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domingo, 9 de noviembre de 2014

El compadre Molina - José Luis Velarde


Antes de venir a verte maté al compadre Molina. No te asustes, dentro de lo que cabe, creo que no padeció. Nada más se le fruncieron los labios y luego se fue de cara sin soltar un pujido. Allí mismo, frente al Estero de las Mojarras, hice un pozo bien hondo y lo enterré amortajado con el suadero de su caballo.
No me veas con esos ojotes de vaca recién parida, al fin y al cabo el difunto ya descansa en paz y a mí no me queda otra que volver con los carrancistas del general Patiño, si me quedo aquí capaz que me fusilan.
Regresé muy contento pensando en el gusto que te iba a dar, pero apenas me acerqué al pueblo me dieron el chisme. Te vieron con el compadre en el río. Qué lástima, más de tres veces me sacó de apuros, no se rajaba nunca con los pesos ni con las armas y menos si se le ponía enfrente una vieja franjolina como tú.
No, no te arrecholes en ese rincón, no te voy a pegar, aunque me gustaría amarrarte al palo del chiquero y que tragaras lo mismo que los puercos, pero ya ves que no. Agarra tus tiliches y lárgate, porque ya no aguanto las ganas de reírme. No porque te vayas, sino por el último favor de mi amigo.
No sé cómo diantres te metiste con él. ¿Recuerdas la llaga que traía el compadre más enconada que un pinolillo? ¿Te acuerdas de sus dolores de cabeza y de lo amolado que estaba por las reúmas?
Qué bueno, porque ahora te va a pasar lo mismo. Mi compadre ya no tenía remedio. Por eso lo ejecuté sin remordimiento. A ver si tú encuentras quién te mate, porque de otro modo tendrás que sufrir los mismos dolores que tuvo Molina.
Todo por culpa de esa pinche enfermedad que pegan las pirujas.

Sobre el autor: José Luis Velarde

jueves, 17 de julio de 2014

Revelaciones sobre la fama - José Luis Velarde




Los noticiarios informan el aparecimiento de un frenesí vicioso capaz de supurar lujuria durante días enteros. Acompaña sus manifestaciones con piezas de oratoria insuperable. Repite un síndrome advertido en Juan Tenorio, Casanova y otros parranderos de mayor o menor renombre según el anonimato disponible o el afán exhibicionista de cada uno de ellos.
Al anonimato contribuye la actitud asumida por los afectados, pues no siempre desean endilgar quejas tras concluir sus encuentros con un frenesí acompañado de oratoria insuperable. Resulta obvio que algunos se avergüenzan, otros manifiestan conformidad con lo conseguido y que son muchos los que consideran injusto pelear por un hallazgo que los ha hecho tan felices como nunca soñaron.
Otro factor influyente para que prevalezca el anonimato es la presencia de reporteros, cronistas de la vida social, historiadores, paparazos, detectives, comadres o chismosos; cada época les concede nombres diferentes, empeñados en saber cómo un frenesí vicioso llega a adentrarse en una persona para afectar a determinado sector de la humanidad. Es lógico suponer que ciertos cargos y posiciones cuentan con más analistas. Entre ellos uno puede referir los relacionados con la nobleza, los otorgados por la fama, el mundo del cine, los gobernantes y el monto de las fortunas involucradas.
No suelen difundirse las historias surgidas en otros estratos sociales a menos que devengan en hechos delictivos enredados con historias patibularias.
¿A quién le importa saber la vida de un miserable por más seductor que sea?



Acerca del autor:  José Luis Velarde

jueves, 13 de marzo de 2014

Edipo amoroso - José Luis Velarde


Yocasta no quiere que la bese, pero cuando estamos solos devuelve cada uno de mis besos. Ella me dice que el tiempo devorará su atractivo y que voy a olvidarla entre sonrisas jóvenes, mórbidos cuerpos y las profecías de Tiresias.
Yo no le temo a las esfinges. No hay acertijos que no pueda resolver ni oráculos en mi destino. A veces he retado a los dioses sin respuesta. No me escucharon o quizá son ellos los que temen.
Yocasta respeta sus designios y desconfía del futuro compartido entre nosotros. Me aterroriza que sólo entienda frases hechas y argumentos corporales. Yo le digo que debemos completar la sucesión de presentes donde nos encontramos día tras día y que nuestro amor es lo único digno de confianza. Insisto, porque amo los temores de Yocasta, la sonrisa impredecible, el cuerpo magnífico y amo también sus ojos grandes, porque ahí me reflejo para olvidar tantas tragedias protagonizadas en el pasado.
Sé, lo sé, que esta vez no habrá muertes, ni ceguera ni arrepentimientos posteriores, a fin de cuentas conozco nuestra historia. Además analizo desde hace muchos años las teorías freudianas empecinadas en mostrarnos más personajes que personas. Eso no sirve. Somos seres libres y no podemos conceder razón alguna a Homero, Sófocles, San Albano, Voltaire o Gidé, entre tantos otros empecinados en mal contar nuestras vidas.
Somos nuestros y eso no podrá cambiarlo escritor alguno.

