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martes, 3 de abril de 2012

El ascenso del general Lon Dong - Pablo Martínez Burkett



Haz que los adversarios vean como extraordinario lo que es ordinario para ti.
Sun Tzu – El Arte de la Guerra 

Aunque los escribas pusieron todo su empeño en imaginar un origen épico, las crónicas son bastante elusivas a la hora de recordar el ascenso al trono del Emperador Lon Dong. La versión más verosímil indica que tras el asedio, la Ciudad de las Siete Puertas quedó reducida a unas pocas murallas, cenizas humeantes y el olor acre de la descomposición. Las fuerzas de la Coalición Xiang habían sido escrupulosamente mortales. El entonces joven Tigre de Quan Jian fue uno de los primeros nobles en entrar en el Palacio de las Flores. Vagó por las habitaciones, sorteando muestras del rigor criminal de sus tropas. Para evitar el acecho de unos buitres codiciosos, retrocedió hasta tropezar con una bóveda derruida. Perdió pie y cayó en medio del tesoro real. La maldición fue silenciada por la sorpresa: a su alrededor, torres de lingotes de oro se perdían con minucioso orden. Diamantes multifacéticos, esmeraldas de exquisita labor y rubíes gordos como huevos, irisaban a una multitud de jarrones, tallas, carruajes y armas. Alternando risa y llanto, el Señor de la Guerra peregrinaba por las galerías. Iba de maravilla en maravilla, alabando la benevolencia celestial, mientras anticipaba el goce de infinitas concubinas. Y en aquel momento lo vio. El sello imperial yacía bajo un vaso de vidrio. Un juego de espejos le otorgaba un extravagante fulgor. 
Antes de que su padre cayera en desgracia, recordaba haber visto la rúbrica al pie de los rollos solemnes. Para el destinatario, significaba la fama o el escarnio. El cuño era de base cuadrada y había sido labrado en el infrecuente jade blanco. Llevaba la frase votiva: “Señor de la Tierra, Señor del Cielo, Señor del Agua, Señor del Fuego”. Por mango tenía la vívida talla de un dragón. Su posesión confería el poder supremo en el país de las Tres Primaveras y otorgaba el derecho de vida y muerte sobre todos sus habitantes.
El joven general ya se felicitaba por restablecer la honra de su padre. Ya se imaginaba pacificando los confines del reino. Ya no pudo soportar el dolor y entre unos piadosos cortinado alivió el intestino. Los prudentes cronistas omitieron este detalle.

Sobre el autor:
Pablo Martínez Burkett

jueves, 29 de diciembre de 2011

Comunica - Raúl Sánchez Quiles


Vuelves a marcar y comunica. Lo has intentado siete veces, siempre con el mismo sonido cansino y desesperante como respuesta. Pero tú no pierdes la esperanza. Vuelves a pulsar con fuerza y rapidez los nueve dígitos, contienes la respiración, pero regresa la maldita secuencia sonora. Firmas una tregua minúscula con el teléfono y te sientas durante apenas unos segundos, tiempo suficiente para hacer apuestas mentales sobre quién ocupará con su conversación banal esa línea de comunicación que tanto necesitas ahora. Cuando regresas a las teclas tienes una fe renovada, una ilusión infantil que se rompe con el mismo tu, tu, tu que has oído miles de veces. Necesitas hablar con él, contarle que siguen siendo un matrimonio sin patrimonio y pedirle que no le diga a su jefe en la cara todo lo que lleva años mascullando entre dientes. Necesitas decirle que te pusiste nerviosa y que, mirando el periódico de ayer, creíste que acababas de ganar la Primitiva de hoy.

Tomado del blog: Hiperbreves, S.A.

domingo, 13 de noviembre de 2011

¡Hmmm! (La saga) - Claudio G. del Castillo


El cohete se posó  en el rojo desierto marciano. Al poco rato se abrió la escotilla y descendió un viejo vestido de verde, con una escopeta oxidada al hombro. Usaba unos gruesos espejuelos bifocales y entre sus labios sostenía un tabaco a medio consumir.
El viejo aspiró  una bocanada de humo y con mirada ensoñadora escrutó el horizonte, como buscando...
–¡Bienvenido, visitante! –exclamó Fo, alzó una pancarta y sonó una triquitraque.
–¡Welcome to Marte! –lo secundó Fi, y desplegó una serpentina.
El viejo vestido de verde pareció despertar y por encima de los espejuelos observó  a los hombrecillos que tenía delante:
–¡Hmmm! Tal vez ustedes puedan ayudarme –dijo–. ¿Dónde queda la montaña más cercana?
–¿Montaña? ¿Por qué querría usted ir a las montañas con semejante frío? –preguntó Fi–. No muy lejos hallará el hotel “Marineris”. Tiene bar, piscina climatizada y…
–Vine a alzarme.
–¿A alzarse en una montaña? Querrá decir a escalarla –dijo Fo.
–No… quiero decir… Vengo a alzarme en armas. Fomentaré las guerrillas en Marte.
–¿Guerrillas? ¡Forrallonga! –maldijo Fi, y enfurruñó el pirlimplejo.
–¡Estamos perdidos!  –gimoteó Fo, y arrojó el triquitraque al suelo.
–La confrontación es inminente –dijo el viejo, enardecido–. La lucha de clases… y todo eso. Más temprano que tarde acabaré con los latifundistas, los oligarcas y los terroristas financieros que asolan…
–Si se refiere a los huesos desenterrados por los paleontólogos en Tharsis… –interrumpió Fo al viejo.
–Extintos –interrumpió Fi a Fo–; desde hace miles de millones de años. Además, con esa escopeta no le daría a un bramontono a tres pasos.
–¿De qué hablan? –Esta vez la mirada del viejo era fulminante–. ¿Niegan que haya oligarcas y ese tipo de cosas aquí? ¡Hmmm! –se rascó el cogote–. Pero convendrán en que al menos existe alguna manifestación de la explotación del hom… del marciano por el marciano, ¿cierto?
–Aquí lo único que explotan son los pedos de Fo –dijo Fi, y largó una sonora carcajada.
Convencido el viejo de que razonar con los marcianos sería inútil, dijo por fin:
–Como gusten. Sólo indíquenme el camino para llegar a la montaña.
–Después de sortear aquella duna –le explicó Fi–, camine noventa millas rumbo norte y encontrará su montaña.
–¿Al norte? ¡Hmmm! Eso ya es un comienzo –dijo el viejo y echó a andar.
Cuando alcanzó  la cima de la duna, trastabilló y recorrió el trayecto de bajada sobre sus nalgas. Se incorporó con trabajo, se sacudió  el polvo rojizo del traje verde y prosiguió su avance, apoyado en su escopeta. Pronto se perdió en la distancia, mascullando algo entre el tabaco y los dientes.
–¡Perdidos, perdidos! –sollozó Fo, y pisoteó la pancarta.
–¡Tranquilízate Fo! –dijo Fi–. Jamás llegará a su destino. Oí rumores de que una aberración del espacio-tiempo se ha instaurado en el Sistema Solar. Ya ningún planeta tiene norte debido a su forma de mango.

