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martes, 18 de septiembre de 2012

Un día de pesca inolvidable – Eduardo Poggi


Hace muchos años, remontaba el río Pintos de la mano del abuelo, en La Cumbre, más allá de Cuchi Corral. Habíamos viajado en bicicleta.
Yo ponía miga de pan adentro de gruesas, viejas y pesadas botellas de sidra. Tapaba el pico con un corcho, las hundía en un recodo del río, y los peces entraban pero no podían salir por el embudo que formaba el culote cortado: una trampa creada por el ingenio del abuelo. Después, mamá freiría los alevinos empanados en harina.
El brazo del abuelo sobre mis hombros me arropó de cariño mientras observábamos a un alevín que no quería entrar por el culote.
Yo, atento a las enseñanzas del abuelo, oía el correr del agua y miraba un campo florecido de cosmos del otro lado del río.
Un martín pescador se posó en una rama suspendida sobre el agua. Miraba la botella, inclinaba su cabecita a un lado y a otro, como si supiera que le sería imposible capturar los alevinos atrapados por el vidrio.
Una brisa fría me pegó en la cara. Los pájaros y las mariposas volaron asustados.
Ahora, la ribera se cubrió de una espesa neblina que impedía ver la botella y el agua; solo aparecían las copas de los sauces y álamos asomando, figuras fantasmales marcando las márgenes del río.
—Volvamos abuelo —le dije, y su mano quiso aferrarse de mi hombro—. Ya tenemos suficientes pescaditos.
El abuelo, recostado sobre el pasto, mantenía una sonrisa que nunca olvidaré.


Acerca del autor:
Eduardo Poggi

viernes, 31 de agosto de 2012

Ave caída – Eduardo Poggi


Una tarde lluviosa de viento entre ramas, miraba un ave caída del nido al agua. Un impulso me llamó a salvarla, contrario a mi conducta de niño. Raro, pensé: de niño rompía nidos y maté a mansalva.
El pichón flotaba pero sus alas no movía.
Atónito ante mi nueva voluntad, con alegría salvé su efímera vida.
Mis recuerdos se transformaron en conciencia, y me pregunté por qué esta paciencia vino a mí sin esperarla. Una piedad que no había tenido en mi niñez.
No le encontré sentido.
Y luego, la misma tarde triste y lluviosa, cuando por la calle pasaba mi viejo vecino, le pregunté por la muerte de su madre.
Sus lágrimas respondieron. Y comprendí.
Sentí por él la misma pena que por aquel pájaro herido.
Cada vez que el viejo acude a mi recuerdo, me siento él al verme en el espejo.
Y así como ayer quise madurar, hoy me doy cuenta: mis sueños resultaron pordioseras ilusiones. Espejismos, comparados con las cosas esenciales que en mi memoria perduran. Ya no existe lo palpable: mamá que plancha, un aguacero que el patio de la casa moja, y también al limonero.
Día a día, la repentina lluvia lava la penuria de los perdidos amores ya lejanos.
Aunque... me siento igual que aquel pájaro que se cayó del nido.

Acerca del autor:
Eduardo Poggi

martes, 29 de mayo de 2012

Espiral descendente – María del Pilar Jorge, José Luis Velarde, Héctor Ranea, Eduardo Poggi, Alejandro Domínguez, Odeen Rocha, Sergio Gaut vel Hartman


