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jueves, 1 de noviembre de 2012

El vuelo número trece - Luis Alberto Guiñazú


Estaba completamente entregado a la desesperación: ya iban trece currículum vitae y trece meses y no había recibido ninguna respuesta. El profesor nunca le había advertido sobre estos inconvenientes, sólo el del frío nocturno. Nunca supuso que conseguir trabajo en la astronomía pudiera significar tanta angustia.
De chico le gustaba observar el espacio, la esfera celeste le atraía como si fuera una amante, al estudiarla sentía un goce sensual. Si por él fuera hubiera trabajado gratis.
Se sorprendió cuando su compañero de cuarto le dijo que alguien había preguntado por él, ¡y que era para ofrecerle un trabajo! Lo conocía, amigo de hacer bromas pesadas, y lo trató de embustero. Palabras que tuvo que tragar cuando le mostró el papel que le habían dejado.
Al concurrir se encontró con un tropel de trece candidatos frente al gótico edificio de estudios avanzados en radiaciones solares.
Los recibió una secretaria, quien los hizo pasar a una recepción, en cuyo centro, sobre una mesita con tapa de vidrio había una escultura en bronce, y de las paredes colgaban óleos, fotos; y un gráfico en grafito, todo relacionado con el sol y las radiaciones.
Le dieron unas planillas para que las completaran; de ellas, le llamó la atención que se mencionara, “por el peligro que entraña estudiar el espectro”, debía completar un ológrafo a favor de algún familiar.
Recién entonces cayó en la cuenta, de que la tarea de manejar el espectroheliógrafo debía realizarse con unos pectorales protectores.
Por supuesto, que nada de eso el importó.
Tanto era su afán por conseguir ese trabajo, que cinco horas después, cuando terminó de llenar las fórmulas y superar los exámenes, comenzó a sentir ese dolor en la espalda, que últimamente le molestaba.
Su felicidad fue tan grande que su compañero de cuarto lo miró con desconfianza al abrazarlo con tanta efusividad y energía luego de haberlo tratado antes tan descortés.
Mandó inmediatamente un telegrama a sus padres para comunicarles la grata novedad. Sin embargo, a las pocas horas le telefonearon para preguntarle a dónde era destinado a hacer sus tareas. Pregunta a la que no supo contestar.
Concurrió al imponente edificio, lo primero que quiso saber, para tranquilidad de sus padres, fue el destino donde debía realizar su práctica.
¡No lo podía creer!, había sido elegido y contratado -provisoriamente- para la eventualidad de manejar un nuevo equipo portátil. Con el que sería lanzado al espacio exterior en trece meses como máximo.
Su madre casi se desmaya con la noticia, pero no hubo poder que lo hiciera desistir de semejante empresa. Estaba tan entusiasmado con el proyecto que no quería hablar de renunciar.
Partió un trece de enero en el Viajero Estelar XIII, siendo las trece horas en el cabo Buena Ventura, que realizaba con ése, su vuelo número trece.
El augurio de mala fortuna, por la concatenación del dígito trece, no se produzco para el desplazamiento, sólo que, atravesando una aurora boreal, se descompuso el espectroheliógrafo, haciendo que su viaje fuera un fracaso.

Sobre el autor: Luis Alberto Guiñazú
Tomado de: http://pasequelecuento.blogspot.com/

viernes, 29 de octubre de 2010

La feria - Luis Alberto Guiñazú


Al doblar la esquina, me encontré de pronto con la calle cortada por la feria de los viernes.
Prendida de los árboles, Venus se resistía a borrarse ante la incipiente aurora.
Ya las primeras vecinas observaban los frescos productos que se ofrecían al menudeo, lo primero que llegó a recibirme fue el aroma de los dorados churros que crepitaban dulzuras y que en mi estómago cayeron muy bienvenidos, luego de un trasnoche desnutrido y bien regado.
Los pescados de mirar brillante me inundaron con el sabor de las olas del mar austral.
Las puesteras de inmaculados guardapolvos plañían sus potajes de inigualable calidad, sabor y olor a quien se atreviera acercarse por sus carros.
Me alejé seguido por el murmullo de las comadres, que no se perdían de advertir la hora en que regresaba a mi hogar, teniendo a mi esposa en avanzado estado de embarazo.
Me mordí la lengua para no gritarles las palabras atormentadas del no saber a quién pertenecía.