Sobre el autor: José Luis Velarde

sábado, 25 de enero de 2014

El cine contemporáneo - José Luis Velarde


Antaño las salas de cine escondían personas parlanchinas y bolsas de plástico rasgándose para extraer dulces con espantosos chirridos como las voces mal educadas. Uno temía a los incontinentes levantándose cada quince minutos para ir al baño o a comprar más dulces. Era horrible sufrir la proximidad de cuerpos voluminosos y sudor agrio. La falta de aire acondicionado era martirio, pero los problemas se evitaban yendo a las funciones menos congestionadas.
El cine del Siglo XXI aún sufre todas esas molestias y empeora con la proliferación de quienes cargan IPads, IPhones y demás mierdas de pantallas deslumbrantes. Faros que encandilan mientras los propietarios atienden facebook, responden llamadas, teclean mensajes de textos o mandan estupideces como:
"Aquí en el cine viendo El Hobbit.
PD:
Anexo foto del "Combo chatarra grasienta" que devoro nomás pa dar envidia XD."

Lo único diferente es que las personas no platican con quienes les acompañan. Platican con interlocutores ubicados en cualquier otro sitio siempre y cuando sea remoto y de mal gusto.
Suelo exclamar: "Por favor apague sus pinches artefactos electrónicos y deje ver la película en paz".

PD:
Mensaje enviado al volver a casa.
No pude hacerlo desde el cine, pues me expulsaron por insultar al propietario de una tablet cercana.

Acerca del autor:
José Luis Velarde

sábado, 12 de octubre de 2013

Los ejemplos no deberían exhibirse – José Luis Velarde


Nunca será bueno emprender cualquier proceso de enseñanza basándonos en un ejemplo. Es cierto que la creencia popular repite tal desatino desde tiempos antiquísimos. Desde mi punto de vista los ejemplos no son buenos consejeros. Más vale permitir tropiezos, desfiguros y equivocaciones sin darle importancia a los golpes o pérdidas ocasionadas por el anhelo de aprender. De verdad creo que puede aprenderse más de los fracasos que de procesos bien alineados mediante innumerables consejos. Los fracasos alientan la creatividad y permiten el movimiento; ese ir y venir ajeno a quienes se cultivan como si fueran plantas preservadas en una maceta. Siempre a salvo de las inclemencias parecen recubrirse con un aislante térmico a la vez que emotivo; un ambiente especial propicio para generar un crecimiento endémico que de ninguna manera podrá permitirles sobrevivir en entornos más complicados. Nunca supe de un bien aconsejado que se sintiera dueño de un conocimiento pletórico de experiencias, para ellos ser un ganador no implica el combate feroz al que se acostumbran los que aprenden por sí mismos. A mí me parece que vivir siempre bajo la sombra protectora del ejemplo es comparable con el crecimiento endogámico que arruina las mejores posibilidades de la selección natural.
En este planteamiento lógico debería ser derecho universal la libertad concedida a los alumnos para permitirles ir hacia el conocimiento sin temor al fracaso. Más allá del cielo celeste concebido como representación del paraíso arquetípico existen tonalidades infinitas dignas de conocerse para emparejarse con las emociones humanas. Esta libertad propiciará el carácter indómito de nuestros estudiantes y permitirá repujar sus emociones con el acierto otorgado por el azar infinito. Ellos sabrán blandir sus experiencias íntimas de acuerdo a sus propias necesidades a salvo de quienes predican sin reserva. No hace mucho un carpintero exhibió un madero seco ante sus alumnos y quiso representar con él la triste existencia de un árbol condenado a servir como último leño en una fogata. Deseaba en vano ofrecer el ejemplo de las vidas desperdiciadas. Nosotros pensamos de manera diferente y no nos importa saber si un cactus californiano arderá como un árbol aproximado al fuego. Ya lo dirán las circunstancias de cada explorador, pues no nos importa perdernos en una ruta supuestamente conocida.
Tampoco nos interesa ir más aprisa o lentificar nuestro paso. Somos libres y sabremos atenernos a las consecuencias de nuestros actos. Ellos son aleatorios y encontrarán sus propias posibilidades en cualquier sendero elegido.

Sobre el autor:  José Luis Velarde

jueves, 12 de septiembre de 2013

El ponderado sortilegio del burócrata - José Luis Velarde


El hombre arroja las alpargatas contra el televisor donde rebotan sin causar daño. Son esponjosas como los cimientos de su empleo. Le enoja no haber lanzado un objeto contundente como el cenicero de vidrio, pero más le disgusta la pasividad exhibida en la oficina. Aquí como allá hizo falta ser más autoritario que político. Si es que pudiera compararse el miedo de romper la pantalla con los trucos de un negociante acostumbrado a salir bien librado como los gatos al caer. Se pregunta si vale la pena formular una estrategia que le permita sobrevivir al jefe autoritario y al turbio ambiente que emana de cada archivo circulante en el trabajo.
Se plantea una serie de asuntos que debe someter a revisión. Son quince. Le parecen demasiados. Pospone el análisis para dentro de quince días. Así podrá analizarlos de uno por uno sin la precipitación que ahora le acongoja. Toma un baño con agua caliente y se va a dormir.
La esposa ni siquiera nota el arribo a la cama.
El hombre despierta a las tres de la mañana. El insomnio como siempre. Decide aprovecharlo para organizar la manera en que va a enfrentar sus problemas. Reflexiona. Antes de los quince días sugeridos se reunirá con su mujer y algunos familiares cercanos. Así, entre todos, podrán elegir los cinco puntos más importantes para consolidarse en el empleo.
Ya definidos en orden de prioridad podrá elaborar una guía que le permita orientarse. Definir protocolos, someterlos a revisión. Darles seguimiento hasta llegar a la parte operativa que le permita reubicarse en cada aspecto de la situación ahora insostenible. Un proyecto como el que elabora le tomará tiempo, quizá no más de seis meses, pero se siente prolífico. Un generador de ideas en pleno trabajo creativo.
Planeación, organización, integración, dirección y control son elementos que como buen administrador reinventa en cada crisis.
—No hay vicisitud invencible ante una buena estrategia —exclama.
Bosteza a las tres quince de la mañana.
Se siente más tranquilo, pues ahora enfrenta sus problemas mediante los recursos aprendidos en treinta años de trabajar como burócrata de medio pelo.
Cierra los ojos mientras piensa que quizá sea buena idea alargar el plazo. Seis meses pasan volando, además ya se aproximan las vacaciones de verano. Bienvenidas, pero no bien concluyen cuando las personas comienzan a pensar en las fiestas navideñas. Le mortifica pensar que en esas fechas es difícil echar a andar maquinaria alguna, pero bien sabe que sólo necesita tiempo para armar un buen proyecto.
Ronca.
La esposa despierta para darle una cachetada.
El hombre se adentra en la burocracia y duerme tras encontrar el silencio.

