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miércoles, 21 de agosto de 2013

Las formas del olvido - Diana Sánchez



“Hay un pájaro que vuela en busca de su jaula”
Franz Kafka


No poseo memoria ninguna de aquel amor. Es mejor así; dejar de lado el sufrimiento. Basta ya de sufrir. Se sufre al nacer, al crecer, al amar. Se sufre si se tiene un amor. Se sufre si se pierde ese amor; el amor.
Sin embargo, en ocasiones recuerdo ese amor olvidado. Y quisiera darle forma. Pensé en el mar en una tarde quieta. No resultó; ese amor fue turbulento entonces, se me ocurrió una ola encrespada estallando en la orilla con su rugido de plata. Pensé en el río, manso en la superficie, misterioso en lo profundo. Me acosté indecisa. Abrí los ojos en medio de la noche. Pensé en darle forma de estrella. Ese amor fue como una estrella: me iluminó, me guió. Mirar las estrellas me conforta. Ese amor me confortó. Un rayo de sol se filtró por la ventana entreabierta y me encontró aún despierta. Salí al jardín. La primavera palpitaba en cada pétalo. Las flores, desnudas como el viento, parecían ofrecerse al amor. Me recibieron las azucenas, sencillas, delicadas; las violetas, tímidas como siempre. Acaricié un lirio, aspiré el perfume inquietante de la rosa. Recogí un crisantemo que yacía solitario al pie de la maceta, y lo acomodé en un florero. Dejé de recordar ese amor olvidado. El crisantemo está radiante. Todas las noches le cambio el agua.

Acerca de la autora:  Diana Sánchez

jueves, 11 de julio de 2013

Ausencias - Diana Sánchez


          ´´Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor. Felices los felices´´
                Jorge Luis Borges

Salgo a la calle y el mundo se esconde. Entonces vuelvo,  me siento frente al espejo. Y dejo la máscara sobre la mesa.
Me acuesto y en el no-sueño dibujo los rostros que deseo y la vida me niega. Día por día. Con sue tu dina riamente. Las horas caen como las hojas de los árboles en invierno. Es duro y áspero el invierno, tiene la fuerza de dios.
Entro al templo frío de olores cenicientos, aún estancados en mi garganta. Entro al templo, todo es violeta y gris. Gris y violeta. Palpito que las manos del sacerdote son heladas. Heladas y cenicientas, gris y violeta. También sus labios. Los ojos y las pieles de aquellos sacerdotes. Las cabezas sin pelo y los cuellos gélidos de los sacerdotes de cuando yo era niña.
Es duro vivir sin encuentros. Los rostros amados ya no salen a la calle. No a la calle por la que yo camino. Ni a la ruta, ni a las vías. Las orillas. No salen a la ribera, ni a los esteros. No están en los tajamares. Tampoco en la cuenca dejaron huella. Ni siquiera en las lagunas. Ni en los charcos.
Vuelvo a casa. Dejo la máscara sobre la mesa.
La canilla rota provoca un hilo de agua que atraviesa la puerta. Descalza, sigo el hilo de agua y empiezo a vislumbrar los rostros amados.
Cae la máscara de la mesa.


Acerca de la autora:  Diana Sánchez

viernes, 7 de junio de 2013

Fiebre de sábado a la vermú y noche - Diana Sánchez


(Historias de amor y muerte o cuatro historias con el mismo fragor)

Homenaje a Roberto Arlt

-1-

La Malú llego desjarretada como una res al “Círculo La Margarita”: La revé erizada. Trasijada, como una prostituta. Se sentó, atisbó el salón, y peló un faso. El visitante se le acercó enseguida, y enviserándose la frente con los dedos, la cabeceó. Salieron a la pista. El quía, esguizándole el rostro, la engarfió con fuerza acercándole el trasero al capote con que se calafateaba. Cuando la pollera se le atorbellinó entre las pantorrillas, el Torvo Farías hizo parar la música. El humo hacía difícil verse las caras. Las comadres, chismorreando, se sololiqueaban en un esbozo de carcajada. La Malú se hizo a un costado, el Torvo Farías, de entrada, le engarfió el facón al quía. Al visitante le costó desprenderse del triple correaje, pero, empestillando la espalda, sacó el puñal. Tarde, el Torvo lo había afaenado.
La noche fría, enfoscada de estrellas, se derramaba silenciosa sobre el “Círulo La Margarita”.

