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viernes, 17 de octubre de 2014

Una isla hermosa para naufragar - Daniel Frini


Algo salió mal cuando el colisionador alcanzó los mil ciento cincuenta teraelectronvolts y los iones de níquel impactaron en los isótopos de plomo. Nunca se supo qué falló, y en el Crater de Laconnex ―una perfecta media esfera, de treinta kilómetros de diámetro y quince de profundidad; que va desde lo que era Bellegarde-sur-Valserine, en Francia, hasta Cologny, en Suiza; y que se llenó con las aguas del Lago Lemán y de los ríos Ródano y Avre― ya no existe nada que permita un análisis.
Hablaron de disfunciones magnéticas, de vacío cuántico, de un microagujero negro inestable, de strangelets y catalización a materia extraña, de monopolos y decaimiento de protones. Sin embargo, nada está claro.
Tampoco han podido explicar los fenómenos colaterales.
Los doctores Wagner y Sancho aventuraron la hipótesis de la Esponja Cuántica. 
―Carece de sentido indagar sobre la causa ―dijo Wagner ―. Fuera lo que fuese, ocurrió una vez; y se debería construir un acelerador similar para estudiar, con detalle, aquel hecho. El riesgo es muy grande y existe un acuerdo general en no volver a incursionar en ese campo. Sin embargo, es interesante conjeturar sobre las anormalidades marginales que tienen lugar ahora. Creemos que el espacio-tiempo presenta una estructura similar a la de una esponja metálica de cocina donde las hebras de metal actúan como caminos. La imagen más próxima que se nos ocurre es la de un gran laberinto en el que usted puede pasar de una habitación aquí en la tierra, por ejemplo, a otra en una galaxia a millones de años luz de distancia, y a otra habitación en el centro de una estrella supermasiva, y a otra y a otra más. Asimismo, al pasar de un cuarto al siguiente, habrá cambiado de tiempo; digamos que a cualquier momento en el pasado. Y cuando llegue a otra habitación lo hará en cualquier momento del futuro, tan lejos o tan cerca como se imagine. Como es lógico, ese inmenso laberinto que abarca todo el Universo y todos los tiempos, debe ser imposible de resolver. Es probable que el Incidente de Ginebra, sea cual fuere su causa, haya roto una pared y nos haya unido a ese esquema infinito.
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Apoyado en su barcaza de madera, concentrado, el viejo reparaba la red de pesca, en la arena de una playa pequeña, al sur de la isla de Sikinos. Una borrasca persistente fustigaba al Egeo. Notó la presencia del otro cuando lo tuvo a unos pocos metros. 
Levantó la vista: a su frente estaba un hombre no muy alto, musculoso; de piel aceitunada, y vestido con ropas antiguas; el torso descubierto, sucio y con un olor más próximo al de un establo que al del mar. El pescador estuvo a punto de sonreir, pero la postura imponente del otro y la espada corta que llevaba en la mano derecha, lista para atacar, le infundieron cierto temor respetuoso. Notó que en la mano izquierda apretaba, con fuerza, un pedazo de hilo blanco de dos codos de largo. 
El recién llegado habló, con voz enérgica, en una lengua que al otro le resultó familiar, pero ininteligible. Como pudo, mediante señas, se hizo repetir por dos veces, hasta que entendió: el guerrero hablaba su mismo idioma, pero de una manera distinta, cerrada y, se figuró, muy antigua. Al final, el pescador entendió:
―Me llamo Teseo ―dijo el guerrero ―. ¿Tiene usted idea de dónde puede haberse metido Ariadna?

Acerca del autor: Daniel Frini

sábado, 11 de octubre de 2014

Faltan dieciséis y van cero a cero - Daniel Frini


Está parado en el centro del campo. Apenas participó en el partido.
En el área del equipo contrario, la jugada es confusa para suponer un riesgo serio. El arquero toma la pelota y saca del arco con un derechazo imponente. La pelota se confunde con las luces del estadio, y pasa la mitad de la cancha. Alguien la recibe de cabeza, otro se arrastra y toca mitad pelota, mitad pantorrilla. Un compañero suyo despeja. 
Ve que la pelota viene hacia su zona. Sus músculos se tensan. El balón cae, suave, a tres metros por delante suyo. El arco está lejos, pero sólo se interponen un defensor y el arquero. Corre. Pasa la pelota de pie a pie. Un toque a la derecha y el defensor queda atrás. Ve al arquero que sale a achicar. No lo piensa. La emboquillada es perfecta. Uno a cero. El gol se recordará por siempre. Él ya es leyenda. 
El partido sigue trabado y nada cambia el resultado. El árbitro marca el final. La Libertadores es suya. El estadio se cae, todos corean su nombre. Invaden el campo, alguien lo levanta en andas, le arrancan la camiseta, los botines; las medias desaparecen. Le gritan, lo tocan, le pegan, le tiran el pelo. Lo adoran.
Algún fanático arrancó el silbato del árbitro y empieza a sonarlo a unos centímetros de su oído; con mucha fuerza, hasta hacerse molesto. Gira su cabeza para buscar al cargoso, pero solo ve manos que lo buscan.
Su mujer pasa la mano por sobre él y apaga el despertador. 
―Apurate ―le dice ―. Después llegás tarde y el Mudo te descuenta el presentismo.
Mientras orina, recuerda que alguna vez, cuando era chico, tiró una emboquillada en el campito que estaba cerca de las vías, donde ahora está el corralón del Tano; pero el arquero era el gordo Pereyra, que le llevaba dos cabezas, así que la atajó sin problemas.

Acerca del autor: Daniel Frini

sábado, 13 de septiembre de 2014

La brújula herida - Daniel Frini


De haber sabido que esa era la última vez que la veía, hubiese guardado el enojo y le hubiese dicho cuánto la amaba. Ella hubiera sonreído y soltado la manija de la puerta. Pero no. Ella salió del bar y dobló a la derecha. 
Durante los treinta y ocho años siguientes, hasta su muerte, lo persiguió la imagen de un mechón de cabello movido por el viento; que fue rubio, al principio, y que, sobre el final de su vida, era casi como un trazo de caligrafía china. 
Un año después del episodio del bar, lo buscaron para un trabajo, con la promesa de un diez por ciento, y le dieron una Smith & Wesson. Su inexperiencia le costó un guardia, un policía y veintidós años en prisión. En alguna pelea, perdió la vision del ojo derecho y la movilidad de la pierna izquierda. Cuando salió, viajó al sur, a trabajar como peón en una estancia, cerca de Coronel Gregores. 
La lloró una y mil noches. Algunas veces la amaba; las más, la odiaba. Nunca más supo de ella. 
Murió un anochecer, entrando al invierno.