Acerca del autor:
José Luis Velarde

lunes, 2 de septiembre de 2013

Al margen del proceso creativo - José Luis Velarde


El escritor decide abordar un nuevo tema en la ciencia ficción. El contagio de enfermedades mediante radiofrecuencias. Imagina personas devastadas por sólo responder el teléfono celular. Supone que la novela puede iniciar en un laboratorio donde se enferma a un simio situado día tras día frente a una televisión. Un mal venéreo directo al tuétano o al iris del infortunado espectador. El asesino invisible y perfecto. Un cáncer que viaje oculto entre las señales de telecomunicaciones hasta impactarse en el grupo social que pretende infectar. El proyecto le entusiasma, aunque bien sabe que la realización será un tanto complicada, pues no sabe gran cosa de radiofrecuencias ni de enfermedades. Llama a su editor que responde vocinglero como siempre. Catorce minutos después consigue comunicarle el nuevo proyecto. A cuatrocientos kilómetros de distancia el rechazo se incrementa hasta retumbar en el oído derecho del postulante.
Queda sordo un par de minutos.
Lo recibido es tan intenso y creíble que el escritor decide cambiar el desarrollo argumental que apenas iniciaba. Anota en el margen de su primer esquema que será mejor asesinar a los indeseables con sonidos amplificados de acuerdo a la voluntad del emisor.


Acerca del autor: José Luis Velarde

sábado, 27 de julio de 2013

El arcoiris desciende para mezclarse con nosotros - José Luis Velarde



El maestro habla de soluciones, peso específico, densidad y compuestos que me parecen mezcolanzas sin maldita gracia. Sólo me ha gustado la combinación de tres colores surgida cuando preparó una sangría con vino tinto que no quiso compartir. El gotero que sostiene en la mano derecha deja caer una gota de miel sobre el agua contenida en un vaso. Los alumnos la vemos descender hasta el fondo. Sube apenas mezclada. El maestro ni siquiera la mira mientras explica los cambios paso a paso. Pregunta monótono si la temperatura del agua o la altura desde la que se deja caer la miel introducen cambios en el producto final. El laboratorio parece un cementerio. Llueve en el exterior. Pienso en un poema. Escribo lo que pienso y se lo muestro a Laura.
“El arcoíris despliega velos de seda.
Van de la librería al cementerio.
Tú y yo estamos en cada extremo.
Muero mientras lees un poema.”
Siempre he dicho que tengo mala suerte y que la poesía es un buen instrumento para conservar un noviazgo.
Laura sonríe y tras ella otras dos compañeras se agitan cuando el maestro interrumpe la exposición de menjunjes para dirigirse a mí.
—Compañero Godínez, por favor lea el texto que tanta gracia causa a la clase.
El maldito. Me incorporo y leo como si fuera un trabalenguas de tan enojado que estoy.
—Espero que así como consiguió unas líneas bastante bien estructuradas pueda explicar los conceptos que me empeño en exponer.
Me disculpo. Permanezco en silencio. Recibo tarea extra que anoto sin reclamaciones.
Dos minutos después intento enhebrar un cabello de Laura en el ojo de una aguja que encontré sobre la mesa del laboratorio. Es imposible.
El timbre llega al rescate como todas las horas como todos los días. Es la hora de retirarnos. Laura sube a mi auto. Luce contenta. Arranco como si tuviera prisa por recorrer los cuatro kilómetros que separan el campus de nuestra ciudad. El arcoíris se ubica en los dos extremos señalados en mi poema. Laura lo advierte y me da un beso en la mejilla y me dice que me quiere. No respondo. A ella no parece importarle y habla sin parar sobre una fiesta próxima a la que no podemos dejar de asistir. Pienso en la olla de oro que aguarda en el final del arcoíris. Tomo el libramiento para ir hasta el cementerio. Frunzo los hombros cuando Laura pregunta por qué cambió la ruta que siempre seguimos. No respondo. Quisiera reconocer el final de un arcoíris. Laura pregunta si ya no la quiero. No respondo. ¿Y si termina en la librería y sigo una mala elección? Ella insiste con el interrogatorio absurdo y cada dos o tres frases dice que hará lo imposible por entender mi silencio, pero que de todos modos me quiere.
No respondo.
Laura grita y yo también grito al descubrirnos dentro de una nube roja. El aire se colorea conforme nos adentramos en el arcoíris. Me pregunta qué ocurre, pero nuestro velo ya es naranja. La neblina se espesa y es más difícil avanzar. Aún así nos movemos a unos diez kilómetros por hora. Al adentrarnos en el amarillo nuestro recorrido se interrumpe.
Afuera la combinación de colores muestra un dorado espléndido.
Me extraña el silencio de Laura.
La descubro brillante, muda y estatuaria.
Una mujer de oro sentada a mi lado sin proferir palabra.
Mi corazón late frenético cuando al dar marcha atrás Laura permanece sin cambios, en cambio el auto comienza a ganar velocidad.
Maniobro hasta reorientarlo. Me distancio del cementerio lo más rápido que puedo. Mientras me digo que la leyenda del arcoíris es cierta a medias. En ninguna parte te dicen que debes ir acompañado por alguien que te ame para recibir tu recompensa.
Debe tratarse de una mezcla efectuada en las condiciones correctas tal y como dice mi profesor de química.
Algo relacionado con la densidad, el amor o las soluciones que tampoco entiendo.
Por primera vez en muchos días me enorgullece no saber nada.


