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martes, 3 de febrero de 2009

La dificultad para bajar de un colectivo - Martín Cagliani


Subió en Santos Dumont y Cabildo, o eso creía recordar. Al 60 con destino a Provincia, pero ya también duda de esto. Hacía seis días que estaba dentro de ese colectivo. Luego de pedir el boleto mínimo, recordaba haber viso que el chofer tenía una melena blanca y tupida, y una barba haciendo juego. Enseguida se metió entre la gente, estaba repleto, y ya no volvió a ver al colectivero.
Tanta gente no le permitía ver por las ventanas, así que no sabía ni por donde estaba, ni hacia donde iba. Pero sabía que el viaje no podía llevar más de cuarenta y cinco minutos. Era el tiempo promedio, que cuando fue marcado por su reloj le incitó a ir acercándose hacia el fondo del colectivo. Pensó que sería una tarea difícil al estar tan abarrotado de gente, pero ni se imaginó que pudiese durar seis días.
Durante el primer día lo único que hizo fue pedir permiso, escurrirse entre la gente, pedir disculpas por pisotones, por empujones y alguna apoyada sin querer. Pero no habló con nadie, por más que le contrariaba no poder llegar al fondo del colectivo.
Miraba el reloj, y veía que pasaban los minutos, las horas. Extraño, pero igualmente siguió esquivando mochilas, carteras y hasta algún paraguas. Cuando dieron las doce de la noche, comenzó a dudar, eso recordaba ahora. Le pareció extraño no sentir hambre, ni apuro. Tomó conciencia de su estado. Y decidió hablar con alguien.
—Disculpe, ¿sabe por dónde andamos? —preguntó a una señora con rostro alegre—. No se ve nada —agregó, señalando a donde creía que debían estar las ventanas.
—Acabamos de pasar la estación Carranza, creo —dijo la anciana, y enseguida dio vuelta el rostro.
Ahí me subí yo, pensó, hace muchas horas. Dudó en aquel momento como dudaba ahora de su percepción de la realidad. Pero confiaba en sus recuerdos, y recordaba haber encontrado a muchos conocidos en ese colectivo durante los seis días que llevaba de viaje. Viejos parientes, su hermano menor, incluso algún famoso que le había firmado un autógrafo con gusto, aunque de trazo tembloroso. No le pareció raro que todos estuviesen muertos.
Pensó que en ese colectivo podía encontrar de todo. Conversó con mucha gente, pero nunca dejó de avanzar, al menos eso sentía, también dudaba de la dirección que estaba siguiendo. Tres veces se preguntó si al detenerse a charlar no habría equivocado luego la dirección de la puerta trasera. Tal vez estaba volviendo hacia el chofer, pensó varias veces. Pero mejor era avanzar a estar quieto. 
Al final de ese sexto día de viaje, según el reloj, entrevió la puerta del fondo. No se preocupó por golpear y empujar a la gente que le estorbaba el paso, desesperaba por llegar. Le llevó más tiempo del estimado, pero cuando vio el botón del timbre sintió tanta emoción como aquel último día que lo vio a él. Eso le hizo acordar adonde se dirigía. Quiso mirar por la ventana de la puerta, pero estaba tan sucia que no se distinguía nada. Así que decidió tocar el timbre y bajar donde fuese que estuviese.
El colectivo se detuvo y ella sintió que había llegado. Pero al descender no estaba adonde había decidido al inicio del viaje. Estaba en medio de una ruta, miró hacia todos lados, y sólo se veía campo. Sobre la ruta había dos coches chocados. Se acercó y vio a su padre inconsciente con la cabeza sobre el volante. En el asiento de atrás iba su hermano más grande, que se quejaba de dolor. A su lado el hermano menor sangraba por una profunda herida en la cabeza.
Sabía que era ella la del asiento del copiloto, con la cabeza atravesando el parabrisas. Ella sólo quería ir a verlo una vez más, por eso había tomado el 60, pero el maldito colectivo se había equivocado de ramal.  