Acerca del autor: Daniel Frini

jueves, 21 de marzo de 2013

Romance de la huida de Sodoma - Daniel Frini


Sodoma se quemaba en Fuego Santo. 
Lot huía, junto a su familia, hacia la villa de Zoar. Los enviados del Señor le habían advertido: «Escapa por tu vida. No mires atrás. No te detengas ». El calor del fuego abrasaba las espaldas del grupo, que corría cubriéndose de las esquirlas incandescentes que producían, aquí y allá, nuevos focos entre los arbustos.
―¡Lot, hijo de Harán, hijo de Taré! ―gritó, con enfado, Yrit, mujer de Lot, tapándose el rostro para protegerse del humo.
―Cagamos ―susurró Lot. Y dirigiéndose a Ahumai, su hija menor, agregó ―. Cuando tu madre me llama por mi nombre completo…
―¡Lot, hijo de Harán….! ―insistióYrit.
―¡Ya te escuché! ¡¿Qué querés?! ―contestó Lot.
―¡Andá más despacio! 
―¡Ah, claro! ¡La señora no puede correr porque para huir se puso las sandalias de piel de leopardo!
―¡Pará, te digo! 
―¡Los ángeles del Señor me dijeron…!
―¡Ángeles del Señor! ¡Voces en tu cabeza, son, zanguango! ¡Esquizofrénico! ¡Eso es lo que sos! 
―¡Los dos apuestos forasteros que vinieron a casa…!
―¡Claro que eran apuestos! ¡Eran guerreros del norte, donde todos son altos y de cabellos dorados! ¡Dos potros eran!
―¡Ellos me dijeron que debíamos abandonar la ciudad!
―¡Por que si no, nos violaban a todos y hasta por las orejas, tarado! ¡Y, para embarrarla más, vos querías entregar las nenas a cambio de que no le hicieran nada a los dos guachitos lindos! ¡Tarado al cuadrado, sos!
―¡Olvidándote que somos vírgenes…! ―dijo Ahumai
―¡Vírgenes en Sodoma! ―interrumpió Husa, la hija mayor ―¿Te das cuenta, papá? ¡Vírgenes en Sodoma! ¡Dos pelotudas éramos! ¡Orgía perpetua y nosotras, las hijas de Lot, con el deber paterno de permanecer vírgenes! ¡Se nos cagaron de risa, papá!
―¡No es momento! ¡Por Jehová, sigan corriendo! ―las aguijoneó Lot.
―¡Pará que no te puedo seguir! ―reiteró su mujer
―¡Vamos, no se detengan! ¡Nenas, corran! ¡Mamá, dale, dale! ¡Querida…! 
―¡Querida, las pelotas del patriarca! ―contestóYrit.
―¡Con el tío Abraham no te metas, que es un hombre santo…!
―¡…que está acostado en una reposera a orillas del Nilo, con dos concubinas en bolas que lo abanican, mientras nosotros perdemos hasta los calzones en este quilombo! ¡Teníamos todo en Ur de los caldeos! ¡A vos solo se te ocurre mudarte al culo del mundo!
―Mamá, por favor, ayudame…
―La chirusa de mi nuera tiene razón ―respondió Seera, madre de Lot ―. Primero, nos fuimos de Caldea. Ahora, nos vamos de Sodoma ¡Había conseguido novio acá, idiota! 
―¡¿Quién?!
―El verdulero
―¡¿Qué verdulero?!
―El cretense Talos…
―¡Mamá! ¡Es como treinta años más joven que vos!
―¡Y a vos qué carajo te importa!
―Dejemos esto para después ¡Ahora corran por sus vidas! ―insistió Lot.
―A todo esto ―dijo Yrit ―¿Dónde están los forasteros?
―Mamá ―respondió Husa, la hija mayor ― ¿oíste el precepto hindú que dice «A coger que se acaba el mundo»?
―Lo tengo oído…
―Bueno ―continuó Husa ―. Fijate allá atrás. Se está acabando el mundo, así que le deben estar dando tupido a la matraca.
―O sea, nena ―dedujo Yrit, girando su torso mientras miraba y señalaba hacia Sodoma ―, que los papitos están meta traca-traca en medio de ese infier…
―¿Qué decías, vieja? ―preguntó Husa.
―¿Mamá? ―dijo Ahumai.
―¿Querida? ―inquirió Lot, al momento que razonó qué había pasado ―¡Yrit! ¡No debías mirar atrás!
―¡Mamá! ―gritaron al unísono Husa y Ahumai.
―¿Y ahora qué hizo la tarambana esa? ―preguntó Seera, mientras Lot y sus hijas reculaban, mirando al piso, hasta donde estaba la mujer de Lot.
―¿Qué es esto? ―preguntó él
―Una estatua, papá ―dijo Husa, con fastidio.
―¿Y qué hace una estatua acá? ―insistió Lot.
―¿Y dónde está mamá? ―interrogó Ahumai.
―La estatua ¡es! mamá ―respondió Husa. 
―¡No! ―dijo Lot, desesperado.
―¡Mamá! ―dijo Ahumai, con la voz cortada.
―¿Qué pasó? ―demandó Seera.
Lot acariciaba el rostro de su esposa. El viento del sur desprendía pequeños granos de la figura.
―¿Qué pasó? ―insistió Seera.
―¡Yrit se transformó en estatua! ―contestó Lot.
―Bueno…nunca se movió mucho que digamos…―acotó Seera.
―¡¿Qué decís mamá?! ―le reprochó su hijo.
―Y, en la casa se la pasaba dándole a la sin güeso con las amigas, mientras yo friega que te friega ¡En la puta vida levantó un plato! Y en la cama, hijo, era como si estuvieras con un cacho de madera…
―¡Mamá! ―la cortó Lot, señalando a sus hijas que lloraban arrodilladas, mirando a la estatua.
―¡Tenía razón la finada! ¡Sos un tarado! ¡No parecés hijo mío! ¡Dormíamos cinco, más ocho cabras, más dos perros y un gato en una habitación de tres por tres! ¡¿Te crees que soy boluda y no los oíamos cuando hacían la porquería?!
―¡Mamaaá! ―insistió Lot, llevándose el dedo índice a los labios en señal de silencio. Su rostro cambió a una mueca interrogativa y pasó la lengua a su dedo ―¿Sal?
―¿Qué decís zopenco? 
―¡Que Yrit se transformó en una estatua…de sal…! ―dijo Lot, mientras comprobaba, pasando su lengua por el brazo desnudo de la estatua.
―¡¿De sal?! ―dijeron las tres mujeres, a la vez que se apresuraron a verificar por ellas mismas.
―¡¿Qué carajo…?! ―estalló Husa.
―¡Mamá, no te vayas! ―rogó Ahumai.
―No…sal…Yrit…¿qué?... ―dudó Lot.
―¿Sal? ―preguntó Seera ―¿Café no había? O arroz. O fideos. Sal ya tenemos un poco; pero café no se consigue por ningún lado ¡Y hay que ver el precio del arroz!…
―¡Mamá! ―la recriminó Lot.
―Hay que ser prácticos ―dijo Seera ―. Lot, conseguite una bolsa. Chicas, agarren a su madre, muélanla bien finita y la guardan ¡Vamos, rápido! ¡Peero! Hijo: ¿cuánto pesaba tu mujer?
―No sé… ¿sesenta kilos?
―¡Un pelotudo, sos!
―¿Y ahora qué hice?
―¡Mil veces te dije que dejaras a la esquelética ésta y te casaras con la gorda Ezer, que ahora debe estar pesando unos ciento cincuenta kilos! ¡Ahora tendríamos sal para pagarnos como cinco meses de alquiler en Zoar, salame!
―¡Mamá! ¡Estás hablando de mi esposa recién fallecida! ¡tené un poco de respeto!
―¡Estoy hablando de un puñado de sal! ¡Porque eso es lo que es: un puñado! ¡Y si no se apuran, se la va a llevar el viento!