-2-

Me batieron que el mafioso se apresentaría en la milonga del “Círculo La Margarita”. El turro sabía cafishear a las pelanduscas de cualquier cabaré. Por orden de la Malu, el malandrinaje lo esperaba en la esquina. No había gomazo en el Departamento que se perdiera la aspaventosa. El rufián llegó discreto a la giranta y cauteloso, se acercó a la Malú. Salieron a la pista. Después de apretarla fiero contra el pecho, el turro le pidió que cantara cuáles eran las cocotes que le habían rajado de la ladronera. Ella le dijo que se dejara de joder, que no hacía más la vida desde que conoció a Paco Mocho, quien la mantenía como una mishé. Como el quía no aflojaba, ella se le zafó, gritándole “¡canaya”, hijo de puta”! y lo dejó solo en la pista a su suerte de paica. El malandrinaje pidió que se parara la música. El humo hacía difícil verse las caras. “¡Ramera, fioca, yegua, rea”! le gritó el mafioso cuando vio que la merza se le venía encima. “La vita e denaro, strunso”, se le oyó decir al malandrinaje antes de que el mafioso cayera desplomado. Un ojo burlón le quedó abierto en su rostro romboidal.
La noche estaba enfoscada de estrellas cuando se apagó la última luz en el “Círcula La Margarita”.

-3-

“Ye mén fiché” dijo la Malú mientras las solapas del de macferlán le rozaban las poilus de las trincheras. La yazzbán tocaba el claxón al máximo. “Un espress, silvuplé”, gritó el policeman acodándose en el mostrador. “Penzar que este puerco sabe de cálculo infinitesimal”, se decían entre sí admirados, los superdreadnaught. “Mon dié, vá tan fer enculer” girió indignada la Malú.
“¡Que paren la miusíc”!, pidió el policeman. Silencio total. “Se benden buebos y gayinas de raza” se oyó desde afuera del salón. El humo hacía difícil verse las caras. El policeman terminó de afaenar al de macferlán en cuyo rostro romboidal quedó abierto un ojo burlón.
El muerto quedó solo y perpendicular en la superficie de un infierno redondo, mientras iba amaneciendo a través de la ventanuca del “Círculo La Margarita”

-4-

En el “Círculo La Margarita” el lacayo albercó a la mocita Malú. Con un esbozo de belfo, le menostroló la horchata. A ella pareció gustarle. No así, a su señora madre que se acerco indignada y tirándole de la bata con furia, le espetó al gil. ¡”Oiga, pelafustán, cartujo, balumba, mequetrefe”! ¡No se abuse de la niña! El lacayo pareció no inmutarse, lo que produjo más indignación en la señora, cuya fachada se había incendiado de rojos. ¿”Es que no me oye usté, desgraciado?”, le platicó fuertemente creándole espantosas pejigueras en sus orejas de jamelgo. “No se precipite en su apreciación señora, que me está perforando los oídos como un berbiquí. Y sepa que la fámula sentíase enjalbegada como una mozuela en un muladar”. ¡”Pues vete a menestrar tu horchata a algún mozalbete con cara de bellaco, o te haré afaenar por un truhán”. El lacayo siguió haciéndose el sota, albercando embobado a la mocita. La señora salió. Cuando volvió con el truhán, la Malú se hizo a un costado. El humo hacía difícil verse las caras. Todo fue muy rápido. El lacayo quebróse en el suelo con los ojos abiertos, sorpendidos.
La noche estaba enfoscada de estrella cuando las dos mujeres se retiraban del “Círculo La Margarita”.

Acerca de la autora: Diana Sánchez


domingo, 3 de febrero de 2013

La medianera - Diana Sánchez


Los golpes de martillo parecían atravesar la pared. Eran las siete de la mañana.
Me bañé, me vestí. Desayuné.
Volví del trabajo. Los martillazos se oían desde la puerta de abajo, rítmicos, incansables. Atronadores.
Cuando abrí la ventana, noté la grieta en la pared de enfrente. Me asomé. Restos de argamasa y de polvo de ladrillo descansaban en el patio de abajo cubriéndolo todo, como las cenizas de un volcán.
Apagué el televisor. Apagué el velador. Los martillazos seguían.
Entre sueños, vislumbré un hueco agrandándose en la pared de enfrente.
Di vueltas en la cama. Serían las tres. Me tapé la cara con la almohada. Volví a dormir y a soñar con el agujero en la pared. Ahora, era una mano sobresaliendo, intentaba señales con los dedos. Después, el brazo rozando el borde del hueco. Y el grito, débil al principio. El grito agrandándose hasta volverse desgarrador.
Al día siguiente, la grieta se había convertido en un hueco. El hueco, en el agujero del sueño.

