Mostrando las entradas con la etiqueta Bruno Di Benedetto. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Bruno Di Benedetto. Mostrar todas las entradas

miércoles, 15 de septiembre de 2010

14. Algo - Bruno Di Benedetto


Somewhere in her smile she knows
that I don’t need no other lover.

George Harrison
“Something”
Album: Abbey Road (1969)


Encuentro tus viejas alpargatas negras bajo la cama, manchadas por la tierra del jardín. Son apenas más grandes que la palma de mi mano. Las guardo en la parte inferior del placard.
Ese placard que no es más que una vieja biblioteca reasignada a medias a otras funciones impropias de su dignidad. Pero al fin y al cabo, este caos babilónico de zapatos y libros, de camisetas de frisa y películas vistas cien veces, de camisas viejas y de reliquias bizarras, como ese trocito del Muro que me trajiste de Berlín, no es más una versión ampliada de aquella valija verde con la que llegué a Puerto Madryn y que se fue hace mucho hecha jirones.
Si fuera ciego, si no dispusiera de más sentido que el olfato, igual podría encontrar, en medio del revoltijo de mis ropas, unas pocas cosas tuyas. Islitas de perfume claro y abierto flotando en un océano cerrado, oloroso a recio jabón blanco y tabaco nocturno.
A lo largo de los años tus cosas fueron yendo y viniendo de tu casa a la mía y de mi casa a la tuya: tus perfumes, tus libros, tu camisón de seda roja, tus anteojos, la guitarra que nunca aprendiste a tocar, tus pañuelos, tus películas, tu cartera, tu lápiz labial, tus semillas, tus libros de Pichón Riviere, tus discos, un liviano vestido de algodón, tu agenda, tu crema para manos, una silla, tus plantas, una cámara fotográfica que nunca usamos, tu asadera de cristal, tu equipo de mate, tu perra estrambótica y malcriada, tus ollas de acero inoxidable, tus botellas de licor suave, la liviana burbuja que rodea tu cuerpo, que se mueve con vos y que parece estar hecha de un aire un poco más claro que el que acostumbro respirar.
Arqueología de un amor que no permanece inmóvil: fósiles y reliquias en tránsito constante que no sedimentan en otro lugar que no sea la memoria; excavaciones hechas con uñas y dientes, manos y labios; y unos pocos tesoros encontrados aquí y allá. Mapas de ciudadelas perdidas, trazas de cimientos secretos, semienterrados a la vera de todos los caminos donde hemos hecho el amor, tumbas y enterratorios de todos los muertos caídos en batallas absurdas, apenas olvidadas y ya vueltas a empezar.
Cuando no estás salgo a caminar la casa y voy recogiendo tus cosas, esas que vas dejando primero y llevándote a lo hondo después, como hace el mar en la línea de marea. Camino frente a tus orillas. Tu cuerpo diminuto y fuerte tiene, como el mar, superficie y fondo, y, de noche, es inmenso.
Todo en vos es como el mar: mareas y reflujos y tormentas propicias al naufragio pero no al náufrago, arenas suaves y abismos, pájaros que temen alejarse de la costa, deseos como medusas, transparencias dentro de la transparencia, leviatanes que van a lo hondo, misteriosas luces orgánicas flotando en la oscuridad abisal.
Todo en vos es como el mar, salvo tus ojos de loba. Tu mirada es amarilla y antigua como un manojo de filamentos de sol atravesando el follaje oscuro de los primeros bosques. Territorio salvaje de tu mirada donde a veces me acurruco y a veces, despojado por tus ojos, tengo frío.
Quiero llevarte al bosque. Conozco un lugar donde los retoños de los cohiues buscan la luz del sol con sus ramas que parecen hechas de encaje verde. Livianas telas flotando horizontales bajo los árboles más altos. Quiero mirar tus ojos amarillos bajo la luz verde de los árboles.
Tal vez en ese momento pueda recordar algo que está enterrado en mí no como un muerto sino como un diamante, como una piedrita de luz.
Mientras tomo café y fumo y escucho una y otra vez la misma canción, escribo estas palabras que tarde o temprano vas a leer, entre emocionada e incrédula. No sé que nos traerán los años. No sé si alguna vez terminaré de ordenar mi biblioteca-placard para que tus cosas puedan seguir yendo o viniendo a su antojo o quedarse o irse para siempre.
No sé muchas cosas. No sé casi nada. No sé si al final de nuestra historia quedará algo que valga la pena contar. Sé que hemos dado largas batallas, que nos hemos buscado el uno al otro hasta en los lugares más dolorosos. Sé que todavía no nos hemos encontrado.
Pero nos seguimos buscando. Tenemos apenas huellas, indicios tenues. Y eso ya es algo.

Con autorización del autor, de su libro Vengan juntos, Ed. Jornada S.A. 2007

miércoles, 31 de marzo de 2010

(No tan) Breve historia real III: De pingüinos y rivotriles – Bruno di Benedetto


Esto pasó hace muchos años. En el 81 o el 82.

Mi amigo Julio sufría de locura, pero de esas locuras mansas que se esconden detrás de un rostro casi inmóvil: amable, mínima expresión, apenas un poco de extravío y de infierno en los ojos.

Algunas mujeres cuyo amor compartimos (sucesivamente, nunca al mismo tiempo, esas cosas entre amigos no pasan) decían que Julio era un hombre hermoso. No puedo dar fe de eso. Sólo sé que Julio era un buen tipo.