Acerca del autor:  José Luis Velarde

domingo, 30 de junio de 2013

El enemigo huía en lontananza - José Luis Velarde



—Los cascos de la caballería resonaron con brutalidad en la llanura —solía repetir mi abuelo que nunca fue parte de revolución alguna—. Aún guardo el pergamino donde se reconoce mi valor en ése y otros combates que aún me llenan de añoranza y felicidad.
A mi abuelo no le molestaba la repetición de sus hazañas imaginarias. Empezar una charla significaba tomar el control de ella. Preguntar y responderse era una habilidad bien aprendida. Las palabras eran un afluente impulsado por borbotones que muy pronto resultaban predecibles, porque las anécdotas no eran demasiadas. Cualquiera lo notaba pronto por más despistado que fuera, porque siempre las contaba con las mismas palabras. Algunos intentaban decirle con cortesía que ya habían oído con anterioridad lo que intentaba contarles. Entonces el viejo solía responder:
—Sí, sí, pero permíteme contarte lo que pasó después.
La charla se reanudaba en el mismo punto donde había sido interrumpida.
Hubo ocasiones en los interlocutores se marcharon sin que él lo advirtiera.
De tanto quedarse solo comenzó a dirigirse a los objetos que lo rodeaban. No porque los confundiera con personas sino porque comenzó a personalizarlos. Una tarde me presentó al señor Anaquel y a la señora Estufa a quien acompañaban dos muebles pequeños. El niño Horno de Microondas y el niño Sartén.
Lleno de tristeza intenté prometerle a mi abuelo que a partir de ese momento yo le dedicaría más tiempo. Me miró complacido antes de contestar.
—Sí, sí, pero permíteme contarte lo que pasó después.
Los cascos de la caballería volvieron a resonar con brutalidad en la cocina.

Acerca del autor:  José Luis Velarde

sábado, 27 de abril de 2013

Al margen del proceso creativo - José Luis Velarde


El escritor decide abordar un nuevo tema en la ciencia ficción. El contagio de enfermedades mediante radiofrecuencias. Imagina personas devastadas por sólo responder el teléfono celular. Supone que la novela puede  iniciar en un laboratorio donde se enferma a un simio situado día tras día frente a una televisión. Un mal venéreo directo al tuétano o al iris del infortunado espectador. El asesino invisible y perfecto. Un cáncer que viaje oculto entre las señales de telecomunicaciones hasta impactarse en el grupo social que pretende infectar. El proyecto le entusiasma, aunque bien sabe que la realización será un tanto complicada, pues no cococe gran cosa de radiofrecuencias ni de enfermedades. Llama a su editor que responde vocinglero como siempre. Catorce minutos después consigue comunicarle el nuevo proyecto. A cuatrocientos kilómetros de distancia el rechazo se incrementa hasta retumbar en el oído derecho del postulante.
Queda sordo un par de minutos.
Lo recibido es tan intenso y creíble que el escritor decide cambiar el desarrollo argumental que apenas iniciaba. Anota en el margen de su primer esquema que será mejor asesinar a los indeseables con sonidos amplificados de acuerdo a la voluntad del emisor.