Pasé dos días fuera de casa.
Los amigos, el buen vino y el jazz, me habían hecho olvidar por completo de la pared.
Sin embargo, antes de entrar al edificio, un escalofrío me recorrió la espalda.
Me apuré a subir. Abrí la ventana. En el agujero habían instalado con mucha torpeza, una ventanuca en la pared medianera, justo a la altura de mi ventana. Casi podía tocarla (yo, que tengo brazos largos).
Permanecí alerta esperando que alguien se asomara. Al anochecer, una luz débil palpitaba desde adentro.
Me quedé dormida frente a la ventana.
De nuevo la mano, ahora agitando los dedos. Después, el brazo. Y el grito leve, aunque tenaz, creciendo desde la quietud de la noche. El grito invasor, descarnado, partiendo la noche y adueñándose de mi silencio. De mi vida.
Desperté sobresaltada. Me acerqué a la ventana; me asomé y estiré lo más que pude mi brazo.
Sentí el roce de su mano y la sangre tibia, incontrolable, cubriéndome los dedos.

El avión salía a las seis de la mañana. Era un trabajo de investigación.
Cuando volví, después de ocho días, dejé el bolso sobre la cama y corrí a abrir la ventana.
La ventanuca había desaparecido. El hueco estaba tapado. El agujero rellenado y la grieta había sido reparada.
Me quedé contemplando la medianera hasta que la luna se perdió en el oeste.
Antes de cerrar la ventana, el grito desgarrador atravesó el aire partiendo la noche como un tajo en el desierto.


Acerca de la autora:

jueves, 6 de septiembre de 2012

Jaqueca – Diana Sánchez


¡Pobre Mané! Con lo que le costó decidirse a ir a la peluquería.
¡Hacéte la permanente! Le había dicho la madre.
Má, plancháte el pelo que se re usa… le había indicado la hija.
El marido le había sugerido: Qué bien te sentaría un tono rubio.
El color almendra sería ideal para realzar tus ojos. Le aseguró su amiga íntima.
A su edad debería ser pelirroja, suaviza las arrugas. Le espetó la suegra.
Y Mané llegó a la peluquería.
Le tiñeron el pelo, le lavaron el pelo, le secaron el pelo. Y se lo desenredaron. Luego, para darle volumen, le hicieron bajar la cabeza y le pasaron un peine similar a un rastrillo. Después, le dijeron: “¡Señora, de un solo movimiento y con todas sus fuerzas incline la cabeza hacia atrás!”.
Mané alcanzó a mirarse en el espejo. Ondas anaranjadas caían sobre los pómulos. El flequillo era azul. Detrás de las orejas sobresalían mechones verde-manzana. Sobre las sienes, unas chispas rubí.
Mané dudó solo un instante.
Fue un dolor agudo, contundente. Rotundo. Después, un gran sosiego.
Como cosa de rutina, el personal de limpieza entre hebillas, algún rulero, un aro sin su par y mucho pelo, barrió una cabeza de mujer de mediana edad.
Dicen que tenía una expresión de alivio en los ojos como no se le había visto nunca.


Acerca de la autora:

