría pasado por la cabeza prohibirle nada. Todo tenía un perfume de verano que nunca volverá. Y ellos seguían cantando a coro la canción anterior:

Una locura soy capaz de hacer
Tristeza de verano al anochecer

*****

El verano tuvo un final feliz. El amigo dejó a la amiga y ella lo dejó a él. La amiga hizo un par de pucheros y él se sintió viejo e inútil. ¿Acaso existe mayor voluptuosidad? Él aún recuerda, años más tarde, cuando la acompañó a coger ese tren que él intuía que sería el último, sin que lo hubiesen hablado. Ella iba seria. Él cantaba para sus adentros a los Auserón Brothers (versionando a Robert Johnson):

Cuando el tren se alejó
Con sus dos luces detrás
Cuando el tren se alejó
Yo vi sus dos luces detrás
Una azul por mi pena
Roja porque tú te vas
Es en vano mi amor

*****

Poco después él, por esas cosas de la vida, conoció a Santiago Auserón en París. Se estaban tomando unas cervezas y no se resistió a la tentación de decírselo:
—Santiago, no te haces una idea de lo que yo he follado gracias a tu disco Las malas lenguas.
—Me alegro, chaval. Es un placer ver que la música de uno acompaña (qué digo acompaña, genera) tan gratos momentos.
Y pensó que estaría bien algún día rendirle un homenaje a todos los que hicieron posible aquel verano. Ella, su amigo, su amiga, los dos Auserón, su coche.

Sobre el autor: Rafael Blanco Vázquez

lunes, 10 de septiembre de 2012

Entrevista - Rafael Blanco Vázquez


—Antes de venir aquí estuve en el barrio chino. Acupuntura, masajito y cita para dentro de tres días. Tengo la espalda hecha un cristo crucificado.
—¿Y sentimentalmente?
—La vida es un desastre de deseos contrapuestos.
—¿Qué piensa usted que es el hombre?
—Lo que yo pienso no importa. Lo que sé tampoco, pero bueno: sé que el hombre está hecho para quejarse de los demás hombres. A menudo me hablan de la dicha de publicar un libro. Ahora bien, ¿qué es un libro? Una queja literaria que el hombre dirige a todos los hombres con la intención de alcanzar los más altos honores de los hombres. No hay cúspide mayor para el hombre cansado de ser hombre, ni armas distintas ni otra cosa que esta vida insuficiente.
—¿Qué le evoca la belleza?
—Es el único terreno donde perduran los absolutos, dos en concreto: Brad Pitt y Johnny Depp. Por lo demás, todos somos guapos y feos, listos y tontos, serios y ligeros, etéreos y terrenales.
—¿Sólo dos?
—Tres si me apura. Digamos Robert Downey Jr.
—¿Ninguna mujer?
—Las mujeres no son bellas. Las mujeres son objeto de deseo. La belleza es otra cosa.
—Curiosa la dicotomía de la que hablaba antes.
—Fíjese. Yo tengo un amigo cuyo manejo del idioma es una auténtica maravilla. Pues bien, nada que hacer: dice cocreta. Y lo mismo ocurre con otra amiga: no hay día que no me enseñe una palabra nueva, sea del registro que sea: estrambótico, culto, coloquial. Pero eso sí: es imposible que escriba bien sino / si no.
—Interesante.
—Otro ejemplo: siempre me molestó dejar las botellas abiertas. Me daba la sensación de que iban a entrar bichos (en casa me gusta estar con puertas y ventanas cerradas). El otro día, en un restaurante, el camarero me empezó a echar el agua mineral en mi vaso y luego se llevó el tapón. Me dio muchísimo coraje, pero no tanto como para protestar: detesto protestar en los sitios. Y en ese momento caí: ¿qué pasa, que en el vaso no pueden entrar bichos? Parece increíble, pero estas contradicciones llenan nuestra vida. Por una que superamos, mil se estancan.
—Es cierto. Yo tuve dos novias, si se me permite el inciso, que me sedujeron por su amplitud de miras. Quiero decir: ambas eran melómanas y ambas daban muestras de una curiosidad insaciable en ese sentido: todos los géneros despertaban su interés (en el sexo era algo parecido; lo probaban absolutamente todo: una de ellas me regaló un trío con una amiga –virgen). Bien, pues si la primera era intransigente con el rock, la segunda lo era con el reggae. No había forma. Tanta cerrazón tenía algo de inquietante (en el sexo era algo parecido; lo probaban casi todo).
—Es el sino del hombre. Somos las limitaciones que nos impiden ser.
—¿Qué le inspira la palabra todo?
—Nada.
—¿Nada de nada?
—No del todo. Una contradicción como otra cualquiera. Tengo la fea costumbre de buscar el todo en mujeres y amigos. No les perdono nada. Salvo cuando, casual y misteriosamente, se lo perdono todo. (Perdonar, qué verbo imperdonable). Tengo un amigo así. Lo acepto de veras tal y como es, sin buscar más allá. ¿Por qué? Vaya usted a saber. Siempre me digo que cada defecto está compensado por una virtud, y al revés. Pero eso no me ayuda en absoluto. Y no es eso lo que me hace perdonárselo todo a dicho amigo, ya que con él se trata de algo natural. Y cosa curiosa, somos tan diferentes como parecidos.
—Tengo una linda relación con dos hermanas…
—Se pasa usted el día hablando de hembras, querido amigo. Y siempre de dos en dos. A ver si presentamos alguna. No está bien quedárselo todo para sí mismo, es pecado.
—Es que no les gustan los escritores. Sólo los músicos.
—Canastos.
—A lo que iba. Que al principio me preguntaba todo el tiempo cuál de las dos era más de mi gusto (le estoy hablando de amistad, no hay nada más entre nosotros). Y cada vez que tomaba una decisión, me demostraban que me había equivocado. Como si la vida estuviese en plan juguetón.
—Como si la vida no fuera más que una broma.