Sobre el autor: José Luis Velarde

martes, 16 de abril de 2013

Un vals en beneficio de Emma - José Luis Velarde


Extrajo un cigarrillo de un estuche que parecía más propio de una joya.
—La mejor terapia grupal es reunirse conmigo. ¿O no? —recalcó autoritaria como siempre.
—Tus preguntas parecen una orden para que uno diga lo que quieres oír.
—No digas que no te cae bien mi compañía —puntualizó Emma.
—¿Ordenas o preguntas?
—Ay, Jorge, siempre tan suspicaz.
Pisó el acelerador como si participáramos en una competencia de arranques.
Siempre tenía prisa.
El termómetro del automóvil indicaba 42 grados centígrados cuando volteó a verme.
—Tras aquella arboleda instalaron un ferial. No sé si sea sólo para niños, pero alcancé a ver una montaña rusa. De cualquier forma supongo que habrá un restaurante. ¿Vamos? Así podremos hablar de los detalles del divorcio en un ambiente más alegre que los juzgados donde nos hemos reunido en los últimos días.
Darle la razón a Emma garantizaba pasarla bien. Sólo bastaba no dar importancia a las frecuentes imposiciones que la caracterizaban. Los verdaderos problemas surgían cuando deseabas interrumpir la diversión en que solía desenvolverse.
Asentí.
—Retardaste demasiado la respuesta, pero agradezco que aceptes.
—Es la primera vez que me das las gracias en mucho tiempo —dije mientras ella sonreía.
Al descender del vehículo sentí una bofetada de aire caliente. El termómetro no era un indicativo confiable para revelar lo que deparaba el mediodía de julio.
Emma me adelantaba los pasos necesarios para permitirme apreciar su nueva silueta. Parecía que los cuatro meses de separación los hubiera vivido encerrada en un gimnasio. Experimenté de golpe mi falta de condición física cuando no pude alcanzarla por más que me esforcé.
—Es una maravilla —gritó.
Ya me esperaba en la entrada. Se veía algunos años más joven. Ni siquiera el sol era capaz de revelar las arrugas que marcaban el rostro ahora renovado. Añadí un dermatólogo al gimnasio milagroso. Emma tenía los boletos en la mano. Ni siquiera la había visto acercarse a la taquilla, pero supuse que iba más preocupado por la tierra y el cuerpo de Emma que por otros movimientos.
Iniciamos nuestro recorrido en una nave espacial que giró hasta marearme, pero no era un mareo desagradable era como si recordarnos juntos me alegrara tanto como para experimentar una suave borrachera.
Emma se apretujó contra mí mientras caminábamos hasta un puesto de tiro al blanco. Desinhibido como pocas veces derribé trece muñequitos de manera consecutiva. Ella pidió un oso de trapo. Al recibirlo me dio un beso y me sentí capaz de cualquier hazaña. Caminamos hasta la tienda de un mago sin dejar de sonreír. Un asistente nos condujo hasta Sandor el Magnifico. El tipo saludó a Emma con afecto. Creí escuchar que la felicitaba por haber tenido la suficiente confianza para volver y por haberme llevado. Pregunté qué decía y la respuesta sonó un poco distinta.
—Dije que las personas nunca se van de las ferias, porque en ellas se oculta la juventud eterna. La niñez, lo que fuimos ahí permanece hasta que uno decide rescatarlo.
Me limité a sonreír y culpé a mi euforia.
Escuché que la función sería privada. Un motivo de orgullo. La temperatura descendió cuando nos adentramos en la tienda. Bien instalados vimos llamaradas coloridas, palomas surgiendo de sombreros, una caja fuerte suspendida en el aire y algunos espíritus llegaron de ultratumba para compartir el espectáculo. Nada distinto de lo ofrecido por otros magos. La diferencia surgió cuando nos pidió reunirnos con él en el escenario.
—Abrácense. Voy a recrear un número que incrementará su felicidad como pareja.
Emma tomó mi mano y subimos al estrado.
El mago hablaba en una lengua extraña. El sueño se enredaba en mi mente. Emma lucía más hermosa que nunca. Sentí desplomarme, pero estaba en el mismo sitio. Solicité auxilio, pero oí mi voz agradeciendo al mago la función que nos brindaba. Quise huir sin experimentar desplazamiento alguno.
Un vals intensificaba sus notas. Bailaba y bailaba con Emma mientras el mago tocaba un piano blanquísimo.
Me maldije por confiar en aquella mujer aficionada a las artes mágicas desde siempre.

Acerca del autor:  José Luis Velarde

sábado, 6 de abril de 2013

El color nocturno - José Luis Velarde


De pronto me siento más gregario que una esfera navideña. Advierto liquen sobre mis manos y me horroriza imaginar el aspecto de las coyunturas. Ni pensar en las ingles. La inmovilidad puede volverte verde. Una especie de reptil. Un personaje destinado a promover la naturaleza cuando ni siquiera me atrae unirme a un movimiento ecológico así sea constitucional. Siempre creí que en la quietud florecerían los tonos ocres. Los adjudicados a la herrumbre durante tantos años. Quizá no ingiero el hierro suficiente para que mi hemoglobina adquiera la engañosa opacidad del otoño.
El liquen se ausenta cuando alguien oprime el claxon desde el vehículo situado detrás del mío. Me apresura. Saco la cabeza por la ventanilla y le grito que mi vehículo no arranca. Se ofrece a empujarme. Rechazo la ayuda. Se marcha con un rechinido de neumáticos. El semáforo ya luce amarillo. Mis manos se oxidan y luego enrojecen.
Elmo, Hellboy y un Angry Bird a la vez.
Inicio la marcha enrojecido como el Hombre Araña y casi al instante advierto que debo tener un farol estropeado. Me detengo. Pongo la luz alta y veo que el problema desaparece. Hago el cambio y mi lado se oscurece tanto como el exterior. Retrocedo diez metros, por suerte el cruce luce desierto.
El semáforo se encuentra en rojo.
Mis manos son incandescentes, me digo, mientras intento decidir lo que debo hacer. De continuar el camino a mi casa con las luces altas podría ser infraccionado tanto como si lo hiciera sólo con un farol. De ser detenido por un agente de tránsito de seguro notará mi embriaguez y me levantará una infracción. Apenas ayer fui sancionado por circular a baja velocidad en una calle donde el velocímetro debe estar entre sesenta y ochenta kilómetros.
Mi expediente no se encuentra muy limpio.
Un conductor pide voluntarioso que mueva mi vehículo.
El semáforo se encuentra en verde otra vez.
De pronto me siento más gregario que un auto abandonado. Advierto liquen sobre mis manos. Saco la cabeza reverdecida por la ventanilla y le grito que mi vehículo no arranca.
Ofrece empujarme y rechazo la ayuda mientras me adentro en las tonalidades amarillas de mi piel camaleónica.