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Años después (cuando ya vivían en la cueva de la montaña y, de la relación incestuosa entre Lot y sus hijas, habían nacido Moab, hijo de Husa y futuro padre de los moabitas; y Ben-Ammi, hijo de Ahumai y futuro padre de los amonitas); el anciano estaba durmiendo su borrachera, la menor de sus hijas daba de mamar a su bebé, y un guiso humeante, con carne de cabra, se cocinaba en la hoguera.
Husa revolvía el caldero. Quitó el cucharón y lo llevó a sus labios para probar la comida
―Hum. Está bueno, pero desabrido ―miró a su hermana y preguntó ―¿Quedó algún condimento?
―Nop ―respondió Ahumai ―. Orégano no se consigue y mamá se acabó hará unos diez días.



Acerca del autor: Daniel Frini

sábado, 15 de diciembre de 2012

Rito de paso - Daniel Frini


Ur-ann-bataan, sacerdote y guía, llevaba veinte niños desde las profundidades del Gevietz hasta la superficie, para que viesen, por única vez en sus vidas, cómo era el mundo que abandonaron los ancestros hacía más de doscientas generaciones para instalarse en los túneles. De ese viaje de iniciación se retornaba adulto y guerrero. 
Saar-saar-being, de ocho años, sentía un profundo temor; que se empeñaba en ocultar. Hijo de jefes, se mostraba osado y valiente, y siempre se había reído de las historias que contaban los adultos acerca de las cosas que había arriba y afuera. Ahora era distinto. Iba a enfrentarse cara a cara con ellas; y le temblaban las piernas que a duras penas le obedecían. Llegaron al mirador. Ur-ann accionó unos controles y las inmensas puertas blindadas se abrieron. A Saar-Saar lo cegó la luz, pero a eso se lo esperaba. Lo que lo sorprendió y transformó su temor en pánico, fue el ruido atronador y horroroso: cientos de gritos como martillos en sus oídos, miles de golpes sobre los techos de metal oxidado de las que, inabarcables años atrás, habían sido casas, y una cortina fría que golpeaba su cara con agujas mojadas. ―Eso, muchachos ―dijo Ur-ann, gritando por sobre el estruendo―, se llama lluvia.

Acerca del autor: Daniel Frini

jueves, 13 de diciembre de 2012

Curiosa manera de sacarnos dinero - Daniel Frini


Amados míos, soy Dios. Es decir, el ente al que ustedes llaman Dios. Nací en una familia acomodada del centro de la galaxia y compré la Tierra a unos mercachifles hace miles de millones de años; y, de verdad os digo, pagué monedas por ella. Era una inmensa esfera de roca, vacía y desolada. Contraté a los mejores paisajistas y decoradores y me aboqué a dotarla de océanos, montañas, selvas y llanuras. Luego vinieron eminentes biólogos que la sembraron con vida primigenia. Yo quería un lugar privado de recreo y esparcimiento para visitar, de vez en cuando, con mis invitados. También me interesaba ver de qué manera esos organismos primitivos podrían evolucionar; y me sorprendí gratamente cuando lograron una mente capaz de entender mis palabras. Hoy recurro a vosotros, porque me encuentro en una situación delicada: malas inversiones me llevaron a dilapidar mi fortuna, y ahora me es difícil afrontar mis obligaciones con acreedores y el fisco. Es por eso que, no sin vergüenza, les pido que me entreguen todas las riquezas del planeta. Si no, me veré obligado a arrasar con todos ustedes y construir un gigantesco shopping. O un bingo.

 Daniel Frini

sábado, 8 de diciembre de 2012

Los últimos minutos de Bérenger de Lacroisille - Daniel Frini


Fray Bérenguer de Lacroisille ha sido torturado. 
Hoy es sábado, once antes de las calendas de noviembre del año de Gracia del Señor de mil trescientos siete. 
Hasta hace diez días, Fray Bérenger era Turcoplier de los Pauperes Commilitones Christi Templique Solomonici, la Orden de los Caballeros Templarios; y ahora está en la Tour Grosse de la que fuera la Fortaleza del Temple en París, y en manos de los verdugos que dirige Guillaume Imbert, Inquisidor General de la Fe en Francia y confesor de Felipe IV, el Hermoso.
Fray Bérenger ha sido sometido al strappardo; le ataron dos grandes campanillas de bronce a sus testículos, a modo de burla; y también pasó por la squassation, con lo que le han dislocado hombros y brazos, y quebrado las piernas en varias partes. Ha sido fustigado y le han arrancado tiras de piel y carne con garras de gato. Le han sacado las uñas de los dedos y en su lugar han colocado clavos candentes; y le han quemado las plantas de los pies con planchas de metal al rojo.
Fray Bérenger ya se reconoció sacrílego, hereje, apóstata, idólatra, sodomita y simoníaco. Ha declarado que él y sus hermanos del Temple escupieron sobre la Santa Cruz, renegaron e insultaron a Cristo, rindieron culto a dioses paganos, veneraron a vírgenes negras, adoraron al Bafometo y practicaron ritos obscenos, incluso el Osculum Infame.
Fray Bérenger no sabe de las intenciones del rey Felipe, de su canciller Nogaret y de su chambelán Portier de Marigny, ni de la indecisión del Papa Clemente V. 
Está solo y desnudo en una celda sin, siquiera, el confort de un poco de paja sobre la fría piedra del piso. Desconoce que su Gran Maestre Jacques de Molay ha caído, también, en desgracia y está prisionero a unos cuantos pasos de él.
Supone, sí, que no es el único cautivo. Cree haber escuchado a los verdugos cuando nombraban a sus amigos Fray Robert de Plessiez y Fray Reinald de Milly; y entre idas y venidas de los continuos desmayos, le parece haber escuchado las súplicas de su Senescal, André de Périgord, que venían desde una celda no muy lejana.
Sin embargo, el dolor que siente en algún lugar de su pecho es infinitamente más fuerte que aquel que le provoca la tortura. Fray Bérenger respondió afirmativamente a todas y cada una de las aseveraciones de sus inquisidores;  no por temor al tormento, si no como resguardo para no delatar a la única persona que le importa: Cécile de Monssac. 
Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos participaron en orgías en las que no había mujeres, mientras pensaba en los destellos de los hermosos y grandes ojos negros de Cécile.
Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos reverenciaban al demonio encarnado en un gato, mientras recordaba una radiante y franca sonrisa dorada.
Dijo que sí cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos quemaban niños y bebían sus cenizas mezcladas con vino consagrado, durante la celebración de la Santa Misa, mientras evocaba unas trenzas azabache, que brillaban como el ébano de Santa Helena a la luz del sol. 
Dijo que si cuando le preguntaron si era verdad que él y sus hermanos afirmaban que Cristo había sido un falso profeta, y que no había padecido en la cruz para la redención del género humano, mientras rememoraba la tersura de una piel blanquísima y el rubor del decoro de su amada.
Pero Fray Bérenger de Lacroisille jamás vio a Cécil de Monssac. Ni siquiera sabe si existe. Hace más de diez años, en uno de sus tantos viajes por el Rousillon, oyó la cansó que trovaba Amanieu de Sescars, y se extasió ante aquella declaración de amor que imaginó suya: 

«La belleza y el bien que hay en mi dama 
me tienen gentilmente atado y preso.»