La explicación inconsciente – Héctor Ranea


Sin quererlo, el narrador había contado la razón esencial de por qué Lucille Ball escuchaba la radio cuando cerraba la boca. La actriz debió dormir con la boca abierta para no interrumpir su sueño con la música que ella consideraba estridente de un tal Elvis y el cerebro de mosquito que parecía tener fuego en el culo que tocaba un piano amarillo (aunque de eso no estaba segura porque su televisor era en blanco y negro).
El asunto era que Greg House pasó por su serie y dejó una estela de distorsión espaciotemporal severa, ya que hacía de cantor de rumbas en la banda de Desi Arnaz y desafinaba tanto que el Director no sólo lo echó sino que le quería meter un perro similar a un Dachshund por la oreja. 
Antes de emigrar en el periplo que lo hiciera famoso, el narrador de marras le indujo un sopor hipnótico a una de las vecinas de los Arnaz y ésta se convirtió en un ente con las mismas costumbres alimentarias que un zombi, por lo que fue capturada por el Dr. Kildare (que por entonces se veía obligado a trabajar de bombero voluntario para pagar una multa de estacionamiento) y alquilada tiempo parcial a Ed Woods, quien hizo de ella un adorable Monstruo del Círculo Caucasiano película que no pudo estrenar porque el Senador McCarthy lo amenazó con un juicio por comunista debido al uso de la palabra “caucasiano”. 
En definitiva, Woods se la pasó a los Locos Addams pero allí se hizo cocainómana, induciendo a Wednesday al mundo de la droga. Triste final para una aventura médica de un loquito suelto.

Pequeños cocodrilos - Mónica Ortelli


Un gatito maullaba lastimosamente en el patio trasero entre la casa y el arroyo. Como el maullido parecía provenir debajo tierra, pensamos que estaría atascado en algún lugar y lo empezamos a buscar. Desarmamos una pila de leña; movimos las chapas para contención en las crecidas; nos asomamos al viejo pozo seco; recorrimos la franja entre los tamariscos de la orilla y los álamos donde el pasto estaba alto. Nada. El gato no estaba en ningún lado. Para ese entonces había llegado la madre: la Nena, como la llamábamos. Estaba flaquísima –tantos hijos la iban consumiendo poco a poco- , le colgaban las mamas, y como había comido en abundancia -lo hacía cada vez que íbamos- , parecía preñada otra vez. La gata escuchaba el maullido ya que orientaba las orejas en el preciso momento, pero no se mostraba inquieta, al menos nos daba esa impresión. “Buscá al gatito, che”, ordenaste cariñosamente, pero La Nena siguió lavándose y relamiéndose satisfecha por el hígado de vaca que le habíamos dado un rato antes.
A pesar de su tranquilidad, a mí se me estrujaba el corazón. No tendríamos mucho tiempo más para buscarlo porque pronto se ocultaría el sol y deberíamos regresar a la ciudad.
“Me voy a meter en el arroyo antes de que se vaya la luz,”dijiste. “Tal vez esté atorado en alguna rama o pozo que no podemos ver desde acá”.Y fuiste hasta el muelle de madera, te sacaste zapatos y medias, arremangaste los pantalones a la rodilla y bajaste a inspeccionar la orilla desde el agua. Por arriba, entre tamariscos y álamos, yo te seguía con la esperanza de ver salir al gato desde esa espesura de troncos y ramas, para reunirse con los otros cuatro, el resto de la camada, que estaban escondidos bajo el nicho de la bomba de agua. Ya habíamos empezado a traerles leche con pan, pero ellos, ariscos, no comían sino hasta que nos íbamos. A mí me gustaba verlos todos juntos, apretados como la gran bola de pelos que eran, y con la madre cerca; creía que si los dejaba así al irme, nada les pasaría. Para eso trazaba un círculo imaginario alrededor de ellos, la línea mágica que los protegería durante mi ausencia. Aunque por entonces probablemente yo desconocía el significado de la palabra, se trataba de una cábala, o una especie de conjuro de protección para los gatitos, pero sobre todo, creo, era un reaseguro de tranquilidad para mí, ya que si alguna vez, en la noche, pensaba en ellos, recordaría que había hecho lo que debía y ellos estarían a salvo. Por eso, aquella tarde, la ausencia de uno de los gatitos desbarataba mi mundo.
— ¿Lo ves? —preguntaba ansiosa. Hacía ya un buen rato que el gato no maullaba. Tus respuestas –los no- resonaban entre las márgenes del arroyo como resonaban los crujidos de las ramas y yo estaba cada vez más angustiada. Vos ibas por la izquierda del cauce, -la menos profunda, pero de borde más elevado- y a mí me resultaba imposible verte por la vegetación; por eso sólo escuché dos suaves chapuzones, como si hubiesen caído dos piedras en la profundidad, y a continuación tus gritos.
— ¡Mi Dios! ¡¿Qué es esto?! —sonabas alarmado.
— ¿Qué pasa? ¿Lo viste? —pregunté convencida de algo malo que le había pasado al gato
—¡Esperá! ¡Esperá! —gritabas vos, y yo escuchaba como si estuvieras revolviendo el agua con una rama.
—¿Qué pasó? Más de una vez lo pregunté mientras corría hacia el muelle y vos regresabas chapoteando rápidamente por el lecho arenoso. Traías esa expresión entre risueña y azorada que con los años te volví a ver en especiales ocasiones.
—¡No te imaginás lo que vi! ¡Acá pasa algo raro! —.Te reías.
—¿Qué? ¿Qué había? —repetí yo.
—¡Dos cocodrilos chiquitos! —tus manos grandes separadas unos veinte centímetros— ¡Así de largos!
—¡Ja! ¡Estás loco! Solté la risa.
—¡Te lo juro! —te pusiste serio y me miraste fijamente— ¡Por lo que más quieras!
—¿Me estás haciendo un chiste, no? ¿Cómo va a haber cocodrilos acá? ¡Andá a saber qué viste…!
—¡Eran cocodrilos! ¡Creéme!
—¿De ese tamaño?
—Deben ser crías…, o podría tratarse de una especie desconocida…
—¿Y adónde estaban? ¿Qué hacían?
—En la arena, sobre esta orilla. Cuando me vieron –deben haberme visto- se lanzaron al agua y desaparecieron. Rapidísimos ¿No oíste el ruido? —resultaban tan convincentes tus palabras.
—¿No serían lagartijas? —yo me resistía.
—¿Desde cuando las lagartijas tienen la boca alargada como una espátula y con muchos dientes afilados? ¿Alguna vez viste lagartijas así? ¿Con un enorme ojo amarillo en cada lado? —me increpabas como enojado—. Además, las lagartijas son verdes y éstos eran moteados: la panza blanca y el dorso oscuro y moteado hasta la cola. Una cola gruesa, no delgada como un piolín.
No supe qué decir, pero entre creer y no creer que hubiera cocodrilos al sur de la provincia de Buenos Aires –y en la quinta y en un arroyito como el Napostá-, me dio por preguntar ciertamente compungida:
—¿Vos creés que se comieron al gatito? Yo todavía no había cumplido doce, y si bien hacía rato me tratabas como adulta, mi pregunta debió poner las cosas en perspectiva, porque se te enterneció la cara y me abrazaste.
—¡Ah, no! ¡Eso no es posible! —hablabas con seguridad— ¡Son demasiado chiquitos para comerse un gato! Al menos por ahora…
Supongo que la firmeza de tus palabras debió tranquilarme, y entonces seguí interrogándote acerca de los nuevos habitantes del arroyo.
¿Los viste caminar? ¿Eran rápidos? ¿Y los ojos? ¿De dónde habrán salido? ¿Habría una madre grande dando vueltas por allí? ¿Cómo habría llegado? ¿El quintero Nicolás habrá visto algo? ¿Nunca te dijo nada? ¿Le habrá comido alguna oveja a Federico?
Algunas preguntas, a tu modo, las respondiste mientras guardábamos las herramientas y cerrábamos la casa; otras, durante el viaje de regreso. Porque cuando el sol ya se había puesto y con la última luz nos subíamos al jeep, vimos a la gata trepar al olmo hasta la bifurcación del tronco y llamar al gatito. Él respondió desde una de las ramas más altas, donde aún llegaba el reflejo rojizo del atardecer, y comenzó a descender.