Me detuvieron el día que se declaró la guerra. Fui conducido a una oficina maloliente en la que tres tipos de los Servicios Especiales comenzaron a usar sus recursos habituales para obligarme a revelar los secretos que yo supuestamente conocía. Logré resistir sin mayores inconvenientes durante las primeras veinticuatro horas. Después no soporté más y lo dije todo. Revelé la ubicación del comando de organización, su funcionamiento, y lo más grave: su verdadero poder. Ahora preferiría haber muerto antes que haber revelado todo aquello. Porque desde entonces, todo cambió para peor.
A la luz tersa del cuarto de interrogatorios, los gorilas se pusieron contentos. Lógico, ahora el mundo sería de ellos. La felicidad los tornó tan dóciles que uno de ellos me invitó con un café, y me presentó una prima suya que estaba de visita, Lila. Lila, una gorila de mirada mansa y expresión tierna. Manoseó con curiosidad mis brazos doloridos, me acarició la espalda, y en su ansiedad por palpar mi cara me metió un dedo en el ojo derecho. Desesperado, comencé a parpadear: por mi rostro rodó una lágrima absurda. Al poco rato el llanto era incontrolable. Lila me miró con desconcierto durante unos segundos, y luego también lloró desconsolada. Parecía entender que mis revelaciones me conducirían a la muerte. Por eso, en un acto de bizarría, la gorila me ayudó a escapar. El plan pergeñado era simple: sedujo a dos guardias, rompió los seis candados de cada puerta y me llevó a la parada del subte. No la vi más. Recuerdo sus ojos empapados en lágrimas cuando me dio el último beso. Se fue dejándome a merced de los dos guardias que me empujaron del andén a las vías en el momento que el subte salía del túnel. Si me hubieran tirado unos segundos más tarde, yo no habría podido escapar. Trepé al andén de servicio, y cuando la formación pasaba a mi lado empujé una pesada puerta de hierro con el hombro. Me encontré en un pasillo oscuro que olía a grasa y excrementos de rata. Recordé que tenía un led de bolsillo y, mal que mal, alumbré el lugar. Al final del pasillo, observé otra puerta de la que asomaba un ligero resplandor. Caminé hacia ella y la abrí sin dificultad. El extraño fulgor salía de una gran pantalla en la que varios tipos observaban videos de distintas etapas de mi vida. Ahí se veía mi nacimiento, mis cumpleaños, mi graduación. Los tipos estaban detrás de una mesa de madera, y en ese momento se mostraba el suceso que, tres años atrás, había iniciado la guerra y por la cual, recientemente, había yo pasado por todo aquel desbarajuste. El primer ministro, un viejo con poco pelo, sometía sin pudor a una figura pequeña. Yo, con mucha mala suerte, sostenía mi celular a través de esa ventana y registraba la escena. Recuerdo que me había parecido una idea genial delatar las costumbres licenciosas de nuestros gobernantes. Pero la mujer era una espía de nuestros enemigos y cuando el incidente salió la luz, a mí se me acusó de ser cómplice de aquella mujer, y el viejo corrupto se convirtió en la víctima de una supuesta maniobra de descrédito. Ahora, por fin, sabía quién era el responsable de las torturas que acababa de padecer. Era una revelación terrible, pero lo peor fue mirarme y descubrir que mi vida no me pertenecía. ¿Quién era capaz de llevar un registro tan minucioso de mi existencia? De pronto me vi en situaciones olvidadas, aunque sin duda era yo. Surgían imágenes de mis seres queridos. En esa teoría de primos y parentela varia, me vi con la imagen de Santa Apolodora de Bulgria colgando del cuello el día de mi graduación, pues mi abuela quería que la portara. Recuerdo ahí la vergüenza que yo, un ateo consumado, me humillara así para satisfacer a la vieja. Pero un trompazo me volvió a la realidad de las torturas: mi hijo abofeteándome, golpeándome, picaneándome las encías hasta provocarme una baba amarilla y espumosa; la mujer que había amado, convertida en una espía, me arrancaba las uñas. Creí que aquello formaba parte de una horrible pesadilla. Pero no era una pesadilla, sino la cruel y triste verdad. Me desesperó la imposibilidad para escalar la realidad y reducir los hechos de las últimas horas a una serie de simulacros vacíos. Desde esa perspectiva, todo lo vivido era una larga sucesión de errores y actos fallidos. Para aquellos momentos, lo único real era el dolor; no sabía si estaba despierto o no, pero el dolor estaba ahí, burlándose de mí. Recordé que en mi bolsillo traía mi pequeño diario en el que escribía todo lo que me sucedía. Lo tomé y lo abrí en la última página escrita, pero lo que leí me llenó de un terror inimaginable.
Levanté la vista, los tipos seguían alternando sus miradas abstraídas entre mi vida y el video incriminatorio. La cabeza me daba tantas vueltas que sentía que en cualquier momento caería sobre mis rodillas, irremediable, a vaciar el estómago de por sí vacío, sin esperanza de ponerme en pie de nuevo. Los tipos seguían ignorando por completo mi presencia, y yo allí, mirando con expresión imbécil la última anotación de mi diario. La fecha estaba borroneada, pero la entrada no era reciente: describía el momento en que los dos guardias me empujaron del andén a las vías en el instante mismo en que el subte salía del túnel. Después, no más palabras, solo una mancha de sangre. Mi pecho enrojecido.
Ahora aparezco en la pantalla del televisor en tiempo real. Los tipos gritan y aplauden al ver mi imagen. Parecen felices. Los insulto y no vuelven la mirada. Cierro los ojos y me hundo en la mancha carmesí extendida alrededor de mis pies. Alguien me acaricia la cara, me da un beso, abro los ojos y la reconozco: Lila. Lila que me mira con sus ojos empapados en lágrimas. ¿Por qué se había ido? ¿Por qué había vuelto? Me extraña verla acompañada por los dos guardias que había seducido para que yo escapara.
—La comedia ha terminado —dice uno de ellos. 
—¿Comedia? —Balbuceo. Mis palabras se descuelgan de los labios como baba viscosa.
—¿Acaso pensabas que esto es real? —La risa de Lila me taladra los tímpanos.
¿Y el dolor? ¿Y mi angustia? Me apoyo sobre un codo. Estoy en medio del escenario. El público prepara las palmas. No obstante, en un foso profundo de mi ser, intuyo que se prepara una nueva vuelta de tuerca.
—Mírate las manos —dijo Lila con una carcajada infernal.
Me vi solo tres dedos en cada mano.
—¿Quién está jugando con nosotros?
—Seis dedos, seis candados, seis puertas —dijo Lila—. Acaso, ¿crees que es un juego?
El calor infernal me confirmó que Lila no era Lila, y que la oficina maloliente era mucho más que eso.

Acerca de los autores:

sábado, 5 de mayo de 2012

Rareza – Eduardo Poggi


—En estos tiempos de plagas, Dupuy —dijo la bestia a cargo del laboratorio—, usted nos interesa más como rareza que como comida.
—Claro, son incompetentes para determinar el origen de la peste.
—¿Incompetentes? —la bestia largó una carcajada—. No podemos darnos el lujo de ignorar por qué la epidemia no lo afecta, idiota.
—Por supuesto que no es por lujo —Dupuy se levantó—. Como dije: son incompetentes. Que les vaya bien.
—Oiga: ¿Qué hace? ¿Adónde va?
—Me voy —Dupuy no esperó, sorprendió a la bestia, y caminó hacia la puerta—. No es tan difícil entender lo que digo: ustedes son IN-COM-PE-TEN-TES.
Gritando lo dijo.
La bestia se le abalanzó, y de una dentellada le cercenó el cuello. La cabeza de Dupuy cayó y rebotó en el suelo. La bestia la agarró, la miró fijo a los ojos, y los huesos crujieron entre sus muelas.
—Discúlpeme Dupuy —con el meñique se escarbó los colmillos—, no sé si es por la epidemia o porque usted me cansó. Pero la verdad: EX-QUI-SI-TO.
Relamiéndose lo dijo.

Acerca del autor:
Eduardo Poggi

martes, 24 de enero de 2012

Un impulso primitivo – Eduardo Poggi


Se paró justo frente a mi cara. Se agarró del tubo cromado del que cuelgan las argollas en el subte. Yo, desde mi asiento, levanté los ojos y miré las argollas. Y al verlas, me fue impuesto volver la mirada, al frente, donde sus piernas se unían. Volví ahora mi cabeza y vi, por debajo de su pequeño top, que no usaba corpiño. ¿Lo hacía al propósito? Porque era evidente que, con la altura que tenía, con sus tacos que la elevaban algo así como diez centímetros, y con la posición que adoptó, resultaba imposible no mirar. Resultaba imposible abstraerse de ver. De verla. Porque todo en ella era precioso. ¿Qué hacía esta preciosura en las penumbras del subte?
La pollera, mejor dicho, la mini de tela de vaquero negro, rígida, se bamboleaba delante de mis ojos, y el vientito me traía aroma a entrepiernas. Me provocaba. Sí, seguro que me provocaba. Porque sus actitudes me dieron ganas de meter mano. Aunque si metiera la mano, pensé, me ligo un trompazo. ¿Y entonces, a qué se debe su conducta? ¿Semejante minón pretende salir así, y que los demás se banquen la calentura? Atorranta. Puta. Sí, puta sin alma debe ser. Desalmada, mejor dicho. Aunque está tan buena que soy capaz de dejarme llevar donde sea: a la lujuria, a procrear con ella.
A punto de entrar a la estación Palermo se dio vuelta y se agachó. En ese momento no me importó si para mirar algo en el andén central o para seguir enloqueciéndome. Pero tuve que frenar mi impulso: el encaje negro tentaba. Si quieres trastornarme, pensé, no te gastes: ya me volviste loco.
Dispuesto a cualquier cosa, chiflado de tal forma, ni el recuerdo de mi esposa ni el de mis hijos que me esperaban en casa podían cambiar lo que, para mí, ya era un hecho: cuando se bajara me iría con ella. Me parece exitoso lo que esta mujer ha logrado poniendo en evidencia mis instintos más primitivos.
¿No era eso lo que buscabas? Tomamos demasiado vino y ambos nos emborrachamos de lujuria. Al menos, emborrachaste mi cordura. Ya nada ni nadie se interpondrá en nuestro camino.
Necesitaba calmarme. Cerré los ojos.

