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sábado, 3 de octubre de 2009

Clones 2 - Diego Muñoz Valenzuela



Le pedí que me reemplazara en la fiesta de cumpleaños del jefe. Por suerte tiene buena voluntad y aceptó con entusiasmo. Tiene mi aspecto, sabe todo acerca de mí. Como viene a ser el equivalente de un recién nacido, se interesa por los detalles de mi vida. En cambio a mí estos compromisos me fastidian horriblemente. Se entiende: ahora tiene una existencia de verdad, no una teórica, de libro, por decirlo de alguna forma. Va a hacerlo bien y me va a dejar mejor.
Que tenga cuidado con la perra esposa de mi jefe, le advertí. Que no se atrapar por la ninfomaniaca, por más que le ruegue. Que cuente mis mejores chistes, coma y beba cual cosaco, y se retire ebrio y feliz, adorado por todos. Debe estar ahí, disfrutando de mi vida.
Mañana lo enviaré al trabajo bien temprano. De vuelta pasará por el supermercado. Yo me quedaré leyendo, soñando con otras vidas. Añorando ser el clon de otro.

Tomado de: http://diegomunozvalenzuela.blogspot.com/

viernes, 28 de agosto de 2009

Hombre gordo 1 - Diego Muñoz Valenzuela


El tipo había engordado tanto que ya no cabía por la puerta. Mediante su laptop solicitaba alimento y manejaba sus inversiones. Afortunadamente no necesitaba trabajar, así que tampoco necesitaba salir. Por otra parte, no habría podido hacerlo: sus piernas eran incapaces de sostener aquel peso desproporcionado. Era un cetáceo varado en una cama gigante, provisto de pequeñas extremidades fofas con las cuales escribía las instrucciones en el teclado. Obtenía todo lo necesario gracias a Internet. Era un enorme molusco rosado buscando satisfacción en la red virtual. Los proveedores dejaron de acudir a su casa, pues el alimento –de variadas clases, incluido el alcohol- se cargaba en receptáculos conectados a tuberías a solicitud del solitario e invisible comprador. Antes de cerrar para siempre su puerta, conectó sus puntos sensibles a robots de estimulación sexual. Se las arregló con el hampa para instalar dispensadores de droga. Finalmente la casa estalló, nadie sabe la causa. Los alrededores eran un asco, cubiertos de grasa, sangre y restos de órganos, tendones y huesos.
Pudo ser resultado de un crecimiento grotesco del cuerpo; o una explosión de placer ilimitado; o una simple indigestión.

Pronto se sabrá: tiene seguidores y algunos de ellos se financian mediante contratos con canales de televisión que transmiten segundo tras segundo -como contraprestación y en virtud de un nítido contrato- el desarrollo de los acontecimientos. Algún científico aprovechará esa información, estoy seguro.

Tomado de: http://diegomunozvalenzuela.blogspot.com/

jueves, 16 de abril de 2009

La cosa de allá arriba - Diego Muñoz Valenzuela


Yo sé que estás allí, dentro del ropero, puedo escuchar desde el primer piso tu respiración dificultosa, sentir como te revuelves inquieta, maldita criatura, siento los lamentos de la madera que se queja bajo tu peso. Si pudieras, saldrías de ahí –a veces lo haces– y bajarías la escalera haciendo crujir los escalones uno a uno con tus pies escamosos, verdes, llenos de algas igual que tu piel resbalosa, cubierta de légamo de quizás algún horrible lugar. Respiras más fuerte ahora, es casi un bramido, el ropero se estremece, bajo el volumen del televisor, pero inmediatamente viene un silencio más difícil de soportar que los ruidos de la película o tus movimientos allá arriba, parece que ese silencio durara más, tú saldrías de allí en todo tu esplendor, con toda tu maligni­dad, con tus ojos hambrientos y terribles, tus garras filosas, tus dientes de tiburón. Eso, podrías llegar al fin. A veces todo se reduce a esperarte, espero la noche para este duelo cotidiano. Yo sé que un día va a ocurrir. No sé cómo explicarlo: sólo lo sé. Bajarás con tus tentáculos, tus ventosas, tus brazos –lo que sean– dirigidos hacía mí y yo no podré moverme, me quedaré mirándote, paralizado, inmóvil, así como si fuera de piedra. Tal vez alcance a recordar algún párrafo de Lovecraft. Pero lo importante es que estarás acá, de este lado, y yo no podré moverme. Respiras, te mueves inquieta, maldita criatura. Te puedo ver casi, agazapada en la oscuridad, tus ojos brillando. A pesar del miedo, a veces me imagino qué ocurriría si tú bajases, qué ocurriría, qué ocurriría si entraran en ese momento mis padres, que están prontos a regresar, por eso creo que ya no bajarás, aunque a veces, a veces, casi es como si lo deseara.