Acerca del autor:
José Luis Velarde

jueves, 4 de abril de 2013

En defensa del hipotálamo - José Luis Velarde


De última hora corre el rumor de que el hipotálamo se encuentra harto. Ya no quiere ser el responsable del complejo protocolo que regula misterios insondables en cada existencia, pues secreta nueve hormonas conocidas para regular el funcionamiento de otras glándulas. Al hipotálamo corresponde establecer vigilar el hambre, la sed, la humedad interna, el sueño, la vigilia, la diuresis y la temperatura corporal, entre tantas otras labores ubicadas dentro de la frontera de lo involuntario. Bien podría comparársele con un mayordomo de altísimo nivel al coordinar el reparto de responsabilidades entre los seres vivos que gozan de su trabajo.
El hipotálamo considera que cumple demasiado bien sus funciones y que las recompensas que recibe no le bastan.
Exige que se añadan líneas mencionándolo en cada libro de texto y que se le dedique mayor tiempo de conversación, pues sólo así podrá superar que siempre se le incluya como parte del Sistema Nervioso Parasimpático al que detesta.


Acerca del autor:  José Luis Velarde

martes, 2 de abril de 2013

Un ombú - José Luis Velarde


Rasca la costra empedernida en la rodilla derecha. Aparece pus ambarina. Oprime cuanto puede hasta marearse por el efluvio pestilente. Otra lastimadura en el cuerpo adolorido de tanto ir y venir sin rumbo. Atisba la pampa desierta y encuentra más yermo el corazón vacío. Camina por una hendidura reseca del terreno que le recuerda el cauce de un arroyo y le protege del viento helado de julio. Se detiene para observar el cielo donde el sol apenas asoma entre las nubes sempiternas. El horizonte ambiguo y gris no ofrece buenos puntos de referencia. La noche anterior maldijo no saber gran cosa de las estrellas. La Cruz del Sur siempre fue más una canción de Barocela que mapa celestial. Le fastidian las piernas y se desploma en la tierra amarillenta. Una yarará de cabeza triangular pasa muy cerca. El bicho acomete sin que él intente alejarse. El espanto se agotó dos o tres meses antes de viajar a Santa Rosa. Los dientes de la víbora no penetran la piel de las botas. El hombre no puede retenerla y ve cómo se escabulle en una grieta del arroyo interminable.
La luz vespertina se agota
Muchas veces se preguntó si acompañaba a su mujer como personaje de una obra destinada al éxito incomprensible. El retrógrado actor que aparece en las telenovelas para sugerir a la esposa fastidiada que un viaje al corazón de la pampa puede reinstalar las emociones descompuestas.
Se frota el cabello y descubre instantáneas del camino silencioso.
La sonrisa tibia de ambos. Una polaroid que nadie toma para inmortalizar la ruta. Las manos resecas rehuyéndose entre la distante cercanía de los asientos contiguos. En Luján estuvo a punto de subir a un ómnibus que fuera a cualquier parte. No lo hizo, pero la primera noche abordó una bicicleta que lo condujo al oeste. El suave descenso y la luz de la luna en su cuarto menguante. La cena romántica en el hotel sin caballero. La ciudad percibida en la segunda noche como una luz difusa hasta que el hombre sólo pudo atestiguar luciérnagas. El manubrio quebrado y la rodilla azotada entre las piedras. La marcha cada vez más difícil y la indiferencia del regreso. Se retrata al racionar el agua más por instinto que por prevenir la deshidratación. Sabe que en otro momento pudo volver. Sonríe al saberse tan incongruente como el ombú que se levanta muy cerca sin frutos y sin leña. Quisiera celebrar el descubrimiento con una fotografía. Una instantánea condenada a emborronarse por el transcurrir de los años.
El frío le dificulta respirar.
El cansancio, el sueño.
El hombre triste ni siquiera busca refugio bajo el follaje del árbol agitado por el viento hasta producir palabras intensas como silbidos que sólo escuchan los fantasmas.


