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martes, 6 de enero de 2009

Borges, ya no causa tigres - Juan Yanes


Por culpa de Borges, siempre hay alguien que escribe algo sobre laberintos y pasillos que se reproducen, se replican y se multiplican innumerables veces. O sueños que se sueñan dentro de un sueño. Es un fastidio tener que leer estas cosas, cuando todo el mundo sabe que los laberintos y los sueños son por definición metáforas inextricables.
Por culpa de Borges, hay ciudades que fueron en su día diáfanas y transitables y ahora se han convertido en algo confuso y enmarañado. Multitud de instituciones y poetas han seguido el mismo destino: ayer transparentes y hoy paradigmas de la opacidad.
Yo estaría dispuesto a hablar con alguno de los Borges que todavía vive, estaría dispuesto a hacer las gestiones necesarias para que recibiera a una comisión rogatoria de concejales de cultura, o a un comité de notables —de esos que repiten conferencias a las siete de la tarde, como él mismo hacía—, para pedirle que dejara de fingir y de infringirnos este castigo que son sus hijos e imitadores. Que les dijera simplemente que ya está bien de ‘causar tigres’ y sueños y laberintos, alegremente.
Sin ir más lejos, un querido amigo, Antonino Ney, sumido en ese estado laberíntico de enajenación que producen los llamados talleres de escritura, me mandó el otro día lo que a continuación sigue:
‘Había un corredor y al fondo una puerta. La puerta siempre estaba cerrada, pero a través de la cerradura, ella, expiaba el mundo. Un mundo limitado, en el que veía otro corredor que terminaba, a su vez, en otra puerta. La puerta jamás se abrió, pero por la cerradura entraba un haz de luz y sobre él, caminaban sus sueños. Sus sueños conducían a otro pasillo al final del cual se abría otra puerta. Y así a través de la puerta del sueño ella soñaba un pasillo donde estaba Jorge Luís Borges mirándola, ciego’.
Querido Sr. Borges, ¡haga usted algo, por favor! Esto empieza a ser realmente insoportable. Prohíba cualquier tipo de laberinto. Usted, es el único que tiene autoridad sobre el tedio y el vació más absoluto.

Publicado en La máquina de coser palabras http://mquinadecoserpalabras.blogspot.com/ 

domingo, 4 de enero de 2009

La tía Escolástica - Juan Yanes


La tía Escolástica era de guayaba. Yo sabía que había llegado porque dejaba un rastro de dulzor por los pasillos. Alta y flaca como un pírgano, atravesaba el aire con el aroma de las frutas. La tía Escolástica, decía mi madre, tiene tres guayaberos en el patio de su casa que son un primor.
La tía Escolástica era un suspiro. La tía Escolástica exhalaba suspiros eternos y yo le preguntaba de dónde le salían y cómo había aprendido a suspirar. Decía, del fondo del alma y que no se aprendía, sino que era la vida. Tu tía Escolástica, replicaba mi madre, tiene muchos pajaritos en la cabeza.
La tía Escolástica decía que yo era su niño bonito y me abrazaba y me regalaba melcochas y me daba besos y me apretaba contra su pecho. La tía Escolástica no tenía hijos. Tu tía Escolástica, decía mi madre, no tuvo hijos sino penas. Entonces fue cuando empezó a suspirar más.
La tía Escolástica se quedó viuda y dejó de hacerme caricias y de darme besos. La tía Escolástica, dejó de hablar. Se quedó callada y le daba de mamar, en silencio, a una muñeca de trapo. Tu tía Escolástica, decía mi madre, perdió el tino y no debió alongarse tanto por aquella ventana.

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viernes, 2 de enero de 2009

El Megalómano - Juan Yanes


El Megalómano pensó, en voz alta, una simple cuestión cronológica:
—Edgar Allan Poe, no pudo leer nada de Virginia Woolf ni de Hemingway ni de Faulkner, por una siemple cuentión cronológica. Baudelaire o Rimbaud nunca podrán leer una sola letra maldita de Sylvia Plath, de Alejandra Pizarnik o de Unica Zürn. Ni un solo verso de Poeta en Nueva York, ni una línea de Cólera Buey, ni un solo relámpago de Trilce, ni una ni dos ni tres Hebras de sol ahogadas bajo el puente Mirabeau, ni uno sólo de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, por una simple cuestión cronológica.
Entonces, El Megalómano dijo:
—Ninguno de ellos leerá nunca nada mío. No pienso publicar ni una letra, no sea que también lean los muertos.
El Megalómano, siguió pensando:
—Carson McCullers, murió en 1967. Diez años después murió Clarice Lispector. Lezama Lima en 1976. Georges Perec murió en 1982 y dos años después, Julio Cortázar. Jorge Luís Borges murió el año 1986, el mismo en el que murió Simone de Beauvoir y Marguerite Duras. Elias Canetti en 1994. Roberto Bolaño, murió el año 2003, Susan Sontag el 2004 y Salvador Elizondo el 2006. Antes que todos ellos murieron Chejov y Kafka, en 1904 y en 1924, respectivamente.
Entonces, el Megalómano preguntó:
—Si todos están muertos por una simple cuestión cronológica, ¿me quieren decir ustedes qué pinto yo aquí?

