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lunes, 20 de abril de 2009

Alcohol - Carmen Courtaux


La piba parecía estar mareada por la borrachera y nadie le hubiera dado más de 14 años. Había llegado a la fiesta después de que sirvieron los postres. Desde entonces, disimuladamente, había estado tomando cuanto fondo de copa se le puso a mano, mientras los invitados iban de mesa en mesa, saludándose.
Tenía un vestido amplio en tonos marrón y gris por debajo de la rodilla. Su pelo, peinado para atrás con una hebilla, estaba opaco. Nada en ella mostraba alguna señal de empeño para verse más linda. No es que fuera especialmente fea, pero parecía que se afeaba a propósito.
La música empezó a sonar fuerte anunciando el baile. Algunas parejas se levantaron dispuestas a divertirse. Varias adolescentes vestidas con minifaldas, coreando animadamente las canciones, salieron a la pista. Bailaban juntas acompasadamente, haciendo los mismos pasos, como ensayando una coreografía.
Mientras, la piba se movía bailando sola. No se sentaba a conversar con nadie, sonreía constantemente y caminaba de una punta a la otra del salón tropezando con la gente, disculpándose y siguiendo su camino. Sobre todo con los varones los tropiezos parecían abrazos, como que se arrojaba a los brazos de los que encontraba en su camino.
Ellos, sonrientes y con algo de desprecio, miraban a sus mujeres levantando las cejas en señal de cómplice reprobación; la piba tenía un olor a alcohol muy fuerte. La ayudaban a pararse verificando que estuviese bien, hecho esto se olvidaban de su existencia.
A la medianoche así como llegó la piba se fue. Calladamente. Sin que nadie se diera cuenta.
De madrugada, varios señores que debían pagar taxis, estacionamientos y propinas descubrieron asombrados que ya no tenían sus billeteras.

lunes, 6 de abril de 2009

Sueños - Carmen Courtaux


Era casi de madrugada y llovía torrencialmente. Sola en el auto, Ana María volvía de exponer sus cuadros, pintados al óleo, en una galería prestigiosa de la ciudad. Estaba cansada pero muy contenta porque, una vez más, sus pinturas habían gustado y las críticas habían sido excelentes.
Conducía despacio por la avenida bordeada de eucaliptos y pinos; la calle estaba vacía y el viento arrastraba papeles, lluvia y hojas impidiéndole ver claramente. Los relámpagos cruzaban el cielo con un ruido ensordecedor. No estaba lejos de su casa cuando un rayo surgió al costado del camino derribando un árbol que cayó al instante sobre su auto, destrozándolo, y produciéndole a ella terribles heridas.
Cuando la rescataron, la llevaron de urgencia al hospital y la sometieron a varias operaciones. Sobrevivió, pero quedó en coma.
Acompañada solamente por los pequeños sonidos de los aparatos que ayudaban a mantenerla con vida, Ana María soñó, la primera noche, que estaba en una casa que era un cubo perfecto de vidrio, con el piso de tierra cubierto de helechos y ubicada en medio de un bosque.
La segunda noche soñó que estaba en una casa muy vieja cuyo centro era un patio rojo que tenía un aljibe y estaba rodeado de jazmines. La casa no tenía techo.
La tercera noche soñó que se estaba meciendo en una casa sobre una balsa, con una gran terraza sobre un lago. Enormes velas azules la llevaban de un punto a otro sin que ella pudiera hacer nada para marcar el rumbo.
La cuarta noche sintió frío. Soñó que estaba en un iglú; era de noche y había encendida una fogata adentro. A la mañana, al salir, veía el sol reflejándose sobre el desierto de hielo. El brillo blanco la enceguecía.
La quinta noche soñó que tenía vértigo. Estaba en una cabaña sobre la saliente de una gran roca en la montaña, de cara al precipicio. Con puentes de soga y madera para entrar y salir.
La sexta noche soñó la soledad en un rancho de adobe en la puna. De espalda al viento, con puerta hacia la estepa.
La séptima noche sintió olor a flores. Soñó que vivía en un árbol, donde las enredaderas crecían a la vista, el tronco verde era suave como terciopelo y donde no había paredes, sino follaje.
La octava noche soñó que estaba en una caverna profunda, con galerías que se ramificaban adentro de la montaña. Afuera soplaba el viento y la lluvia y los relámpagos rasgaban la noche. Vio un grupo de niños correteando alrededor del fuego y se sobresaltó; por primera vez se había visto a sí misma adentro de un sueño.
Era una nena, cubierta de pieles, que con un pedacito de carbón dibujaba figuras en las paredes de roca.
Esa noche Ana María se despertó.