viernes, 3 de agosto de 2012

La carnada – Diana Sánchez


Artemia vivía en la isla del Jabalí, Bahía San Blas. Su padre era filetero. Su madre también. Sus hermanos, tíos y primos. Artemia no hablaba. Tampoco sonreía. No salía con varones ni con chicas. Sólo limpiaba pescado. Y lo fileteaba. Pescadilla, chucho, pejerrey, corvina, lenguado. Gatuzo.
Un día, Eulalia, la prima, cumplió quince años. La fiesta fue en el Club Social y Deportivo. Eulalia tenía un vestido blanco y flores en la cabeza. Había guirnaldas, una torta con cintitas, vino blanco. Y sidra. Artemia quedó sola en medio de la pista, después del vals. Cuando enfilaba hacia las mesas, sintió que la tocaban suavemente en la espalda. Un hombre, desconocido, la invitó a bailar. Artemia no sabía hacerlo, pero no se rehusó. Bailó con Isaías hasta que la fiesta fue solo un recuerdo.
Los domingos también se fileteaba. Artemia, entre sangre, tripas y espinas, no podía dejar de pensar en Isaías. Y casi se muere de vergüenza cuando lo vio aparecer en la puerta de la filetera. Se secó las manos con torpeza. Intentó arreglarse el pelo, se quitó el delantal. Y salió al encuentro.
Se casaron en la iglesita de los croatas, sobre la ría. Artemia estaba feliz. Soñaba con irse de la Bahía y nunca más volver a filetear. Isaías le había prometido el campo. Criarían a sus hijos entre gallinas, ovejas y corderos. De pescados, ni hablar. La noche de bodas, Artemia se escurrió pudorosa y virgen en la cama. Y esperó.
Isaías se echó sobre ella. Su cuerpo frío y gelatinoso empezó a moverse zigzagueante en coletazos espasmódicos hasta alcanzar al fin, un maravilloso y oceánico orgasmo.

Acerca de la autora:

sábado, 30 de junio de 2012

El desquite – Diana Sánchez


La araña teje el hilo. El hilo enlaza mi pie. La araña carece de la noción del cuerpo. También, carece de entidades nostálgicas. De la era del vacío.
Hace oídos sordos la araña, a la irrupción pasional que invade mis senos. De tan grande el corazón parte mis pechos al medio. A través de los pezones, los pechos miran los costados de la casa. De las cosas. Alguien al pasar, los roza. Ellos responden, dispuestos. Erección de pezones, rigidez en los senos; sexualidad colectiva. Ilusión caníbal del fantasma arcaico. Mientras tanto, el deseo cabalga atado al pescuezo del caballo.
En una pulsión divina el jinete rodeando mi cintura, me atrae hacia él. Las bocas se buscan, desfallecientes. Las lenguas se alzan, interminables.
En el frenesí de los cuerpos nos hundimos en el pantano a la vez, un arco iris de amapolas surge del otro lado del horizonte. Después, una bandada de pájaros extraños como en una plegaria, ahonda sus gritos.
El caballo diestro, temible, se incorpora y el relincho lastimoso como una red infinita nos alerta. Volvemos a unirnos, urgentes.
La luna y el fuego derrumbe de toda ley se hunden en el pantano muy cerca de nuestros cuerpos y ya, sin aliento llega el final (ambos lo sabíamos).
Como siempre hay alguien que observa, testigo-secreto y antes de que la mano borre el paisaje, él (desde luego) envejecido de soledad, buscará lápiz y papel para contarlo.
Acaso, será el desquite.


Acerca de la autora:

sábado, 16 de junio de 2012

Agua virgen – Diana Sánchez


De la pared de la montaña fluye incesante el agua virgen.
Se me queman las manos repletas de carbón. Asoman las llamas por las esquinas del olvido, se retuercen incendiarias hasta abrazar la pared.
Corre la vieja para alcanzar el último tren de la noche. Se traga el grito en su boca deshabitada, la vieja, cuando apenas se cuelga de la puerta. Y sube. Pero nadie la tira a las vías. Pero nadie intenta robarle nada, a la vieja.
Mastica carbón de coque el chico boliviano que viaja en el tren. Porque tiene la boca negra. Porque tiene los ojos negros. El pelo, las uñas. El futuro.
Largas piernas, interminables pies subidos a tacos altos. Altísimos. Rubia: cara, ojos y piel. Vello, sexo-rubio. La rubia-mujer mastica mieles y amapolas. Tiene la mente rubia. Y el pensamiento, también.
El tren se arrastra sigiloso y sube la otra mujer. La mujer-desnuda de la Montes de Oca. Pero nadie la ve. No mastica, ni siquiera, come. Le sacaron las muelas, tenían miedo que ella los mordiera. Le tiraron un colchón. Y la enrejaron. Sube sola, dejando atrás la Colonia. El pasado.
En la sinrazón de la noche, el tren detiene su marcha. La estación hiere de luz mis entrañas. Los fantasmas se esconden detrás de sus sombras.
Nadie espera a nadie. Baja el niño-indio, la rubia-mujer. La pobre-vieja, baja.
La mujer-loca prefiere el tren a los fantasmas: ella sabe elegir.
Camino lenta y pesadamente hasta alcanzar la montaña. Me lleno las manos de agua-virgen para llenar los bolsillos.
Ya sin dudas, persigo la línea del horizonte.