Tomado de: http://pasequelecuento.blogspot.com/
Sobre el autor: Luis Alberto Guiñazú

sábado, 21 de febrero de 2009

El cartero - Luis Alberto Guiñazú


Para eliminar lo tedioso de la distribución, imaginaba el contenido de las misivas.
Comprobó que tenía una cierta percepción extrasensoria cuando los receptores le comentaban sobre los contenidos; por ejemplo, sentía livianas las cartas con buenas noticias y más pesadas, con las malas.
Un día, pesaba mucho la mochila y pensó que le habían dado a distribuir el triple de lo normal, pero se sorprendió al contar la cantidad habitual. Advirtió entonces, que debía distribuir la noticia del ómnibus desbarrancado con vecinos de una excursión.
Cuando percibió nuevamente su saca recargada, confirmó que una sola era la que producía esa sensación. Observó que correspondía al término de su recorrido y no recordaba haber llevado alguna vez correspondencia a esa dirección.
- Posiblemente, -pensó- en anteriores oportunidades, la habrá llevado el cartero de la otra zona. Lo que ocurría cuando se solapaban los recorridos
La misiva estaba ensobrada en grueso papel madera de color marrón y por remitente ostentaba un sello oficial, que indicaba la pertenencia de las fuerzas armadas, y la entrega debía ser personal; adjuntando al efecto un recibo para ser firmado únicamente por el destinatario.
Decidió dejarla para el final.
Iba tan preocupado que pensaba todo el tiempo en el contenido de la misteriosa misiva; presentía que en las malas nuevas había algo que lo inquietaba.
Tan fuerte era la sensación, que sentía las piernas como si hubiese recorrido diez veces su habitual ronda.
Llegó por fin a una mansión cuando caía la tarde; y verificó que nunca antes había traído correspondencia a esa casona, rodeada de una imponente reja de hierro con puntas de lanzas doradas, la que estaba aislada de las otras por terrenos baldíos, limpios y amplios parques.
Tocó el timbre de un portero con visor de circuito cerrado.
A pesar de haber repartido la totalidad de su entrega, la ominosa carta parecía crecer de peso a medida que llegaba el momento de entregarla. Se le hacía insoportable tener sobre su hombro las riendas de la saca. La depositó en el suelo, mientras informaba que no podía dejarla en el buzón, porque el cartero debía comprobar su identidad y firmar delante de él.
Aparecieron como de la nada tres mastines, que le obligaron a levantar la voz para hacerse oír por sobre el estruendo de los ladridos.
Salió una mujer secándose las manos; con su delantal, ahuyentó los canes y lo hizo pasar a un despacho.
Se presentó un anciano en silla de ruedas, quien le recriminó el no haber dejado la misiva en el buzón. Explicó nuevamente que era oficial y con el requisito imprescindible de firmar y constatar su identidad.
El anciano llamó refunfuñando a la mujer para que le alcanzara sus documentos.
En el ínterin, la desazón se confundía con la idea de que de alguna parte conocía al postrado. Le alcanzaron el documento, extrajo la carta y la entregó; al momento en que vio el adusto rostro cubierto con un gorro militar que adornaba la cédula, reconoció al destinatario.
Una imagen estalló en su mente.
Trató de impedir que abriera el sobre, pero, fue demasiado tarde.
El estallido desparramó piel y huesos por la habitación.
La condena fue de veinte años.
No convenció a los jueces de que no sabía que fuera una carta bomba, ni que había tratado de salvar al hombre. Que no fue por arrepentimiento, sino por premonición.
Además, que no conocía al notorio torturador del proceso, sobre todo, porque entre todas las víctimas estuvieron sus padres.