Y Bérenger imagina que no es la Inquisición quien lo tortura. Sueña que es Cécil quien maneja la fusta o arranca sus uñas, y delira que ella le canta, aunque las palabras sólo suenan en su mente afiebrada.
«No está curada la llaga que me hiciste, amor, 
cuando me heriste con tu cruel espada.»

No le importa el Temple, ni su Maestre, ni su Senescal, ni sus compañeros. Está dispuesto a firmar cualquier confesión, y hasta renegar de la gracia del perdón ofrecido por los domínicos, si se lo ofrendasen. Está dispuesto, incluso, a inventar cuanta maldad le insinúen y ponerla en boca hasta del mismísimo Papa, si se lo ordenasen.
No sabe porqué, pero espera ardientemente la sesión de tortura venidera en la que le arranquen la lengua con tenazas para asegurarse de que ni en el delirio de la fiebre que lo abrasa va a nombrarla.

«Yo ardo sin ser quemado
en vivas llamas de amor.»

Fray Bérenger soporta todo sin desmayarse porque teme pronunciar su nombre y que sus jueces se interesen en ella, y la busquen. Le espanta la idea de que Cécil exista, y los verdugos de la inquisición la encuentren y la sometan al espanto por el puro placer de apagar su hermosura. 



Acerca del autor: Daniel Frini

viernes, 23 de noviembre de 2012

Piedras y piedritas - Daniel Frini


En soledad, alrededor del sol, gira el Asteroide Zadunaisky, Una gran piedra de más de más de cuatro mil millones de años. Un poco por debajo de su Norte hay un gran cráter de unos diez kilómetros de diámetro, originado por el impacto de otra piedra en épocas remotas. Dentro de él, hay otros cráteres más pequeños y, lógicamente, más nuevos. Uno de ellos, bastante curioso debido a su forma elíptica, se formó por el choque de otra piedra hace unos cincuenta millones de años. Allí, sentado con la espalda apoyada sobre el borde de acresión, hay un astronauta. Su casco muestra un agujero de bordes limpios, consecuencia de otra piedra del tamaño de un garbanzo que lo atravesó de lado a lado. Está allí desde hace unos seiscientos mil años. En su pecho, quemada por una larguísima exposición al Sol cercano, puede verse una insignia de la Unión Soviética.

Sobre el autor: Daniel Frini

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Contrabando - Daniel Frini


«No sé que pasa en tierra. Desde la cubierta del Patty y a unas doscientas yardas, puedo ver el Fuerte y, si me paro en uno de los barriles que descansan cerca del palo mayor, la cúpula de la Recova y la torre del Cabildo. Desde temprano veo gentes que afrontan la llovizna y el frio y entran, por la alameda y la Calle del Fuerte, a la Plaza Mayor. Ayer estuve en tierra, bajando las telas que las spinning jennys fabrican en Lancashire, y vi a los hombres discutir acaloradamente. El viejo Douglas, despensero del Patty, que entiende algo de castellano, oyó decir que estos monkeys quieren liberarse del yugo de los godos. Ignorantes, herejes y revoltosos. Como si fuera posible desafiar al Señor Dios, que por algo nos ha dado reyes. No van a llegar muy lejos» Esto decía Birger Evans, gambucero, mientras ayudaba a envolver con lonas —para proteger del clima y bajar a tierra— los bultos con ediciones de Du Contrat Social de Rousseau, Promenade du sceptique de Diderot y The Wealth of Nations de Smith; tan apreciados por los abandonados criollos del Real y Puerto de Santa María de los Buenos Aires.

Sobre el autor: Daniel Frini

lunes, 19 de noviembre de 2012

Carta abierta a Dios - Daniel Frini


Estimado Señor que está en los cielos:
En nombre de todos los hombres que habitan éste, su mundo, me atrevo a dirigirme a su elevada Divinidad con el objeto de reclamar la devolución de la costilla que le fuera sustraída por Usted a nuestro padre Adán, en oportunidad de hallarse éste descansando en las instalaciones de la finca vacacional conocida como Edén; y retrotraer el devenir de la historia al instante inmediatamente anterior a tan desventurado hecho. También le reclamamos la indemnización correspondiente, más los intereses devengados en los años transcurridos desde la creación (ateniéndonos a los cálculos del arzobispo Ussher, el cuatro mil cuatro antes del nacimiento de Su Hijo) a la fecha; honorarios y costas. Nos reservamos, además, el derecho a iniciar ante los tribunales del Cielo por Usted dirigido, las acciones penales correspondientes para bien pagar tan desafortunado hecho, cometido por Usted, y que consideramos, lisa y llanamente, un robo. Confiamos que Su infinita Sabiduría no interferirá en la administración de Justicia.
Sí, digo bien: la costila de Adán, nuestra costilla, nos ha sido sustraída, robada, usurpada, hurtada, timada. Y lo que es mucho peor, usada de manera temeraria para la creación de un personaje siniestro que, desde entonces, no hace más que entorpecer en normal y apacible transcurrir de la vida del hombre.
Bien estaba sólo nuestro padre Adán y no dudamos de que Usted lo dotó de la inteligencia necesaria para procurarse, él mismo, la satisfacción de sus necesidades; sin que fuese necesaria la intrusión de un nuevo personaje en Su Creación, que no hizo más que entorpecer el camino y, entre otras cosas, que Usted perdiera contacto con el más excelso producto que saliera de Sus manos. No lo dudamos: Usted actuó de manera correcta expulsando a Adán y la chirusa, pues no le quedaba otra posibilidad, atendiendo a la normativa imperante en Su cielo. Pero estamos convencidos de que Usted no se habría visto en la tal disyuntiva, a no ser por la acción de la susodicha.
Confiamos en Su discernimiento.

Acerca del autor: Daniel Frini

martes, 13 de noviembre de 2012

Vengo hasta ustedes desde un Dios muy lejano - Daniel Frini


El rey sajón que ofrece al rey noruego
Los siete pies de tierra y que ejecuta,
Antes que el sol decline, la promesa

