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sábado, 8 de noviembre de 2008

Amigos en un parque - Juan Pablo Noroña


Con el debido respeto a Harlan Ellison

Mi perro se sentó en la senda y ladró para llamar mi atención. “Súbeme al banco, jefe” me transmitió. “El suelo está frío”.
—Estás achacoso, Bife —dije poniéndolo al lado mío—. Te regalaré una reconstrucción de tejidos por tus treinta años.
“Son los riñones, jefe” emitió mirándome con ojos lacrimosos. “Estoy triste”.
Comencé a rascarlo con cuidado.
“¡Sí, jefe!”, se alegró. “Más abajo, por la tercera costilla… jo, jo, jo”. Pronto no necesitó telepatía alguna para manifestar cuánto mejor se sentía: sólo meneaba la cola y lamía mi rostro.
“Jefe, esa huele bien”, me dijo de pronto. “Vamos a ella”, indicó con el hocico.
—¿La mujer o la perra? —pregunté.
“La mujer. Si no puedo subir al banco, no puedo subirme a la perra”.
A decir verdad, ninguna de las dos parecía gran cosa. Pero Bife tiene sólo un criterio estético: disposición sexual. La hembra más caliente es la más bella.
—¿Y por qué ella?
“Esta mañana se untó aceite erótico y se masturbó. Después se bañó, pero todavía le queda olor a hembra”.
—¿De dónde conoces el olor de ese aceite? —pregunté intrigado.
“Por la propaganda. Vamos, te acompaño”.
No sería la primera vez que me ayudaba con las mujeres o cualquier otra cosa. Si tan sólo los mismos que habían inventado cómo darle inteligencia a los perros inventaran también cómo hacerlos vivir cien años, Bife seguiría haciendo cosas por mí hasta el día de mi muerte.
Y quizás fuera mi imaginación, pero mientras más miraba a la mujer, más apetitosa parecía.
—Vamos, socio —dije levantándome—. Si sale bien, te daré media cerveza.
“¡Genial, jefe!”. 

viernes, 31 de octubre de 2008

El sexo de los angeles - Juan Pablo Noroña


Sobre el asunto del sexo de los ángeles, se cuenta un ejemplo de la vida del beato Timoteo.
Discutían cierta vez el hermano Heraclio y el eremita Ciriaco esa espinosa cuestión. El monje afirmaba la masculinidad de las criaturas celestes, en tanto el cenobita sostenía la condición hembril. 
Presente estaba Timoteo, ciego ya por aquellos años. La voz popular atribuía su carencia de visión al deseo del Señor de impedir que su vasta sabiduría creciera aún más, y así evitarle las tentaciones de la vanidad.
Tras horas sin ponerse de acuerdo, los polemistas pidieron opinión al sabio Timoteo. Él suspiró, y dijo:
—Conozco el sexo de los ángeles. Pero no debo decirlo a nadie.
Heraclio y Ciriaco le suplicaron tanto, que el sabio explicó sus razones:
—Hace poco tiempo presencié un hecho que no me dejó dudas acerca del sexo de los ángeles. Pero ese conocimiento es un  secreto vedado a los hombres, por tanto mi sentido de la vista pecó al proporcionármelo. Y fui castigado con la ceguera. Temo que si revelo esa verdad ahora, ustedes quedarán sordos. Un pecado tal Dios lo castiga con la pérdida de la parte pecadora.
El monje y el eremita, ansiosos por ampliar su conocimiento sobre las cosas divinas, insistieron aun más. Después de mucho implorar, persuadieron al erudito de que les revelara media verdad, pues la mitad de la verdad les bastaba para deducir el resto, utilizando la razón y el entendimiento que Dios les había dado. Y como media verdad no era verdad entera, no perderían el sentido del oído, o quizás sólo de un lado.
Timoteo sonrió, y les dijo:
—Está bien. Pero escuchen bien, porque sólo diré una vez que el sexo de los ángeles es el opuesto al de los demonios.
Se dice que poco después Heraclio y Ciriaco enloquecieron.