Tomado del blog Ni vara ni cuchillo

El lamento del perezoso – Paloma Hidalgo


—¿Sabe alguien dónde está el señor Savage? —El pobre y lento Quintín preguntaba desconsolado a los que esperaban en una interminable fila en la entrada de la librería, todos negaban con la cabeza. Nadie sabía su paradero exacto; los rumores lo situaban en el interior de la ahora oscura sala; así que pacientes unos e inquietos otros, habían ido tomando posesión del lugar que les correspondía según el riguroso orden de llegada que Bonifacio, el toro, controlaba con esmero. Lawrence, el cocodrilo, ocupaba la primera posición; a su lado Magali, la orangutana y Fabián el jabalí charlaban amistosamente. Al cabo de un buen rato, se abrió la puerta. Firmin, la rata, la franqueaba sonriendo bolígrafo en ristre como siempre desde que Sam —como él le llamaba— le hiciera popular. Después de firmar dos autógrafos a dos jovencitas musarañas alegres y vivarachas, alzó las manos para pedir silencio. Inmediatamente cesaron los murmullos, expectantes escucharon las noticias que Firmin portaba: —El señor Savage ha decidido que su próxima obra se titulará “El lamento de un perezoso”. —Sin escuchar nada más Quintín saboreó su momento de gloria: un perezoso como yo. Aunque Andrew, un vulgar humano llegaría, como siempre, antes que él al casting.

Remedio - Andrea González


El murciélago se posa como una virulenta y enorme mariposa encima del féretro abierto. Se queda reposando un momento, relamiéndose las alas y los bigotes. Cae súbitamente. El murciélago cae como muerto encima del féretro. Un momento después una densa nube de humo lo cubre y al disiparse se vislumbra la figura de un hombre pálido y delgado. Sus patillas negras enmarcan el afilado perfil transilvaniano. Sus ojos se abren, pero sus pupilas no existen. Sólo existe la blancura viscosa del sueño. Por sus afilados colmillos todavía resbala alguna gota de sangre. Sus brazos cruzados sobre el pecho protegen el corazón congelado de las tinieblas que rodean el sepulcro. El vampiro emite un gruñido de dolor. Inhala y por sus poros se introduce el abismo de la soledad. Un estremecimiento recorre su espalda adolorida. Tiene los brazos entumecidos e hinchados. La garganta se le seca cada vez más. Ahora sí, ya no queda ni rastro de la merienda roja que le refrescó el alma. El vampiro exhala malestar y achaques. Se levanta cansado de su féretro. Camina con la pesadez de mil siglos. Llega a la cocina del castillo, se sirve una taza de buen café caliente y sale a trabajar, despierto y mejorado, a la fábrica de chocolates envinados.

viernes, 28 de octubre de 2011

La invisibilidad es cosa seria – Héctor Ranea


Oswald Waldos y su equipo trabajaron por dos décadas en la concreción de un concepto nanotecnológico orientado a la invisibilidad. Lograron esta propiedad en objetos pequeños pero no en personas, ni siquiera en personas pequeñas, como comprobara Oliver Verlio, co-responsable del área de promoción del grupo de Waldos. Pero eso no obstó para que Elenya Nyelea, del área de desarrollo, diera rienda suelta a su imaginación y promoviera la invisibilidad en objetos aptos para los chascos. Así proliferaron las cáscaras de banana invisibles (que provocaban caídas inesperadas a los transeúntes), los vibradores invisibles (que convertían el sencillo acto de sentarse en una aventura quizás erótica) y, peor que todo pero no el último producto de la feraz imaginación de Elenya, materia fecal perruna invisible. Era hasta cómico ver los viandantes quejarse de los olores emanados por cosas inexistentes, pegados a objetos sencillos como el taco de la dama o una valija de un visitador médico y hasta en cierto modo resultaba triste cuando se los encerraban en los loqueros por sus expresiones, aún cuando nadie negara el olor, el cual se atribuía a la mismísima víctima. Cerraron todo el proyecto cuando uno de los damnificados resultó ser el Jefe de la compañía, que no fue advertido de la broma de Elenya. Waldos prometió hacer invisible ciertas partes de su ex—ayudante porque —decía— se había hecho repelús, pero no invisible. Eso dice Waldos…

