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jueves, 5 de febrero de 2009

Vampiro enamorado - Ricardo Juan Benítez


Otra vez estoy de ronda por las solitarias callejuelas del Downtown. Sediento y solitario como hace siglos. Tal vez sea una bendición no verme reflejado en ningún espejo. 
¿Qué aspecto tendré? De seguro la mirada afiebrada y el gesto delirante. Toda esa calentura que no hay en mi gélida alma. 
¿Alma dije? ¿La tendré aún? Deduzco que algún rasgo de humanidad aún debo tener. Si no ya la hubiera poseído hace rato. Como hice con Mina y con tantas otras. Pero ella no. No puedo condenarla a esta vida miserable que llevo.
¿Dije vida? ¿Esto es vida? Vagando por las noches en busca de alguna víctima que me entregue el néctar para prolongar mi agonía. ¡El dulce y maldito goce de la sangre! Mientras libo el veneno siento la pérdida tibieza invadiendo mi cuerpo muerto. Un simulacro de vida, un soplo de savia en mi mustio permanecer.
Pero debo conformarme con mirarla si no quiero que sea como yo. Es como si tomara un capullo de rosa en mi mano. Al abrirla de nuevo sólo quedarían los pétalos ajados. Entonces ella me odiaría por el resto de la Eternidad, como yo lo odio a Lestat.
¡Ahí está!
La luz roja me revela en detalle su brilloso traje de raso. Un lazo a la cintura y otro en el cabello que cae sobre su cuello largo y rosado. Sus hombros desnudos y el escote profundo. Por un instante creo ver latir su yugular incitante. Siento como un mareo y su fragancia me envuelve. Mi boca se vuelve pastosa.
Necesito un trago, pero yo no bebo… alcohol. 
¡Debo alejarme ya! Pero no puedo. Comienzo a caminar por la angosta calleja de adoquines. Una fina llovizna humedece el pavimento y las paredes de los tugurios de la zona. La neblina que se esparce como un tumor maligno silencioso e inevitable.
—¡Hola forastero! ¿En busca de compañía?
—Podríamos decir que si —dije, dubitativo. Aún podría evitarlo.
—Por unas pocas libras te llevaría a conocer el paraíso.
—Y yo el infierno. —Ya no podía evitarlo.
—Suena tentador, forastero, pero ya lo conozco y no es tan prometedor.
—¿Cómo es que lo conoces? —Quería prolongar el juego. Tratar de evitar lo ineludible.
—El infierno, forastero, es tener que salir todas las noches a buscar clientes. Acostarse con viejos apestosos y enfermos. Con tipos que hablan en un idioma extraño y con olor a licor barato. Soportar los caprichos y antojos más perversos y al final de la noche darme cuenta que con lo que gané, la próxima noche será igual o peor que la pasada. Así que cuándo veo a un tipo buen mozo como tú lo tomo como un recreo en mi rutina ¿Quieres forastero? Invita la casa.
—¿Cambiarías tu infierno personal por otro? —pregunté esperando que me dijera que no.
—Por supuesto ¡Házmelo conocer!
Y como ya estaba condenada de todas maneras y yo la deseaba, clave mis colmillos en sus suaves carnes y bebí su sustancia. 
Desde aquella noche rondamos juntos en busca de algo para calmar nuestra sed ancestral.