sábado, 25 de octubre de 2008

Hogueras - Juan Pablo Noroña


Tragando el aire a mordidas, dejé caer ante el fuego mi cuerpo hecho dolor. Mantuve el torso erguido por unos segundos; después me tendí de espaldas. Las estrellas se veían borrosas y bailaban al ritmo de mis agitados pulmones.
Descansé del mundo y la vida.
Cuando pude, ladeé la cabeza y miré a través de las llamas a la joven sentada al otro lado de la hoguera. Ella me observaba con desconcierto.
—No me lo esperaba así —dijo la muchacha—. Luce usted muy mal.
No conseguí formar una carcajada; sólo dos o tres torsiones jadeantes. Igual fueron irónicas.
—¿Y qué… esperabas? —pregunté. 
Ella bajó la mirada. 
Al cabo de un rato le señalé mi saco. —Las cosas que me sirvieron. Todas buenas. Lo demás lo boté.
La joven se acercó a registrar. —Sí, algunas me las llevaré —aceptó.
Hice un ademán de cesión.
—¿Usted necesitará algo? —me preguntó.
Negué con la cabeza. —Ya no más.
Ella asintió y comenzó a prepararse. Mientras tanto, yo removía el polvo con una mano. El polvo inmortal.
No le tomó mucho estar lista. Partía con poco, como yo tiempo atrás. Poco tiempo atrás, aunque fuera toda mi vida.
—¡Oye! —le grité cuando ya estaba de espaldas a mí en su décimo paso.
Se volteó. Tenía la misma expresión desconcertada y perdida con que la conocí. Sin embargo, parecía fuerte.
—Habla de mí en la próxima hoguera —le pedí.
Me sonrió. —Por supuesto—. Y fue adelante.
Yo quedé entre las estrellas y la tierra. A cada latido, más lejos de las primeras y más dentro de la segunda. Pero mis ojos duraron hasta ver a la muchacha perderse en el horizonte.

viernes, 17 de octubre de 2008

Mundo. Arma el destruyó de el discrónica cómo - Juan Pablo Noroña


Olviden la bomba nuclear, el ántrax, el gas nervioso, la manipulación del clima y esas cosas del pasado; el arma discrónica está aquí. Este dispositivo puede desorientar a un ejército entero, dejándolo sin noción del transcurso temporal ni de las causas y efectos, y desactivando toda tecnología más compleja que un reloj digital. La acción real es corta, pero en la psiquis humana es suficientemente duradera como para ser explotada al momento con un despliegue seguro de nuestros efectivos, que no requerirán medios de protección radiológica, química o biológica para ocupar la nación blanco, pues el enemigo se verá en un estado de conciencia tal que no podrá distinguir pasado, presente y futuro, y técnicamente se hallará en una mezcolanza de los tres, repitiendo acciones o creyendo haberlas realizado. La mente de cada persona estará en un momento diferente, con lo cual no podrán comunicarse entre sí, mucho menos organizarse. Las tropas podrán cumplir su tarea sin resistencia alguna por parte de militares o civiles. A pesar de ser tan efectiva, el arma discrónica no hiere físicamente a las personas, no daña el medio ambiente y deja en pie edificios y maquinaria; el daño colateral desaparece por completo. Es elAñadir imagen arma para el siglo veintiuno: humanitaria y políticamente correcta. Además, el costo de cada unidad es bajo, tanto como para permitir el uso estratégico por saturación de países enteros. Por desgracia, la base teórica tampoco es compleja y el enemigo está en posición de desarrollarla. Insisto ante este honorable comité bicameral que debemos actuar ahora, mientras tenemos alguna esperanza de poseer en exclusiva el arma discrónica. Olviden la bomba nuclear, el ántrax, el gas nervioso, la manipulación del clima y esas cosas...