Acerca del autor

sábado, 22 de octubre de 2011

La palabra adecuada - Sergio Gaut vel Hartman & Javier López


—¿Escribimos una nueva minificción, don Eufemiano?
—¡Ya estaba tardando usted mucho, escritor! Adelante, escriba, escriba, que yo protagonizo.
—Realmente no le iba a hacer protagonista de esta. Aunque, por supuesto, le iba a dar un papel importante.
—¡De eso, nada! Yo no me presto más que para prota, que para segundones, ahí los tiene a todos esos... genuflexos, que soportan cualquier disparate que a usted se le ocurra. —Eufemiano señaló hacia la estantería de los personajes secundarios.
—Vamos a ver: usted sabe que estoy contento con su rendimiento, que es un buen personaje, capaz de adaptarse a multitud de papeles y de situaciones. Sin embargo, ya no puedo más con sus tabúes. Estoy cansado de que cambie mis diálogos y busque eufemismos para cada palabra que no le gusta. Como, por ejemplo, cuando en la última micro le hice pisar una mierda de perro y usted me la cambió por una “caquita de can”.
—Es que ya sabe: soy de buena familia. Me educaron así, hay cosas que van contra mis principios y nunca las aceptaré.
—¡Pero don Eufemiano, espabile! ¿Recuerda que le di la oportunidad de conocer a ese bellezón jamaicano en una playa paradisíaca? Cuando se publicó el libro, ¿qué ocurrió? En la escena en la que usted se la follaba, apareció impreso que “llegaron al coito”. ¡Pero por Dios! ¿No le suena feo eso? ¡La palabra coito parece referirse a algo doloroso, nada placentero!
—No se trata de que suene lindo o feo. Follar es un verbo grosero, de guarros, de gamberros; una obscenidad, qué quiere que le diga; solo los sinvergüenzas hablan así, las mujeres de la vida, los matones, mafiosos y cafishios.
—¿Cafishios? ¿De dónde sacó esa palabra, don Eufemiano?
—De Buenos Aires. Estuve allí en el 78, cuando se jugó el Mundial de Balompié.
—Mire usted, balompié. ¿Y qué significa cafishio? Me parece que puedo sacarla por contexto, pero para estar seguro...
—Cafishio es proxeneta, chulo, el que vive de las minas.
—¿De la explotación minera? No entiendo...
—Las minas son mujeres, en el Río de la Plata.
—Esta vez sin eufemismos, entonces.
—Palabra con todas las letras.
—O sea que no es un eufemismo —traté de asegurarme.
—¡En absoluto!
—Vayamos por allí, entonces, si eso le hace sentir cómodo.
—¿Por dónde?
—Por Buenos Aires. Escribiré un cuento ambientado en ese lugar.
—Usted nunca estuvo en esa ciudad —protestó Eufemiano.
—Eso lo hace gracioso. Usted me ayudará con sus eufemismos. ¿Le parece?
—¿Y dónde empieza? —Eufemiano comenzaba a entusiasmarse.
—En el quilombo, ¿no?
—En una casa de citas, o de tolerancia, querrá decir.
—En el prostíbulo...
—¡Qué asco! Promiscuidad, impureza, extralimitaciones...
—¡Hombre, que no es para tanto! Pero avancemos. Hay unas putas...
—¡Alto! ¿Cómo que putas? Querrá decir señoritas de dudosa reputación.
—Eso. Reputas.
—¡Escritor! Así no puedo trabajar. Me desconcentra usted con sus salidas de tiesto. ¿De verdad pretende que por este camino podamos llegar a algo, a representar una ficción digna?
—¡Déjese de dignidad, Eufemiano! ¡Que no estamos para eso! Yo trataba de hacer algo divertido, irreverente, un after hour ficcional. Pero cuando veo cómo se le agria la expresión cada vez que pronuncio algo que no le gusta, me quita las ganas.
—Si me permite, voy a ausentarme un instante. Necesito miccionar porque ya he bebido alguna cerveza de más esta mañana.
—¿Miccionar? ¡Lo que necesitamos es ficcionar! Si lo que quiere es mear, ya sabe dónde está el baño… Vaya y mee.
Y se fue a mear, aunque pareció como si Eufemiano no hubiera encontrado el camino, porque quince minutos después seguía sin regresar. Preocupado, lo busqué por toda la casa, ya que la puerta del baño permanecía abierta y mi personaje no estaba en el sagrado recinto. Ni en la cocina, ni en el dormitorio, ni en la salita de lectura.
Un tiempo después un amigo argentino me hizo llegar un libro traducido del francés: Les bordels de Buenos Aires, firmado por un advenedizo escritor parisino. Y mi sorpresa, a medida que fui leyendo el libro, se convirtió en indignación. Don Eufemiano se había convertido en Monsieur Eufemiénne, un proxeneta mafioso de origen corso que regentaba varios quilombos en Buenos Aires. Pero había una sustancial diferencia con respecto a mi idea: el francés, amanerado y barroco, siempre pone la palabra adecuada en boca del que fuera mi personaje, para que no se sienta incómodo. Cuando termino la lectura me siento hundido, desmoralizado, traicionado. Lo único que se me ocurre es mirar hacia la estantería de los genuflexos, a ver si alguno de ellos accede a participar y se convierte en un personaje útil para mi proyecto de after hour ficcional…

Sobre los autores: Sergio Gaut vel Hartman, Javier López

jueves, 20 de octubre de 2011

Feria – Sebastián Chilano


La feria no es tal cosa, es un mercado de pulgas. Yo vivo enfrente. Por eso puedo decir que a la feria no le va bien. En La Capital tendría mucho más éxito. Eso dicen los puesteros. Por el turismo extranjero. A los extranjeros les encanta comprar cualquier cosa. Acá no tiene tanto éxito, y eso que esta ciudad en verano se llena de turistas. Por la playa. Pero ahora no es verano. Es primavera, y hace frío. Yo debo ser un poco extranjero, porque me encantan las antigüedades. Sobre todo me gustan los sifones de soda. Para el que no sabe, la soda era agua con burbujas, y sifón se llamaba a los envases que contenían esa agua, sin dejar escapar las burbujas. La feria abre los fines de semana solamente. Siempre y cuando no llueva. Si llueve no puede abrir. Porque los puestos están en la plaza, al aire libre. Y si llueve se mojan las cosas. A veces abren igual los días de tormenta. Es que los puesteros viven de esas ventas de fin de semana. Una vez, que se largó a llover, corrí para ayudarle al librero. Lo ayudé a guardar sus libros en las maletas que los carga. Cuando terminamos me pagó con monedas. Desde entonces, a él y a dos señoras muy viejas, les ayudó a guardar y cargar sus cosas. Todos me pagan con monedas. Y aunque a veces no me pagan, no importa. Yo no vivo de esas monedas, como ellos. Yo las junto para comprarme un sifón que me gusta mucho. Se necesita 70 monedas para comprar ese sifón. Y con las 6 de hoy por fin llegué. Fui al puesto a comprarlo. Pero el hombre que atiende, que nunca me deja que lo ayude, me dijo que el precio del sifón aumentó. Ahora necesito 90 monedas. Voy a tener que seguir ayudando a esta gente para poder juntar todas esas monedas.