Acerca del autor:  José Luis Velarde

miércoles, 27 de marzo de 2013

Globalizaciones - José Luis Velarde


De las alcantarillas surgen bocanadas de aire pestilente en los días angustiosos de la canícula. El calor las arrastra por la ciudad hasta combinarlas con otras emanaciones tóxicas. Algunas mezclas producen nubes coloridas aptas para payasos y uno que otro extravagante loco por la moda. Otras formas parecen reservarse para las personalidades más discretas. Entre estas últimas abundan las tonalidades grises y cabe señalar que la mayoría de las veces asumen comportamientos irreprochables.
No faltan los vahos de aspecto ambiguo imposibles de clasificar. Lo mismo se perciben como flores pantanosas que como juguetes estrafalarios. Van y vienen más ansiosos de divertirse que de extender sus malos efectos. Otros miasmas asumen su capacidad contaminante con indiferencia y se limitan a resoplar como las chimeneas de las fábricas desde los días de la Revolución Industrial.
Diversos vapores convocan al espanto. Sin sutileza asumen formas monstruosas. Los más traicioneros aparentan ser globos destinados a una fiesta infantil. Estallan de pronto para ahogar a sus víctimas como si no les importara convertir a la tierra en un yermo. Se sabe que un grupo de efluvios retrógrados no vacila en asumir la forma de un ombú en diversos espacios de la capital, incluso en Europa o Asia donde no habían sido vistos con anterioridad. Parece agradarles la confusión que despiertan entre biólogos, botánicos e ingenieros agrónomos al no saber incluir esta rara especie entre los árboles, los arbustos o las hierbas gigantes. De todos modos crecen hasta alcanzar los veinte metros de altura desde donde regalan sombra, pero nunca frutos ni madera buena para tallar una pipa, no digamos una escultura un poco más complicada.
Un investigador afirma que tarde o temprano estallarán como todo personaje baldío condenado a la extinción de la raza humana en cualquier historia repleta de humo y reiterada extravagancia.

Acerca del autor:  José Luis Velarde

miércoles, 13 de marzo de 2013

El rumor - José Luis Velarde


El rumor surgió vándalo de tan perentorio. Amplio, poderoso e instantáneo como la comunicación de las redes sociales donde lo repitieron hasta modificarlo una y otra vez. A los pocos días era un rumor independiente de la catástrofe anunciada al inicio del ataque informativo, pero aún era un rumor amplio y tan activo como los efectos de una droga gratuita e indetectable.
El rumor creció maravillado por el talento de los millones de guionistas que alimentaban las historias donde iba de lo bueno a lo malo sin pausa. Se sintió único al reconocer la fuerza de la creación colectiva capaz de mantenerlo en movimiento, aunque por esas fechas ya era un rumor de interés reducido y movimientos torpes por la vejez en que se adentraba. Hubiera entristecido de saber que los rumores los engendran unas cuantas entidades.
Seres, gobiernos y empresas donde se predice y calcula cada uno de los efectos y posibles cambios que habrá de sufrir un rumor tras impactarse como vándalo perentorio en la opinión pública.

Acerca del autor:  José Luis Velarde

miércoles, 30 de enero de 2013

Los ejemplos no deberían exhibirse – José Luis Velarde


Nunca será bueno emprender cualquier proceso de enseñanza basándonos en un ejemplo. Es cierto que la creencia popular repite tal desatino desde tiempos antiquísimos. Desde mi punto de vista los ejemplos no son buenos consejeros. Más vale permitir tropiezos, desfiguros y equivocaciones sin darle importancia a los golpes o pérdidas ocasionadas por el anhelo de aprender. De verdad creo que puede aprenderse más de los fracasos que de procesos bien alineados mediante innumerables consejos. Los fracasos alientan la creatividad y permiten el movimiento; ese ir y venir ajeno a quienes se cultivan como si fueran plantas preservadas en una maceta. Siempre a salvo de las inclemencias parecen recubrirse con un aislante térmico a la vez que emotivo; un ambiente especial propicio para generar un crecimiento endémico que de ninguna manera podrá permitirles sobrevivir en entornos más complicados. Nunca supe de un bien aconsejado que se sintiera dueño de un conocimiento pletórico de experiencias, para ellos ser un ganador no implica el combate feroz al que se acostumbran los que aprenden por sí mismos. A mí me parece que vivir siempre bajo la sombra protectora del ejemplo es comparable con el crecimiento endogámico que arruina las mejores posibilidades de la selección natural.
En este planteamiento lógico debería ser derecho universal la libertad concedida a los alumnos para permitirles ir hacia el conocimiento sin temor al fracaso. Más allá del cielo celeste concebido como representación del paraíso arquetípico; existen tonalidades infinitas dignas de conocerse para emparejarse con las emociones humanas. Esta libertad propiciará el carácter indómito de nuestros estudiantes y permitirá repujar sus emociones con el acierto otorgado por el azar infinito. Ellos sabrán blandir sus experiencias íntimas de acuerdo a sus propias necesidades a salvo de quienes predican sin reserva. No hace mucho un carpintero exhibió un madero seco ante sus alumnos y quiso representar con él la triste existencia de un árbol condenado a servir como último leño en una fogata. Deseaba en vano ofrecer el ejemplo de las vidas desperdiciadas. Nosotros pensamos de manera diferente y no nos importa saber si un cactus californiano arderá como un árbol aproximado al fuego. Ya lo dirán las circunstancias de cada explorador, pues no nos importa perdernos en una ruta supuestamente conocida.
Tampoco nos interesa ir más aprisa o lentificar nuestro paso. Somos libres y sabremos atenernos a las consecuencias de nuestros actos. Ellos son aleatorios y encontrarán sus propias posibilidades en cualquier sendero elegido.

