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sábado, 7 de diciembre de 2013

Cuadro de paisaje con ciervos - Fernando Andrés Puga


Se esconde detrás de los matorrales que hay cerca de la orilla. Acecha a los pobres ciervos que se entretienen junto al agua e ignorantes del peligro, beben confiados. Las montañas que rodean el lago brillan espléndidas bajo el sol estival y dan al atardecer una belleza deslumbrante. A contraluz y sobre el risco que se alza en el extremo de la pequeña punta, la pareja juguetea feliz.
No saben. Al principio yo tampoco sabía, pero de tanto mirar el cuadro mientras vocalizo los ejercicios que me indica Diego, terminé por descubrirlo; bastó que una de las ramas se moviera, agitada por la suave brisa. Y ahí está; se los aseguro. Agazapado. Espera el momento preciso para lanzarse sobre ese par de criaturas inocentes y devorarlos sin piedad.
¿Cómo advertirles? ¿Cómo ponerlos sobre aviso?

— ¡Pará, Diego! ¿No ves que no llego hasta esa nota? — suplico con la garganta enronquecida.
— Sí que llegás. Y perfectamente. Tenés que concentrarte. ¡Dale! Probá otra vez — insiste el profe.
De repente sale de mi boca un sonido inesperado. Es la nota inaccesible, la que sólo unos pocos elegidos han podido alcanzar. Y es entonces cuando mis ojos se clavan en el centro del cuadro y lo ven arrojarse sobre los ciervos que, sobresaltados por mi agudo, dan un gran brinco justo a tiempo y quedan fuera del alcance de la fiera hambrienta.

Satisfechos, maestro y alumno damos por terminada la clase. Diego me felicita por lo bien que canté hoy, pero no sé si se habrá dado cuenta de que en el cuadro ya no hay ciervos. A veces me parece que no es muy observador.

Acerca del autor: Fernando Andrés Puga

miércoles, 16 de octubre de 2013

El tesoro - Fernando Puga


Entro con sigilo en ella. Ella, la última habitación en el último piso de la torre de marfil. No opone resistencia. La puerta se abre hacia adentro apenas apoyo mi mano. ¿La empujo? No sé. Al parecer el leve contacto de mis dedos le informa de mi presencia y me invita a pasar.
No se enciende. Mantiene la penumbra y tropiezo con los bultos que obstaculizan el camino hasta donde guarda el secreto; ese tesoro secreto que aún nadie acarició, culpa del hechizo de esa voz que gotea por las blancas paredes; blancas cuando ella se enciende, pero ¿cómo encenderla?
Van los dedos sobre la superficie que de pronto encuentran y tantean en busca de un interruptor que haga la luz, que ilumine el gozo con que juega, el placer que siente ante mis ansias, mi impaciencia, mi angustia que sube desde los pies que hace un instante creían ingresar al profundo secreto del tesoro y descubren ahora que se burla de mi codicia, esa codicia que me deja sin luz.

Acerca del autor:
Fernando Andrés Puga

miércoles, 2 de octubre de 2013

¡Cosa ‘e mandinga! - Fernando Puga


¡Cosa ‘e mandinga!

A medida que escribo, la puerta se abre. Pareciera que la causa por la que la puerta se abre es que yo escribo. Si me detengo, la puerta se detiene. Cuando prosigo, la puerta prosigue. Pareciera que el efecto de mi acto de ... escribir fuera la apertura de la puerta. Ahora la puerta está completamente abierta y coincidentemente ya no sé qué escribir.
Me levanto de la silla. Cierro la puerta. Apenas suelto el picaporte un diluvio de inspiración me invade y vuelta a teclear desaforadamente. Pero otra vez la musa se aleja en el viento que produce la puerta al abrirse.
A la tercera vez, decidí cortar por lo sano. Dos vueltas de llave y a otra cosa.

Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

jueves, 29 de agosto de 2013

Sin opción - Fernando Puga


Hubiera preferido no volver antes del viaje que no pude postergar y que fue la razón por la que te quedaste sola durante tantos días, pero papá no resistió tanto como los médicos habían predicho y con mis hermanos decidimos cremarlo inmediatamente, cada uno tenía sus obligaciones y nos urgía regresar a casa.
Hubiera preferido avisarte que llegaría un par de días antes de lo esperado, pero cuando iba a hacerlo descubrí que mi celular se había quedado sin batería y ahí, en el camarote del tren, no había modo de conseguir un cargador; el mío había quedado en algún cajón de la vieja casa familiar y ya no podía bajar para ir a recuperarlo. Así que pensé que tampoco estaría mal darte una sorpresa.
Hubiera preferido no hacerlo, pero los jadeos se oían desde la entrada; la puerta estaba abierta; la luz, encendida. El resplandor que irradiaba tu piel me encegueció y fue inevitable.
Ahora tendré que buscar la manera de borrar las huellas, pero aunque sé que si no lo hago terminaré condenado, preferiría no hacerlo. ¡Me duele tanto la cabeza!


Sobre el autor: Fernando Puga

lunes, 15 de julio de 2013

Ése - Fernando Andrés Puga



Tengo un imitador. Un sosías. Un otro que soy yo y no, al mismo tiempo. Un alguien que replica mis movimientos, que repite en simultáneo mis gestos. A ése me lo encuentro a cada rato. En los baños, en el hall de casa, en las vidrieras, en los charcos que quedan en las calles después de las tormentas, en los lagos cristalinos que aparecen tras los cerros cuando pretendo eludirlo por un rato.
Desde el momento en que tomé conciencia plena de su presencia me he esmerado en la búsqueda de pequeños detalles que lo diferencien de mí. Por ahora sólo he descubierto uno, él es zurdo, pero es poco y no me resigno. Ha de haber algo que demuestre con creces y sin dejar lugar a ninguna duda que soy yo el original, el que decide, y él no más que un imperfecto reflejo.
No pienso bajar los brazos hasta que quede bien claro, aunque sé que en este instante vos, el del espejo, estás pensando exactamente lo mismo y con la misma determinación. ¿O acaso me equivoco, eh?


Acerca del autor:  Fernando Puga

viernes, 21 de junio de 2013

Almas de diamante - Fernado Andrés Puga


—Aquí tiene, mi princesa.
Ella extiende la mano y aguarda. Cuando palpa la suavidad del vestidito y de las alas que tiene en la espalda, responde.
—Gracias, señor Quasimodo. Esta hadita azul es una de las más bonitas que me ha traído. Vino del cielo ¿verdad?
—Sí, desde cielos lejanos, montada sobre una golondrina.
Después de sonreírle, Esmeralda se aleja del brazo de la chica que la acompaña hasta el puesto de muñequitas de porcelana fría que Quasimodo tiene en la feria artesanal que se inauguró hace un año en la plaza del barrio. Desde aquel lejano día, pasa cada domingo a buscar un hada. Juntos le inventan un color, le ponen un nombre, le entonan canciones de cuna y vaya uno a saber cuántas otras cosas. No se ausenta ni aunque llueva o el frío se haga sentir.
Hoy Esmeralda no vino y ahora que el sol se pone y hay que levantar los puestos, Quasimodo se resiste a partir. Ya llegará, se esperanza, pero con la noche cae también la ilusión de volver a oír esa voz cantarina capaz de transformarlo por un instante en el príncipe que la llevará a palacio en su brioso corcel.


Acerca del autor:  Fernando Puga

sábado, 15 de junio de 2013

Dibujos en el vidrio - Fernando Andrés Puga


Los dos hombres se recelan mutuamente. Hace tiempo. Cada martes por la tarde se cruzan en la puerta vaivén del bar que esconde en los fondos la cereza del postre. Uno, Juan, va de salida. Otro, Pedro, entra. Cada martes, los dos hombres se miran de reojo y, por un instante, se ven. Ambos saben del otro. Ambos visitan el cuarto de Rosita y pretenden que el otro ya no vuelva por allí. Los dos hombres se han visto dibujados en el vidrio de la mesa donde se sientan con Rosita a tomar una copa antes de ir a los bifes.
Hoy es martes. Juan se atrasó. Tuvo un inconveniente en la oficina y llegó media hora más tarde. Pedro, por su parte, se adelantó, treinta minutos. Tiene una importante reunión familiar y, aunque no debería haber venido por lo de Rosita, no se resignó y se dijo que si se apuraba podía darse una pasadita rápida.
Hoy Juan y Pedro empujaron juntos la puerta vaivén en la misma dirección, subieron la escalera uno al lado del otro y golpearon la puerta al unísono.
Rosita los invita a pasar y, como si tal cosa, pasea por ambos cuerpos y los va llevando a la cama haciéndoles olvidar el recelo mutuo.
Al terminar, y luego de despedirlos hasta la próxima, esbozó un nuevo retrato sobre el vidrio. El dibujo reproduce el momento en que Juan y Pedro se acariciaron entre sí, sin repelerse.
El martes próximo, y por no negarse al pedido de Rosita, vendrán juntos otra vez. Parece que ella la pasó estupendamente y ni se les ocurre negarse. Ninguno de los dos la quiere perder.