Tomado de http://www.diegomunozvalenzuela.blogspot.com/

Vudú - Diego Muñoz Valenzuela


Fabricó varios muñequitos: una rubia como su madre, otro regordete como su padre, y otro más pequeño para su hermano.
Su madre la reprendió por regresar tarde del colegio y la encerró en su pieza para que hiciera deberes atrasados. Ella tomó la muñeca rubia y le clavó un alfiler en la cabeza. La madre tuvo una jaqueca atroz que la derrumbó.
Su hermano consiguió la llave de su pieza y entró a molestarla. Cuando logró expulsarlo, tomó su réplica y le clavó un alfiler en el estómago. Al hermano le vino una apendicitis fulminante.
El padre fue a su pieza para pedirle que los acompañara a la clínica, pero ella no quiso. El padre partió en su automóvil con los dos enfermos gimiendo. Ella los vio desde su ventana. Cuando perdió de vista el automóvil, fue a la cocina y puso a los tres muñecos en el horno de microondas. Cerró la puerta, apretó el botón y se sentó a esperar.

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sábado, 21 de febrero de 2009

Necrofilia 2 - Diego Muñoz Valenzuela


Ocioso, desesperado por la carencia de trabajo, vago por la ciudad. Entro en una capilla donde se advierte mucha actividad. Cuando la veo dentro del ataúd, infinitamente tranquila, sumisa ante la muerte, con una leve sonrisa de satisfacción dibujada en los labios algo pálidos, comprendo que me he enamorado perdidamente. Es la mujer perfecta para mí: jamás me reprochará, carente de caprichos, se someterá a mis designios sin objeciones perversas. Me acerco a los deudos con tranco lento, calculado. Primero abrazo a la madre, que llora sobre mi hombro sin consuelo; luego a su devastado progenitor, a sus hermanos y hermanas que no hallan consuelo. Me siento en las bancas que rodean el catafalco y simulo rezar con los ojos entrecerrados. Sigo el ritmo de las expertas ancianas que recitan letanías milenarias en un circuito sin fin.

La hora pasa y los deudos van menguando con velocidad creciente. Cada media hora me incorporo para observarla. Su belleza serena me conmueve y me excita. En la ventana alcanza a vislumbrarse el nacimiento de sus pechos soberbios. Las fotografías que descansan entre las guirnaldas atestiguan su hermosura arrobadora. El amor y el deseo crecen en mi interior como bestias incontenibles. Por fin se retiran los padres, arrastrando los pies, antes de despedirse me advierten que la capilla cerrará en unos minutos. Me desean conformidad. Les digo que me quedaré orando esos minutos. Quedo solo. Me oculto bajo el ataúd, atrincherado entre guirnaldas. Viene un ominoso silencio que interrumpe el sacristán, que entra al recinto y cierra la puerta con candado. Siento su respiración acezante, la brutalidad con que levanta la tapa de la urna. Desnudo se encarama sobre el cajón gimiendo palabras de amor, le arranca las vestiduras a tirones y lanza terribles imprecaciones. Entonces salgo de mi escondite y le propino a la bestia el golpe mortal con un candelabro. Lo aparto con repugnancia y tomo su lugar. Le hablo en susurros, la voy besando en toda su magnífica desnudez, seduciéndola con amor infinito. Toda una noche hay por delante. Después vendrán el duelo, la nostalgia, el amor eterno.