El autor: Rafael Blanco Vázquez

martes, 7 de agosto de 2012

Caspa - Rafael Blanco Vázquez


Él tenía un amigo cómico, una amiga andaluza, una novia de ojos verdes, una hermana pequeña y un tío soltero. También tenía bonitas piernas, largas pestañas y un ojo levemente más caído que el otro.
Le gustaban muchas cosas: el cine, la lengua francesa, que las chicas le cortasen el pelo con maquinilla.
Tenía una edad inconcreta, entre 37 y 38 años.
Le encantaba el adjetivo inconcreto, que Felipe Benítez Reyes usaba mucho.
Un día salió de su casa a las 14 horas. Llevaba camiseta de manga corta, pantalón vaquero, calcetines oscuros, zapatos marrones.
En un café conoció a un tipo con el que estuvo hablando un poco de todo, si bien de algunas cosas no hablaron, por ejemplo de pintura.
Cuando el tipo se fue del café, él se quedó. Se pidió un batido de frutas.
La camarera era simpática. Él era simpático. Simpatizaron. Hablaron de todo un poco, si bien hubo algo de lo que hablaron mucho, pero no me acuerdo qué fue.
Se besaron. Le dio pereza ir más lejos. La camarera le dijo que no importaba, que podían hacerlo allí mismo. Él le dijo que no se refería a eso con lo de no ir más lejos. Ella se enfadó un poco. Él le dijo no te enfades. Ella le dijo si no me enfado.
—¿Tienes novia?
—Sí.
—¿Es por eso?
—No.
Al día siguiente volvieron a verse. Se cruzaron por la calle. Se fueron a pasear a un parque. Se besaron. Le dio pereza ir más lejos. Se la folló allí mismo. A ella al principio le daba como corte, pero luego no. A él le dio corte luego. La novia de él pasó por allí y vio a una pareja follando y se fijó un poco pero enseguida dejó de fijarse.
Esa noche él lo dejó todo y se montó en un barco. El barco lo llevó a otra ciudad. Nada más llegar pensó en su madre. ¿Por qué nunca la había conocido? ¿Por qué era huérfano? ¿Por qué no todo el mundo era huérfano? Se metió en un restaurante y se comió un filete de buey. Tenía un hambre de caballo. Fuera hacía un frío de perros. La camarera era simpática y estaba cansada. Él era simpático y estaba cansado. La camarera tuvo la amabilidad de proponerle que durmiera en su casa. Él se puso muy contento. Nunca había estado con una camarera. Era una profesión que faltaba en su currículum. Había estado con peluqueras, ingenieras, farmacéuticas, rumanas. Pero con camareras nunca. La camarera y él se fueron a casa de la camarera. Bebieron whisky, fumaron, rieron, follaron, durmieron, soñaron, a él se le cayó la baba, se despertaron, desayunaron, se bañaron, follaron, se bañaron, follaron, se fueron al salón, ella volvió al baño para hacer caca, luego se limpió el culito en el bidet y volvió al salón, donde estaba él leyendo unos relatos de Quim Monzó.
Al día siguiente la camarera se montó en un autocar y lo dejó todo. Él se sintió huérfano de nuevo. Estas mujeres son todas iguales, pensó. Te dejan sin ningún remordimiento. No lloró porque los chicos no lloran. No bailó porque los tipos duros no bailan. Era duro de pelar, así que tampoco se la peló. Se subió a un tren y recorrió el país. Pensó que en realidad era el país el que lo estaba recorriendo a él. Cuando se cansó de recorrer el país, se bajó en una estación y enfiló un camino polvoriento que llevaba a un pueblo polvoriento. Se dijo que era un buen lugar para volver al polvo original. Hoy sigue allí, pero ya no es un pueblo polvoriento sino una metrópolis reluciente. De vez en cuando lee relatos de Javier Tomeo. También lee aforismos de Edgardo Torres. Ayer me leyó unos pocos. Me dejó para el final su favorito:
“Tengo caspa, eso es todo, mi alma se descompone y se recompone y se descompone en un inmovilismo celular que es una invitación al estoicismo.”