Acerca del autor:  Fernando Puga

martes, 16 de abril de 2013

Pica pica - Fernando Andrés Puga


—¿Una naja? — se sorprendió el doctor, sin sacarse el turbante.
—Sí. Elevó la parte delantera de su cuerpo y se me vino encima. Dígame. ¿Qué me va a pasar? -se asustó la joven turista venida de algún país del norte.
—Primero un picor intolerable. Se pondrá usted frenética rascándose. Después, un coma respiratorio. Difícilmente logre sobrevivir. Y no se moleste en buscar. No hay antídoto.
—¿Y cuándo empiezan los síntomas? —dijo mientras se acomodaba los luminosos cabellos de sol.
—De inmediato. ¿No siente ya el ardor?
—¿Y si visito a un derviche? —preguntó con la ilusión brillando en esos bellos ojos del color del mar—. ¿No tendrá algo para darme que solucione el asunto?
—¿En qué está pensando?
—No sé. Alguna gema mágica que irradie algún efluvio curativo si se la apoya en la roncha. Algún brebaje para untar o beber... — agregó apretándose la irritada mejilla de porcelana, tan blanca como la nieve.
—Y vaya. ¿Qué puede usted perder? Siga el camino adoquinado y al llegar al final métase por la cueva de la derecha. Es un lugar oscuro. Le va a parecer un tugurio, un negocio fraudulento, pero no se deje llevar por las apariencias. Ahí vive el mejor derviche del pueblo, el más anciano y sabio. No sé si la curará, pero sabrá qué hacer y seguramente no será indiferente a su visita.
—¿A qué se refiere?
—Conoce las mejores técnicas para embalsamar y sin duda usted, hermosa señorita, le resultará un ejemplar más que interesante para su colección.


Acerca del autor:  Fernando Andrés Puga

viernes, 12 de abril de 2013

Revolución - Fernando Andrés Puga


Una vez ganada la batalla final, el consejo revolucionario se reunió en torno al fogón con la intención de buscar un nombre para la nueva república que acababa de nacer.
Luego de barajar varias posibilidades, uno de los integrantes, el más justo, sugirió:
—¿Y se cada uno vota en secreto entre los diversos nombres propuestos?
—¡Excelente idea! —exclamó el principal—. Será lo más democrático y nadie podrá objetar el resultado. Con eso ya podremos poner la piedra fundacional de una buena vez.
—Después podemos hacer una gran celebración ¿no les parece? —planteó el más joven.
—¡Por supuesto! —gritaron a coro.
—Organicemos una buena vaquería en ese gran territorio que era propiedad del viejo Dictador. Hay tantos animales que sin duda será una gran diversión —se entusiasmó el más sanguinario—. ¡Y que vengan invitados de los países limítrofes!
—¡Buenísimo!
—¿Y qué vamos a hacer con el cuerpo de ese mal nacido? —preguntó el más piadoso.
—Le damos sepultura en un rincón del cementerio del pueblo. Y que se dé por bien pago. Además ya acordamos en pagarle un estipendio razonable a la viuda para que viva sin carencias el resto de sus días. Con eso es suficiente.
—¿Y habrá música el día de la celebración? —agregó el más sensible.
—Claro que sí —aseguró el más viejo de todos—. Pensé en contratar al Cuarteto Cedrón ¿Qué les parece?