Tomado de http://mquinadecoserpalabras.blogspot.com/

sábado, 27 de diciembre de 2008

La caja china - Juan Yanes


Colecciona literatura fractal, siempre ha sido un poco excéntrico. Pesca lagartijas por el rabo para que se muerdan la cola. Le gustan los textos que contienen referencias al propio texto, que se miran el ombligo. Textos autorreferenciales, espejos que multiplican las imágenes. Le gusta la narración tautológica, la escritura de la propia escritura, el escritor que escribe viéndose a sí mismo escribir sobre lo que escribe. El escriba Salvador Elizondo. La rosa es la rosa es la rosa es Gertrude Stein. Le gustan los ciclos, las repeticiones, esa recurrencia exasperante. Le gusta Escher. Pero un día, recibe un juego de cajas chinas. Abre el paquete y ve una caja de madera natural muy oscura, ébano seguramente. La toma en las manos, la mira. Está adornada con taraceas de marfil que hacen una especie de dibujo geométrico concéntrico. Cuando la abre no encuentra dentro otra caja que tenga otra y luego otra y otra, como esas historias que tienen dentro otras historias. Sólo encuentra un sobre cerrado con lacre. Una lágrima de lacre rojo. La rompe. Abre el sobre, pensando que será una felicitación o el agradecimiento por algo que no consigue recordar, pero no. Dentro del sobre hay una tarjeta. La lee en voz alta: «Esto no es un juego de palabras, dice. Está usted dentro de una caja china. La que tiene en las manos es la última».

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martes, 23 de diciembre de 2008

El Cuarto Rey Mago entregó su regalo y desapareció - Juan Yanes



Al maestro Jim Dodge, 
al poeta John Seasons 
y a George Gastin, por ser buena gente

I
Después del interminable viaje en automóvil, llegué al sitio convenido y abrí la puerta. Frente a mí, no había ningún pasillo, ningún laberinto, ninguna ensoñación fluorescente, sólo una amplia estancia de forma cuadrangular perfecta, cerrada por una bóveda toral. Todo estaba inundado de luz. Una luz cegadora que empalagaba el aire y se movía, envolvente, por las paredes de cal y las cornisas. Una luz que hería los ojos. Busqué, pero no encontré nada. Al intentar salir me franqueó la entrada un fotógrafo ciego con su cámara de luz cegadora. Márchese antes de que lo trague la luz, dijo, lo que busca está en lo oscuro.

II
Cuando volví a entrar en la habitación ya no estaba el fotógrafo ciego con su cámara de luz, sino que había un desorden infinito de objetos evanescentes de apariencia extraña que flotaban. Algunos se movían torpemente, otros permanecían ingrávidos, suspendidos, mirándome aturdidos. En un primer momento pensé en los volátiles de Fra Angelico, pero no. ¿Objetos que miran, me dije, dónde estoy? Todo estaba tirado por el suelo en una confusión absoluta. Entonces le pregunté al tipo de barba blanca que estaba sentado, absorto, frente a una pantalla de plasma, si sabía cuál era el regalo. No me respondió. Deduje que estaba intentando poner orden en el caos, un trabajo, por demás, devastador. Cerré la puerta y lo dejé creando mundos.

III
Abrí la puerta por tercera vez. Había desaparecido la habitación y en su lugar se había instalado un precipicio. Metí la mano en el abismo. Tenía que seguir buscando. El abismo era una noche atravesada por gritos, sin puertas. Pero cuando mi mano llegó al fondo pude notar, por el tacto, que había pequeñas bolas de vidrio, montañas de monedas de oro y vasos de cristal de Murano que tintineaban. Todo estaba en reposo. Dejaron de oírse los gritos y empezó a sonar el hilo de una melodía lejana. Acerqué más la mano al sitio por donde salía el hilo de la melodía y se convirtió, poco a poco, en palabras. Alguien repetía las mismas palabras: “¡Busca, busca! —decía la voz como un susurro que serpenteaba—, ¡busca al Cuarto Rey Mago que entregó su regalo y desapareció!”.