Acerca del autor:
Rafael Blanco Vázquez

sábado, 2 de junio de 2012

La chica del sombrero - Rafael Blanco Vázquez


Hay que ver lo mal que estoy en esta foto. Me encuentro la mar de viejo. Y tengo un gesto triste. Hay que decir que en esa época salía con una tía insoportable, que me tenía amargado. ¿Por qué la aguanté tanto tiempo? Te juro que aún no lo entiendo, dos años después. Recuerdo que vagaba por las calles de la capital sin saber qué hacer. Me metía en cualquier bar y leía. Eso sí, curiosamente leía mucho. Quiero decir que la angustia que me provocaba salir con ella no me impedía leer, todo lo contrario. Va por épocas.
Lo único que me gustaba eran nuestras noches, ciertas noches. Ambos éramos extranjeros y ella me pedía que le cantase canciones en mi idioma. Eran momentos hermosos.
Los orgasmos fuertes la hacían gritar en el suyo, y a mí me daba la risa. Al terminar fumábamos y nos besábamos y a veces yo le pintaba las uñas de los pies.
La muy cachonda siempre llevaba las uñas de rojo.
Yo no podía más. ¿Por qué tenía que abrir la boca, con esa voz nasal?
Aquí tengo otra foto de la misma época. ¿No te parece que sonrío sin ganas? No sé.
Era una tía antipática, fundamentalmente. Una tía, cómo decirlo, poco simpática. No daban ganas de hacer chistes, de comentar una película, de compartir una sobremesa. Ahora bien, era la más agradable de todas sus amigas.
Yo acababa de dejarlo todo, trabajo, ciudad, amigos, porque necesitaba cambiar de vida. Ella me sedujo como nadie lo había hecho y como nadie lo ha hecho desde entonces. ¿Ves esa gente antipática que sabe lo que quiere? Yo me encontraba en un café con un grupo al que acababa de conocer. Tenía la noche inspirada, estaba más gracioso que nunca. Ella leía sola en un rincón, con las piernas cruzadas y un sombrero en la cabeza. Parece ser que no podía parar de escucharme y que se dijo: “Éste para mí”. Esa misma noche follamos en la mesa de su cocina.
Cuando sentí que se acercaba al orgasmo, me gritó en su idioma:
—Fóllame, fóllame.
—Pero si te estoy follando, golfa.
—Cállate, cállate.
Entonces me agarró la cabeza con fuerza y yo, de un golpe seco, le metí un dedo en el culo. Una barbaridad, un gustazo, pensé que se me rompía la polla.
Era una tía extraña. Mírala en esta foto. Seductora y repulsiva a un tiempo. Guapa y fea a la vez. Espabilada pero pánfila. Con las uñas de rojo como siempre, la muy distante. Y mírame a mí a su lado. Un hombre apagado, apocado, consumido.
Ahora estoy mucho mejor. Dos años más viejo y parezco mucho más joven. ¿Será la soltería? No lo sé, porque ganas de una noviecita no me faltan. Pero creo que les tengo miedo. Hay algo en las mujeres que me pone tenso, algo que nunca funcionará entre ellas y yo. Y creo que sé lo que es: que a mí me gusta estar vivo.