Acerca del autor:  Fernando Puga

jueves, 7 de febrero de 2013

Sin sol - Fernando Andrés Puga


Hoy no amaneció. Cuando al levantarme corrí las cortinas, el cielo seguía tan oscuro como cuando me acosté. Volví a la cama creyendo que aún era de noche y que el despertador había fallado. Bufando, prendí el velador y lo tomé para ponerlo en hora. Marcaba las ocho. Era correcto. Pero... ¿cómo? ¿Y el sol? ¿Dónde se metió? Otra vez en la ventana, me asomé para ver a los transeúntes, pero no parecían notar nada raro. Todos iban y venían como de costumbre: la cola en la parada del colectivo, el canillita en el semáforo, el barrendero... Actuaban como si nada. ¿No lo notan? ¿Soy el único que se sorprende al ver en pleno día un cielo tan estrellado como el de medianoche?
El teléfono me sacó de mi perplejidad.
—Hola, Fer. ¿Ya estás listo? Te estoy esperando hace rato —Es Matilda. Recordé que íbamos a ir juntos a la pileta del club.
—¿Dónde estás? ¿Está lindo el día?
—¿Qué? ¿Todavía no te levantaste? —dice, reclamándome— Apurate. Hay un sol radiante.
¿Le digo? Va a creer que estoy loco. No. Mejor disimulo. Este fenómeno debe tener una explicación lógica y ya la voy a encontrar.
—Perdoname. Estoy saliendo —respondo mientras guardo todo en el bolso.
¡Uy! Se me acabó el protector 50. Espero que Matilda tenga. Esta piel mía enseguida se pone como un tomate.

Sobre el autor: Fernando Puga

sábado, 2 de febrero de 2013

Pilatos - Fernando Puga

I

Te lavas las manos. Una y otra vez. Desde tiempos inmemoriales.
Has probado de diversas maneras y no logras limpiarlas.
Los largos dedos se han ido arrugando como pasas de uva, pero aún insistes. Con la suavidad de un jabón aromático. Con la rispidez de una piedra pómez. Con lo que sea.
No soportas ese tufo que emana de ellas desde aquel ingrato día en que elegiste mirar hacia el bandido y desentenderte del profeta que clavaba en el cielo esos ojos de borrego asustado esperando vaya uno a saber qué milagro. Después lo viste morir. Lo viste subir por el Calvario hasta la cima cargando el madero.
Hoy volverás a entrar a la capilla como cada domingo desde hace dos mil años después de hundir las manos en la pila bautismal de agua bendita que hay junto a la puerta de entrada. Las frotarás hasta que sangren…
Desde púlpito arengarás a los fieles, ávidos por oír la palabra del Señor. Los instarás al compromiso, los hundirás en el dolor del pecado, los absolverás.
Mantendrás las manos bajo la sotana, claro. Ellas no saben mentir.

II

Solo las manos. Contrastan con la suciedad que le cubre el resto del cuerpo. Esas costras adheridas en las axilas huelen mal. Esos piojos que le inundan la enmarañada cabellera viven a sus anchas y han crecido tanto que se los ve saludar a la distancia cuando el magistrado romano se para en la puerta y recibe personalmente a quienes se le acercan en busca de justicia. Hasta la ropa apesta y de los pies sube un aroma que asquea al más pintado. Le resulta fácil deshacerse de los súbditos. Nadie que tenga algo de olfato tolera estar a su lado más de un par de minutos.
Solo las manos brillan entre tanta basura como perlas entre el fango del río. Solo esas manos que una vez y para siempre fueron lavadas y se transformaron en mármol.