Está ahí, esperando. La imaginé desnuda, sensual, provocativa: los ojos pintados con rímel y delineador negro marcando sus ojeras, de boca prominente, labios carnosos y lengua roja rozando sus dientes blancos. La imaginé con las medias transparentes y negras, acariciándose delante del espejo. Después, cubriéndose con encaje negro para ocultar su bello púbico. ¿Para que? Para que otro gozara al destaparlo. Para revolcarse en caricias enredadas. ¡Traidora! ¿Esperas mi momento de locura? Escucho a mi sinrazón que me dice: hazlo, anímate, no seas cobarde. Pero percibo esos chillidos de placer con otro que me dicen: cuidado, no te atrevas, es tramposa. Y sufro. Quiero salir de esta locura. Me estremezco al pensarte. ¡Tramposa! Mi mente me hace trampas. ¿Desvarío? La imagino a ella mofándose de mí, ofreciéndose a otro, y el otro, goza cuando le pasa la lengua y la succiona como si fueran dos asquerosas ratas. Eso, eso quisiera: que me sorbieras a mí los fluidos. ¿Estoy enloqueciendo? Quiero abrir los ojos para salir de este delirio.

Abro mis ojos. La veo bajando en Plaza Italia. Las puertas se cierran y salto por la ventana. Mi agilidad me sorprende. Siento mi corazón galopar. Antes de partir, mis sienes pulsaban como estrellas. Ella camina por el andén y yo atrás tratando de alcanzarla. Le grito que me espere. Pero ella sigue, no sé si porque no quiere escucharme o porque pretende escapar por el túnel oscuro del final del andén. Y cuando ya casi logro alcanzarla, ella se vuelve, me mira, pega un salto, vuela sobre mi cuerpo, despliega sus alas y me envuelve y me cobija con ellas: me lleva y desaparecemos en la oscuridad de la galería subterránea.
Al despertar, me estremezco al verle los colmillos, toco dos puntos en mi cuello que gotean un líquido espeso, cálido, y me siento inmortal.

viernes, 20 de enero de 2012

El editor amigo - Eduardo Poggi


Mirá Lerchundi, hoy es viernes, vos te comprometiste a terminar el cuento para el lunes, y todavía no tenés ni el título. ¿Tan difícil es escribir un cuento sobre la amistad? Está bien que seamos amigos, pero... ¿hasta cuándo te voy a esperar?
¿Qué hacés ahí, Lerchundi, parado frente a mi escritorio mirando el piso? ¿Sos boludo, vos?
No, Lerchundi, vos no sos ningún boludo. Vos sos un buen tipo lleno de amigos. Así que, si no querés escribir sobre nuestra amistad, no lo hagas. ¡Pero dejate de joder, che! Para hacer tiempo, hacelo con otro editor. Acá apoyás el culo en la silla, y hasta que termines el cuento no te levantás ni para mear. ¿Está claro, Lerchundi? ¿Sólo eso se te ocurre? Encogerte de hombros, como si dijeras, “Y… si vos lo decís”.
¿Por qué no encarás por el lado del grupo formado aquella vez que fuiste a San Pablo? ¿Acaso no recordás que viniste enloquecido con la incipiente amistad? No sé por qué te negás a escribir sobre eso. Vos me relatabas las reuniones que durante años y en forma continua hacían en tu quinta. Bueno, si se le puede llamar quinta a ese baldío que vos tenés. ¡Si hasta llegaste a invitarme! ¿No te acordás? Sí, sí… fue ahí donde conocí a Petra, tu esposa. Hermosa y adorable mujer, por otra parte. Bueno, no me mires así que no te la voy a comer. Ya sé que es un tema al que le escapás. Mejor sigamos con lo nuestro y dejemos a la rusita para otro momento.
Te decía, Lerchundi, esa incipiente amistad con los tipos que frecuentaste en tu viaje a Brasil es una buena base para empezar. No te quedes ahí firme y parado y sin abrir la boca como si no pasara nada con ese tema, Lerchundi. Sabés que tenés que dejar salir ese malestar que te circula por las tripas. No vas a perder mi amistad ni tu trabajo si te descargás.
Mirá, leete el cuento “Terror” de Chéjov, metelo en una coctelera junto con “Descenso a los infiernos de la imaginación” de Denevi, y batilos con tus anécdotas sobre el viaje y posteriores reuniones. Agregale un poco de tu inspiración, y listo. Chéjov o Denevi, con mucho menos lo lograrían.
Ahí tenés, me alegra que esboces una sonrisa. Entonces: ¿qué tenemos? Antón, Marco, y tu historia. Tomá las formas de Marco: monodiálogo, irónico y coloquial, dos de las características que identifican algunos de sus escritos. De Antón tomá su capacidad de síntesis: condensá la realidad física y síquica en unos cuantos rasgos individuales e inequívocos para cada personaje. Eso, condensá, Lerchundi, condensá. No, claro, no, es mucho para vos. Por eso tu mirada de clemencia. ¡Dejate de joder, empezá con eso!
¿Cómo, si me parece? ¡Sí, sí, me parece! Mirá, empezá así: vos casado, ellos no; vos con una vida hecha y cercano a la muerte, ellos recién comenzaban; ellos unos pibes inexpertos, vos con tu madurez.
Eh, che, ¿qué te pasa? ¿Por qué te querés ir? Vení para acá. Dale, parate ahí. ¿Cómo que no querés entrar en esos detalles? ¡Si es lo más jugoso, increíble y pintoresco de toda esta historia! Dejate de embromar con ese estado depresivo que venís arrastrando. A esta altura, Lerchundi, debo confesarte que hiciste bien en no confiar en esos pibes. Las piernas de la Petra están bien buenas. ¿O no? Claro que sí, Lerchundi, muy buenas. Y mejor no seguir recorriéndolas para arriba. ¡Eh, no te pongas así! ¡Con la imaginación, digo! No te lo tomes a mal. Sigamos. Te decía: nada tonto fuiste con esos pibes. Sabías que clavarían los ojos en la presa. ¡Y qué presa! ¡Qué bocadito de licor! No seas boludo, Lerchundi. ¿Qué tengo que ver yo en todo esto? Mis comentarios son los comentarios de un editor ayudando a construir las bases del cuento.
Continuemos. En esos tiempos estaban muy felices, vos aún no sabías de la actitud de Petra. Ella todavía no se reunía rutinariamente con aquel tipo en el tren. Después, tu amor por Petra terminó convertido en un ridículo papel. Eh, che, son los hechos. ¡No seas llorón! Mirá, si querés, narrá un atardecer quejumbroso que obligue al lector a sentir el dolor que pasaba por tu corazón.
Después, seguí el cuento detallando cómo tu amigo terminó en los brazos de Petra. ¡Cómo que te negás, Lerchundi! Nadie se enterará. ¡Ponele nombres ficticios a los personajes, y listo!
Y ahora, Lerchundi, buscale un buen remate. A Petra no le quedó más remedio que continuar al lado de su esposo. Por lástima, no por amor. Y yo espero. ¡Cómo, qué espero, Lerchundi! Espero que termines el cuento. ¿Qué otra cosa podría esperar?
Ah, me olvidaba: podés suicidarlo al personaje. ¡Querés algo más verosímil que eso!
Parece un buen final. Si, si…, suicidalo. Por ahí: ¡quién te dice que no sea lo mejor!
Así que, Lerchundi, hacé lo que tenés que hacer y no sigás jodiendo. Mirá, el lunes te espero con el cuento terminado. Y si no venís, no te preocupes: Petra lo trae. Sí, sí... me lo acerca tu esposa.
Ella sabe bien dónde encontrarme.