sábado, 6 de septiembre de 2008

Maestro - Juan Pablo Noroña


El quinqué tiembla, porque trémula es la mano, y a su luz se ve a un joven. No particularmente hermoso, pero sí proporcionado, sano, carente de deficiencias carnales, como si nunca sufriera dolor ni debilidad.
Se ahoga en asma y miedo el dueño de la casa invadida. 
¿Quién...? —jadea—. ¿Qué quiere? No tengo nada... —su papada tiembla.
Sobre la mesa están los frascos, decenas de ellos. 
—Maestro, esto lo curará —señala el joven—. Para los bronquios, para bajar de peso, para los riñones, para el corazón —levanta uno tras uno los recipientes—; este aparato es para las crisis de asma. Siga las instrucciones en el papel y su vida será muy larga.
El hombre viejo y gordo mira al intruso. 
—No entiendo. ¿Qué significa...?
Sobre él cae de repente un beso suntuoso, lento, que se recibe bien. Demasiado asombro y asma para disfrutarlo, no obstante.
—Si usted fuera tan amable de explicarse —el viejo aparta al joven.
—No hay tiempo, maestro. Viva más, hasta su definición mejor. Viva para avergonzarlos... viva hasta mí.
—¿Avergonzarlos...? —y no puede decir más a quien acaba de desaparecer como humo que se va.
Asustado, el nombre muy viejo se sienta a la mesa observando los frascos, y deja amanecer.

jueves, 4 de septiembre de 2008

El escape del náufrago - Juan Pablo Noroña


Si nuestro común amigo Reinaldo se materializa junto a ti en un bar o restaurante, por favor no permitas que perciba tu asombro. Sé casual, actúa con naturalidad; la vida de Reinaldo depende de eso. Primero se quejará por la incomodidad del asiento –dirá que le parece estar sobre arena húmeda–, luego expresará tener un hambre feroz y una sed beduina. Pedirá entonces cojines extra, y acto seguido ordenará cantidades pantagruélicas de comida y bebida; tu pasmo será mayúsculo al verlo ingerir tales volúmenes. Por supuesto, un cuerpo astral no tiene límites, y suponemos que muy poca de esa pitanza podrá de hecho beneficiar a su carne material. Si el local es silencioso, querrá acercarse a las paredes exteriores, y si no considera suficiente el ruido callejero, pagará a los músicos para que toquen fortissimo. Por desgracia, de no haber una orquesta o conjunto presentes, requerirá de ti y otros parroquianos que entonen el himno nacional o alguna de esas canciones que definen a una generación. Cualquier cosa con tal de encubrir el ruido de las olas; hemos concluido que el oído es el sentido más difícil de engañar; el olfato, por ejemplo, se contenta con un habano regular o el bouquet de un Chianti.  No te preocupes por la cuenta, él puede materializar buenos fajos de billetes... que duran al menos hasta ser ingresados en caja. Trata de no interrumpir su rutina, pues le es más fácil sostener una proyección preconcebida, e incluso así debe ser una carga para un náufrago tirado en la playa de un atolón sin nombre. Debemos agradecer a su elevada preparación filosófica el hecho de que haya subsistido alimentando su espíritu en estas bilocaciones. Es nuestro deber apoyarlo en su ordalía mientras dure, así que trata de no sacarlo de situación. Vigila su rostro: una expresión de sufrimiento o congoja te indicará cuando su mente flaquea. Entonces debes llamar su atención hacia algún manjar o placer presentes, o hacia algo hermoso, como por ejemplo una dama. Sólo esperamos que Reinaldo muera en paz, sin mucho dolor, preferentemente mientras esté disfrutando a la vez de la Rapsodia Húngara y un plato de cuz-cuz con carnero. Si algo nos preocupa en verdad es que sea hallado con vida y vuelva a la civilización blandiendo ese poder adquirido como defensa contra su infortunio. El menor de los males, considerando esta situación, es la muerte natural de nuestro amigo.