Sobre el autor: José Luis Velarde

jueves, 24 de enero de 2013

Hammurabi – José Luis Velarde


Fui clonado a partir de una célula tan antigua como mi propia vida. Una célula reseca de insospechada simiente descubierta entre muchos otros vestigios analizados hasta el cansancio en el laboratorio donde regresé al mundo. Los científicos encargados de mi hechura y crianza nunca ocultaron mi origen. Crecí en un palacio donde se repetían las maravillas de la mítica Babilonia. Al descubrir la historia almacenada en mi cuerpo pensé en justicia descendida del cielo como los designios de los dioses antiguos empeñados en garantizar mi supervivencia.
Soy Hammurabi desde que gozo mi renacimiento.
Los sabios más distinguidos se encargaron de enseñarme costumbres, tradiciones y la mitología que una vez precisó mi destino.
Sé dónde inician y terminan el Tigris y el Eúfrates. Navegué por ambos cauces y aún no termino de precisarlos.
Reconozco las sutilezas de mi lengua materna encargada de enseñarme las reglas que determinan el movimiento de las estrellas.
Emprendo largos recorridos por el desierto para analizar la historia de mi pueblo.
Soy el único babilonio sobre la faz del mundo y mi erudición contribuye a precisar la grandeza de la Mesopotamia donde una vez fui líder y monarca.
Participo en innumerables expediciones arqueológicas para reconstruirme y reconstruir mi mundo sin demora.
Puedo recitar de memoria el código inspirador de connotados sistemas de justicia.
Soy Hammurabi el único y magnífico.
Soy Hammurabi y entristezco cada día.
De poco me sirve tanto conocimiento incapaz como soy de participar en una batalla verdadera como aquellas que me permitieron finalizar la Era Oscura.
¿Si fuera al pasado me acobardaría en el instante decisivo?
¿Soy tan fuerte y sabio como dicen que fui?
¿Podría emular alguna de mis hazañas remotas?
De nada me sirve ser quién soy si el mundo que me pertenece no es más que una recreación destinada a recorridos turísticos donde deambulo como pieza de museo admirable y extraña.
Un espectáculo donde me deprecio cada día mientras dejo de ser único.
Hace unos días fui invitado a visitar la clínica de mi nacimiento para conocer a siete niños clonados a partir de mis células. Tanto ha sido mi éxito que el gobierno actual ya construye siete museos distribuidos alrededor del mundo. En cada uno de ellos apareceré repetido a imagen y semejanza del hombre que no soy ni seré jamás.
Hammurabi existirá para siempre como asunto publicitario.
Él murió hace cuarenta siglos y nunca podrá repetirse a plenitud.

Sobre el autor: José Luis Velarde

jueves, 20 de septiembre de 2012

Hechizo azaroso - José Luis Velarde


Los amantes fueron de brindis en brindis y de caricia en caricia hasta agotar tres o cuatro botellas de vino y diversos placeres hasta extraviar cualquier frase coherente.
La somnolencia pareció aniquilar sus fuerzas menguadas, pero no dejaron de beber mientras las bocas enrevesadas pronunciaban diálogos imposibles de traducir. Durante horas dijeron palabras más parecidas a un idioma extranjero o a un hechizo tan antiguo como la misma humanidad, pero a ellos no les importaba entenderse, aunque las frecuentes carcajadas parecían afirmar lo contrario.
El azar permitió a la mujer proferir un encantamiento poderoso y doble efecto justo cuando el amanecer iluminaba la habitación de los amantes.
El hombre no supo que se trataba de un hechizo destinado a sanar y devolver a la normalidad a la persona capaz de pronunciarlo; ella nunca se enteró de que las palabras recién dichas mandaban al infierno a cualquier otro que se encontrara a menos de un metro de distancia.
Cuando ella se descubrió sola apenas pudo suponer que el hombre se había ido por culpa de alguna frase hiriente escapada sin desearlo.
Desde entonces la mujer bebe con frecuencia y no para de hablar, aunque nadie le entienda.
Jura, a cualquiera que se le ponga enfrente, que mientras le alcancen las fuerzas seguirá emborrachándose cada vez que le sea posible, pues sabe que no es capaz de explicarse el abandono del único hombre que juró amarla para siempre.

Acerca del autor:
José Luis Velarde

sábado, 8 de septiembre de 2012

Parábola del hombre bueno – José Luis Velarde


Atanasio el Nazareno sube al podio. Mira a la multitud congregada y comienza a relatar una parábola dedicada a la santidad. Sonríe cuando es interrumpido por un hombre iracundo.
—Soy Jeremías. Vecino de tu infancia y compañero en algunas misiones de las que ahora abomino. Soy quien puede llamarte farsante. Tengo pruebas de que fuiste tahúr y ladrón en una vida destinada a cometer crímenes de toda índole. Yo te vi matar a más de cuatro hombres en Judea y sacrificar inocentes en un altar dedicado al demonio. Llevaste esclavas circasianas al África y te vi regresar al frente de un harem entregado al emperador Antenio el Indeseable. Fuiste el único sobreviviente de tres legiones romanas destrozadas en las proximidades del Danubio. Los bárbaros agradecieron tu traición mandándote de regreso para avisar lo que ocurriría a quienes se atrevieran a cruzar esa frontera. Cuando te conocí te llamabas Claudio Anatolio, hijo mayor de un asesino.
La multitud se estremece.
Claudio Anatolio declara impertérrito con la voz limpísima de Atanasio el Nazareno.
—Santos seremos si luchamos por causas justas con la misma fe que en otro tiempo alejó toda santidad.
La multitud repite la frase y las palabras avanzan con la verdad concedida de tanto repetirse.
Los testigos aplauden y celebran mientras el acusador se marcha con los ojos muy abiertos y la boca cerrada. Sabe que es incapaz de mantener vivo el odio que durante años le hizo acumular pruebas en contra del apóstata, el tahúr, el ladrón, el asesino, el traficante de esclavos, el traidor y el profeta más auténtico jamás escuchado en una Roma llena de mentiras.

José Luis Velarde