El autor: Eduardo Poggi

miércoles, 4 de enero de 2012

De los hechos nunca acontecidos - Eduardo Poggi


Corría el año 2311, tiempos de verdades espantosas.
Yo estaba muy borracho como para saber por qué razón cinco individuos forzaron la puerta de mi laboratorio. Se me conocía por la maestría para resolver verdades ocultas, y asumí que me buscaban por ese saber. Obviaron transferirme la información directamente al cerebro —supuse que para evitar interferencias durante la transmisión—, y me entregaron las preguntas en un vetusto aparato digital.
Después, se fueron.
Y yo partí hacia donde imaginé encontraría las respuestas.

Abrumado por la geografía desoladora del lugar, perdido el vigor y la esperanza de encontrar el rumbo correcto luego de ambular —según me pareció, siglos—, una mínima fuerza imprevisible perturbó la oscuridad del valle de la muerte, y entonces se presentó ante mí un espectáculo de aterradora magnificencia: de las entrañas de una nube, una infinita cantidad de estrellas multicolores empezaron a materializarse en la silueta de una enorme montaña.
La tierra era firme. A medida que me acercaba, se amplificaba el sonido de los pasos, la montaña mutaba: montaña con cuevas, con cavernas transparentes, túneles convertidos en ventanas, ventanas de fuego. Finalmente, un edificio moldeado en la roca viva, ventanas reflejando la luz del sol.
Un pórtico y grandiosas columnas esperaban mi entrada. Subí con esfuerzo la escalinata. El sol se puso, la oscuridad descendió sobre mí, y un acceso tortuoso, sombrío, me llevó por los recovecos de la caverna horadada en la piedra. ¡Jamás pensé que me alegraría escuchar lo inaudible! ¡Me deleitaba!
La caverna me llevó a una sala iluminada por tres intensos haces de luz: azul, verde y rojo. Dispuestos en triángulo, orientaban sus rayos hacia un consistente centro de luz blanca, centro en el cual vi a un viejo sentado en una silla, flotando lejos del piso. Me miraba fijamente con ojos esmeralda. Su expresión, llena de misterio y sapiencia, me sonreía con su boca desdentada.
—¿Quién eres, anciano? —pregunté, anhelando una respuesta.
No respondió. Acercándome al viejo, noté los párpados de cartón, sostenidos por sus ojos: dos esmeraldas incrustadas; en el centro de ellas, un orificio permitía ver la oscuridad interna de su cuerpo momificado. Estremecido, sentí la mano de una sombra apoyarse en mi hombro.
—¿Y quién eres tú? —inquirió la sombra.
—Soy un viajero —respondí tembloroso y sin atreverme a darme vuelta—. Soy un viajero perdido en el camino y en el tiempo.
—No temas. Si has llegado hasta aquí, existen razones.
Existían, sí. Sus palabras permitieron que me atreviera. Y me volví. Era mayor el miedo de darle la espalda.
Nada.
Nadie.
—¡Dónde te ocultas! ¡Dónde estás!
—No me oculto —me dijo serenamente—. Puedes oírme pero no verme. Así te acostumbrarás a no concederle excesivo valor a lo corpóreo. Ustedes tienden a lo tangible, a concretarlo todo.
—¿Nosotros? ¿Quiénes?
—Ustedes —me advirtió la voz—, tú lo sabes. No intentes engañarme.
Aun sin verlo, intuí su presencia. Tal vez sentado en su trono de marfil y en las sombras, el iluminado hereje sabía lo que yo buscaba.
—¿No eres consciente acaso —me dijo—, de que los frutos surgen dulces o amargos según el árbol que has plantado?
—¿Qué dices? ¡Hazte ver!
—Paciencia. Debes aprender a ser paciente. Si has llegado hasta aquí, vale la pena que te instruyas. Ven, pasa.
Y al decir esto, una puerta se abrió ante mí, invitándome a franquearla. Entré. Y vi una senda recta bordeada de estantes, un infinito de libros. Comencé a recorrerla. Observé el primero de la línea: “De los hechos nunca acontecidos - Tomo I”. Leí cuando la Madre Teresa no se detuvo a atender al que fuera su primer moribundo, siendo brutalmente violada una cuadra más allá. Quedé pasmado y sin aliento. Seguí recorriendo el estante perpetuo: “De los hechos nunca acontecidos - Tomo II”. Leí cuando el Reverendo King fornicó con una de sus feligresas, actitud que le permitió salvarse de morir asesinado, muriendo al poco tiempo, borracho y olvidado en un callejón de una ciudad perdida. La biblioteca se repetía, perdí la noción del tiempo. “De los hechos nunca acontecidos - Tomo MCMXLV”. Leí que Juan Pablo I rechazó una taza de té y eliminó la corrupción y el hambre del mundo. Y así seguí: Nelson Mandela vendiéndose para evitar la cárcel; Hitler muerto de sífilis antes del holocausto, y aquel muerto en una cámara de gas junto al islámico fallecido en la Guerra del Golfo, convertidos en los líderes de la paz en Palestina; Einstein ingresando al secundario y un japonés muerto en Hiroshima hablando con Yoko Ono. Llegué al más voluminoso “De los hechos nunca acontecidos – Tomo...”, imposible descifrar su número. Necesitaba una nueva oportunidad con aquel viejo sabio. Y entonces vi el siguiente, el Tomo I, y comprobé que, creyendo estar en una recta, había transitado por un círculo que me llevó al punto de partida.
La metáfora del hombre estaba allí, aguardando un tren que nunca llegaría: la degradación cotidiana y sistemática del hombre por el hombre, devorándose mutuamente, arrancándose pedazos.
—¿Qué es todo esto, viejo?
—Nuestra tarea —explicó el viejo—, es relatar lo que nunca sucede. De allí esta vasta biblioteca. En cuanto a mí, soy sólo una voz aunque creas que habito este cuerpo.
—¿Pero... sólo eso?
—¿Te parece poco? ¡Ah, tú nunca has plantado árboles de frutos dulces! Podría agregarte que felicidad y desdicha, vida y muerte, realidad y ficción son dos caras de una misma hoja de papel. Ustedes tienen toda la sabiduría pero no saben cómo usarla. Buscas respuestas para cinco hombres, y no entiendes que esta vida paralela puede ser tan real como la otra, pero las movidas no realizadas en una partida de ajedrez exceden al real movimiento. Y este es eficaz si es correcto. No es grande el esfuerzo de la elección, depende de ti. Pero es mucho el valor que debes tener para generar ese imperceptible y esencial cambio que logra transformaciones verdaderas. ¿Entiendes ahora?
Entendí que, esta vez, había fracasado.