Acerca de la autora:
Diana Sánchez

domingo, 22 de abril de 2012

Las piedras del deseo – Diana Sánchez


Albina tiraba piedras al mar. Con cada piedra iba un deseo atado, escondido. Iba un deseo por demás, deseado.
De noche Albina volvía a la playa, se sentaba en la orilla y miraba el cielo inundado de estrellas. El cielo patagónico, provocativo de estrellas. Ancho, único. Interminable.
Pasaban los días. Los deseos no se cumplían. Albina seguía tirando piedras al mar con esperanza. Con ansiedad. Con rabia. Ella siguió, durante años, tirando piedras al mar con desesperación.
Una mañana muy temprano bajó a la playa. Como de costumbre, buscó una piedra; no la halló. Arrodillada, enterró las uñas en la arena húmeda, sin resultados. Corrió detrás de un perro, tal vez podría darle una pista. El perro entró al agua jugueteando con las olas.
Caminó y caminó sobre los médanos, hurgueteando debajo de los tamariscos. No había piedras. Albina se sobresaltó, ¿acaso, sería ella la culpable?
El sol impiadoso, caía a pique en el mediodía. Haciéndose sombra con la mano, Albina observó el mar. Los rayos solares parecían hundirse en él y atravesarlo. Creyó ver una luz más allá, en lo profundo. Entonces, como un llamado, Albina se sacó los zapatos, el vestido y se internó en el agua siguiendo la huella que dejaba el sol. Encontró, por fin una grieta.
Dudó al principio, pero poseída por el deseo, decidió internarse.
Su cuerpo bailaba en el espacio, resbalaba, inclinándose a uno y otro lado, rozando las paredes azuladas y gelatinosas. Al fin, cayó de rodillas. Tenía las manos agrietadas, el pelo enredado en la boca y los ojos ardientes de sal. Logró arrastrarse, hasta que  pudo verlas.
Y allí estaban. Allí estaban las piedras arrojadas al mar por ella. Unas, apiladas en filas altísimas, otras, desparramadas mezclándose con los corales, los erizos. Allí estaban las piedras, en ese rincón del universo, en ese espacio sin tiempo. Albina se acercó y tomó una en sus manos. De pronto, una corriente helada la hizo estremecer. Los peces nadaban desesperados entrechocándose. De diferentes tamaños y colores, iban hacia ella como un torrente, como en un aluvión. Albina logró subir a la superficie.
La playa estaba lejos. Más acá, una isla. Ella nadó hasta alcanzar la orilla. Agotada, logró aferrarse a las raíces de una palmera descuartizada hasta que, en un esfuerzo último, se arrastró sobre el barro.
Allí permaneció de espaldas al cielo. Albina pudo sentir el pulso de una vida desconocida retumbando desde sus entrañas. Allí encontró lo que había estado pidiendo durante tanto tiempo. Los deseos cubiertos por un rocío dorado, la esperaban. Se fue acercando con cuidado a cada uno de ellos. Los acarició, los probó, los hizo suyos mientras un dolor dulce atravesaba su cuerpo.
La noche intensa, plena de fragancias oscuras, sorprendió a Albina buscando una piedra para arrojar al mar. Ahora, su deseo más ferviente era volver.
La luna amarillenta, ajena, iluminaba aquella vieja y conocida playa lejana… Inalcanzable.