El Pasado, Jorge Luis Borges
El oro de los tigres, 1972

Inconmensurables señores: hoy me presento ante esta asamblea para reclamar justicia y llamar a vuestra indulgencia, exponiéndoles mi caso. Vengo solo, sin mediadores ni protectores, porque entiendo que sabrán ser ecuánimes y creo, firmemente, estar asistido por la verdad. 
Soy Raúl Ordóñez. Mis antepasados nacieron en la Hispania. Uno de ellos, el iniciador de la estirpe, se llamó Ordoño, y todos sus descendientes —mi padre, el padre de mi padre y así hasta llegar hasta él— nos llamamos sus hijos. Pero por mis venas corre sangre de otra raza, además de la ibérica: también vengo de los mapuches que habitaron el sur de la América, aún antes de que los barcos españoles llegaran con empeño de conquista. Por eso mi piel es cobriza; mi cabello renegrido y grueso; mi rostro es redondo, con pómulos altos y mentón fuerte y tengo ojos pequeños y negros. Nací en Caleufú, departamento de Rancúl, sobre la Ruta 4, en la Provincia de La Pampa; en una época que se me antoja perteneciente al futuro, si bien no sé en qué tiempo estoy viviendo y ni siquiera si ese concepto es válido aquí. Durante toda mi niñez cultivé la tierra de mis señores; y tuve una pobre educación, apenas la necesaria para aprender a leer y escribir, y para ser un hombre temeroso de mi Dios nazareno. 
Sin embargo, en algún momento de mi juventud fui reclutado junto a otros veinte, por un grupo de científicos que trabajaban en un proyecto muy importante en apariencia, y totalmente secreto. Durante varios años fuimos entrenados en diversas artes, para servir como recolectores de datos y comisionados en distintos destinos. Nos llamaron los Enviados, y nos convencieron de que éramos soldados de la Tecnología, héroes, y que seríamos honrados por las generaciones futuras como Aquellos que Abrieron el Camino. Nunca lo mencionaron, pero estaba claro que no esperaban que volviésemos.
Acepté mi destino, quizá, por las palabras que usaron, o por el ambiente de entusiasmo militar que precedió a una epopeya que se adivinaba trascendente; o por que me sabía cobarde y quise convencerme, así, de que no lo era.
Por artes de encantamiento me tocó en suerte ser enviado al Puente de Stamford, en la mañana del veinticinco de septiembre del año mil sesenta y seis, a la batalla en que Harald Harald Sigurdsson, conocido como Hadrada y último rey vikingo de Noruega, obtuvo del rey sajón sus siete pies de tierra inglesa.
Estuve allí, a su lado, cuando en plena furia guerrera y con su estandarte Landeythan ondeando junto a él, recibió la flecha que le atravesó la garganta y acabó con su vida. Cuando los sajones del rey Godwinson contraatacaron, uno de ellos se precipitó sobre mi con rabia violenta. Por puro y simple acto reflejo, busqué alrededor algo para protegerme y mi mano encontró una espada abandonada con la que intenté cubrirme. La fortuna quiso que mi atacante, en su carrera impetuosa y vehemente, resbalase en las vísceras de un muerto y cayese sobre la espada que yo sostenía, muriendo a mi lado mientras pronunciaba una maldición que no entendí. Quizá el sudor, quizá la sangre me nubló la vista. Un instante después, una lanza entró en mi pecho, matándome y sin que aún hubiese soltado la espada. Fue así que, sin quererlo, honré la tradición vikinga como un einherjar, un muerto heróico, y fui llevado al Valhalla por las Valquirias.
Allí, día tras días y en las llanuras de Asgard, nos enfrentamos en sangrientos combates, que todos parecen disfrutar, en espera de la última batalla, al final de los tiempos. Por las noches somos curados de nuestras heridas para repetir la lucha al día siguiente. En el caldero mágico siempre está listo el estofado de jabalí y se celebran extraordinarios banquetes acompañados con embriagante hidromiel. 
Sin embargo, no estoy cómodo allí. No soporto los repugnantes modales de los guerreros, sus habituales demostraciones escatológicas y las palabrotas; suelen caerse desvanecidos por las borracheras y tratan a las valquirias como a vulgares prostitutas, toqueteándolas y sometiéndolas a sus más bajos deseos, a la vista de todos y festejados por todos.
Pero lo que realmente me aterroriza es estar obligado a participar en las diarias batallas. Ya lo dije, soy total, absoluta y convencidamente cobarde. Siento un pánico atroz cada vez que veo avanzar a un temible y enorme guerrero, con su rostro desencajado, y drogado por los alcaloides de la muscaria o el cornezuelo. Lo normal es que yo caiga, con terribles heridas, en la primera embestida. Y esto, según parece, durará por la eternidad. Para todos aquí, esto en el paraíso, pero no para mí.
Les he planteado mi caso y por eso recurro a ustedes con humildad. 
Poderoso Odín, jefe de todos los dioses y señor de la sabiduría, temible Thor, dueño del trueno; sereno Freyr, amo de la naturaleza; Tyr, señor de la guerra; Heimdall, dios de la luz; Baldr, el más bello y amado de los dioses; Frigg, esposa de Odín; Sif, la de los largos cabellos rubios. No soy digno del honor dispensado a los más grandes guerreros vikingos. Acepto mi muerte, pero les pido, les ruego a todos ustedes, por favor, relévenme de este privilegio, permítanme abandonar el Valhalla y marchar a mi cielo cristiano.


Acerca del autor: Daniel Frini

viernes, 9 de noviembre de 2012

Los argonautas - Daniel Frini


“La Tesálica”, que se supone escrita por Meleagro de Patmos, relata que cuando Pelías se hizo con la corona de Iolcos destronando a su hermano Esón, fue advertido por el oráculo acerca del hombre de una sola sandalia. Al cumplir veinte años, Jasón, hijo de Alcímene y Esón, criado por el centauro Quirón; marchó a reclamar el trono que por herencia le pertenecía. Cuando cruzó el Apidanos, la fuerte corriente le llevó una sandalia; por lo que se presentó ante su tío con un solo pie calzado. Pelías, desconfiado y sospechando que podía ser quien estaba anunciado, quiso deshacerse de él enviándolo en una misión imposible: traerle el vellocino de oro. 
Jasón organizó la expedición, integrada por cincuenta héroes, que se hizo a la mar en dirección a la Cólquida.
Nunca encontraron el vellocino.
Pero se divertían a lo grande cantando, todos juntos, en los fogones de las frías noches de las playas del Helesponto. Algún pastor los vió y cundió la noticia. En parte debido al aburrimiento atemporal de las comarcas por las cuales pasaron, y quizá por mera curiosidad, en varios puntos del viaje fueron incitados a cantar para la gente; y fueron ganándose cierta reputación. La noticia de su actuación les precedía en su viaje, y en cada aldea a la que arribaban los esperaban centenares de personas interesadas en la novedad. Gradualmente, fueron perfeccionando su estilo: introdujeron kitháras y aulós; krótalas, kúmbalas y kroúpalas; siringas, barbitones y fórmixs; pektís, sambýkes y mágadis. 
Pólux y Atalana —única mujer del grupo— amenizaban con un número de baile que, según se cuenta, daba calor al Hades.
Inicialmente, fueron conocidos como “Los Cosos Esos”; que era la manera en que se refería a ellos Fineo de Salmideso a quien ayudaron a deshacerse de las Harpías; pero más adelante se hicieron famosos como “Jasón y los Argonautas”, nombre con el que alcanzaron fama eterna.
Quizá su éxito más resonante fue “Escila y Caribdis”, inspirado en los dos monstruos fabulosos que, según se cree, guardaban el paso del Estrecho de Skila. Jasón y sus acompañantes habían logrado sortear ambos peligros gracias a la ayuda de la ninfa Tetis, y en recuerdo de esa hazaña, comenzaron a cantar esta canción, con letra de Jasón y música de Orfeo. En todos está el recuerdo del pegadizo estribillo:

La bombachita de Escila
La bombachita de Escila
La bombachita de Escila
Y el corpiño de Caribdis…