El autor: Eduardo Poggi

viernes, 4 de febrero de 2011

Códigos de vida - Eduardo Poggi


Desde su asiento, él los espiaba estupefacto: sentaditos detrás del conductor, dos putos se provocaban sexualmente sin ningún disimulo. Y pensar que él se molestaba no bien veía a un pibe y una piba haciendo lo mismo. Dos tipos. Qué bien.
Se fijó en los demás pasajeros. Aquel bochorno no parecía importarles en absoluto: sentados como muñecos, contemplaban los autos a través de la ventanilla o tenían sus ojos fijos en un punto del parabrisas. ¿Adónde iba a parar el mundo?
—¿Qué mirás? —le dijo uno de ellos, en ese inconfundible tono que él tanto detestaba—. ¿Te gusta?
Lo había tomado por sorpresa la actitud desafiante. Pero él no era de callarse la boca, no señor. Para nada.
—¿Te gusta, papito? —dijo el otro marica.
—No —dijo él—, no sólo no me gusta: también me da asco. Asco y vergüenza me da. La misma vergüenza que ustedes no tienen.
—Le da vergüeeeenza, le da vergüeeeenza —cantó el compañero, y le estampó al otro un soberano chupón—. ¿Te calienta vernos?
—Déjense de joder, boludos —dijo él—. Esto es un colectivo, hay personas. Y el acto de ustedes pertenece al ámbito privado. Están lastimando el pudor de muchos.
Todo fue como si hubiera sacado una manzana de abajo de la pirámide: las otras se le vinieron encima.
—Vos mejor dejate de joder —le dijo uno de los pasajeros, un pelilargo—. ¿Acaso no sabés que hay heteros cagando a medio mundo desde su lugar de privilegio? Estos hacen el amor. No joden a nadie.
—¡Estoy de acuerdo! —dijo un gordo sentado al lado del peludo.
—¡Discriminador! —le gritó a él alguien desde atrás. Al darse vuelta creyó individualizarlo: tomaba del brazo a una chica que, por la diferencia de edad, debía ser la hija.
¡Vaya, qué flor de ejemplo!
En suma, esos dos putos tenían el derecho de ejercer libremente su sexualidad… pero en privado, en la intimidad de cuatro paredes. Consciente de eso, él resguardaba con obsesión sus propias relaciones heterosexuales. Además, la existencia de leyes pro-gay no los habilitaba a pararse en el asiento y corear, mientras se agarraban el miembro que colgaba de las braguetas:
—¡Pe-lo-tudo! ¡Pe-lo-tudo!
Decidió bajarse: no aguantaba semejante escarnio, y además faltaban pocas cuadras para llegar a su casa. ¡Qué soez actitud! Y encima, soportada por una manga de brutos incapaces de apreciar la enorme diferencia entre la homosexualidad y el amor.
Caminó hasta su casa, y en esas ocho cuadras intentó comprender aquella conducta degenerada. ¿Sería una desviación suya, en realidad? El mundo retrocedía en lugar de avanzar: los pelados se ponían pelo, muchos hombres se paraban el culito con siliconas. Y pensó: hoy da más vergüenza ser gorda que tortillera o falopera. Era cierto, el gobierno lo había logrado: cualquier centro de homosexuales tenía más derechos que los “anormales” civiles. ¡Incluso una familia podía constituirse por cónyuges del mismo sexo! Perdón, del mismo género. Y si a cualquier persona se le ocurriera disentir con alguno de estos temas, lo acusarían de discriminador. Exactamente como le pasó a él en el colectivo.
Es un escándalo, se dijo, y al mismo tiempo pisó un sorete en la vereda. Le asqueba estar sucio, pero había circunstancias —como esta por ejemplo— que no podían evitarse.
Mientras limpiaba su zapato en el pasto de alrededor del Palo Borracho plantado frente a su casa, pensaba que una persona es —debería ser, mejor dicho— de una sola pieza: coherente entre lo que dice, piensa y hace. Hay una metáfora encerrada en cada una de nuestras acciones, se decía. De cada cual depende que dicha metáfora resulte una maravilla o una porquería.
Aunque a veces también la gente como uno comete inexplicables deslices: llevarse de la oficina lápices, cuadernos, gomas, sacapuntas. O desenterrar alguna planta de un jardín vecino. O imponer el autoritarismo ante rebeldías familiares. Pero de todos modos son pequeñas faltas que surgen de algún lugar interior, misterioso, imposible de dominar. Aparecen como una enfermedad: sin aviso y cuando uno menos la espera. Como una enfermedad que sojuzga hasta que todo pasa, para luego atacar con más brío y así postrar al sometido.
—¡Hola, hola! —saludó alegre no bien entró—. Ya llegué, linda.
—Hola —la respuesta fue, como últimamente, seca.
Estaban solos. Pero percibió que ese no era su día de suerte. Ella le dio la espalda, parada frente al hogar, las manos apoyadas en la viga de quebracho, la cabeza inclinada entre los hombros. Como si se rehusara. Como si quisiera romper el estrecho vínculo que siempre los había unido. Como si la ternura y el amor de él fueran en realidad ataduras que la sujetaban.
Vio que sus piernas abiertas insinuaban aún más los muslos tensos, y no pudo entender a esos dos maricones despreciando a hembras como aquella, el íntimo placer resguardado por él con tanto celo.
Ella usaba una de esas polleritas que lo invitaban a deslizar la mano por debajo. De tanto pedírselo, se había transformado en obediencia. Imaginó sus propios dedos acariciando, explorando; sus dedos resbalando en la suavidad del sexo; sus dedos provocando un sensual movimiento de las caderas, y ella abriéndose a su juego.
Se acercó y quiso cobijarla entre sus brazos, y fue consciente de su erección al apoyar su cuerpo contra ella. Deslizó la mano por el vientre hasta palpar su sendero tibio y húmedo.
Entonces ella se apartó y se dio vuelta.
Lloraba.
—No quiero seguir así —le dijo.
Le partió el corazón. ¡Tantos años a la basura por un estúpido capricho! Quiso pegarle o abrazarla o acariciarle el pelo. Pero se dio cuenta: no era momento para impulsos que a nada conducirían. No era momento de actuar sino de convencer. Convencer con la palabra. Las mismas calmas y razonables palabras que él siempre usaba. Las mismas calmas y razonables palabras que siempre la habían persuadido.
—¿No querrás que tu mamá se entere, verdad?
Su hija lo miró. Y se fue a la cocina.