Sobre el autor: Fernando Puga

viernes, 18 de enero de 2013

La muñeca - Fernando Puga


Me levantan con suavidad esas manos ásperas de lavandina y franelas. Me miran fijo esos ojos nocturnos, pero no me ven; ven a alguien más en mis ojos. Cada mañana, esos dedos tristes se detienen en mi cuerpo de trapo y lo aprietan sin violencia.
Algo le sucede a esta mujer joven cuando me sostiene en sus brazos. Me acuna y susurra una melodía húmeda y caliente que remonta el río perezoso en busca del oído de una niña que se hamaca al compás de los trinos que nacen en la selva.
—¡Llévame contigo! —dice mi voz finita y entonces le nace la idea.
Olvida que no debe, que no puede, que no quiere. Olvida que la señora lo notará, que dará vuelta la casa buscándome, que dudará, que acabará sospechando…
Esta mujer joven clava la negrura de sus ojos en mi pupila inerte. Quiere evitar que rebalse la ternura, pero no consigue eludir el llanto que estalla repentino. Y es entonces cuando decido irme con ella y le sonrío con un guiño cómplice.
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—Hola Yoli. Te llamo porque no encuentro la muñeca de Agustina que le regaló el padrino. Es la más nueva que tiene. ¿Sabés de cuál te hablo?
Ahora no son lágrimas lo que baja por el rostro gastado de esta mujer que me abraza. Son gotas de sudor que se deslizan hasta esa boca que se demora un instante en responder. Un breve instante delator.
—¿Cuál, señora?
—La de trencitas con el vestidito amarillo. La que habla.
—¡Ah! Sí señora. Debe estar ahí con las otras en la repisa del cuarto de Agus. ¿Se fijó bien?
—Claro que me fijé bien; si no, no te estaría llamando.
—Sí, disculpe. ¿Quiere que vaya ahora y la ayude a buscarla?
—No, no. No hace falta. Cuando vengas el lunes la buscás. Tiene que estar en casa. Agustina y yo estuvimos jugando antes de ayer y estaba. Así que tiene que aparecer.
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Sube al micro la Yoli. Piensa que Agustina no sentirá la ausencia; ¡con todas las muñecas que tiene! En cambio su niña allá en el monte…
Me aprieta fuerte contra su pecho.
—¿Quieres jugar conmigo? —invita esa vocecita que escondo entre mis ropas.
—Cuando lleguemos a casa, mi amor. Ahora cierra los ojitos y duerme que es muy largo el viaje de regreso.

Sobre el autor: Fernando Puga

viernes, 4 de enero de 2013

Asfalto - Fernando Puga


Nadie. A estas horas, nadie en la calle. A estas horas el miedo gana la partida.
El primer auto no se detuvo. Su carrera enloquecida lo alienaba del entorno y una ceguera mortal mantenía el acelerador a fondo, despreciando cualquier freno.
Aún atontado por el golpe, traté de alcanzar la acera, pero el perseguidor, con el ulular estridente de su sirena y el destello intermitente de esas luces en el techo, apareció unos segundos después y, sin percatarse de mi presencia, me levantó por los aires y tampoco se detuvo. Caí con violencia unos metros más allá, justo debajo del único farol encendido en la cuadra. El patrullero dobló en la esquina sin respetar semáforos, anhelante por alcanzar al perseguido.
Luego de unos instantes de inconsciencia empecé a volver en mí y traté de incorporarme sobre mis cuatro patas. No pude. Apenas levantar la cabeza. Intenté ladrar, pero tampoco. Mis energías no parecían ser suficientes para tamaño esfuerzo. Me ardía el pecho y un hilo rojo brotaba entre mis colmillos y se expandia sobre el asfalto.
Va cambiando el color del cielo con el correr de las horas. Lo que era negro profundo, salpicado de algunos apagados destellos, deviene en azulado gris navegado por nubes. El farol se apagó cuando supuso que había llegado el día y yo todavía espero algún socorro, acá, tendido sobre el pavimento que ya empieza a quemar.
Un traqueteo rengo retumba en la oreja que tengo apoyada sobre la calzada. Me despierta del letargo. Mi ojo entreabierto alcanza a ver unos cascos que se acercan a paso lento arrastrando un carromato miserable repleto de cartones, plásticos y otros desperdicios urbanos. Al llegar a mi lado se detienen. Un relincho suave, algo desafinado, resopla sobre mis destartalados huesos y obliga a que el hombre que corona la montaña de residuos, baje. Aún nadie en la madrugada. Apenas a lo lejos alguien barre, algún grito, algún canto que vuela desde el único, lastimado, viejo árbol de la cuadra.
Las manos recorren mi pelambre pegoteada de sangre. Lo acarician. Encuentran la herida. Palpan y comprenden lo inútil de cualquier atención. Las manos buscan en el fondo del carro el cuchillo oxidado, multiuso. Lo apoyan en mi cuello y mientras mi ojo húmedo autoriza a sus ojos, el hombre lo hunde con fuerza, para que no queden dudas, ni tiempo, ni dolor.
El día se hizo pleno. Salieron las gentes a sus quehaceres diarios. Las moscas y otros bichos rondaban el cadáver que yacía en medio de la calzada. El cadáver que a causa del calor ya empezaba a mal oler. La calle se llenó de ruido, de humo, de neumáticos. Algunos no alcanzaban a esquivarlo y el manojo de huesos se fue hundiendo de a poco en el asfalto.
Hasta que pasó el camión de la basura y un muchacho apurado lo agarró, indiferente, con sus manos curtidas, lo metió en una bolsa y lo arrojó en la parte trasera del camión. Lo arrojó dos veces; no la embocó de una. A los gritos, el que estaba al volante le decía que se apure.