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martes, 17 de febrero de 2009

Drácula - Diego Muñoz Valenzuela


El conde Drácula no soporta más el dolor de muelas y decide ir a tratarse con un especialista. Consulta la guía telefónica y disca un número tras otro, hasta ubicar un odontólogo noctámbulo. Establece una cita para la noche siguiente. Asiste. Porta gafas oscuras para ocultar sus ojos hipnóticos, inyectados en sangre. El dentista también usa lentes de color. Lo examina, mueve la cabeza negativamente. Anuncia que el tratamiento va a ser doloroso, que es conveniente emplear anestesia. El vampiro acepta, se deja inyectar, siente un sopor agradable, va hundiéndose en el sueño y, en forma simultánea, escucha el lejano zumbido de un taladro.

Despierta. Enfrente de él hay un espejo de agua, donde sí puede reflejarse; allí ve su imagen, sonríe, pero su risa se transforma en una mueca grotesca, porque en el lugar donde debieran estar sus colmillos hay dos espacios sangrientos. A su lado, el odontólogo -que es el doctor Van Helsing- lo observa divertido mientras juguetea con los larguísimos colmillos, arrojándolos una y otra vez al aire, como si fuese un malabarista.

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martes, 27 de enero de 2009

Auschwitz - Diego Muñoz Valenzuela


El anciano comenzó a descender calmoso la escalera que conducía a la estación del tren subterráneo. No tenía ninguna prisa, nadie lo esperaba. El matrimonio sin descendencia se había esfumado por completo con la muerte de su esposa algunos años atrás. Este recuerdo ya no lo entristecía; nada lograba sacarlo de su mutismo. Una vez al mes se animaba, más por obligación que por entusiasmo, a cobrar el cheque de la jubilación que le permitía prolongar su vida reposada. No pasaba estrecheces económicas, al menos. Era, tal vez, un monótono privilegiado.
Estaba pasado el mediodía y un calorcillo punzante se agitaba gozoso en la atmósfera pregonando el verano inminente. El anciano, sin embargo, portaba un grueso abrigo invernal; a su edad este cambio de clima era todavía una sutileza incapaz de modificar su indumentaria.
Terminó el descenso y se dirigió a la boletería que era atendida por una mujer rubia, madura y de expresión muy rígida. Demoró mucho en reunir las monedas para cancelar el boleto y la cajera lo observaba impaciente. Por fin juntó el dinero y recibió el boleto azul a cambio. Sintió, al alejarse, la mirada fría de la mujer en su espalda, pero no se atrevió a voltear el rostro.
Una vez en el andén sintió fatiga, era larga la caminata, y se acomodó en una silla acrílica desde donde pudo dominar toda la estación. Enfrente suyo había un grupo de muchachas que no hacían más que reír y hacerse cosquillas unas a otras. Cerca de él, de pie, un individuo alto, corpulento, con un bigote muy bien cuidado, contemplaba a las jóvenes sin perder detalle de sus movimientos; a veces sus faldas descubrían sus muslos suaves y torneados; otras, sus senos de turgentes pezones se veían por entre los escotes audaces. Este hombre —pensó— tendrá unos cuarenta años. Al otro lado de la vía, era curioso, no había nadie. El anciano abandonó sus observaciones al percibir un estremecimiento en el piso. No, no era un temblor, ya lo sabía, era el ferrocarril que se aproximaba. Se incorporó al tiempo que hacía su entrada el Metro. Las puertas de los vagones relucientes se abrieron y los nuevos pasajeros ingresaron. Las muchachas y el cuarentón subieron delante del viejo. El vagón estaba casi desocupado y no tuvo problema para encontrar asiento. El cuarentón se ubicó frente a las muchachas; era evidente su excitación. Una mujer gorda llena de paquetes se quejaba del calor y de la carestía mientras devoraba un chocolate enorme. Más al fondo un quinceañero se ruborizaba con las miradas provocativas y las carcajadas eróticas que le dirigían las jovencitas. El cuarentón se retorcía, envidiando al mocoso.
Las estaciones empezaron a sucederse vertiginosamente. Una de las muchachas se acercó al joven solo con el pretexto de pedirle fósforos. El anciano pensó en reclamar si es que fumaban, mal que mal estaba estrictamente prohibido, pero su inercia lo hizo desistir. El muchacho tenía fósforos y prendieron los cigarrillos. La señora gorda masculló algo que no se entendió a causa del chocolate que hinchaba sus mejillas. Los muchachos conversaron, luego empezaron a juguetear tocándose los cuerpos uno al otro. Las muchachas se erotizaban y miraban al cuarentón. Acrecentaron sus juegos nerviosos. Al fondo, la pareja se besaba tendida en un asiento. La mujer arrojó una mirada horrible al anciano, como insinuándose. Las muchachas rodeaban al cuarentón complacido. El anciano sentía náuseas por los guiños de la gorda. Los muchachos se desnudaban. De pronto el anciano pensó que todo era tan extraño. Una voz ordenó bajarse a todos los pasajeros a través de los parlantes. El tren se detuvo, pero las puertas se mantuvieron cerradas. Afuera había una espesa neblina. Transcurrieron algunos segundos. Estaban todos de pie, menos el anciano. Estaban frente a las puertas que no se abrían.
Cuando empezó a salir el gas por los conductos hábilmente disimulados, todos gritaban y golpeaban las puertas de vidrio y trataban de separar las gomas que las hermetizaban. Desde afuera era posible ver como la gorda vomitaba el chocolate sin dejar de chillar y estrellarse contra los vidrios. Los puños del cuarentón estaban destrozados y la sangre corría por los vidrios. Las muchachas aullaban histéricas junto al quinceañero. Sólo el anciano se mantenía en el asiento aspirando en grandes bocanadas el gas que le robaba la vida.