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domingo, 21 de diciembre de 2008

El turista accidental - Juan Yanes


A él le hubiera gustado viajar, ser un viajero como los de antes. No un viajero legendario de esos que iban a ensanchar la geografía a golpe de machete, ni un atleta desquiciado y fanfarrón como Hemingway. No, un viajero modesto, ligero de equipaje, un Paul Bowles, o incluso menos. Alguien capaz de recorrer tranquilamente calles y plazas. Alguien capaz de sentarse a hablar con la gente y quedarse un rato, sin prisa, mirando el paisaje, extasiado, viendo el vertiginoso vuelo de los pájaros. No llevar guías turísticas, ni mapas. Dejarse guiar por la intuición…
Pero, sin saber cómo, ese destino se truncó. Se vio reducido así a la triste condición de turista episódico, sujeto a la compulsión de los paquetes supereconómicos de ocasión de las agencias de viajes y los touroperadores, en periplos organizados y masificados: comida basura, hoteles desastrosos, visitas guiadas, interminables traslados en autobús y siempre rodeado de esa masa ubicua de japoneses con sus mil artilugios fotográficos… Algo lamentable para un mitómano del viaje, para un diletante del camino.
Aquel invierno cruel lo obligarían a visitar Roma, desde la Cloaca Máxima hasta la cárcel Mamertina, a la velocidad del rayo. Cuando llegó a Fiumicino, el cielo era una bóveda gris acerada y al abrirse la puerta automática de cristal que daba al exterior, las cuchillas del aquilón se le incrustaron en el rostro, sin piedad. Le untaron la cara con crema Nivea y lo lanzaron a visitar la Roma Imperial.
En el Foro Romano le pusieron en las manos un exhaustivo mapa arqueológico del lugar. Vería aquella sucesión ingente de piedras, aquel amasijo de resto de civilizaciones que se pisotearon unas a otras, se destruyeron, se reconstuyeron y se volvieron a aniquilar otra vez, en un ejercicio de furia destructora fuera de lo común, como quien contempla una sucesión vertiginosa de imágenes abstractas. Aquel interminable laberinto de rocas venía explicado con todo género de detalles en un documento adjunto al mapa, en el que había decenas de llamadas con numeritos dentro de un redondel, que se correspondían con el mapa.
Con este instrumental seguían, incansables, las explicaciones de la guía que hacía de cicerone. Ante sus ojos se veía el resultado de aquel formidable desastre en forma de ruinas: columnas rotas, templos semidestruidos en equilibrio inestable, basílicas partidas por la mitad, capiteles hundidos en la tierra que asomaban timidamente la cabeza, casas de vestales, triglifos, majestuosos arcos conmemorativos, metopas sin cuento, enormes sillares de granito, arquitrabes y una sucesión infinita de nombres propios: Vespasiano, Cástor, Tito, Pólux, Julia, Antonino, Faustina, Majencio, Saturno, Septimo Severo… La guía no paraba de hablar. Hablaba como un autómata. Hablaba a tal velocidad que cuando ella estaba explicando las teselas del pavimento de una casa romana, todavía la mayoría trataba de identificar, en las alturas, una especie de triforios que coronaban el ábside de un templo del tiempo de los etruscos o del tiempo de Maricastaña…
¿Cómo comprender en dos horas dos mil años de historia? Imposible, así que llegaron al Capitolio, donde recibían honores los vencedores, y contemplaron desde arriba aquel derroche de arquitectura decapitada. Fue entonces cuando la guía, exhausta y en cumplimiento de un deber inexcusable, hizo un último gesto con el brazo señalando la cima sur de la colina Capitolina donde estaba ubicada la roca Tarpeya, desde la que los romanos lanzaban al vacío a los condenados por traición durante la República. Entonces, con una dicción perfecta en cinco idiomas, invitó a aquel rebaño de insufribles fotógrafos de ocasión a precipitarse colectivamente en el abismo, lo que hicieron de inmediato, entusiasmados, pensando que era la última atracción del recorrido turístico del día.

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domingo, 23 de noviembre de 2008

El que juega con el tiempo - Juan Yanes


Él es el único que juega de verdad con el tiempo. Lo acorta, lo interrumpe, lo estira, lo enloquece, lo convierte en un objeto vibrátil. Él es el único que crea tiempos simultáneos, paralelos, tiempos que luego se pueden cruzar, anudar, destruir. Espirales de tiempo. Él es el único que mezcla los tiempos, les imprime ritmos vertiginosos, los detiene en seco. Él es el que sopesa su profundidad, conoce el grado de conciencia de los seres arrojados sobre el filo de las horas. Él es el que, luego, los dejar caer y juega con las generaciones, las genealogías y las sagas. Él es el que convierte las horas en días y noches y años y siglos. ¡Míralo bien! Está sentado impunemente en su mesa, escribiendo, con la lamparilla encendida. Él es el narrador omnisciente, el que debe morir ahora porque tú y yo lo vamos a matar. Eso es lo único que no sabe.