viernes, 28 de noviembre de 2008

La sombra - Martín Cagliani


Son extrañas las sombras, ¿no? Cuando uno las ve durante el día no les presta demasiada atención. Ni siquiera a la de uno mismo. Pero de noche es otra cosa. Adquieren matices que por lo general inspiran miedo; nos da escozor en la piel cuando vemos una que cambia rápidamente en un ambiente con poca luz.
La cuadra de mi casa está muy poco iluminada por las noches. Me pasó, hace un tiempo ya, que al salir de mi casa vi una sombra que se movía rápido bajo mis pies. Enseguida pensé en un gato y ya lo iba a patear, pero vi que era sólo una sombra, y que no era la mía. Se movía mucho y yo estaba quieto. La piel se me erizó por completo, pero cuando enfoqué la atención, pude ver que no era otra que mi sombra, creada por el alto y poco efectivo farol de la calle. Me reí del miedo que sentí, y seguí mi camino.
Pero esto no termino ahí. La Sombra volvió a aparecer. Creo, no recuerdo bien, que pasaron varios días hasta que volví a tener una experiencia similar.
Esta vez la vi cuando venía cruzando por una plaza; volvía de una fiesta. Fue un instante. Durante unos segundos, vi en los límites de mi campo visual que una sombra se escurría por debajo mío. Me dio un gran susto, miré enseguida hacia abajo pero sólo vi mi sombra que permanecía quieta.
Como la primera vez, en esta ocasión no le presté demasiada atención al episodio. Recién la tercera vez que la Sombra movediza hizo su aparición recordé las otras dos situaciones y las relacioné.
Es que esta tercera vez, la Sombra se mostró ante mí durante el día. Fue durante la hora del almuerzo en el trabajo. Cuando iba caminando por la peatonal, más que ver, sentí una sombra moviéndose bajo mis pies. Cuando miré, esta vez la sorprendí en movimiento. Era una sombra y no era la mía. Miré hacia arriba, y en todas las direcciones buscando algo que la causara, una bandera, algo. Pero no había nada. Caminé y seguía moviéndose debajo mío. Era una sombra sin forma definida. Mi miedo inicial ahora se había transformado en curiosidad científica.
Caminé en todas direcciones, salté, corrí y la Sombra seguía ahí, moviéndose como siempre. Al notar que la gente me estaba observando, decidí no llamar la atención y seguí caminando. Mi mirada estaba clavada en el suelo, siguiendo los movimientos de la Sombra. Ahí fue que el miedo volvió, y mi piel se erizó. El terror se apoderó de mí al darme cuenta de que mi propia sombra había desaparecido.
Esta Sombra movediza me había quitado a mi sombra, desplazándola. Miré a los pies de todas las personas que caminaban por Lavalle y nadie tenía una sombra movediza. Es más, nadie se fijaba en la que estaba debajo de mí. Pero bueno, es normal que la gente no preste atención a nada. Me distraje un momento, dejando el miedo de lado, y al volver a mirar hacia abajo la Sombra ya no estaba. Pero mi terror llegó a su máximo cuando me percaté de que no sólo faltaba la Sombra movediza, tampoco estaba mi propia sombra.
Otra vez miré para todos lados, buscando alguna causa. El sol en lo alto, era pleno mediodía y el cielo totalmente azul; y las demás personas todas tenían sus sombras. Al único al que le faltaba era a mí. La Sombra movediza me la había robado. Lo había intentado dos veces y por alguna razón no había podido, pero en esta ocasión logró llevársela.
Es el día de hoy que sigo sin mi sombra. La busqué por todos lados, pero jamás volví a ver a la Sombra movediza. Leí mucha información sobre el tema, y encontré varias leyendas. En todas dicen que cuando alguien pierde su sombra es porque el demonio (quien sea en cada religión y mitología) le robó el alma. Temo que esto sea cierto. Un hombre no puede andar por ahí sin sombra, sin alma. Voy a averiguar que pasó, y la única forma que me queda para hacerlo es quitándome la vida.
Por eso dejo estas notas, explicando la causa del abandono de mi cuerpo, que ya no tiene mucho sentido conservar si no tengo alma. Espero poder hacerles saber por algún medio qué pasó con mi sombra.