Considerados los primeros y más conspicuos exponentes de la cumbia mitológica, se presentaron en tabernas, orchestras y teatros; en las acrópolis de distintas ciudades y palacios de reyes; en muneras, venationes,  naumachias, dionisias y otras festividades.  Son famosos sus recitales en Salamís; y se sabe que hicieron doce Leneos seguidos, en el mes de gamelión; se cree que en la octava olimpíada, siendo Liságoras arconte en Atenas. 
Otras fuentes, entre las que figura Jenofonte, mencionan que Jasón y los Argonautas fueron los encargados de cantar el himno de apertura de los Juegos de la cuadragésimo quinta Olimpíada. Es claro que esta cita es errónea, por razones cronológicas y es muy probable que se trate, en realidad, de un grupo tributo.
De muchos éxitos de su larga carrera artística sólo han llegado hasta nosotros sus títulos. Habrán oído hablar de “Ulises, entregá a Penélope”; “Nena, corré que te agarra el Minotauro”, “Mirá la columna que tiene Hércules” y “Platón, dejá la filosofía y traé más vino”
Alceo de Mecene menciona que durante su expedición a la Cólquida recogieron un coro de sirenas en la desembocadura del Istros, que los acompañó siempre. Malsanamente, Alceo propone que es ésta la razón oculta de su éxito, porque es bien sabido que nadie puede resistirse al canto de las sirenas. Dice, además, que indirectamente esto explica mucho sobre su música: no habrían sido afectados por las sirenas porque todos los integrantes de “Jasón y los Argonautas” eran decidida y francamente sordos.


Acerca del autor: Daniel Frini

jueves, 18 de octubre de 2012

El alma en pelotas - Daniel Frini


Apagó la luz de afuera de la casa, cerró la puerta, miró la calle, con temor. Hacia el río y en el horizonte, una línea apenas más clara que la noche marcaba el amanecer próximo. Hacía frío. Apretó a su bebé contra el pecho y tapó su cabecita con la vieja manta. Tomó del piso el bolso con la ropita de su hijo y se lo colgó del hombro. Caminó las ocho cuadras hasta la avenida, esquivando barro y charcos. Algún perro ladró, no muy lejos, en el barrio quieto.
Subió al colectivo, repleto a esa hora temprana. Un obrero le dejó el primer asiento. Musitó un gracias vergonzoso y se sento pidiendo disculpas, mientras acomodaba a su bebé y sostenía, fuerte, las manijas del bolso. La noche había sido mala. El miedo y esa sensación de «están a la vuelta de la esquina» no la dejaron dormir y ahora, el ronrroneo del motor la acunaba invitándola a cerrar los ojos. Un reflector la despertó del todo y el miedo volvió ¿Policía o ejército? Milicos. Peor. Hicieron bajar a todos y los revisaron, uno por uno. Antes de llegar a ella, habían separado a cuatro hombres. El que la revisó, sin hablar, la miraba con desconsideración. Allí no habría piedad. La palpó a ella, al bebé y le hizo abrir el bolso. Sacó pañales, maicena, hipoglós. Ella cerró los ojos y se mordió el labio. El hombre siguió con otros.
Llegó al centro y entró al pequeño bar. El hombre la esperaba en una mesa del fondo. Tomó el bolso, volvió a sacar la ropa (Es igual al otro, pensó ella). Sacó los panfletos que estaban bajo la ropa y se fue. Tampoco habló. Ella, sopesando las dos monedas que le quedaban, pidió una leche caliente para su hijo.

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miércoles, 10 de octubre de 2012

Ona Framke - Daniel Frini


El equipo de filmación subió la cuesta con mucho trabajo. El cámara, bufando mientras intentaba encontrar algo de qué tomarse bajo el manto de hojas húmedas que cubría el piso, mantenía los aparatos en equilibrio sobre su cabeza, para evitar que los golpes lo dañaran; el productor, un hombre pequeño y amanerado, gemía ante el esfuerzo y se apoyaba en cada uno de los árboles que bordeaban el sendero angosto. La mujer, periodista en el noticiero de la tarde, llevaba sus zapatos en la mano e insultaba con cuánta palabrota se le venía a la mente. Vestida con una blusa blanca de dracón, y con falda y chaqueta, ambas de tafetán color turquesa, estaba más preparada para trabajar en el piso del canal, que en la oscura y pegajosa humedad del bosque.
La anciana respondió con una sonrisa cuando los tres extraños la saludaron desde el borde del claro, en la cima, donde  estaba la casita construída con pan de jengibre, pastel y azúcar morena.
Se acercaron más cansados que cautelosos y la viejita los invitó a pasar. Se sentaron en unos sillones viejos pero pulcros y tomaron, ávidos, el agua con la que los invitó la anfitriona.
Por dentro, la casa se veía espaciosa, cómoda y bien luminada. Los muebles eran humildes, pero parecían recién pintados con colores vivos y hermosas escenas campestres. Sobre la cocina a leña, una olla de fundición dejaba escapar un delicioso aroma a comida casera.
La anciana era diminuta de años, con su pelo blanco atado en un rodete, gestos suaves y cuidados; y una risita de abuela buena que parecía grabada en su cara. Estaba vestida con una camisa blanca, con los puños delicadamente abrochados; una falda de color gris claro, y sobre ella un delantal blanco y rojo, de esos con motivos de cocina, tan de moda hace más de medio siglo.
Luego, la periodista se presentó y dijo cuál era el motivo de la visita. Los dos hombres prepararon los equipos, y el productor acomodó el cabello de la entrevistadora, que lo rechazó con un gesto brusco y sin querer cambiar su expresión fastidiosa. Sin embargo, cuando el cámara comienzó a filmar y le hizo una seña, el rostro de la mujer se transformó, se iluminó, mostró sus dientes blancos y perfectos en una sonrisa plástica. Y ella comenzó a hablar, mirando a cámara:
—Hola estudios. Estamos en lo más profundo y oscuro del Schwarzwald, el Bosque Negro, a unos cuarenta kilómetros al sudeste de Baiersbronn; donde hemos encontrado a la Abuela Framke, quien gentilmente nos recibe en su casa del claro —giró la cabeza hacia la anciana, sentada en una vieja silla de madera, la espalda recta, ambas piernas juntas y las manos en las rodillas—. Señora Framke ¿es usted la bruja mala del bosque?
Por una fracción de segundo, la viejita pareció sorprendida, luego inclinó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una risa cristalina. Hizo un gesto con su mano derecha, como espantando la idea. Divertida, comentó:
—¡No, m’hijita! ¿Le parezco yo una bruja mala? No…El Señor me ha dado una larga y tranquila vida; y soy muy feliz aquí, con mi casa y mis animalitos.
—De seguro, estará enterada de las desapariciones de jóvenes en esta zona, que han arreciado en los últimos años, pero que, según dicen, vienen produciéndose desde tiempos inmemoriales…
—No m’hija. No sé nada de eso.
—Pero ¿ha visto jóvenes en la zona?
—¡Constantemente! No pasa semana sin que vea a un grupo. Dicen que practican…—la anciana piensa —¿trekking? Creo que es eso. Usted debe saber m’hija. Yo no sé nada de estas cosas nuevas.
—¿Y no ha visto nada raro, abuela?
—Claro que sí. Hace unos días, nomás, pasó por aquí un joven de cabello largo y rojo que estaba conociendo el bosque. Dijo que era de Escocia e iba vestido con una falda. Un hombre con pollera. Qué cosa más rara.
—Sin embargo, dicen que desaparecen jóvenes…
—Mire, m’hija. El bosque es bueno. Hay que conocerlo, claro. Hay animales peligrosos, pero son los menos. Algunas noches hace mucho frío, y si usted no es de aquí y se pierde la puede pasar muy mal. Sin embargo, creo que muere, de manera trágica, mucha más gente en la ciudad todos los días. No m’hija. El bosque es bueno. No hay que tenerle miedo.
Cuando la periodista iba a hacer una nueva pregunta, algo se movió, que llamó su atención. Sin levantarse del sillón, miró por la ventana, y se horrorizó: En la parte trasera de la casa y dentro de un corral, más parecido a un chiquero, había dos jóvenes de unos dieciséis años, desnudos. Un varón y una mujercita, atados a un poste con sendas largas cadenas, cada uno con un cuenco lleno de maíz, en bandolera, alimentando unas veinte gallinas. Al él le faltaban un brazo y una pierna y a ella, el antebrazo izquierdo, una pierna y media nalga.
—¡¿Qué…qué es eso?!
—¿Qué cosa? —dijo la abuela, mientras giraba la vista hacia donde estaba mirando le entrevistadora —¡Ah, eso! No es nada. Usted sabe. Desde hace mucho tiempo, por orden del Rey, no se puede matar más niños. Pero la proclama de Su Majestad nada decía acerca de que no se pudiera ir comiéndolos de a poco —y mirando a los tres integrantes del equipo de filmación, dijo—. ¡Oh! Pobrecitos; había olvidado decirles que el agua que tomaron estaba envenenada. ¡No! No me interesa comerlos a ustedes tres. Están muy viejos. Si no se mueven, el veneno demorará más en actuar, y quizá lleguen a probar el guiso de carne humana que estoy preparando en aquella olla. Les aseguro, es exquisito.