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miércoles, 21 de enero de 2009

Amor cibernauta - Diego Muñoz Valenzuela


Se conocieron por la red. Él era tartamudo y tenía un rostro de neanderthal: cabeza enorme, frente abultada, ojos separados, redondos y rojos, dientes de conejo que sobresalían de una boca enorme y abierta, cuerpo endeble y barriga prominente. Ella estaba inválida del cuello hacia abajo y dictaba los mensajes al computador con una voz hermosa, pausada y clara que no parecía tener nada que ver con ella; tenía el cuerpo de una muñeca maltratada. Fue un amor a primer intercambio de mensajes: hablaron de la armonía del universo y de los sufrimientos terrestres, de la necesidad del imperio de la belleza y de los abyectos afanes de los mercaderes de la guerra, de la abrumadora generosidad del espíritu humano que contradice la miseria de unos pocos. Leían incrédulos las réplicas donde encontraban una mirada equivalente del mundo, no igual, similar aunque enriquecida por historias y percepciones diferentes. Durante meses evitaron hablar de sí mismos, menos aún de la posibilidad de encontrarse en un sitio real y no virtual. Un día él le envió la foto digitalizada de un galán. Ella le retribuyó con la imagen de una bailarina. Él le escribió encendidos versos de amor que ella leyó embelesada. Ella le envió canciones con su propia voz, él lloró de emoción al escuchar esa música maravillosa. Él le narraba con gracia su agitada vida social, burlándose agudamente de los mediocres. Ella le enviaba descripciones pormenorizadas de sus giras por el mundo con compañías famosas. Ninguno de los dos jamás propuso encontrarse en el mundo real. Fue un amor verdadero, no virtual, como los que suelen acontecernos en ese lugar que llamamos realidad.

(*) Este microcuento forma parte del libro ANGELES Y VERDUGOS , publicado en 2002 por el autor, bajo el sello de la editorial Mosquito