Descendiente de un caudillo federal asesinado a traición, Julio seguía buscando su precaria paz tratando de salvar el mundo mediante pequeñas aventuras que, para mí, eran al mismo tiempo absurdas y deliciosas. Por entonces vivía con una médica que lo atiborraba de pastillas (recuerdo los trápax, los alplax, los rivotriles, aunque tal vez en aquella época esos químicos se llamaban de otra manera) para poder encontrarlo manso por las noches.

De todas maneras, Julio se las arreglaba para meterse siempre en problemas, y para meterme en problemas a mí. Una madrugada, por ejemplo, la doctora tuvo que rescatarnos de la única comisaría de Madryn: habíamos salido a pegar afiches pro Partido Intransigente: éramos de esos troskos que soñábamos con hacerle entrismo a la clase media bienpensante: ilusos por breve tiempo. El Bisonte Oscar Alende nos había embrujado de alguna manera cuando anduvo por acá.

Otra época memorable de Julio (aunque tal vez todo pasaba al mismo tiempo) fue su pasión ecologista. Hicimos largas excursiones buscando pingüinos empetrolados. Hasta que encontramos uno.

Fue la primera vez que vi de cerca uno de estos bichos. Créase o no, los pingüinos no pían, ni graznan, ni hacen cocó: rebuznan. Como burros. A éste lo bautizamos Platero.

Platero no era ni manso ni peludo ni suave. Estaba muriéndose de nuestro veneno y estaba furioso: cuando Julio alargó la mano para agarrarlo del cogote, Platero cerró ese pico como tijera y le abrió la mano entre el pulgar y el índice. Yo me saqué la campera, la tiré encima del pajarraco y lo embolsé. Nos fuimos dejando un rastro de sangre, entre rebuznos asesinos.

Ya en la casa de la doctora, llenamos la pileta de lavar con agua y detergente y zampamos a Platero desde mi campera, que no sirvió más, al agua emburbujada. Increíblemente, parece que el baño le gustó. Julio ató, con su mano vendada precariamente, un pincel a un palo largo, me lo dio y yo me dediqué a fregar las costras negras que lo estaban matando. Platero empezó a ahuecar las duras plumas. Y en algún momento se dejó acariciar por la mano sana de Julio.

Esa noche la doctora nos encontró a los tres frente al fuego de la chimenea y escuchando canciones de Zitarrosa. Platero picoteaba mansamente unos de sus mejores zapatos de taco alto.

Con el correr de los días, Platero se fue pareciendo cada vez más a un cachorro mimoso: lo llamabas y venía. Se dejaba hacer aúpa. Y hasta le encantaba que le rascáramos las plumas suaves y blancas del pecho.

Había un solo problema: Platero no comía. Nos gastamos muchos de los pocos pesos que teníamos comprando kilos de cornalitos que se pudrían en un plato mientras ese pajarraco adorable se iba poniendo cada vez más flaco y mustio.

Gran desesperación. La doctora, Julio y yo agotamos todos los recursos, todos los manjares disponibles en la pescadería. Era inútil.
Había un solo problema: Platero no comía. Nos gastamos muchos de los pocos pesos que teníamos comprando kilos de cornalitos que se pudrían en un plato mientras ese pajarraco adorable se iba poniendo cada vez más flaco y mustio.

Gran desesperación. La doctora, Julio y yo agotamos todos los recursos, todos los manjares disponibles en la pescadería. Era inútil.

Una tarde de ésas me fui a pasear al muelle. En aquella época el agua de Madryn era transparente y estaba llena de cornalitos que no se dejaban pescar por mi medio mundo: los salvaba la transparencia.

Me detuve a mirar los reflejos plateados y felices del cardumen. De repente, apareció, veloz como una flecha, un pingüino. Los pingüinos son torpes en tierra, pero en el agua asombran con su ballet. Atacan al cardumen desde atrás. El cardumen, obediente al miedo, dispara hacia adelante, moviéndose en un cuerpo único. Casi único: alguno de los cornalitos, tal vez muy joven, tal vez muy viejo, se separa por pura desesperación: ése será comido. El pingüino se lo traga entero desde atrás, desde la cola.

Vi la misma operación masacre unas diez veces, hasta que entendí.

Casi corriendo compré medio kilo de cornalitos de camino a la casa de la doctora. Julio me abrió la puerta sin preguntar nada, como era su costumbre. Llamé a Platero, tomé un cornalito y le puse la aleta caudal frente a los ojos, de manera de que viera solamente un pequeño círculo plateado y jugoso atravesado por una línea de encaje transparente. El picotazo fue certero, limpio, hambriento. Mis dedos se salvaron por medio milímetro.

Platero se comió, de a uno, desde atrás, todos los cornalitos del medio kilo. Fuimos a comprar un kilo más.

Unos días después, la doctora, Julio y yo fuimos a soltar a un Platero gordo y mimoso en una playa tranquila. Platero dio unas vueltas, se dejó besar en la cabecita y después se fue.

Poco después se fue Julio. Alguien me dijo que ahora se está por jubilar como ingeniero o bioquímico en alguna provincia cuyana.

La doctora y yo (aunque a veces la soledad apretaba) nunca cruzamos el umbral de la puerta de su dormitorio o del mío. Nos hicimos buenos amigos. Después, por esas cosas de la vida, dejamos de vernos. A veces nos cruzamos en alguna calle y sonreímos.

Es que queríamos tanto a Julio.

Con autorización del autor http://bruno-dibenedetto.blogspot.com/