El autor: Eduardo Poggi

Ilustración: Dos (detalle) Marco Maiulini. http://www.flickr.com/photos/marcomaiulini 
Todos los derechos reservados. Reproducido por gentileza del autor.

martes, 6 de abril de 2010

Un cambio de vida - Eduardo Poggi


Ema regresaba del entierro. Odiaba los trámites. No estaba en condiciones de manejar y le pagó a un conductor del cortejo para que la llevara hasta su departamento en el Honda 4x4 que su esposo Juan le había regalado. Sentada atrás, con su mirada perdida, recordaba.

Recordaba que el comienzo no fue fácil porque Juan compartía el día entre el trabajo y el estudio. El noviazgo terminó en casamiento, y siguieron épocas mejores: Juan se recibió, consolidó sus ingresos, y compraron el primer departamento. Vinieron los dos hijos deseados y se mudaron a una casa que de a poco fueron mejorando. Con dedicación y esfuerzo habían formado una familia de la que ambos estaban orgullosos. Juan dedicado a su profesión, y Ema con las responsabilidades de la casa. Eso sí, los odiosos trámites los manejaba Juan.Sus hijos crecieron, una vida estable, sólo pequeñas quejas.
—El jardín del vecino es más lindo.
—Pero, Ema, ése no es nuestro; no nos da trabajo.
—Es más lindo —insistía.
—Parece más lindo, Ema. Como en las películas. La chica linda que se enamora del chico rubio de ojos celestes.
—¿Y eso no es agradable?
—Puede ser, pero no es real. No van al baño, no pasan frío ni calor, no se lastiman. Es ficción, Ema. Ficción.
—Será ficción pero está ahí... Y es más lindo.
Era imposible convencerla. ¿Para qué envidiar el jardín del vecino si podían disfrutar del propio? Acaso, no había sido Ema quien le había transmitido esa sensibilidad sobre las pequeñas cosas de la vida. Ema había logrado que Juan comprendiera la importancia de los afectos y, ahora, parecía que los roles estaban invertidos.
La vida fue cambiando sin que lo notaran. La empresa redujo el personal, Juan comenzó a trabajar en forma independiente, los clientes fueron desapareciendo, los problemas y deudas se incrementaron.
El chillido de las gomas del auto frenando en el semáforo la despertó de sus recuerdos.
—Despacio, por favor.
—Sí, señora —se disculpó el chofer.
Ema se recordaba sumergida en esos odiosos trámites producto de la falta de trabajo: atender los reclamos del Banco, pagar los vencimientos y tarjetas, las cuotas, el descubierto, intereses, mora, punitorios, legales.
—¡No sé para qué te sirve ese amigo de la infancia! —le recriminaba a Juan.
—¿Quién, Quique?
—¡Sí, ése. El que está en el Ministerio!
—Pero, Ema, ¿vos pensás que Quique es sólo eso? —Ema sabía el significado de la pregunta de Juan.
—Por lo menos usá sus influencias para sacar tus ventajas.
—Yo no quiero entrar en eso —aseguró Juan.
—Decíselo al Banco, no a mí.
Juan se quedó pensando. En cierto modo Ema tenía razón. La dualidad de criterio que los Bancos utilizaban según uno fuera deudor o acreedor lo sorprendía, lo exasperaba. Se sentía muy exigido pero tampoco era cuestión de agobiarse por la confusión del momento.
—Aprovechemos esta oportunidad que nos da la vida y cambiemos —dijo Juan, convencido de la idea.
—¿Cambiar? ¿Cambiar qué, Juan?
—Mirá, nuestros hijos ya están hechos y...
—¿Ah, también querés dejar de lado a nuestros hijos?
—No, Ema. No estoy diciendo eso. Simplemente digo que...
—Con eso no le pagamos a nadie, Juan. Entendelo. A nadie.
—Pero a mí siempre me gustó escribir. Podríamos...
—No me hagas reír, Juan —interrumpió Ema—. Si con lo que trabajaste estamos así, ¿vos crees que vendiendo libritos vamos a vivir mejor?
—Sí... sí. Podríamos aprovechar la oportunidad, cambiar nuestras vidas, saldar las deudas y...
—¿Saldar las deudas?
—Sí, y con el pequeño ingreso del alquiler vivir en algún lugar tranquilo.
—¿Y cómo lo hacemos? ¿Cómo lo hacemos, Juan?
—Vendemos el auto.
La cara de Ema se transfiguró.
—¿Vender el auto? ¡Venderlo cuando debemos pensar en cambiarlo, comprar otra casa, mejorar lo que tenemos!
—Pero eso no mejora nuestra vida. Tenemos que pensar en mejorar nuestra vida, Ema, nuestra vida —repitió—, no lo que tenemos y a cualquier precio.
—Quique te tiene que servir.
Juan enmudeció. Ema no entendía lo que significaba entrar en ese juego. Había mafias, corporaciones, monopolios, guerras, bancos, muertes y dinero. Inmensas fortunas depositadas en los paraísos fiscales. Pero eso tenía un alto precio, y Ema sabía que él, por mucho menos, había renunciado a su empleo. Le estaba pidiendo que se metiera en esa inmundicia. Juan jugó su última carta y volvió a preguntar.
—¿Querés realmente que me convierta en Quique? ¿Querés eso?
—Mirá, Quique te tiene que servir, por lo menos, para que sepas lo que significa ser hombre.
—Ema, Ema. No podemos tirar por la borda los valores de toda una vida.
Nunca recibió respuesta. Los ojos de Ema lo decían todo.
En poco tiempo revirtieron la situación. Los hechos demostraron que Ema no se había equivocado: el piso de la Libertador, la Van de su marido, su 4x4, la residencia con vista al lago en La Angostura y la Beretta de caño superpuesto con la que Juan se pegó un tiro en la boca.