Sebastián

Tarea olvidada - Alex Jamieson


Salgo muy dormida de casa. Muy dormida. Tan dormida que tengo ojos rasgados y apenas entiendo qué estoy haciendo. Pasan tres, sí, tres 132 pletóricos de pasajeros, a los que ni siquiera hago seña porque sé que no paran. Llega el cuasi-lleno y para. Subo escuchando la radio —para tratar de darme cuenta de que ya estoy en el mundo de los mortales y no más en el onírico— y paso cómodamente hacia el único asiento vacío. Paso y me siento, sorprendidísima en el fondo de mi único nervio despierto, porque es la primera vez que me pasa esto desde que tomo el colectivo a esa hora. El chofer comienza a dar voces de algo que no escucho y menos comprendo. Supongo que está gritándole al pasaje que tenga la delicadeza de ofrecerle un asiento a la "embarazada" que acaba de subir (yo), cosa que me sucede mañana de por medio, según la ropa que elija usar y que, acorde al humor que tenga, ignoro o explico que sólo estoy gorda. Pero no. El señor -no The Lord, sino un señor común- sentado a mi derecha me codea y dice: "A vos te habla". Por su tono, falta que termine la frase dirigiéndome algún epíteto descalificativo. Con mi clásica velocidad matinal de reacción, me desprendo uno de los auriculares y hago un enorme esfuerzo —sin levantarme— por entender qué diantres vocifera el chofer. Entre tinieblas cerebrales intuyo que dice algo así como "¿boleto, pase...?". En ese instante el cosmos tuvo sentido. Más bien, la moneda de un peso en mi mano tuvo sentido. Y mi piloto automático interior cumplió con su tarea olvidada: me hizo dirigirme hacia la máquina expendedora de boletos para obtener uno, al tiempo que con una conmovedora e imponente cicatriz de lucha de almohada en mi cachete derecho, le dije al chofer: "Perdón, estoy muy dormida". Todavía con un poco de telas de araña y musgo entre mis neuronas, noté que el caballero hizo un chiste. Nunca sabré qué dijo, pero reí y volví a mi asiento con el boleto en la mano.

Alexandra Jamieson Barreiro

Ciudad de fantasmas - Daniel Antokoletz


Estoy preocupado. Debo comenzar el entrenamiento de mis redes neurales y me ha llegado la orden de servicio con mi destino. He salido de la matriz hace muy poco y ya pasé el período de testeo. El cerebro central decidirá según misteriosos algoritmos escritos hace eones. Y yo, no tengo ningún tipo de libertad para tomar ninguna decisión.
Sé que mis doscientos años de vida útil, lo pasaré en el destino que se encuentra en este mensaje. En el momento que inserte el entrenador en la unidad de transferencia que se encuentra bajo mi dispositivo auditivo, las vías de mi cerebro se canalizarán y se fijarán con los conocimientos necesarios para poder realizar el trabajo.
Conecto el entrenador e, inmediatamente comienza la transmisión de información. Mi velocísimo cerebro positrónico genera las vías y rutas necesarias para almacenar el conocimiento que se viene acumulando desde el comienzo-final de los tiempos para proteger a los humanos.
No termino de desanimarme por mi destino, que quedo completamente entrenado. Mi trabajo es en la ciudad, la ciudad de los inmortales.
Mi trabajo es mantener las calles y los servicios operativos en todo un sector para esos humanos que desde hace eones no hacen uso de ellos.
En el comienzo-final, los humanos descubrieron la inmortalidad… Dejaron de lado la hermosura de la vida, de las sensaciones de sus cuerpos, para adentrarse en una vida eterna etérea, sin gustos, placeres ni dolores. Sólo el tedio. EL tedio y la inconformidad del aburrimiento, con toda la tecnología a su servicio, pero sin la posibilidad de aprovecharla.
Ahora, mi misión será mantener operativa, una buena porción de ciudad. Una ciudad en dónde esporádicamente puede ver a alguno de los humanos que pasa flotando de un lugar a otro sin poder ver ni sentir nada, sólo el aburrimiento de una existencia sin sentido. Se han convertido en fantasmas que ¿vivirán? eternamente sin poder vivir. Y mi trabajo, aunque actualmente inútil, es mantener todo funcionando en la espera de que la sempiterna estupidez humana termine. Al menos yo, aunque sea bioelectrónico, sí tengo una esperanza en mi vida y algo que hacer.

domingo, 16 de octubre de 2011

Diez - Ricardo Giorno


Los árboles secos, las piedras húmedas, la niebla ocultándole los pies. Una figura —masculina a simple vista— camina por ese aquelarre de horrenda vegetación. Había cubierto sus facciones con la capucha azul de una amplia capa. Y su andar se tornaba incierto. Como si estuviese buscando algo.
De más adelante, le llegó una fetidez que sabía de antemano de qué se trataba: un curso de agua lodosa, burbujeante. Evitó respirar hondo. Sitio impuro, en verdad.
La figura se descubrió, y la mata de sus cabellos grises ondeó con el viento. Las negras cejas se arquearon, y arrugas le cruzaron la frente. La barba blanca se perdía debajo del broche de oro de la capa. Investido de oro y azul, el anciano era consciente de que su apariencia regia contrastaba con lo siniestro del lugar.
Por fin llegó a una de las márgenes del riacho.
Extendió los brazos hacia la noche, y el viento cesó. Una pequeña muestra de mi poder, pensó sonriéndose.
Se plantó ante ese lodo negro. Alzó la voz en una salmodia. Danzaron las manos al ritmo de sus labios.
El barro burbujeó aún más en una zona justo frente al anciano. Se movía como siguiéndole el ritmo a las manos.
La voz chilló en tono monocorde produciendo una melodía hipnotizante. Del barro se elevó una columna que fue transmutando burbujas por chispazos amarillos. La columna giró y se retorció y se retorció cada vez con un chasquido diferente. Para luego aplanarse en el barro como moviéndose por leyes antinaturales.
—¡No te escondas! Ven, ven a mí —dijo el hechicero—. Aparece ya ante mi todopoderosa presencia que te conjura —y tiró del broche de oro de la capa azul.
Al abrirse la capa, una esfera que colgaba sobre su pecho fulguró en amarillo.
Del lodo, ahora emergió una mano huesuda, monstruosa. Luego, una cabeza aún más bestial. Por fin, el resto del cuerpo. Del enorme cuerpo. ¡Un golem, a todas luces!
El golem, sin hundirse, caminó sobre el barro y fue hasta el hechicero y se postró a sus pies.
—Tu llamado me ha despertado —dijo con voz pastosa—. Y aquí estoy.
—Debes hacer un trabajo para mí —la esfera amarilla brillando aún más, se hundió dentro del pecho de la bestial criatura. El anciano cerró la capa y volvió a ajustarse el broche dorado. El otro, sin contestar, permaneció postrado—. ¡Obtén el Grial de estos tiempos! ¡Tráeme la Copa del Mundo!
Entonces el golem, temblando violentamente, disminuyó de tamaño. La piel se le tornó más pálida, aunque no blanca. Se transformó en un muchachito retacón, de exuberante pelo negro y rizado. Su mirada resultaba desafiante.
—Así será —dijo, y partió hacia La Paternal.