martes, 6 de enero de 2009

Traficante de realidades virtuales - Ricardo Juan Benítez


No tenía motivos para quejarse. Un trabajo estable, un sitio decente para dormir, algo para comer y una chica para matar el tiempo. Además, ganaba algunos créditos extra. Con tecnología digital lograba recrear software de realidad virtual en tercera dimensión. Luego armaba algunas historias que vendía en el mercado negro. Las más solicitadas eran las pornográficas y las que emulaban experiencias con drogas pesadas. Esas, además, eran las más costosas.
No, decididamente no se podía quejar. Por lo menos no hasta esa tarde. 
Un tipo le había pedido una de sus realidades virtuales con niños. Era un depravado asqueroso pero pagaba demasiado bien. De todas maneras algo lo inquietaba. Se lo había recomendado un sujeto grasiento que siempre le pedía lo mismo: snuff reality`s. Eran historias en las que se torturaba, violaba y por último mataba. Al grasoso le gustaba ser el sádico asesino Siempre en primera persona, en subjetiva. Pagaba más que bien y con propina.
Estaba en plena transacción cuándo todos sus temores se hicieron realidad. Una mano, formada por miles de circuitos de silicio, cromo, cerámica y una cubierta similar a la carne, lo tomó por el hombro y con el mismo movimiento le hizo golpear la cabeza contra la portezuela del vehículo. El cuerpo del androide era perfecto. Se podían adivinar los poros y sentir el olor a transpiración:
—Unidad de Detección y Neutralización UNIPOL 2088 extrayendo información sobre código malicioso. Los derechos han caducado. No rige ninguna protección de patentes. Desde este momento es propiedad de la Unidad de Confinamiento Digital. Luego de recuperar la lista de compradores y potenciales cómplices, será derivado para su formateo y posterior supresión.

domingo, 4 de enero de 2009

Segunda Luna de Miel - Ricardo Juan Benítez


Siempre había odiado las esperas. Por lo general eran en lugares espantosos como la sala de urgencias de un hospital o la ventanilla de cobros de impuestos. Pero aún en esas largas colas que se formaban en los teatros los sábados por la noche, siempre estaba molesto. 
Pero hoy no.
Debo confesar que la recepción de una notaría no es un lugar demasiado estimulante para la imaginación. Pero yo estaba a cientos de kilómetros de distancia de este lugar. Estaba pensando en lo que haríamos cuándo termináramos aquel trámite engorroso, pero a toda luz indispensable.
Al salir llegaríamos hasta el descapotable negro. Ya tenía preparado todo el equipaje y, además, algunos bocados para el camino, la filmadora digital, las cañas de pescar y algunos otros elementos para practicar caminatas a campo traviesa, eso que ahora se da en llamar tracking.
La ruta caracoleaba entre las montañas hasta llegar a la cabaña que había alquilado en aquel lugar alejado de todo. Estaríamos completamente aislados. Solos. Todo el tiempo que nos quedara ahí. 
Esa misma noche tendríamos una especie de luna de miel. Abundante champagne Bollinger Grand Annè, un poco de caviar de Belluga y sexo.
Por supuesto que a la mañana siguiente ella protestaría. Con la resaca aún a cuestas era inhumano salir a caminar por la montaña a esa hora temprana. Pero una vez en marcha, el aire fresco matinal casi la despejaría. Pero no lo suficiente. Sus reflejos, su conciencia no la ayudarían a evitar el accidente.
Luego la policía haría un largo interrogatorio. 
¿Como era posible que hubiéramos ido a un lugar tan escarpado después de beber como bebimos la noche anterior? 
Por supuesto que tendría un sentimiento de culpa espantoso por el resto de mi vida. Y unos cuántos millones en mi cuenta bancaria, para calmar mi neurosis.
No, esta vez la espera no me molestaba en lo absoluto. En unos pocos minutos habríamos terminado de firmar los papeles de la herencia.