La cuneta de la entrada al garaje despertó a Ema de sus recuerdos, y el sepelio de Juan volvió a su mente. Le indicó el lugar de su cochera al conductor, le pagó su viaje de regreso al cementerio, recibió las llaves de la 4x4 y subió hasta su departamento del 10º frente a los bosques de Palermo. Ya en el ascensor, la imagen de Juan y Quique seguían golpeándole su cerebro.
Entró y caminó hasta el dormitorio, sin fuerzas, arrastrando los pies por el suelo de roble eslavonia. Dejó caer su cuerpo sobre el sillón, frente al espejo de cristal francés. Sus ojos comenzaron lentamente a recorrer la habitación: el perchero con su tapado de visón, más abajo los zapatos de Dior, subiendo hasta una de las puntas del tocador, su anillo y la gargantilla de Stern haciendo juego. Frente a ella, la chequera: su chequera de la cuenta en Suiza.
Y levantando la vista vio reflejada en el espejo la figura de Quique esperándola en la cama.

El autor: Eduardo Poggi

lunes, 8 de febrero de 2010

El reencuentro - Eduardo Poggi


Me bajé del auto y entré en ese lugar desconocido, casa o sala o galería o lo que fuera.
Del techado colgaban enredaderas repletas de flores acampanadas, algunas de un intenso azul violáceo con el borde redondeado, otras de un púrpura muy oscuras que escondía el azul. Y otras salpicaban pequeñas cantidades de amarillo anaranjado que hacían resaltar aún más el conjunto. Todas tenían algo en común: o su forma acampanada o su color degradado a medida que se acercaban al tallo, o el color blanco cuando entraban en contacto con él, o el rojo incluido en ellas.
Al frente de ese lugar, había un fuerte resplandor de un sol que lastimaba la vista. Sus rayos se filtraban entre las enredaderas que componían el techo. Las campanillas bailaban por la brisa, y los colores jugaban entre las sombras despidiendo un aroma agradable y extraño.
De aquellos pétalos surgían acordes simulando los bronces de las puertas de entrada, formaban una suave melodía que hacía agradable la estadía. Entre las enredaderas distinguía el aletear de mariposas multicolores haciendo equilibrio en la brisa.
En un ángulo de ese lugar vi una sombra en contraluz. Le sonreí sin saber quién era. Me acerqué más. Al mismo tiempo lleno de congoja y de felicidad, vi que sus labios devolvían mi sonrisa. Mi esposa Lety me miraba con cariño, y atiné a levantar el brazo buscando cortar una campanilla azul violáceo para colocarla en su cabello. Pero desapareció entre mis dedos. En mi mano quedó un jugo pastoso de la flor marchita o de la flor pintada. Entonces vi a Lety bajando su cabeza, señalando el piso cubierto de campanillas caídas. Una alfombra de flores nos rodeaba.
Lety hizo un gesto con su brazo. Apuntaba el dedo índice hacia uno de los lados. Miré y vi dos figuras caminando por la alfombra de colores. Se pararon más allá de las enredaderas. Las corrieron y entraron a ese lugar extraño, con sus pies salpicados por el jugo pastoso de las flores marchitas o de las flores pintadas.
Se acercaron despacio, con movimiento rítmico, como en cámara lenta. Eran mi amigo Gustavo y su esposa Daniela. El azar hizo que nuestras vidas volvieran a cruzarse; hacía más de treinta años que no nos veíamos. Dudamos en saludarnos, pero finalmente nos dimos un abrazo y terminamos los cuatro sentados y charlando como si pudiéramos resumir en ese rato casi la mitad de nuestra vida. Rehusábamos hablar de aquellas circunstancias que nos separaron a las que me referiré más adelante.
—Estás viejo —me dijo Gustavo mientras seseaba al hablar por faltarle algunos de sus dientes.
—Estamos —le dije—, los años no pasaron en vano, y dejaron sus huellas.
Huellas que mostró levantando sus brazos y haciendo manitas con los ocho dedos que le quedaban. Era carpintero, y aquella vez la mano caprichosa se fue debajo de la sierra que le amputó la mitad del índice y pulgar derecho.
La conversación se parecía a esas que habíamos escuchado de nuestros mayores antes de interrumpir la amistad. A mi sordera derecha, consecuencia de un síndrome vertiginoso, él le opuso la suya por calcificación de los huesos del oído interno.
—Ves, fijate los audífonos que tengo en las orejas —y mostraba ambos lados de la cara.
—No, la mía es permanente porque el nervio auditivo está muerto —le explicaba.
Recuerdos, opiniones, vacaciones, hijos. Casi una vida.
No nos fue posible recuperar en esas seis horas los treinta años de amistad perdidos. Ni el esfuerzo que hice para resumir conceptos, ni el empeño que Gustavo puso para dar inútiles detalles, sirvieron para salvar lo pasado. Treinta años sin hablar ni vernos por una idiotez a la que me iba a referir, pero de tan poca importancia que no vale la pena perder tiempo en describirla.
Sin embargo teníamos una nueva oportunidad. Y ahí estábamos, cruzándonos en el camino.
—¿Y tus hijos? —pregunté.
—Allí están, esperando en el auto. —Los míos también aguardaban.
Gustavo los recordaba mejor. Él había convivido más que yo con los suyos.
—Este lugar es extraño y placentero —se me ocurrió explicar —. Es la primera vez que Lety y yo bajamos.
Al decir esto, me confundí recordando que... Mi pensamiento lo interrumpió Gustavo al comentar que ellos recién llegaban cuando nos encontramos. Y recordé la figura de Lety señalando la entrada de Gustavo y Daniela y... Las cosas no encajaban, estaban desfasadas en el tiempo. Yo había entrado con Lety y la encontré enfrente de mí. Me convencí que todo era producto de la emoción.
Gustavo y yo decidimos recorrer ese lugar místico. Nuestros pasos quedaban marcados en las flores marchitas o las flores pintadas esparcidas por el suelo. Y sin embargo, al caminar, no se escuchaba sonido. Sólo los eternos acordes que surgían de las flores.
Me sorprendió el comentario de Gustavo.
—¡Qué lástima que no sea verdad lo que vivimos!
No entendí muy bien lo que quiso decir. Me miré en el brillo espejado de las flores y me vi pálido. No sé si porque estaba pálido o por la palidez de la luz que ahora nos rodeaba.
—Parece que estamos en la Luna —dijo Lety pegando un salto y quedando suspendida en el aire por un lapso tras el cual cayó sobre el jugo pastoso de las flores—. Fue como flotar —explicó, relatando la experiencia de su salto.
Al disiparse la nube de ese lugar —casa o sala o galería o lo que fuera—, se llevó el jugo pastoso de las flores marchitas o de las flores pintadas.
Y todo quedó sumergido en el más profundo silencio.
—Nosotros vamos de vacaciones a la costa —le dije a Gustavo.
—Nosotros volvemos —me respondió él.
Tuvimos la suerte de cruzarnos en la ruta.
Y nuestros hijos aguardaban el retiro de los hierros retorcidos.