Acerca de: Ricardo Giorno

Venganza extraordinaria – Héctor Ranea


Héctor Detroya fuera sepultado o no bajo aludes de palabras, no solía achicarse bajo ningún concepto así que, antes de salir con su corcel salteño fuera de la pila de palabras, anotó con su prov...erbial birome la secuencia con la que apabullaría, a su vez, al famoso prestidigitador peripatético y por añadidura goloso de palabras.
—Me quiere primerear con la palabra ludo cuando cualquiera sabe, escritor o no, que el mismo no es sólo un juego sino también una playa que se llama lido podríamos usarla como juego de cubiertas. Me dice ajedrez y pienso en las ciudades a damero que cubren el territorio de nuestro país así que con ajedrez me quedo con ajetreo ¿y de ahí? ¿Le duele el juego del ludo? Entonces se convence que con tetris me convence de mi ignorancia, pero tetris viene de ser pocero, cosa que en mi pago es altamente redituable, si me pesca el acertijo así que de tetris paso a tétrico que es la condición de oscuridad necesaria en todo agujero que se precie a menos que sea el famoso túnel que ven los que están al muere, si se puede decir eso de los muertos. Me río de waterpolo, sacada, al parecer de un diccionario desvencijado donde a Napoleón le dicen: —Monsieur, parece que perdimos al waterpolo y él cree que perdieron en Waterloo. Incoherencias de las historias. ¿Y qué con truco? Obvio, señor mío: quiero retruco y no siga que blando ancho de espada y de basto. En cuanto al pase inglés, le diría clave española para que tenga y reparta. Ésa no se la esperaba, claro. Más vale que en el juego de la oca no se me trague un sapo y ni qué decir del backgammon, juego de sapos de utilería que saltan al ritmo de los dados como corresponde a los sapos así que le respondo silencio: sapos saltando. En cuanto a poker a la semántica me remito y más no digo para no avivar giles que en el poker, habrá usted de saber, no hay nada peor que hablar antes de jugar la mano. Eso sin contar que también le respondo, pero en privado, por las otras ciento y pico que me tira. No se desafía a un salteño a jugar con las palabras y se sale indemne, escritor o cruzado de Brancaleone.

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Maternidad de madera y marfil – Sergio Gaut vel Hartman


La noticia recorrió el tablero a la velocidad del rumor. ¡La Dama Blanca está embarazada! Era la primera vez que ocurría algo como eso, por lo que las huestes leales cerraron filas, dispuestas a formar un vallado de protección que asegurara la tranquilidad y lozanía de la gestante. Aquí debe señalarse (no sabemos si con animosidad o inocencia) que esas medidas coincidieron con un ataque demencial del bando negro. A la inevitable inmovilidad de la dama blanca se opuso la vertiginosa actividad de su simétrica rival, lo que derivó en una serie de acciones suicidas que dejaron un luctuoso saldo de piezas fuera de juego. Pero transcurridas las prescriptas nueve jugadas, y sin que ningún arresto del sector negro lograra torcer el rumbo de los acontecimientos, la Dama Blanca dio a luz.
El Rey blanco corrió a la sala de partos, ubicada en la remota casilla Hacheuno y se preparó emocionado para recibir a su heredero. Pero la ilusión no tardó en dejar su sitio al desencanto y la felicidad a la furia: el recién nacido era un monstruoso peón gris que lucía una corona en su voluminosa y deforme cabeza.

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viernes, 14 de octubre de 2011

El destino de un B38 - Mara Gena


Sacarse sangre es un verdadero acto surrealista. Verá usted, a veces es necesario bajar doce o quince escalones hacia el fondo de la tierra mientras se lucha a codo limpio con aquellos que desean llegar primero a que les puncen una vena.
Una vez abajo, encantadores y eléctricos azules nos esperan. Pantallas de párpado abierto en las que uno se desquita metiéndoles un dedo. Y ellas nos escupen con un papel. B38. Por veinte o treinta minutos seré: B38. Miro a mi alrededor con obvias sospechas. ¿Qué significado puede tener esto? ¿Por qué el Universo intenta implicarme con esta designación súbita? Los pensamientos me agitan. La música funcional trata de calmarnos. Pretende nuestro olvido. Avanza sobre nosotros como si lamiera la ansiedad que despierta la escena. Al frente hay formaciones de asientos y asientos y asientos. Hay maridos perdidos y recuperados. Hay calvos estupefactos. Hay señoras con sombreros incomprensiblemente preparados para un ardiente mediodía de sol.
Y están también los cubículos. Alineados cubículos de color blanco. Como si el blanco pudiera quitarles algo de perturbador.
Pantallas, números, cubículos. Bisbiseo entre las hileras de asientos. Somos esa gente que espera sentada. Y lo más extraño es que nadie entra en crisis. Nadie llora. Nadie. A lo sumo un hombre con su camisa roja despelleja con delicadeza el barniz de una revista. Y la espera se alimenta. Come nuestros tamborileos de calzado, nuestros resoplidos y en el fondo esas voces que confirman nuestros datos. Edad, DNI, teléfono y más que nada la firma. Aquí el pedido de la firma es algo receloso. Es la prueba de nuestra connivencia. Parece que recién cuando hemos firmado conseguimos el verdadero derecho de estar en este lugar.
TITU, TITU.
El sonido es inocente parece el guiño de un pájaro con un solo ojo que de pronto sabe poner un huevo. Pero en realidad son una hilera muy larga de pájaros con un solo ojo que al unísono guiñan y ponen un huevo.
TITU, TITU.
Entonces una puerta se abre y alguien entra apurado.
Desde cierto ángulo se puede ver al habitante del cubículo. Alguien que insiste en distraernos con su delantal blanco de la aguja que lleva en su mano izquierda. Así cada uno de los cubículos se va llenando con una persona que extiende su brazo y otra que mientras succiona una cantidad premeditada de sangre pregunta por el clima. Y todos entran pacíficamente.
TITU, TITU.
Es mi turno. Una mujer de blanco me hace pasar a un cubículo blanco.
–Arremánguese y cierre el puño por favor –me dice y se da vuelta sin temer ataque o mordida. Gira pequeños rebaños de tubitos transparentes y nuevamente me encara.
–Le va a apretar un poco el torniquete pero el pinchazo va ver que ni lo siente.
Debo reconocer que tiene razón. El torniquete hace su trabajo de maravilla. Aprieta fuerte mis sensaciones junto a mis pensamientos y ya no distingo unos de los otros. Ya no recuerdo que el pico de una aguja ha penetrado mi torrente sanguíneo y lo está siendo succionado hacia un esterilizado mundo exterior.
Lo comprendo de pronto. Es algo que en el sentido convencional no tiene lógica. No recauda palabras y no posee etiquetas. Es un espacio que se abre como un destello.
Éste es el destino de un B38.

