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jueves, 4 de septiembre de 2008

Palacio de hielo - Luis Buñuel


Los charcos formaban un dominó decapitado de edificios de los que uno es el torreón que me contaron en la infancia de una sola ventana tan alta como los ojos de madre cuando se inclinan sobre la cuna.
Cerca de la puerta pende un ahorcado que se balancea sobre el abismo cercado de eternidad, aullando de espacio. Soy yo. Es mi esqueleto del que ya no quedan sino los ojos. Tan pronto me sonríen, tan pronto me bizquean, tan pronto se me van a comer una miga de pan en el interior del cerebro. La ventana se abre y aparece una dama que se da polisoir en las uñas. Cuando las considera suficientemente afiladas me saca los ojos y los arroja a la calle.
Quedan mis órbitas solas sin mirada, sin deseos, sin mar, sin polluelos, sin nada.
Una enfermera viene a sentarse a mi lado en la mesa del café. Despliega un periódico de 1856 y lee con voz emocionada: "Cuando los soldados de Napoleón entraron en Zaragoza, en la Vil Zaragoza, no encontraron más que viento por las desiertas calles. Solo en un charco croaban los ojos de Luis Buñuel. Los soldados de Napoleón los remataron a bayonetazos".