Eduardo Poggi

lunes, 11 de enero de 2010

La madriguera - Eduardo Poggi


Los fines de semana Gutiérrez se dedicaba al cuidado de su jardín: rastrillaba hojas, cortaba el pasto, podaba los rosales. ¡Una paradoja! En este mundo, Gutiérrez se sentía una hormiga: trabajaba y obedecía. Y, en algunas tareas, hasta había sido reemplazado por una máquina.
Mientras recogía las hojas caídas del plátano, Gutiérrez pensaba: ¡si pudiera apretar el soñado botón de mando! Desde pibe, Gutiérrez había fantaseado con un simple botón que, al apretarlo, le permitiera evadir cualquier situación desagradable. Por ejemplo: apretarlo, y que la basura apareciera embolsada; o mejor aún: apretarlo, y que las hojas esparcidas desaparecieran; que el pasto no creciera, que los rosales se podaran solos. De haberlo tenido cuando mi viejo venía a pegarme, especulaba Gutiérrez, lo hubiera apretado y puf, papá evaporándose junto al rocío, allá lejos, donde las mariposas revoloteaban. O en aquel viaje a Córdoba cuando volcó el Chevalier: hubiera pulsado el botón y páfate, el micro sobre sus ruedas, por la ruta, transitando sobre un colchón de plumas.
O ahora, para cambiar a este mundo de mierda. O, al menos, para zafar.
Gutiérrez evocaba todo esto y, al mismo tiempo, se quejaba porque el viento había desparramado las flores del Jacarandá.
Rumiaba su bronca, punteaba la tierra, y zas: la pala que choca contra algo duro. Se agacha, levanta la piedra, y ve un agujero rodeado de tierra húmeda y suelta, manchas de color blanco, gris, verde. Parece excremento de algún bicho extraño, pensó. ¡Qué olor nauseabundo!
Vaya uno a saber qué será esa porquería, se cuestionó Gutiérrez. No quiso removerla: temió que algo saliera de esa madriguera podrida.
Sin embargo, como suele suceder en estos casos, pensó mal: meto el dedo, dijo, total, tengo puestos los guantes.
Pero olvidó que al dedo índice del guante derecho le faltaba la punta.
Gutiérrez sintió un ardor en la yema del dedo. No sabía qué, pero sí, seguro, algo le había picado.

En horas, deliraba en la cama. La fiebre lo consumía.
—No sé —creyó escuchar que decía el médico—, se ve feo. Hay una picadura en el dedo. ¿Alguien sabe qué ocurrió?
Los presentes se encogieron de hombros.
Adivinaba preocupación en la cara de los familiares.
Los médicos volvieron inútilmente. Sus allegados corrían agarrándose la cabeza.
Y se quedó frito. Dormido.
Al despertar, Gutiérrez notó que el gesto de inquietud de los parientes se había transformado en repugnancia. Algunos se tapaban la nariz con los dedos, otros con las palmas de las manos, otros con un pañuelo. Aunque él no olía nada desagradable, pensó que algo raro ocurría porque, en un tiempo impreciso, la porquería que había considerado como parte de una putrefacta madriguera, ahora lo rodeaba.
No levantó el brazo para verse el dedo porque, de haberlo hecho, no le hubiera servido: habría visto un ala trasparente y membranosa, las imágenes difusas, agrandadas, los movimientos torpes.
Se fue reduciendo en su delirio: volaba, trepaba por las paredes, los ojos le inundaron la cabeza. Colgado del techo, vio la cama borrosa y vacía. Sus familiares y amigos ahora esperaban, mejor dicho, ansiaban el desenlace.
Los médicos volvieron una vez más. Pero sólo confirmaron su incapacidad para diagnosticar el mal.
La caterva —ya no sus familiares— seguía mirándolo. Gutiérrez, bueno... lo que había sido Gutiérrez, se desplazaba por el techo. Los acontecimientos sucedían y él no podía gobernarlos. Y aunque no se diera cuenta del porqué, sería mejor aceptarlo cuanto antes: se había transformado en una mosca.
Una inmunda mosca.
Quizás, el botón tan deseado se le presentaba de esta forma: no tenía duda que resultaba ser su mejor oportunidad para evadirse de este mundo de mierda.
Y así fue que, entonces, voló en busca de una vida diferente.

Al llegar al Mundo de la Vida Diferente, se encontró con un hediondo y putrefacto trozo de carroña que las moscas devoraban. No se consumía nunca: aquella bazofia renacía y se renovaba bajo la aglomeración de moscas. Excrementos, desperdicios, basura, hedor. Un lugar abominable, repugnante.
En los movimientos del enjambre existía un código y una organización. Las moscas con mayor viveza atropellaban a las otras, las malas ostentaban el poder, y las buenas estaban condenadas a una rápida desaparición.
Los dioses —que manejaban la política, la corrupción, la burocracia, los excesos—, no hablaban ningún lenguaje de signos reconocibles, ni tampoco intentaban comunicarse con nadie: sólo entre sí. Sus reuniones eran clandestinas y, en ellas, maquinaban contra la integridad del grupo.
Con estas actitudes, los dioses generaban erosión, decadencia, condiciones que podrían crear un efecto contraproducente. Como escupir para arriba. Sin embargo, los prejuicios, las falsedades, las hipocresías y falacias, el oficialismo y las demagogias, las modas y el esnobismo, en fin, la constante manipulación que los dioses ejercían sobre estas herramientas, siempre jugaban a su favor.
Los dioses de otras pútridas madrigueras también utilizaban estas armas para, bajo la falsa imagen de las buenas relaciones y el protocolo, sacarse ventajas. La carroña se extendía sobre el universo de moscas, y todos los dioses querían comer.
Lo único que esperaba de esta vida la inmunda mosca en que Gutiérrez se había trasformado, era vivir el mayor tiempo posible sin molestias. No había sido engendrada como gusano, pero se sentía un gusano. Un gusano queriendo durar.
Durar para descubrir otra vida. Igual que Gutiérrez.

Eduardo Poggi