martes, 30 de diciembre de 2008

Conversación leve a la hora del desayuno - Ricardo Juan Benítez


—¿Cuándo llega el próximo reaprovisionamiento? —preguntó Buzz con gesto de desagrado.
—¿Por qué, cariño? —inquirió la esposa.
—Este café sabe horrible, debe de estar almacenado desde que fundaron la “Colonia”.
—Nosotros parece que estuviéramos desde la época en que el “Complejo Minero” era la “Colonia” —dijo ella algo desanimada.
—O sea, decodificado: estamos insípidos y desechables.
Lo miró con un dejo de amargura, antes de agregar:
—Creí que, según tú criterio, las que decodificamos mensajes subliminales amenazantes somos las mujeres.
En ese instante Carlos pasó cerca de la mesa de ellos, con su bandeja de desayuno vacía.
—Buen provecho, Jefe —giró su cabeza y agregó dulcemente—: buen día, Amanda…
—Buen día, Carlos…
—Carlos, utiliza la Unidad Nº 3, ya la revisé y configuré su computadora de a bordo.
—Esa tuvo algunos fallos la última vez —dijo Carlos preocupado, mientras señalaba el ventanal—; no me gustaría quedarme sin atmósfera controlada en el medio de esa nada
—Los controles de rutina dieron positivo. La computadora central no predijo ninguna falla.
Carlos se alejo rumbo a la escotilla que llevaba a la bodega de abordaje.
Se quedaron mirando el paisaje arenoso y monótono a través del ventanal del comedor. Realmente era poco estimulante para una pareja con diez años de convivencia.
El armatoste conducido por Carlos pasó lentamente. Se arrastraba como una oruga moribunda.
—Buzz… creo que mejor vuelvo a la “Tierra”.  Acá no puedo progresar. Si retorno podría especializarme en neurocirugía. Aquí solo puedo zurcir alguna cabeza o entablillar algún brazo roto…
—Amanda ¿Está operativa la sala de urgencias? —preguntó Buzz mientras miraba como la Unidad  Nº 3 se quedaba inmóvil antes de llegar a la mina.
Ella también miró. Sabía que era inútil que la sala estuviera operativa. Ni siquiera ella podía hacer nada por él.
Intuía que aquello no era un accidente. 
Una lágrima rodó por la mejilla de Amanda.

viernes, 26 de diciembre de 2008

Carretera sin destino - Ricardo Juan Benítez


Tal vez fueran demasiadas horas manejando, pero no tenía opción. Lo que me perseguía estaba ahí detrás, muy cerca. Las ráfagas de agua se agitaban sobre la ruta y una cortina espesa reflejaba la luz de los faros, impidiéndome ver mucho más allá. Sólo distinguía la costa a un costado y los relámpagos iluminando de vez en cuando el mar agitado. El coche marchaba a la mayor velocidad que permitían esas condiciones adversas; aunque tal vez superando el límite aconsejable. 
Aquello, fuera lo que fuese, me acechaba en la húmeda oscuridad. Lo peor era que mi mente estaba tratando de juntar los deshilachados recuerdos de las horas previas a mi huida. Vagamente, recordaba una fiesta muy concurrida. Excesos de toda naturaleza. Alguien que me convidaba unas pitadas en una extraña mezcla de pipa, hornillo y objeto artesanal. Luego vacío. Algunas imágenes sueltas como destellos en la oscuridad. Más vacío. La extraña sensación de que algo había salido mal. Muy mal. 
Los recuerdos se aceleran y vuelven a espaciarse. Se fragmentan y desaparecen. Como decía un gran escritor ciego: “La memoria elige lo que quiere olvidar”. 
Ahora, recordaba, estaba sobre el automóvil tratando de darle marcha. Pero aparte tenía que luchar con el vértigo. Las ganas incontenibles de vomitar. Un mareo que me impedía moverme con libertad. En el instante siguiente estaba arrojando mis viseras por la ventanilla sin ningún tipo de alivio posterior. 
Al fin, la ruta que se mueve ante mis ojos, sinuosa en todas las direcciones posibles. Hacia la izquierda o la derecha. Pero también hacia arriba y abajo. 
Acelero, ¡acelero! Más, ¡más! ¡Tengo que huir! ¿De qué estoy huyendo? ¿Hacía dónde? ¿Por qué estoy escapando? Recordé otra frase suelta, esta vez del viejo Groucho Marx: “Viajé todo el día y no llegué a ningún sitio”. 
Demasiadas preguntas sin respuesta. Demasiadas cosas que hacer. Debo concentrarme, pensar en la carretera, no estrellarme. Por lo demás, ya veremos. 
Un trueno me ensordece mientras mi mente divaga nuevamente hacía el pasado. En esa misma ruta, un glorioso amanecer. El aire fresco de la mañana y un sol remolón sobre el horizonte. Mi tío y mi padre que me llevan de cacería, la primera de mi vida; voy armado con una escopeta de aire comprimido. La escarcha cruje bajo nuestras botas, los perros labradores saltan ansiosos. El sol, por fin, imponente sobre el horizonte, cegándome por completo. 
Dos luces se precipitan desde la abismal oscuridad. 
—¿Que hace este tipo? 
Veo las dos líneas amarillas que delimitan los carriles de la ruta a mi derecha. ¡Soy yo el que cambió de mano! Un rápido volantazo y casi entro en trompo. Por muy poco no piso la embarrada banquina. El cielo se ilumina como si fuera la aurora boreal y otro estruendo me sacude dentro del coche. 
Sigo huyendo. Paso los cambios como un autómata. En el horizonte, borroso, sobre la costa dónde comienzan los acantilados veo las luces de los edificios que se adentran en la lejanía. 
Acelero aún más hacía mi destino improbable. Me traga la tormenta y la noche. Sólo una certeza entre la incertidumbre. 
Jamás podré desandar el camino de regreso. Jamás lograría encontrarme.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Animal doméstico - Ricardo Juan Benítez