Acerca del autor:
Rafael Blanco Vázquez

lunes, 9 de abril de 2012

Melancolía - Rafael Blanco Vázquez


—¿Tiene algún libro de James M. Cain?
—Caballero, esto es una zapatería.
—¿Y eso le impide tener libros de James M. Cain?
—Caballero, no tengo tiempo.
—¿Se está usted muriendo?
—No, ¿por qué?
—Tiene mala cara.
—Hace mucho calor en esta tienda.
—Salgamos afuera y fumemos un cigarrillo.
—Está bien. ¿Cómo se llama usted?
—José Mauricio.
—Yo me llamo Dominga.
—¿Me regala un cigarrillo, Dominga?
—Lo que haga falta.
—Qué lindo es fumar. Lástima que haya tenido que dejarlo, pero últimamente me sentaba realmente mal.
—¿Y por qué fuma ahora?
—La vi a usted y me entraron unas ganas súbitas, irreprimibles.
—Es lo más bonito que me han dicho nunca.
—Puedo decirle cosas aún más bonitas.
—¿Por ejemplo?
—No se me ocurre nada.
—¿Quién es usted, ser misterioso?
—José Mauricio Bermejo, agente de seguros, para servirla a usted. Los lunes ceno con unos amigos maricones, luego charlamos y tomamos caipiroskas, los martes voy a mi bar favorito, los miércoles juego al fútbol con unos amigos machotes, luego cenamos y bebemos whisky, los jueves vuelvo a mi bar favorito, los viernes suelo practicar sexo con alguna noviecita, a veces también los domingos, para aplacar la melancolía, y los sábados me aburro mortalmente. Hábleme de usted.
—Dominga Lavandeira, dependienta en una tienda de zapatos, antigua camarera, para aplacarlo a usted. Los lunes escucho cantautores, los martes pop británico, los miércoles voy al gimnasio, los jueves salgo con mis amigas, los viernes dejo que el azar decida por mí y los fines de semana escucho flamenco-jazz.
—Na te debo.
—Na te pío.
—Me voy de tu vera, orvíame ya.
—Que he pagao con oro tus carnes morenas.
—No maldigas, paya, que estamos en paz.
—Canta usté muy bien.
—La vida es tediosa, Dominga. Nietzsche decía que la madre del desenfreno no es la alegría sino la ausencia de alegría. Y sin embargo yo tengo ganas de todo menos de desenfreno. Me encantaría follármela a usted y que me pidiera perdón justo al llegar al orgasmo. “Perdón, José Mauricio”. Yo la acariciaría y la besaría y dejaría mi orgasmo para más tarde. Y usted me pediría perdón por haberme pedido perdón.
—Es verdad que eso no es desenfreno.
—Ni de lejos.
—Pero cumple la misma función: aplacar momentáneamente la melancolía. Somos dos seres melancólicos, José Mauricio.
—¿Me acaba usted de besar?
—Perdón, José Mauricio.

Acerca del autor:
Rafael Blanco Vázquez

viernes, 30 de marzo de 2012

El traductor que quería traducir - Rafael Blanco Vázquez


Había una vez un traductor que quería traducir. Se juntaba con un actor deseoso de actuar, un cantante ávido por cantar y un profesor ansioso por profesar. Formaban un grupo de deprimidos de la vida bastante deprimente de ver. Yo no quería verlos ni en pintura.

Un día llegó un pintor que anhelaba pintar y los pintó a los cuatro. El éxito del cuadro fue inmediato e internacional. El pintor contaba en las entrevistas que había intentado pintar una reunión de seres que sólo pretenden ser lo que ya son. Algún avezado periodista con ínfulas de sabueso le preguntó si no serían más bien unos seres que son antes de ser, a lo que el pintor se encendió su pipa, guardó silencio y no volvió a pintar nunca más.

Yo, por aquel entonces, sólo tenía una ambición: vivir. Pero no fue posible. Me moría por vivir y morí sin haber vivido. Ahora soy un muerto viviente solitario. Nunca tengo hambre y sólo me apetece salir para hablar con mi enterrador, un tipo viejísimo que, según me cuenta, de pronto fue enterrador sin haber sabido nunca que quería serlo. Él sólo sabía que quería ser padre, así que se casó, qué remedio. Su mujer le dio 7 hijos. A día de hoy los ha enterrado a los 8, así que, me asegura, puede considerarse un hombre realizado.

El autor: Rafael Blanco Vázquez

martes, 20 de marzo de 2012

El apartamento - Rafael Blanco Vázquez


Estaba viendo comer al gato en la cocina. De repente reparó en un cuchillo que había por ahí. Se preguntó cómo sería agarrar el cuchillo y clavárselo al gato. En el vientre, por ejemplo. ¿Qué haría el gato? ¿Lanzaría un chillido desgarrador? ¿Se desplomaría? ¿Le atacaría? ¿Le daría por huir, regando de sangre el apartamento? ¿Y qué haría él? ¿Lo seguiría despacito, sin prisa alguna, como los psicópatas de las películas? ¿Cómo lo remataría? Pensar en la sangre le procuraba un sentimiento primero de embriaguez y enseguida de pereza. Sangre por todas partes que tendría que limpiar él mismo, la maldita cotidianidad que todo lo ensucia. Pensó que su instinto cazador había quedado reducido al terreno de la seducción y que últimamente le había dado por pegarles fuerte en el culo a sus amantes, a veces en la cara. Guantazos que ellas disfrutaban y le devolvían con menor intensidad, como pidiendo perdón por ser castigadas. ¿Pero cómo sería la visión de las tripas del gato? Pensó en el olor a mierda de las tripas de Santiago Nasar y se dijo que no había nada que hacer, que su contacto con las vísceras era puramente intelectual. El gato terminó de comer, maulló y se frotó contra sus piernas. Él consideró las diversas posibilidades que le ofrecía esa tarde. Ir al cine, salir a tomar algo con amigos, pasear, presentarse en casa de Cecilia. Decidió empezar una nueva novela policíaca.


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Rafael Blanco Vázquez