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sábado, 17 de enero de 2009

Esperándolo - Diego Muñoz Valenzuela


El hombre ama la libertad, escribe su nombre en las murallas de su ciudad (como Prévert), en hojas de papel pequeñas que deja caer luego desde sus manos, anda dibujándola en los rostros de quienes se atreven a escucharlo. Cuando su compañera no puede estar con él, lo espera inquieta en medio de la noche; acaricia a su hijo mientras duerme. El despierta a veces y pregunta por papá. Ella contesta “trabajando” y el niño vuelve a dormirse feliz. Mientras cierra los párpados, a los ojos de la madre asoman lágrimas que no la dejan dormir ni moverse del lado de su hijo. Sólo se tranquiliza cuando en la madrugada siente el juego de cerraduras, goznes, pasos acercándose, olor a transpiración, húmedo beso en la boca que la relaja, cuerpo que abraza con fuerza, dedos que la acarician. Así, muchas veces en el mes. Él le dice simplemente “volveré tarde esta noche” y ella comienza a sufrir por el temor de perderlo, pero no dice nada, pues eso es lo que más ama en él. Ahora lo espera con los dedos enredados en el cabello de su niño durmiendo, lucha contra el cansancio que la va venciendo, se va entregando a un sueño que se abre como un telón de pronto, donde hay cosas que no entiende, carreras, hombres que gesticulan y cuya voz no se escucha, ella desplazándose como cámara de televisión observando todo, en ese instante ve a su hombre cayendo, sin ruido, ametrallado, ve la camisa perforada de manchas rojas que van creciendo en tanto el hombre no deja de caer. Después está su hijo preguntando por papá, ella tratando de explicar, el niño gritando en la noche, el niño orinándose en la cama, el niño preguntando por papá, el niño con la misma risa del padre muerto, el niño con un volante que dice libertad en las manos, el niño tratando de saber lo que significa esa palabra, el niño tan igual a su padre creciendo y leyendo a Brecht y a Prévert, el niño convirtiéndose en un joven de barba rala que le dice “llegaré tarde, mamá”. Entonces la puerta abriéndose la saca de su sueño, aunque no alcanza a abrir los ojos cuando ya unos labios que conoce la muerden, cuando unos brazos la levantan en vilo y la llevan a la cama de ambos, cuando esas mismas manos salpicadas de tinta o de pintura comienzan a desnudarla, a hacerla morir de felicidad y deseo, a olvidar ese sueño negro que va empequeñeciéndose y alejándose hasta desaparecer, hasta pensar en que todo está por delante, en qué tonta ha sido de pensar en esas cosas.

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martes, 13 de enero de 2009

El juego de las simulaciones - Diego Muñoz Valenzuela


Sale de su casa el sábado al mediodía en su auto. Los cambios pasan con dificultad y reniega cada vez que la palanca se atasca. La dirección está dura y maldice a cada vuelta. Hace calor y se enjuga el sudor con un pañuelo cada vez que las gotas comienzan a deslizarse por su rostro. Pero no abre la ventana para que no vayan a creer los demás que su coche no tiene aire acondicionado. En una esquina congestionada saca el celular de la guantera y hace como que disca un número. Gesticula, discute, simula que escucha, contesta airado, ríe. Piensa que el juguete es una imitación perfecta. Lo deben estar mirando con admiración, mientras cierra negocios a distancia con Hong-Kong. En el supermercado se pasea ostentando un carro que llena de delicatesses: whisky, vino del mejor, quesos finos, paté francés, filete, frutas exóticas, bombones. Se encuentra con amigos, habla de sus éxitos y escucha los de ellos. Se acerca cauteloso a las promotoras, mirando hacia otra parte, hasta que está cerca y con toda dignidad prueba el producto, disimulando su avidez. Sigue saludando, recibe nuevas llamadas, sonríe, quiere mostrarse feliz, no vaya a ser que los demás piensen que sufre o que es un fracasado. No vaya a ser que los demás piensen ya que no tiene alma.

* Este cuento integra el volumen Angeles y verdugos, Mosquito Comunicaciones, 2002.

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sábado, 10 de enero de 2009

La biblioteca - Diego Muñoz Valenzuela


El profesor entró con indisimulado deleite a la nueva biblioteca.

LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.
SE RUEGA ABANDONARLA OPORTUNAMENTE.
SE AGRAD...
Interrumpió su propia lectura para admirar los detalles. Todo alfombrado e impecable. Se acercó a los ficheros y se abocó a revisar algunos en forma sistemática; periódicamente anotaba cifras en los formularios que encontró sobre el mesón de pedidos. Envió los papeles por el montacargas hacia el subterráneo y un par de minutos después cinco libros relucientes retornaron en lugar de aquéllos. Tomó los textos y los transportó a la sala de lectura.

NO FUMAR
Palpó los costados de su chaqueta; de todos modos no importaba, había olvidado comprar cigarrillos.

LA BIBLIOTECA CIERRA A LAS 19 HRS.
El profesor hizo un gesto de desprecio, los malditos burócratas o algo así murmuró. Se sentó y se dispuso a leer. Eran las 18:29. Hojeó el primer libro, luego el segundo. Sólo para disimular, ninguno de los dos le interesaba en realidad. El tercero tenía tapas verde brillante; las abrió impulsivamente. Saltó el prólogo para leer el capítulo uno.
Había pedido cinco libros para leer uno solo, uno que le costaría el puesto si lo sorprendieran. Nunca más encontraría trabajo. Para un maestro no existían las segundas oportunidades. Le había costado decidirse. Mucho era el riesgo, tal vez mucho más de lo que creía. Pero leía con fruición. Nada lo podía distraer, nada lo podía distraer, nada.

