Mostrando las entradas con la etiqueta Raúl Leis R.. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Raúl Leis R.. Mostrar todas las entradas

lunes, 25 de febrero de 2013

Mister White – Raúl Leis R



Mister Jonathan Stephen White recorre diariamente los quinientos metros de calle que separan su casa de la tienda del chino, sin que necesariamente tenga algo que comprar.
Lo hace muy lentamente pues no tiene alternativa. Mister White, después de jubilarse de la Compañía del Canal, sufrió un derrame cerebral que le paralizó el lado derecho de su cuerpo, fatigado y erosionado por el trabajo rudo. Él mismo talló con su mano sana su rústico bastón de palo de guayaba, que ahora es el apoyo imprescindible para moverse pulgada a pulgada, esquivando los huecos de la calle. A su lado pasan raudos a distintas velocidades, pero siempre más rápido que él, los caminantes, bicicletas, patines, patinetas, perros, autos y buses que le arrojan nubes de polvo o ráfagas de barro, según sea la estación del año.
Pero a él no le importa eso. Él sale y siempre llega a donde va, luego regresa a su casa al mismo paso, y el otro día es lo mismo de lo mismo. En su caminar se mueve muy lentamente el paisa-je de la calle, lo que le permite observar los detalles que se perderían con la velocidad. Él aprecia como la lluvia decolora cada día esas bardas tan bien pintadas en la navidad pasada. O el colibrí tornasolado suspendido sobre una flor amarilla. O el congo de avispas en el tronco del guayacán. O como maduran los mangos del vecino de aquí, los akee del vecino de allá o la cabeza de guineo patriota del vecino de acullá.
Por ir tan despacio, a Mister White le alcanza más fácilmente la nube de los recuerdos. Saborea los años de trabajo en el mantenimiento de las compuertas monumentales y los miles de remaches que colocó en su vida. Tiene siempre presente a su mujer que se le adelantó en el viaje postrero. A sus hijos que reviven en dos posta-les y tres tarjetas al año, o de vez en cuando surgen como voces lejanas que le hablan por el hilo telefónico, acerca del frío que hace en los “states”. Siempre finalizan la llamada con promesas de pronto retorno, que nunca se cumplen.
Un día, el muchacho más deportista del barrio, pero también el más atrevido y vanidoso, lo rebasa mientras pica una bola de baloncesto. Se da vuelta e imita el paso de Mister White. Le invita socarronamente a una competencia: a ver quién llega primero a la tienda del chino, y le apuesta una cerveza bien fría. Mister White espanta la nube de recuerdos; le hacen apretar los dientes. Murmura que acepta aunque ya no toma cerveza. Varios vecinos escuchan desde sus casas la conversación y se ríen de un duelo tan desigual. El muchacho se adelanta de un salto, con una piedra marca en la calle el punto de partida, espera a Mister White y cuando está junto a él, grita:
—En sus marcas. ¡Ya! …
En dos trancadas el joven se pone diez metros adelante. Aburrido del lento paso del anciano se desvía más adelante. Se detiene en el portal de la casa de una amiga, a la que le prometió enseñarle sus trofeos deportivos. Luego se estaciona en otra casa y compra un duro de coco. Mientras saborea el refrescante, se junta con un par de amigos para hacer práctica de enceste, en un aro colgado en lo alto de un garaje.
Al rato recuerda la competencia y acompañado por sus amigos corre a la tienda. En medio de un coro de risotadas de los presentes, encuentra a Mister White sentado donde siempre, sobre una caja de sodas vacía con un refresco a medio consumir en la mano y una sonrisa de oreja a oreja. El muchacho paga sin chistar la cuenta, obedece la señal que el viejo le hace para que se siente en otra caja junto a él, y escucha en silencio, al igual que los otros parroquianos, como Mister White –negro impedido jubilado de la Zona– les cuenta muy lentamente, subrayando las palabras con su bastón de palo de guayaba, la fábula de la tortuga y la liebre.

De "Cuentos de la calle", Los libros de las gaviotas nº8
Acerca del autor: Raúl Leis R




jueves, 24 de enero de 2013

Cálculos – Raúl Leis R.


El día cuando José Hernández calculó que en sus 50 años de vida había gastado cinco meses, cuatro días y siete horas rasurándose todas las mañanas frente al espejo, tomó la inusitada decisión de dejarse la barba para siempre.
Al día siguiente, con una sombra que le inundaba el mentón, aprovechó las horas muertas, sentado en uno de los treinta y tres escritorios de la sección del banco donde trabajaba desde hacía 28 años, y leyó en una revista que durante las ocho horas de sueño, el cuerpo se mueve involuntariamente cada 15 minutos y con esa acción levanta la quinta parte del peso del cuerpo. Sobre la base de esto, calculó que cada noche, él levantaba más de 500 libras de su propio peso mientras dormía, lo que era en verdad muy agotador. Entonces, concluyó, por la no-existencia del descanso nocturno, pues más bien uno se agotaba durmiendo. Por ello tomó la decisión de no dormir más y de mantenerse en vigilia permanente.
En los cinco días siguientes su aspecto llamó la atención general y sus compañeros de labor volvieron a caer en cuenta de que él existía. Varios jefes le llamaron la atención a José Hernández acerca de las normas establecidas por el banco sobre la buena presentación de los empleados, por lo que se sucedieron amonestaciones escritas, privadas y públicas en la recta final hacia el desenlace del despido.
Al noveno día, barbado y desvelado se sentó en su lugar. Encontró sobre el pupitre el sobre que contenía lo esperado, la carta de despido. En lugar de abrirla –no era necesario– prefirió volver a calcular. Si cada latido de su corazón bombeaba 50 gramos de sangre, multiplicado por 70 latidos por minuto, su órgano vital despachaba vertiginosamente 10 mil litros de sangre al día por su aparato circulatorio. El peso de este movimiento era equivalente a un contenedor lleno de mercancía.
Apagó la calculadora. Se levantó. Guardó los lápices, borrado-res y las hojas verdes de contabilidad en la sección de cuentas in-cobrables del archivador, donde también escondía cosas suyas, como la nota de tres líneas de su esposa cuando lo abandonó hacía cinco años, billetes de lotería fallidos y rifas perdedoras, becas re-chazadas y concursos sin resultados, y bien en el fondo del mueble, las viejas fotos de su madre muerta. Contempló en esa gaveta el vacío de su vida y la soledad que lo había acosado por medio siglo. Tomó la decisión, definitiva e irreducible, de que era hora de morirse. Miró el reloj de pulsera. Estiró la camisa y la acomodó en el pan-talón. Se sentó mientras se arreglaba el nudo de la corbata y sin más rodeos capturando un bostezo que intentaba ganar su cara, así lo hizo.

De "Cuentos de la calle", Los libros de las gaviotas nº8
Sobre el autor: Raúl Leis R.