miércoles, 1 de abril de 2009

Casi - Carmen Cortaux


Durante su niñez Rosaura fue muy buena estudiante. Se destacaba sobre todo en ciencias naturales, pero lo que de verdad la apasionaba era el dibujo y la pintura. A los doce años ya sabía que quería estudiar Bellas Artes. Cualidades no le faltaban; mezclaba los lápices de colores como nadie en su clase lo hacía. Sin haber leído de impresionismo ni de técnica alguna, aplicaba pinceladas pequeñas matizando los paisajes solamente porque “la naturaleza así lo hace”.
No era extraño encontrar, en los márgenes de sus cuadernos, pequeños estudios sobre la posición de una cabeza pensativa, o una flor sobre un charco y el reflejo del agua. Cuanto papel o cartulina pasara por sus manos era estudiado a conciencia para determinar si servía para pintar o dibujar sobre ellos. Tanto era así que los domingos separaba las tapas de las cajas de los ravioles y del lado del revés, pintaba sobre ellas.
Fue a partir de los trece que comenzó con un extraño comportamiento; en medio de un paseo o una caminata se quedaba quieta en un lugar y no se movía. Sólo sus ojos tenían vida en esos momentos, la frente levemente fruncida, la vista afinada radiografiando y absorbiendo los colores, las formas, las texturas. Disociándolas y volviéndolas a armar.
Su padre, que era ebanista, tenía el taller en su casa. Casi todos los días, Rosaura pasaba largos ratos haciendo dibujos de él, en distintas posiciones, trabajando. Otras veces no tocaba el lápiz, sólo miraba la recia gentileza con que su padre trataba las herramientas y las maderas, transformándolas. Aparecía entonces, también, su extraña mirada.
A los catorce le dio el diseño de una mesa de su invención. El plano era muy claro: La mesa era redonda y estaba hecha de dos círculos concéntricos, “casi como una escarapela” le explicó. La parte exterior era fija; la del centro giraba. “Así, cuando el puré está del otro lado, yo hago girar el centro y lo acerco a mí”.A los quince pintó cuatro murales en las paredes de su cuarto representando las estaciones del año y los ubicó con respecto a los puntos cardinales. El sur era la primavera y el norte el otoño; el oeste el verano y el este el invierno.
Cuando mostró su obra, la madre le preguntó: “¿Y cómo te das cuenta de cuál es cuál?”. Seriamente le respondió: “Si te fijás, en la playa no hay sombras; es el medio día y está desierta. Así que es el invierno. Talampaya es árido pero hay mariposas y eso sucede sólo en el verano. En Iguazú hay un lapacho florecido y eso pasa en primavera. En la Cordillera se ve nieve nada más que en la parte de arriba; es el otoño."
A los diecisiete conoció a quien iba a ser su marido. Un gordo afectuoso, trabajador como una locomotora y diez años mayor que ella. Decidieron casarse en cuanto terminó el colegio.
Rosaura no estudió nada más.

martes, 16 de septiembre de 2008

Boqueteros - Carmen Courtaux


Todo comenzó cuando decidimos con mi marido comprar una viejísima casona en Palermo viejo. 
Tanto nos enamoramos de ese lugar que nos mudamos inmediatamente, una vez hechos los mínimos arreglos que hicieran confortable nuestra vida. Ya vivíamos allí cuando decidimos hacer la biblioteca en el cuarto cuya medianera es compartida con el caserón antiguo de al lado, que es una enorme librería. 
Habíamos decidido hacer un buen trabajo y empotrar los tablones en las paredes. Nuestro nieto mayor fue el que descubrió que, al picar la pared, habíamos llegado a una lámina de madera de tres metros de alto por casi dos de ancho. 
Hicimos los cálculos y verificamos: Esa lámina de madera era la parte de atrás de uno de los anaqueles de la librería. Ese cuerpo de la biblioteca era independiente de los demás; descubrimos que empujándolo, teníamos acceso a una biblioteca mucho, qué digo mucho, muchísimo más completa que la nuestra. Así que decidimos darle una bella terminación a la abertura de nuestra pared, adornar la madera con un precioso tapete mexicano y convertir a la librería en nuestro salón biblioteca, en horas de la noche.
Fue tan maravilloso disponer de secciones de filosofía, historia, arte, novelas, que lo que empezó como una cuidada osadía, terminó en relajación. Lo que quiero decir es que con el tiempo nos pusimos descuidados. Un día, dejé una ceniza en un platito, otra vez mi marido tomó una cerveza y quedó la mesa marcada con una arandela de humedad  pegajosa. El colmo fue cuando dejé olvidados mis anteojos en la sección Clásicos. Al día siguiente fuimos a buscarlos y los vi en el mismo lugar en que los había dejado. Mi marido hizo de campana; yo los agarré y me los puse rapidito. ¡Mi corazón parecía un tambor!
Creo que todo se desbarrancó cuando descubrieron una manía de mi marido: en la edición de lujo de la Odisea, el borde superior estaba doblado, marcando la página hasta adonde había llegado su lectura. 
Acá es necesario aclarar: nunca nos llevamos un libro; esa es la razón de la marca en la hoja. Tenía un sabor de revancha contra la vejez vivir esa aventura. Pensábamos que a nadie hacíamos daño y nos empezamos a sentir mejor día a día. Como si la adrenalina inyectara vida en nuestras venas y las penas y los dolores se hicieran menores. Como le decía, nunca nos llevamos un libro, pero esa punta doblada, esa marca en la Odisea, atrajo la atención de dos de los vendedores más jóvenes.
Una noche apagaron las luces y cerraron. Nosotros, como siempre, dejamos pasar media hora y deslizamos el anaquel. Nos sentamos en los sillones y retomamos la lectura bajo la cálida luz de la lámpara. Apenas habían pasado unos minutos cuando se encendieron todas las luces y escuchamos afuera sirenas de la policía. ¡Por poco nos matan de un susto!
¡Y acá estamos, comisario! A los ochenta y cuatro años, acusados de boqueteros.