Acerca del autor: Daniel Frini

lunes, 8 de octubre de 2012

Serendipia - Daniel Frini


Hay cosas que pasan, tarde o temprano. Digamos, por ejemplo, que si los reyes de España no hubiesen gestionado la financiación del viaje a Colón, el descubrimiento del nuevo continente no se hubiese demorado demasiado. Claro que América no se llamaría así, Colombia sería Maccormickland, o Vandervaartland y hablaríamos inglés, holandés o chino; pero hubiera sido colonizada de cualquier manera. Pero otras cosas no. Cuando el doctor Menseguez ―doctor en física― estudiaba los gravitones, experimentó con una nueva rama de las matemáticas y desarrolló una serie de ecuaciones de cierta complejidad. Cometió cuatro errores fortuitos que encaminaron sus razonamientos hacia una deducción que, de haberla formulado, le hubiera ―nos hubiera― permitido conocer La Verdad. Sin embargo, antes de dar este paso, decidió revisar una vez más sus fórmulas y encontró el primer error, luego el otro, luego el otro y el cuarto. Las ecuaciones, ahora bien escritas, no conducían a nada. Dejó las fórmulas, la nueva rama de las matemáticas y los gravitones, quemó sus notas; y se dedicó a conquistar a la señorita que atendía la caja en el comedor de la Universidad. Eventualmente, se casó con ella, tuvo tres hijos y murió, en un geriátrico, a la edad de noventa y un años. Nadie, nunca, jamás supo lo cerca que estuvimos.


Acerca del autor: Daniel Frini

viernes, 28 de septiembre de 2012

La vida en el mundo moderno acarrea problemas nuevos - Daniel Frini


—Y bien, amigo. Hábleme de su problema.
Miré al psicólogo, con una mueca entre curiosa e interrogativa.
—¡Vamos! ¡Anímese! —insistió él.
—¡Guau! —dije yo. ¿Y qué otra cosa podría decir? Soy un perro marca perro, más vale pequeño y sin ningún atributo especial. Tuve la suerte de ser sacado de la calle por una solterona que me crió como a su hijo. Baño diario, peluquería los viernes. Pullover y gorra en los días de invierno. Cuando mi dueña notó mi primer comportamiento raro, inmediatamente recurrió a la psicología canina. Y acá estoy.
—Ajá —dijo él.
—Aúaúaú. Iúiúiuu —lloré, bajando la cabeza, con mi mejor voz de caniche.
—Bueeeeno —dijo él.
—¡GUAGRFGUAGUAARFGAGUAU! —le grité en la cara, adoptando la postura de un dóberman.
—Y qué más —insistió él, sin inmutarse.
—Guuuuuáu —musité, con el aplomó inglés de un yorkshire.
—Bien. Bien —dijo él.
Sin hablar, lo ataqué como un rottweiller.
—¡Serapio! —me llamó mi ama. Solté al médico y me refugié a sus pies.
—¿Y, doctor? —dijo ella.
—Curioso, señora —dijo él, acomodándose la ropa y levantando sus anteojos del piso —su perro tiene personalidades múltiples.

El autor: Daniel Frini

sábado, 8 de septiembre de 2012

El aprendiz - Daniel Frini


La tarde era por demás calurosa. A lomo de burro, Dan-Istet se dirigía a aprender su oficio de escriba en la Casa de la Vida, en el viejo templo de Toht, en las afueras del oasis de Waht-Smenkht, a diez días de marcha de Uaset, la grandiosa capital del Egipto del junco y de la abeja.
Como todos los días, cuando Ra empezaba su marcha hacia la noche, Dan-Istet llegaba con su cuenco conteniendo tinta de mirra, y una hoja nueva de papiro. Lo recibía el humo dulzón de las flores de nenúfar y mandrágora que los hery-aj encendían temprano, para allanar el camino a la sabiduría de los dioses, a los que iban a aprender en la escuela.
Como todos los días, lo recibió el Gran Artesano de la Casa de la Vida, Serj-uef-Hartmanshepsut:
—¡Por Horus, toro todopoderoso que aparece en la gloria de la ciudad de Men-Nefer! Dan-Istet, pequeño escarabajo de la tierra negra del Nilo ¡Otra vez llegas tarde! Ve inmediatamente adentro a esperar a tu nebef.
Como todos los días, Dan-Istet entró a su sala, se sentó cruzando las piernas en el duro suelo, dispuso el cuenco con tinta a su derecha y desplegó el papiro sobre sus rodillas; a la espera de la llegada del Escriba de los Rollos de Papiros Sagrados en la Casa de la Vida, y Fekety en el templo de Toht, Rasputilperure-ankh-Ortunhotep.
Como todos los días, seguido de varios hery-anj, Rasputilperure entró al recinto. Miró fijamente a Dan-Istet, entre las volutas de humo y en la penumbra reinante; y dijo:
—Nuevamente, pequeña pulga molesta en el gato de Sejmet, he rechazado tus deberes por defectos de forma. ¡No aprendes más! Escribirás diez veces la regla de la escuela.
Y se retiró, con los otros, dejando solo al alumno.
Como todos los días, Dan-Istet contuvo el enojo. Con la visión empañada por las lágrimas, tomó su pluma, la mojó en la tinta y comenzó a dibujar en el papiro, los pictogramas tan conocidos de la regla:
“Antes de ibis o bastón, siempre va buitre”
“Los diálogos empiezan con serpiente”
“Toda oración finaliza con dátil y seguido”
“Las palabras agudas llevan codorniz en la última sílaba…”

domingo, 2 de septiembre de 2012

Las flores del tiempo de la lluvia - Daniel Frini


Kan Imix Che, hijo de hijos de la nobleza Tutul Xiu y sacerdote que escribe pintando; alisa el amate sobre la piedra con el filo de la misma mano que sostiene el pincel, que moja en los cuencos con tintas negras como la noche, rojas de un rojo intenso, azules maravillosos, verdes y amarillos extraordinarios. Con una infinita dulzura dibuja los glifos que conforman la poesía que, hace días, escribe para la hermosa Yatziri, su flor de rocío, su doncella de luna, tocada de eternidad:

Aún cuando se marchiten
no morirán mis flores.