domingo, 19 de octubre de 2008

Debajo de la cama - Martín Cagliani


—¡Papáaa! —gritó Delfina, volviendo esa “a” final interminable.
El padre se levantó de golpe y corriendo llegó al cuarto de la niña.
—¿Qué pasa mi amor? —preguntó, sentándose a su lado y abrazándola.
—Hay un moustro —dijo Delfina, y señalaba debajo de la cama. 
Con una pequeña sonrisa en sus labios el padre dijo:
—Hermosa, los monstruos no existen. Vas a ver como Papá mira abajo de la cama y no hay nada. ¿Si?
Delfina, de apenas tres años, esbozó una sonrisa, y pensó: “¿Como puede pensar que los moustros no existen?”. Su padre se arrodilló al lado de la cama, levantó el cubrecama y miró. Una criatura horriblemente verdosa lo agarró de un brazo y lo llevó debajo de la cama de un solo tirón. Delfina, aterrada, pudo escuchar y sentir una breve pelea debajo de la cama, seguido de unas mandíbulas masticando. Luego el silencio fue sepulcral durante unos minutos.
—¿Estás ahí? —preguntó Delfina, con la voz tan finita como la de un moribundo.
Una voz gutural y entrecortada le respondió: —Sí. Gracias por la comida. No te voy a molestar más...  por un tiempo.
Delfina sonrió, y pensó que debía deshacerse del monstruo.

domingo, 14 de septiembre de 2008

El fin del mundo por Marvin y Harris - Martín Cagliani


El Gran Colisionador de Hadrones falló. Las peores bromas sobre el fin del mundo, por culpa del LHC, se hicieron realidad. La gente salió a las calles a disfrutar de los últimos días; insultaron a sus jefes y abandonaron sus trabajos; dejaron a sus parejas, y se encamaron con el de al lado. Todo ese caos habría pasado en un mes, y la gente se habría dado cuenta que el gran accidente del LHC tan sólo había ocasionado perdidas de miles de millones de dólares, si no hubiese sido por Marvin y Harris.
Marvin vivía en Alabama, Estados Unidos. Fue criado por un granjero para ser granjero, pero él hubiese querido ser artista. Harris era un relojero alemán, que pasaba sus horas mejorando el tiempo de los demás. Nadie supo por qué estos dos sujetos aprovecharon que los medios de transporte siguieron funcionando para hacer un raid destructor a lo largo del mundo. 
Marvin destruyó primero la Estatua de la Libertad. Saltó en pedazos, y el ochenta por ciento del mundo, que no había sucumbido al caos, enmudeció al ver las imágenes por la TV. Al día siguiente Harris hizo volar por los aires el gran museo del Louvre. Aquel ochenta por ciento de sanos fue disminuyendo con cada obra maestra o gran construcción de la humanidad que estos dos sujetos desaparecían. Nadie sabía quienes eran los destructores, hasta que Cuaroni dio con Harris luego de que este desintegrase la Gran Pirámide de Giza. Cuaroni es el tercero en discordia. Había partido de su Roma natal, con la meta de asesinar a los destructores de monumentos antes de que llegase el Fin del Mundo. Y lo logró, al menos para lo que él entendía como Fin del Mundo. 
Cuaroni le contó a la poca gente que miraba la TV, gracias a la otra poca que todavía acudía a sus trabajos, que los destructores eran Marvin y Harris, y que destruían los monumentos en una carrera mutua por ver quién hacía desaparecer más monumentos de la faz del planeta antes de que el Fin del Mundo llegase. Los dos destructores no se conocían en persona, sólo a través del foro de Internet “Los amantes de las Maravillas del Mundo”. Cuaroni también participaba allí. 
Cuando Cuaroni por fin pudo dar caza a los dos destructores, dio la noticia por la televisión, y si el mundo, tal vez, todavía tenía chances de salir adelante, Cuaroni se cargó con las pocas posibilidades. La poca gente que quedaba cuerda y viva, no pudo tolerar semejante noticia, no que dos idiotas quisieran destruir medio mundo sólo por el gusto de hacerlo. No quedó pueblo, ciudad o nación en pie. El caos fue ya general, y el Fin del Mundo realmente llegó.
Nosotros, los científicos trabajadores del CERN, creemos ser el último grupo cuerdo. Estará en ustedes, la nueva generación, bajar de las montañas y ver qué fue lo que quedó del mundo.