Acerca de la autora:
Diana Sánchez

jueves, 8 de marzo de 2012

Viejas de pelo largo – Diana Sánchez


Los pelos viejos de las viejas flotanen un nido de espuma. Ellas los cepillan y cepillan pero los pelos quedan paralizados, estáticos. Atónitos, en el estallido de la tarde que se quiebra lenta, inexorable.
Una de las viejas espía sobre el hombro. Mira hacia atrás buscando los relojes de la infancia y sólo encuentra el escalpelo del padre. Lo toca, está frío (por supuesto) también un poco oxidado. Sin embargo, aún brilla contra las aspas del sol cuando otra de las viejas lo hace girar entre sus dedos.
Sixta, la más joven de las viejas enciende un cigarrillo. Volutas de humo y de pelo se entrecruzan en el aire, una hoguera invisible sobre el aparador.
Las viejas juegan en el salón enorme. A veces ríen, cuando Onelia la más vieja de las viejas ahora ciega, parándose con torpeza intenta atraparlas. Cae la silla, se suelta el grito.
Juegan las viejas en el espacio del tiempo.
Como es habitual a esta hora, Andrómeda amenaza a las otras con ir a bailar en patines sobre la pista de hielo. Busca el carmín urgente para empastarse los labios y nerviosa, intenta el rodete con horquillas invisibles.
—¡Que me devuelvan el mundo! —clama obstinada Sixta—.¡Porque el olvido no alcanza! —Y con los brazos en cruz, cae de rodillas.
Alarmada, Onelia extiende el brazo izquierdo y empieza a caminar, buscándola. Tropieza con Sixta y se derrumba a su lado, la más vieja de las viejas ahora, ciega.
Suelta el carmín y empuña el escalpelo Andrómeda, amenazante.
Desde el piso, las dos viejas desnudas como peces heridos, suplican el perdón. Entonces, la más joven de las viejas y más vieja de las jóvenes, explota en una carcajada vigorosa y con maestría, introduce el escalpelo en su pelo largo, a manera de horquilla.
Una cortina de pájaros atraviesa la ventana. El cielo azul recobra su sentido.


Acerca de la autora:
Diana Sánchez

sábado, 28 de enero de 2012

La soga – Diana Sánchez


La soga golpeó en un latigazo seco sobre el techo de mi casa. Serían las tres. No era la primera vez. Sin embargo, empecé a temblar. Espié desde la ventana. Alcancé a ver uno de los extremos de la soga rozando la pared. Tanteé a oscuras en el cenicero. Los fósforos se iban cayendo uno tras otro de mis manos indecisas. Por fin, prendí una colilla y aspiré profundo hasta quemarme los labios. Entonces, se me ocurrió.
Busqué el extremo de la soga y la rocié con alcohol. Después, le prendí fuego. La soga enardecida, golpeó en el techo una y otra vez. Se cayeron los cuadros con las fotos de los abuelos. La alacena se vació de tazas y los platos se volvieron astillas en el piso de cemento. Las perchas temblequeantes, desparramaron los abrigos raídos, los vestidos usados. Y el único sombrero voló por la ventana. El florero rechoncho de margaritas, se quebró sin remedio. Y la gata parió antes de tiempo. Arriba, la soga enorme, chispeante, serpenteaba a gusto en latigazos de fuego.
El niño lloraba a gritos desde la cuna de mimbre. Mientras lo cubría con trapos húmedos, su manito buscó mi boca. Le besé los dedos una y otra vez, lo escondí debajo de mi cama. Y subí al techo. La cruz del sur reinaba en la noche patagónica. Pero no hizo nada por salvarme. Al verme, la soga cobró más fuerza. Intenté abordarla por una de las puntas. Fue inútil. Toda ella era una bola de fuego. Toda ella era la entrada a un infierno de colores incandescentes. Toda ella era el sexo de una mujer que había esperado demasiado tiempo para ser amada. La miré de frente y mientras iba acercándome, la soga pareció calmarse. Ya no dio más latigazos.
Me saqué los zapatos antes de abrazarla.