Ninguna advertencia. Había mirado con detenimiento la cartilla que acompañaba el estuche. “No alérgico”, “inofensivo”, “control de calidad internacional”, “patentado, creado y distribuido por: Mascotaclon Incorp.”
Yo no deseaba comprarla pero ella había insistido con sus argumentos irresistibles:
—¡A los chicos les encanta! Es la misma de la propaganda que dan en la televisión. 
Había algo en eso que me causaba rechazo. ¿No era preferible comprar otro gato? ¿Otro perro? ¿Tal vez un hámster? 
Pero no. Los niños querían la novedad. Esa especie de feto flotando dentro de un frasco en algo similar al líquido amniótico. 
Según la publicidad, esa cosa al crecer era algo que no existía en toda la Creación. Tenía la inteligencia de un delfín. La astucia de una rata. Su aspecto era una mezcla de orangután con jabalí. Pero sus creadores aseguraban que por medio de una alteración en la cadena de cromosomas, evitaban el crecimiento desmesurado. Además, su carácter era dócil y amistoso.
—Querida escuché algo sobre unas denuncias. Parece que algunos de estos bichitos vinieron fallados…
—¿Cómo qué cosa? ¿Muertos? ¡Tienen garantía escrita por dos años!
La única recomendación visible era: “se sugiere una alimentación a base de hortalizas y frutas frescas. Abundante agua potable”. 
El asunto es que alguien había dejado un bife afuera de la heladera y la mascota comenzó a crecer por encima de los patrones estipulados. Su dieta pasó a ser casi exclusivamente carnívora, su apetito insaciable.
En una ocasión llegó desde el jardín con su bocota llena de plumas. Luego echamos de menos al gato siamés. Por último, faltó el doberman.
Ahora está parado frente a mí. En sus ojos de tiburón, sin vida, puedo descubrir la respuesta a mi inquietud. Ahora sé qué lugar ocupamos en la escala alimentaria de esta cosa. 