18:40
Terminó con el capítulo I y dobló la página. Antes anotó algo en un cuadernillo. Centró la vista en el libro.

18:47
Miró la hora. Bajó la vista. Allí estaba todo, todo cuanto deseaba saber, todo, todo. Su avidez crecía.
No podía llevarse el libro a la casa. Tenía que verlo ahora, aprovechar al máximo esta oportunidad, quizás no tuviese otra.

18:57
18:58
18:59
El profesor estaba nervioso. Devoraba el libro, nada más parecía interesarle. !Queda tan poco!

18:59:30
Miró el reloj de la sala y cerró el libro. Caminó hacia la salida.

19:00
La compuerta se cerró antes de que el profesor pudiera alcanzar el umbral. Se puso color de harina. La luz se debilitaba en el interior de la sala. Entonces recordó a su sobrino que salió a caminar y pensar y que no volvió nunca, y de su mujer que le ocultaba los anteojos para que no leyera tanto. Ahora estaba todo negro. Alguien le quitó el libro y lo arrastró por un pasillo que hasta hace un rato atrás no existía.

* Este cuento pertenece al volumen LUGARES SECRETOS (Mosquito Comunicaciones, 1994). 
 
Tomado de http://diegomunozvalenzuela.blogspot.com/

jueves, 8 de enero de 2009

Regalo sospechoso - Diego Muñoz Valenzuela


Era un paquete enorme, delicadamente envuelto en papel celofán verde y ornamentado con un abultado moño de cinta roja. Lo abrí con recelo, pensando en alternativas desagradables: bombas de tiempo, perros muertos, lavadoras descompuestas, esculturas modernas. Errores todos ellos. Era un hermoso caballo de madera tallado y barnizado al natural, sostenido sobre una plataforma rodante. El Caballo de Troya, pensé. Tenía la pata izquierda levantada, eso le otorgaba movimiento y elegancia. Del recelo pasé al temor, y de allí al sobrecogimiento. ¿Qué oscuro enemigo podía haber ideado este plan homérico en mi contra? Repasé la lista y eso me tomó un buen tiempo. Todos podían haber sido; no pude descartar a ninguno. Ahora, qué contenía el caballo, ésa era la pregunta. Me aproximé con cautela y golpeteé la madera con los nudillos. Madera maciza. O interior repleto de explosivos plásticos. O cobalto radiactivo, para eliminarme lentamente. O una masa de arácnidos letales. No había tarjeta ni indicación de remitente.
Me subí sobre el regalo. Instantáneamente echó a rodar por el mundo. Me llevó lejos, a lugares maravillosos y desconocidos. Muy tarde comprendí la trampa, pero ya era feliz.

Tomado de http://www.diegomunozvalenzuela.blogspot.com/

martes, 6 de enero de 2009

Coincidencias - Diego Muñoz Valenzuela


El afamado escritor se puso el sombrero de periodista y escribió la crónica acerca del ensayo del colega que lo entrevistó en televisión la semana recién pasada. Cuando envió el texto por correo electrónico, se puso el sombrero de editor y redactó el informe que aprobaba el volumen de relatos de su mejor amigo, compañero de universidad. Bebió un expreso admirando la factura de su último libro, publicado en la misma editorial donde trabajaba. Se dispuso a leer una docena de originales del concurso donde era jurado y reconoció la mano de un camarada: dejó su cuento en el montón de los buenos. Le llegó un correo anunciando que lo invitaban a un congreso en Colombia: la compañía era inmejorable, todos eran compinches; confirmó que asistiría. Descargó una elogiosa crítica de su libro y concluyó que estaba al debe con el autor. Después pensó qué haría con el dinero del premio Mayor: el fallo debía estar por anunciarse. Por fin se aprestó a escribir algunas páginas de la obra que lo consagraría definitivamente, pero ya era tarde y su agenda estaba plagada de reuniones.