Acerca de la autora:
Diana Sánchez

miércoles, 18 de enero de 2012

Experiencia china - Diana Sánchez


La cita era a las tres. Él mismo abrió la puerta. Parecía nervioso. Impaciente.
Subimos la escalera sin hablarnos. Entraba una luz tenue a través de la puerta entreabierta que daba a la terraza. Me indicó con un gesto que me sacara la ropa. Enseguida, que me sentara frente a él. Accedí en silencio.
La música apenas audible palpitaba en la pequeña sala. El sahumerio proyectaba perfumes misteriosos. Una mezcla de mirra y de sándalo.
El chino tomó un papel de seda y haciéndole un agujero en el medio lo acercó a mi rostro. Después, me indicó que bajara la cabeza hasta hundirla en un hueco acolchado y pequeño como mi cara.
Las piernas entreabiertas a cada lado de una especie de banquillo, los brazos flojos rodeando la cintura.
Cuando puso las manos sobre mi cuello, me sobresalté.  Las manos del chino empezaron a recorrer desde la cabeza, los hombros, los brazos hasta la cintura.
Las manos del chino se detuvieron ante mi súplica en el centro de mi espalda.  Fue una tregua.
Entonces aproveché. Tomé la ropa y corrí escaleras abajo. El chino corrió detrás de mí hasta adelantarse. Mi miró perplejo.
Yo me detuve frente a la puerta y le dije: —Le ruego me disculpe.
—Está bien, señola —contestó el chino—. Me debe cualenta pesos.
Pagué y me fui.
Cuando alcancé la calle sonreí. A medida que avanzaba, empecé a reír. Subí por el ascensor a las carcajadas.
Mi marido se sorprendió cuando esa noche, lo convidé con Sake.


Acerca de la autora:

viernes, 9 de diciembre de 2011

Población sobrante - Diana Sánchez


Los ciudadanos vuelven a sus casas. La basura empieza a amontonarse en las esquinas. Los cartoneros salen a la calle.
Juan Primo, padre de familia, inicia la búsqueda. Enseguida Reina, su mujer, lo secunda. Los hijos, Galito, el más despierto, separa y clasifica. Y Elbio, el más tranquilo, maneja el carro.
Mientras los otros avanzan rápidamente, Elbio se detiene ante el semáforo en rojo. Ningún pibe le propone limpiarle el vidrio delantero. Ninguna chica le entrega tarjetas para un hotel-alojamiento. Nadie le ofrece franelas, lapiceras o veinticinco jazmines por un peso. Las maestritas de un jardin de infantes lo miran con desconfianza mientras cruzan la calle en fila india con sus niñitos del primer mundo.
Paz, Seguridad y Justicia Social para todos, miente un ministro desde la radio de un bar. Y Santiago del Estero llora sus víctimas.
La luz se ha puesto verde, aunque Elbio no avanza. El caballo, aburrido, espanta las moscas con la cola. Desde la otra cuadra, Juan Primo, Reina y Galito, lo llaman. Pero Elbio no contesta, abstraído en el recuerdo. Elbio, Elbito, tu boca es caramelo, tus ojos, son del cielo, un pedacito. Mira los árboles en la calle y siente que la abuela es una hoja. Un pájaro. Un nido. Mira el cielo. La abuela es un pedazo de sol. O el reflejo de la luna en el río. Elbio se seca las lágrimas con la mano y se averguenza de sus uñas sucias.
Oye su nombre una y otra vez, observa a sus padres haciéndole señas. Despabila al caballo y ahora sí, avanza.
Desde la ventanilla de un auto se oye la voz de Louis Armstrong,...”what a wonderful world...” mientras el carro Elbio y su familia, empiezan a perderse en las sombras.


Acerca de la autora:


sábado, 24 de septiembre de 2011

Cielo de Julio – Diana Sánchez


A Julio le dolía el pecho. El costado, le dolía. Se fue acurrucando como un chico largo y flaco de ojos enormes y dientes chiquitos, prisioneros de tanto tabaco.
Yo sabía que era el final, pero no me atrevía a tocarlo. El estiró su mano y solo entonces le rocé apenas la punta de los dedos. Un estremecimiento me recorrió la espalda.
Llovía en la tarde de París y las gotas a las que Julio les había dedicado un merecido aplastamiento, se pegaron al vidrio para llorar conmigo hasta que la luna se desplomó sobre su ventana.
Ya en el cementerio, alguien me preguntó por él. Tenía una voz joven. Sensual. La mujer estaba vestida con harapos, aunque su andar era elegante. En la mano de La Maga, temblaban los jazmines.
Me di vuelta para mirarla hasta que se volvió pequeña. Lejana.
En ese momento, el llanto inconfundible de Rocamadour atravesó la mañana. Entonces, busqué una piedrita y en un dibujo imaginario, la fui empujando con la punta del zapato en un intento de llegar al cielo de la rayuela. Allí, donde Julio, estará esperando.


Acerca de la autora:
Diana Sánchez