Twister - Daniel Frini


Mil años hace que la cruz de ocho brazos y el águila bicéfala decoran el arquitrabe de la Puerta Xylokerkos; y en este día, el segundo antes de los idus de abril del año santo de mil doscientos cuatro, vigilan a las tropas de Enrico Dándolo, Dux de Venecia, que están estacionadas sobre la llanura que rodea la via Egnatia y se relamen imaginando el inminente saqueo de la Ciudad que es Morada de Todo lo Bueno, Ojo de Todos los Pueblos, Guardiana de las Iglesias, Líder de la Fe, Guía de la Ortodoxia, Querida en las Oraciones y Maravilla ajena a este Mundo.
La Cuarta Cruzada está a las puertas de Constantinopla.

Dentro de las murallas, en el nártex de la iglesia del Venerable Monasterio de Andreοu en te Krisei, y a tan corta distancia de los invasores que la hediondez de las hordas latinas apesta el aire; están Zaoutzes Petraliphas, presvýteros y parakoimomenos del Emperador y Vatatzes Isaakios, archiepískopos y koubikoularios de Su Santidad; ambos rojos de ira, disputando un capítulo más de la larguísima batalla dialéctica, sin poder ni querer dar respuesta a un dilema mayúsculo.
¿Cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler?

Arriba, los integrantes de la Corte Celestial, obligados por el famoso texto de Mateo, se ligan o desligan según los designios de los dos Hombres Santos que, allá abajo, intercambian improperios que duelen más que puñaladas.
—¡Tal vez fueran necesarios tantos ángeles como granos de arena hay en las playas de todos los mares, mi estimado hermano, hijo de una gran perra! —dice Zaoutzes y cien mil millones de ángeles —que es una manera de decir innumerables— se apiñan, sudorosos, en la bruñida superficie metálica.
—¡La cantidad de estrellas que Nuestro Dios puso en el cielo es mil veces menor que el número posible, dilecto amigo, hijo de un burro y una rata! —y un millón de millones de ángeles —que es una manera de decir incontables— se contorsionan, adoloridos.

—Ya me cansé de tantos calambres ―dice, en un hilo de voz, Gabriel Arcángel, Mensajero de Dios, Guardián del Edén, Señor de la Misericordia, la Muerte y la Venganza—. Esto no da para más. Como puede, saca su mano derecha de entre un impresionante manojo de cuerpos descalabrados, agita su dedo índice y le ordena a Balduino de Flandes, comandante de los cruzados:
—¡Ataquen!

Abajo, las hordas de occidente se lanzan contra las murallas y las superan.
Constantinopla cae.
Una hora después, Zaoutzes y Vatatzes mueren atravesados por sendas espadas, sin haberse percatado de nada. La discusión termina.

Arriba, un suspiro de alivio recorre la multitud de la Corte Celestial. De a poco, el Gran Nudo se desarma y cada uno de los ángeles ―golpeados, amoratados, rotas las alas— dejan la cabeza del alfiler y se dirigen, estirándose, a cumplir con sus tareas.
—¡Uf!
—Ya era hora…
—Otro siglo así, y me quedo sin espalda.
—¡Ay!
Uno estira los brazos, otro se sacude.
En la superficie brillante, quedan algunas manchas de sangre y muchas plumas de todos colores. Justo en el centro, unos quinientos o mil ángeles ―que también es una manera de decir infinito— permanecen envueltos en un revoltijo.
Tardarán una eternidad en desanudarse.

Acerca de: Daniel Frini

El túnel - Jesús Ademir Morales Rojas


Sofía y Salvador habían estado discutiendo. La travesía en automóvil había sido larga y extenuante. Este viaje lo habían planeado desde hace mucho tiempo: el destino turístico elegido era el del momento, el más popular. Sin embargo, el trayecto a través de desiertos y parajes desolados al final los alteró y los hizo reñir. Desde hace un par de horas no se habían dirigido la palabra y resentidos, solo se miraban de soslayo, en momentos.
De pronto, en el camino apareció, debajo de un gran cerro, un oscuro túnel. Ingresaron en él. Muy a lo lejos, en medio de las tinieblas, se percibía una pequeña luz: era la salida.
Fue en ese instante en que a su lado escuchó aquella voz susurrante. Era un soplo asexuado y apresurado que le estremeció al sentirla en el oído:
“Cuando dormías me levante y me quede frente a ti, de pie, durante horas, en el silencio. Luego, en cuanto escuche el llamado de la noche, baje las escaleras a cuatro patas, lamiendo el piso y aullando la letanía secreta. Salí de la casa y dancé entre la lluvia mientras me arañaba el rostro y el pecho… sangre, lodo, lágrimas… era delicioso”
Con asombro, asco y temor, miró hacia esa sombra que le hablaba. Al frente, en el camino, la luz crecía, pero a un ritmo lento y desesperante.
El susurro, atropellado, jubiloso, irónico, prosiguió:
“El llanto del dios blanco me sacó de aquel éxtasis. Corrí frenéticamente y subí las escaleras, dejando un rastro de la espuma y la mucosidad que me corrían por la boca y la barbilla. Seguías en el lecho, tu sueño era profundo: el dios lloró desde allí, me llamó. Abrí tu boca y me asome con ansiedad: entre la húmeda negrura percibí al dios blanco, se retorcía, estaba hambriento. Sus ciegas antenas golpeaban en tu traquea y su largo cuerpo, se anudaba en tu garganta con ansiedad. Me llamaba.”
La luz, el automóvil, su marcha parecía falaz. La angustia y la repugnancia colmaban su ser.
Aquella voz neutra, casi infantil, ahora estremecida, continuó: “Al percibir mi demora, el dios blanco, dolido, se hundió en tus entrañas. El temor de perderlo me hizo decidirme: con una mano me sujete la lengua y entre alaridos tire de ella hasta arrancármela. El chorro de sangre que broto de esa herida me bañó el rostro, el dolor casi me hizo perder la conciencia… pero era delicioso. Sin pensarlo más quise darle la ofrenda al dios blanco: metí mi mano con su preciosa carga en tu boca y empuje con todas mis fuerzas.”
“Cuando sentí que el dios blanco, agradecido, aceptaba el sacrificio y comenzaba a alimentarse de él, tú despertaste…percibí tu sorpresa, tu temor, tu furia…mordiste mi brazo una y otra vez y enceguecido de dolor, supe por fin que el dios, agradecido, había correspondido a mi ofrenda. Entre sangre, bramidos, carcajadas y llanto canté la letanía secreta hasta que el alba nos sorprendió con su luz….”
Lo deslumbró un gran resplandor: habían salido del túnel. Estaba a punto de gritar de espanto. El camino seguía serpenteando hasta el horizonte y el automóvil avanzaba libre en esa despejada ruta. Uno de ellos encendió el radio apresuradamente. La melodía de moda sonó entre el rumor del motor y el aire del desierto. Por fin se miraron, con miedo, como si temieran no reconocerse, luego Sofía y Salvador intercambiaron sonrisas nerviosas.
Sin mirar atrás, ambos supieron que el túnel ominoso y oscuro, como un ojo ciego, les miraba partir, abierto rotundamente, como el bramido de un oráculo extático.