sábado, 20 de diciembre de 2008

Algo de simpatía por el demonio - Ricardo Juan Benítez


El primer mensaje le llegó cuándo estaba tratando de dar forma a un cuento. 
Esa tarde había sido infructuosa. Las ideas llegaban y se iban sin que él pudiera plasmarlas. Hacía tres días que estaba en su casa de fin de semana, aplicado a terminar aquel dichoso relato para participar de un concurso que cerraba la semana próxima. Por eso decidió buscar aislamiento en las playas del sur, en el balneario fuera de temporada. 
No hubiera podido elegir un momento peor. El clima, hasta ese preciso día, había sido lluvioso y frío. Pero aquella tarde, en la que no se le ocurría absolutamente nada, la lluvia se había convertido en tormenta cerrada. Desde el ventanal del estudio podía ver el mar embravecido rompiendo en la escollera.
Al caer la noche sólo los relámpagos iluminaban el oleaje, y él seguía empecinado frente al monitor de la computadora. No me voy a ir a dormir en tanto no se me ocurra algo, pensó. Había estado dándole vueltas a unas ideas de posesión satánica. Es más, había revisado algunas páginas en Internet sobre el tema. Lo único que había rescatado de su búsqueda era una especie de extraña cruz invertida, en forma de tridente, con los extremos de las puntas redondeadas. Lo dejó de salvapantalla. Desechó el resto de las ideas.
Todo estaba en penumbras. Excepto el monitor y una lámpara que iluminaba tenuemente el teclado. 
Contra lo que indicaba la experiencia, siguió tratando de forzar las ideas. Su actitud, ante un bloqueo, era dejar de escribir, permitiendo que su mente vagara entre pensamientos dispersos. Luego, como por arte de magia, aparecía el desarrollo completo. Por lo general un buen comienzo necesario para atrapar la atención del lector. Luego una anécdota rica pero sintética. Por último el remate, sorpresivo, una sola frase devastadora. En determinadas ocasiones se le presentaba el final. Desde ahí trabajaba el resto de la historia. Algunas veces la clave se la había traído un sueño. En otras oportunidades el concepto general se le había presentado completo, sin avisar. Pero esa noche estaba yermo de ideas. Cualquier cosa lo distraía. 
Las ráfagas de viento de la sudestada aullaban entre las piedras; retumbaban los truenos lejanos y los ramalazos de agua azotaban los ventanales. La casa, como toda residencia solitaria, tenía sus propios ruidos, su vida propia. 
Él estaba solo en el lugar; más aún: daba la sensación de que aquel fin de semana era el único habitante del pueblito costero, lo que se sumaba a que ya de por sí en invierno se producía una merma importante de residentes. 
Estaba tecleando algunas palabras con desgano cuándo apareció el cartelito que decía:
“Ha recibido un nuevo mensaje en su correo electrónico”.
Abrió el mensaje.
Asunto: ideas. De: Luzbel.
“¿Qué te parece un tipo solo en una casa en la playa, en medio de una terrible tormenta, tratando de escribir algo, pero absolutamente vacío de ideas? ¿Qué te parece el miedo y el desasosiego creciendo en él sin causa aparente? ¿Qué te parece que reciba un mail del mismísimo Demonio y una llamada de allá, de dónde nunca te animarías tan siquiera a preguntar?”
—¿Quién carajo se habrá tomado el trabajo de joder?
Su celular comenzó a emitir la melodía de "Así hablaba Zaratrusta". Atendió.
—¡Hola!
—Hola. ¿Recibiste el mensaje?
—Si. ¡Boludo!... gracias por las ideas. Seas quién seas.
La voz del otro sonaba como si estuviera en un sitio abovedado. Era profunda y grave.
—Creo que sabés quién soy. Pero te haces el distraído. Ya te lo dije en el mail. ¿Y si te voy a visitar y cambiamos algunas ideas? Un poco de fama y dinero no le hacen mal a nadie.
—¡Mirá, pedazo de tarado, tu bromita ya estuvo bien! ¿Querés rescribir el Fausto a mi costa?
Apretó la tecla roja y tiró el celular sobre el escritorio. 
Todo el maderamen del chalet parecía estar acomodándose al mismo tiempo. La tormenta arreciaba. Le pareció escuchar unos pasos en el piso superior. Eran las ramas del pino agitándose contra el tejado.
La musiquita del celular de nuevo. Miró el display de luz azulada. El identificador de llamada indicaba: 666. 
¿Cómo lo habrá hecho?, pensó.
—¿Qué querés? —preguntó enojado.
—Que quería. Quería ayudarte. Por supuesto a cambio de algo. —La voz pasó de la pena a la ira—. Ahora es demasiado tarde. Lo que quería lo voy a tomar por mi cuenta. Estoy justo detrás tuyo…