Piensa en ella y se iluminan sus ojos, y agradece a la diosa luna y al dios del cielo, y le promete a la Mujer Arco Iris dejar el libro en el templo de Ticul, para que los Hombres Sabios lo guarden en secreto de los hombres pálidos que vinieron con el sol, caminando sobre las grandes aguas.

Irán a visitar la casa
del ave de plumas de oro.

Kan Imix Che sabe que la mujer que ama y lo ama leerá su obra en el Templo Oculto y la sonrisa clara del rostro que lo deslumbra le llegará, llenándolo de alegría.

Se embriagarán
y volverán a nuestras manos.

Sabe que debería escribir sobre la grandeza de los dioses del Ma'ya'ab; guardar, para los que vendrán, las relaciones de los hechos de los gobernates de su tiempo; registrar la malicia de los hombres pálidos, la muerte y el dolor de los suyos.

Las flores del tiempo de la lluvia,
fragantes flores,

Pero, de manera clara entiende que la mejor manera de hablar de su tiempo y de su gente; que la mejor forma de homenajear a los dioses; que el mejor testimonio de su época que puede dejar escrito es éste poema inspirado por Yatziri, la querida de Ix Chel, Señora del Amor; su flecha radiante, su princesa.

abrirán sus corolas
donde anida el ave que te nombra.

Hoy es doce de julio del año del Señor de mil quinientos sesenta y dos, y en Maní arde la hoguera en la que se quema todo registro de la cultura maya; en el Auto de Fe con el que concluye el proceso de inquisición que inició Fray Diego de Landa. «Hallámosles gran número de libros de estas sus letras, y porque no tenían cosa en que no hubiese superstición y falsedades del demonio, se los quemamos todos, lo cual sentían a maravilla y les daba pena», dijo el franciscano; mientras los hombres del Alcalde Mayor escarmientan a los señores de Pencuyut, Tekit, Tikunché, Hunacté, Maní, Tekax y Oxkutzcab, por su reticencia a abrazar la nueva fe y a olvidar a sus dioses paganos.

Que te pongan los collares
de flores del amor fragante.

Hoy es el mismo día que también es diez Etz’nab Tzolkin, dieciséis Kumk’u Haab y Kan Imix Che está sentado, inmóvil junto a quienes observan la hoguera. La expresión de su rostro es indefinible y es la última muralla de orgullo que puede imponer a los extranjeros. Aguanta, sin pestañear —ninguno de ellos lo hace― los lengüetazos de fuego que le acarician la cara a pesar de la distancia que lo separa del centro de la plaza y la pira en la que arden toneladas de libros, figuras de los Señores del cielo, altares, estelas y vasijas. No puede respirar y algo como un puñal le atraviesa la garganta y lucha por no estallar en llanto. Sabe que del otro lado, hoguera de por medio, está Yatziri. No se anima a buscarla con la mirada, de pura vergüenza.

Sólo con nuestras flores
nos alegramos.

El poema está allí y se consume. Los pigmentos de las tintas colorean las llamas; y el humo se pierde en la dirección en que vinieron los hombres que ahora están borrando la memoria del Yucatán.

Sólo con nuestro canto
muere nuestra tristeza.
Mi esposa. Mi mujer amada

Kan Imix Che sabe que nadie nunca sabrá de ese amor que él creyó símbolo de su cultura y expresión de su historia y de sus dioses y que él morirá, que Yatziri morirá, que no habrá hijos e hijos de hijos que lo recuerden; que, de alguna manera, él y su esposa y su gente están muriendo en esa hoguera. Las llamas distorsionan el último y exquisito glifo del poema. Sus brillantes colores se confunden en un negro de humo que ahora es ceniza y ahora es nada.

Acerca del autor: Daniel Frini

martes, 21 de agosto de 2012

La leyenda del hombre amantísimo - Daniel Frini


Cuentan los viejos de mi pueblo que en la sierra había un hombre que amaba a su familia como nadie, nunca, entendió el amor.
Cierto día, cuando sus hijos eran aún niños tuvo una visión: el llanto desconsolado de ellos velando su cadáver, y a su mujer dejándose morir de tristeza. Con el corazón estrujado por el dolor, supo qué debía hacer. En los años que siguieron se dedicó a la bebida, al juego y a las mujeres de la vida; gastó su dinero en lujos mientras los suyos pasaban hambre; faltó a cumpleaños y aniversarios, olvidó navidades y pasó cada noche vieja con una amante distinta y en su propia casa; mezquinó luces y comodidades y evitó, aduciendo avaricias de todo tipo, que hubiera calor en los inviernos. Soportó gritos y golpes retrucando con sonrisas sarcásticas; cultivó amistades entre sujetos olvidables y se arriesgó en dominios del hampa dilapidando pequeñas fortunas y obligando, más de una vez, a su mujer e hijos a dormir en sucios hoteles y aguantaderos por haber perdido casa y bienes.
Viejo de años y sabedor de que el fin estaba cerca buscó la wiskería más sucia y a la mujer más enferma y pasó días enteros con ella. Murió sobre la puta, que se pagó sus servicios con los últimos billetes que tenía el muerto.
No dejó nada en herencia para los suyos que lo enterraron en cajón barato y sin bendición del cura y sin velarlo.
Tanto amó el hombre a los suyos que, por amor, se hizo odiar. Así fue como triunfó y les evitó la pena de su partida. Pronto fue olvidado. Nadie recuerda su nombre y, menos aún, dónde fue enterrado.


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domingo, 19 de agosto de 2012

El hombre y el fantasma - Daniel Frini


Érase que se eran un fantasma y un hombre. El fantasma vivía en un viejo edificio en ruinas, que en mejores épocas había trajinado aspiraciones de hotel cuatro estrellas. El hombre vivía en la calle. Una noche en que hacía mucho frio y nieve, el hombre entró al edificio para guarnecerse. Andando por los pasillos oscuros y en ruinas, hombre y fantasma se encontraron de frente al doblar cierta esquina. Ambos se asustaron. El hombre quiso huir, aterrado; confundió la nada con una puerta y cayó por el hueco de un montacargas que dormía su óxido seis pisos más abajo; murió y se transformó en fantasma. El fantasma, en tanto, también huyó. Intentó apoyarse en un tabique para doblar un recodo del pasillo, pero, invadido por el pánico, olvidó su condición y atravesó la pared. Afuera era noche y nieve y seis pisos de altura. El fantasma cayó, murió y se convirtió en hombre, que luego quiso guarnecerse del frio en el viejo edificio que hace años pretendió ser hotel. Ambos protagonistas han repetido esta historia tantas veces que ya han perdido la cuenta.

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