Un aula como cualquiera otra - Ricardo Giorno


Conecten percepciones.
Hoy estudiaremos a un ser que se autodenomina evolucionado. Existe sobre la superficie del planeta AMM33RGG, y que su especie lo nombra como “Tierra”.
Si manejan su entendimiento al cuadrante AXZ-007 podrán apreciar al espécimen: su avanzar, los órganos vislumbradores, las extremidades superiores.
Fijen el monitoreo del efluvio al costado de la holo: perciban los patrones de las terminaciones nerviosas. No les digo más, saquen sus propias conclusiones.
Concreten cómo a pesar de la imperfecta alineación de la punta de las extremidades inferiores con respecto a las salientes de los edificios le permite desplazarse… ¿Cómo dice? No, segmento R-32, el bípedo terráqueo no tiene extremidades rematadas en gel deslizante. Ya deberían saber que el hombre posee “pies”.
En este preciso momento, nuestro estudiado adquiere presencia en un trasbordador multipersonal. A pesar de que otros seres de su especie lo rodean, el efluvio permanece constante. ¿Qué significa esto último?… Alguien que conteste… no segmento E-32, no me refería a esa clase de efluvios. Me refería al ritmo de su corteza cerebral. Muy bien, segmento G69, esa especie tiene sólo un cerebro. Cerebro cuyo funcionamiento continuamente tratan de disfrazar mediante… A ver, a ver, quién se anima. No, segmento R-32, el bípedo terrestre no es multiforme. ¡Muy bien nuevamente segmento G69: mediante lo que ellos llaman “emociones”! Ya sabemos que no sabemos lo que significa “emociones”, por eso estudiamos esta especie, no deben preocuparse por ahora.
Sigamos. Estimen cómo prospera a pesar de la desigual geometría de la superficie planetaria. Y lo hace con un solo cerebro… ¿Cómo? No, segmento R-32, el cerebro no está ubicado donde usted dice. Sí, sí, ya sé que eso abulta, pero no es el cerebro. Está atrasado segmento R-32. No, no me importan las actividades volcánicas, debe tener la tarea al día.
Volviendo al bípedo unicerebral, consideren la siguiente acción: Nuestro estudiado se detiene junto a un aparejo metálico, sus efluvios habían entrado en el área sincrética aproximadamente en tres cuartos de presec. Entonces un congénere le alcanza algo (ayuda: se trata de alimento). Preguntas: ¿Cómo disfraza efluvios para que parezcan perteneciente al área andránica? ¿Si en la ocasión se produce un intercambio: qué significado tiene dicho intercambio? No, segmento R-32, no intercambian ningún tipo de líquidos.
Bien, ya tienen tarea para la próxima clase. Pueden desconectar percepciones.

miércoles, 12 de octubre de 2011

El resto de la historia – Sergio Gaut vel Hartman


Muerto de sueño, el vampiro se metió en el ataúd equivocado cuando aún no habían dado las dos y despertó al dinosaurio, que debía salir a escena a las siete, cuando sonara el despertador de Monterroso.
—No hay derecho —refunfuñó la bestia, pero no adoptó ningún temperamento agresivo porque sabía que con el conde no se juega. Se levantó, paseó por dos o tres sueños sin relevancia literaria y terminó en la pesadilla de Chuang Tzu, esa en la que el chino se creía mariposa y viceversa.
—Me moriré de frío si no consigo zapatos —dijo uno de los dos, Chuang Tzu o la mariposa, no recuerdo—; el piso del tanatorio está helado.
El dinosaurio leyó tres veces el cuento de Hemingway y consiguió otros tantos pares de zapatos casi sin uso que habían pertenecido a un bebé que salía en la microficción del escritor norteamericano. Se los dio a la mariposa pensando que a Chuang Tzu no les iban a entrar. Pero su problema seguía sin resolverse: ¿qué haría con las cuatro horas y pico que quedaban por delante? Caminó por los pasillos fumando puros y porros, hojeó antiguas revistas deportivas, aplastó cucarachas y persiguió ratas sin propósito asesino alguno. Así consumió una hora y media; todavía faltan tres, reflexionó. Y todo el mundo sabe lo pesado que puede ponerse un dinosaurio desvelado. Volvió a caminar por los pasillos sin rumbo definido, tratando de matar el tiempo, pero el tiempo es duro de matar, como brusgüilis, por lo que decidió no volver a intentarlo. Cantó canciones de Pablo Milanés y Luis Eduardo Aute, leyó un libro del escritor mexicano Federico Schaffler (el dinosaurio había hecho un curso de lectura veloz en las Academias Berlitz) y recordó con nostalgia El mundo perdido, una antigua película de Harry O. Hoyt basada en la novela de Sir Arthur Conan Doyle, con Wallace Beery en el papel del profesor Challenger. Nada. El reloj no tiene apuro. Por fin, a eso de las cinco y media, vio luz en una habitación del ala norte. Irguió el cuello y pudo divisar, sobre una cama, a un tipo durmiendo. ¿Durmiendo con la luz encendida? ¡Claro! Si la luz hubiera estado apagada el dinosaurio no habría visto nada. ¿Y que vio el dinosaurio? Vio que el tipo se iba transformando en un monstruoso insecto.
—Olalá —dijo el dinosaurio. Y dijo “olalá” y no “oioioi” porque hasta donde yo sé ninguno de esa especie se convirtió al judaísmo—. Esto se lo tengo que contar a Kafka. —Sacó el celular del bolsillo y marcó los quince números de la casa del escritor checo—. Tenés que escribir sobre un tipo que se está convirtiendo en escarabajo.
—No me interesa —dijo Kafka.
—Se lo paso a Calvino; después no te quejes.
—Es irrelevante. Aunque lo escribiera, ya le di órdenes a Max para que queme todos mis papeles cuando me muera.
—¿Puedo interpretar esto? —dijo un anciano de barba y cabellos canos incorporándose en el diván que lo cobijaba.
—¿Quién es usted? —interrogó el dinosaurio—. ¿Yehudi Menuhin, Jascha Heifetz, Mischa Elman, Itzhak Perlman?
—No. Soy... otro. Pero el que responde con preguntas, ¿no debería ser yo?
El dinosaurio miró su reloj y comprobó que solo faltaban siete minutos para que Monterroso se despertara. Corrió y corrió hasta que sus cortas piernas dijeron basta. Pero fue suficiente: el escritor centroamericano se desperezó y sonrió complacido porque el dinosaurio todavía estaba allí.

Sergio Gaut vel Hartman