jueves, 18 de diciembre de 2008

Cacería - Ricardo Juan Benítez


Las trampas estaban intactas. Era raro. Las había puesto hacía más de una semana. Tal vez los lugareños tuvieran razón después de todo; quizá aquello no fuera un lobo. Por el tamaño de las huellas se asemejaba más a un oso. De hecho las tramperas eran para osos. Un enorme doble arco dentado oculto bajo una tupida capa de hojarasca y ramas que se cerraría sobre la pata del animal. Si aquello no daba resultado tendría que recurrir a un método más expeditivo. Saldría a rastrearlo con sus mastines. Con la escopeta Víctor Sarrasqueta del 20.2 con abundante munición, además de un cuchillo de caza con mango de asta. 
Pero primero dispondría una jaula con algún tipo de carnada.  Un cabrito dentro del encierro con una puerta que se sellaba una vez que la presa se introducía en él. Tendría que ser una jaula grande.
El ruido vino de sus espaldas y cometió un error de principiante. Al retroceder puso su pie en la trampa. La dentellada metal le quebró la tibia y el peroné. Ciertamente, aquello no era un oso.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Caso de extrema urgencia - Ricardo Juan Benítez


—¿Cuánto esta dispuesta a pagar?
La pregunta la torturaba. Le repugnaba estar tratando aquel tema con ese tipo. Pero no tenía opción.
—Veinte mil…
—¿Veinte mil? ¿Sólo eso? Debe estar bromeando señora. Nadie hace este trabajo por veinte mil—el tipo parecía un vendedor de seguros.
—Diga usted la cifra.
—Doscientos mil…
—¿Cuánto? ¡Usted está loco!
La miró de una manera similar al de una araña antes atacar a una pobre mosca atrapada en su red.
—Mire señora, esto no es un trabajo común y corriente. Primero el factor tiempo. Su hijo no puede perder más, está en el límite. Por otra parte es un tema de confidencialidad. Nosotros somos altamente profesionales. Jamás nadie va a poder involucrarla con esta… ¿cómo podríamos decir?... operación comercial. Además le brindamos toda la logística apropiada.
—Eso ya lo sé. La persona que me lo recomendó me dijo que ustedes se ocupan de todo, sobre este tipo de operación. Pero… doscientos mil es mucho.
—Señora, por último, es una cuestión de mercado. A menor oferta mayores precios. Las personas tienen dos pulmones. Dos riñones. Si ese fuera el caso el costo sería menor. Pero tienen un solo corazón. Eso eleva el precio para conseguir el donante apropiado.

martes, 9 de diciembre de 2008

El misterio del cuarto cerrado - Ricardo Juan Benítez


Nadie había podido entrar, eso era un hecho. 
Puertas y ventanas estaban cerradas con doble traba. Apenas una mínima hendija para que entre el aire. Todo estaba tal y cual como cuándo habían partido de vacaciones. Ningún signo de violencia ni nada revuelto. Excepto aquellos dos cuerpos sin vida cubiertos de vidrios rotos. Yacían fríos y desnudos sobre el alfombrado. Despedían cierto hedor penetrante.  Lucían descoloridos.
¿Algún ataque? Pero ¿por dónde entraron y salieron? 
Tal vez un accidente. Pero ¿de qué clase? 
Todavía estaba consternado por el hallazgo. Aún más los niños.
Entonces halló la respuesta. En ese preciso instante pasó por las vías que bordeaban el jardín de su casa el rápido de las cuatro de la tarde. La vibración se sentía en las paredes de la casa. En el mobiliario y los utensilios en las alacenas. Eran solo unos minutos pero todo se movía. 
Tal vez si hubiera puesto el mantel de hilo sobre la mesa de roble. O la pecera más lejos del borde.