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viernes, 14 de noviembre de 2008

Cuento de lo crudo y lo cocido - Juan Yanes


Yo era una manzana azul, él era un espino negro. Yo era dulce como la guayaba, él era sombrío y amargo como el acíbar. Yo leía cosas que tenían que ver con el don de la ebriedad, él leía cosas sobre la escuálida diosa razón. Yo amaba a Nietzsche, él era devoto de Descartes. Yo era dionisíaca, mientras que él era un vago remedo de sopa de convento, un diminuto apolíneo pusilánime. Yo era hermosa, él un monstruo de fealdad, un paranoico. Yo, además de hermosa, tenía la gracia de ser elegante —está mal que lo diga, pero era así—. Él, además de feo, era extremadamente tosco en sus modales. Yo era un punto y seguido, él un punto y final. Yo tenía la boca perfecta, y sin embargo él, tenía prognatismo maxilar, boca de cucharón. Yo era extraordinariamente inteligente y lúcida —¡Dios, qué falta de modestia!—, él era rematadamente lento de mollera y oscuro. Yo era apasionada, él frío como un témpano. Yo era todo alacridad, fruto sin duda de una educación esmerada, él era un ser violento, artero, un rústico. Yo era optimista a más no poder, él era pesimista sin remedio. Yo me tragaba el mundo, él lo llevaba a cuestas. Éramos la antítesis el uno del otro. Por eso nunca se enamoró de mí, ni yo de él. Éramos dos seres asimétricos. Yo cocida, él crudo.

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jueves, 6 de noviembre de 2008

Ellas - Juan Yanes


Llegan. Se saludan. Catarata de besos a dos carrillos, cataratas de cariños. Se sientan. Están en una edad indefinida, un poco fondonas. Cuellos hercúleos. Pechos que rebosan, desparramados. Deben haber amamantado a varias generaciones. Hablan, hablan, no dejan de hablar. Piden té. Beben a sorbitos. Ríen hasta las orejas. Sin restricciones. Hacen gestos afirmativos con la mano, como si la dejaran caer muñeca abajo, como si abanaran. Se entusiasman. Vuelven a reír. Se limpian la comisura de los labios con mimo. Alguna habla con la mano regordeta tapándose la boca. Secretean, musitan, bisbisean, susurran, murmuran, parlotean. Sube el volumen de las conversaciones entrelazadas. Forma ya un ovillo enorme. Cada una tira del hilo como puede. Parece imposible que se entiendan. Se entienden. Ponen caras de asombro, de perplejidad, de extrañeza. Se dan palmaditas de entusiasmos. Se calman. Se arreglan el pelo. Abren los bolsos. Sacan cosas. Espejos, lápices de labios, monederos. Se pintan. Se restauran. Se callan durante unos segundos. Pasa un ángel. Son mujeres solas. En ese momento, no hay marca alguna de soledad en sus rostros ni surcos de dolor ni pañuelos de llanto. Son un grupo de amigas. Quizá se conozcan desde niñas. Se arrellanan, se apalancan, se relajan. Al cabo de un momento comienzan otra vez a hablar. Se animan. Es una ola que las inunda, las levanta, las zarandea. Gesticulan. Ya están, otra vez, hablando por los codos. Se contagian. Se embriagan de contento. Hablan todas a la vez, hablan a tontas y a locas. Es el gozo del parloteo, del hablar por hablar. Es la celebración del lenguaje. El don de lenguas. Remojan con júbilo las galletas en el té. Comen con fruición. Son felices. Le están sacando el jugo a la vida.

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lunes, 3 de noviembre de 2008

Temblor - Juan Yanes


Quiero morir, y entonces me grita estás muriendo
Idea Vilariño

La espera no ha servido de nada. No hay bálsamo ni nadie que apague la lamparita del dolor, el pabilo del daño que nunca se consume. Toda la vida es espera. Toda la vida para decirle una sola frase. Salir de aquel invierno, huir. Rodar sin tregua con el llanto del niño en las sienes. Solo pensar en salvarlo de sus puños, de sus manos. Esconderme.
Esconderme de sus puños. Aborrezco sus puños. Años de aborrecimiento han ido creciendo y envejeciendo conmigo. Una sola frase de desprecio. Sólo eso. Una sola frase de desprecio cuando aún siento que me aplastan sus rodillas. Treinta, cuarenta años desde la última vez. Todo está presente como una sábana frente a los ojos, como si acabara de suceder ahora.
Y ahora está él aquí, delante de mí. Ahora está aquí y estoy paralizada, con los ojos secos, cerrados. Siento cómo me tiembla la boca y desaparece. Seguiré comiendo cristales de rencor. Quiero decírselo, tengo que decírselo, pero no me salen las palabras, no puedo despegar los labios ni las pálpebras del odio. Toda la vida en un temblor, para nada.

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