Acerca del autor:
Fernando Puga

viernes, 7 de diciembre de 2012

Detrás de la barrera - Fernando Puga


En el momento en que el micro cruzaba las vías, comenzó a sonar la chicharra anunciando que se acercaba el tren. Entonces fue cuando nacieron las dos lágrimas en mis ojos y ya no pude ver. Hundida en una neblina de solitario día de agosto, mi mirada no alcanzaba a distinguir con nitidez los objetos y caras que se sucedían tras la ventanilla. Yo sabía que la parada en donde tenía que bajar no estaba a muchas cuadras de la barrera, pero no recordaba cuántas. Hacía ya tiempo que no volvía por aquí. Acertar y descender a tientas del micro no resultaría sencillo. 
Giré mi cabeza hacia la izquierda con la intención de preguntar a mi vecino de asiento. Pretendía que me avisara al llegar a la avenida Rivadavia, pero al querer hablar sólo alcancé a balbucear sonidos guturales sin sentido. El hombre me miró con extrañeza y supe que no lograría hacerme entender con la palabra; un nudo sólido, como de acero templado, se instaló en mi garganta apenas quise volver a intentarlo. Nada salió de mi boca, salvo una baba espumosa como de rabia. Incliné mi cabeza pidiendo disculpas y volví a mirar hacia la ventanilla.
Me levantaré. Iré hacia la puerta de descenso, tocaré el timbre –siempre que esté en el lugar acostumbrado- y descenderé en la próxima parada. Una vez en la calle ya encontraré la manera de resolver este problema. Esta fue la idea que creció en mi mente, pero cuando quise ponerla en acción una fuerza de imán impidió que mis pies ejecutaran la orden. Por más que concentrara toda la energía en pararme, me resultaba imposible.
Vaya situación en la que me encontraba. Sin luz, sin palabras, sin impulso y con toda la lucidez de quien vuelve de un largo viaje. Por lo visto el pasado quería esquivarme; pretendía evitar que mi cuerpo viviera el estallido del regreso.
El micro sigue su viaje un largo rato hasta llegar a la terminal. Alguien se acerca a mí, seguramente el chofer, y me habla. Intuyo que debe estar diciéndome que tengo que bajarme porque llegamos al final del recorrido, pero apenas lo oigo. A través de panales de abeja llega su voz a mis oídos. Insiste. Grita. Me sacude. No puedo contestarle. Sólo unas muecas con mi cara y unos gestos con mis manos. Se va y vuelve acompañado. Entre dos me bajan del micro y me llevan hasta la oficina de la terminal. Una silla me recibe como bulto y a mis pies arrojan mi bolso. El rato que siguió fue eterno; creo que hasta me dormí y en mi sueño un bebé lloraba y sus lágrimas saltaban a mis ojos como notas musicales voladoras.
La cercanía de una mujer logró desentumecer mis pensamientos y por un instante creí que conseguiría captar su atención, pero entre sombras sólo pude notar que tomaba mi bolso, lo abría y revolvía. ¿Quién soy? ¿A dónde debe dirigirse para comunicar mi situación? ¿A quién hay que avisar? Pronto descubrirá que no hay documentos.
En una cama de hospital, inmóvil, sordo, mudo, casi ciego. Apenas luz y sombra y las abejas. Los olores señalan el paso de los días. Hoy manda un penetrante aroma a jazmín. Ha de ser domingo; acaso primavera.

Sobre el autor: Fernando Puga

viernes, 12 de octubre de 2012

Hora cero - Fernando Andrés Puga


Y no se levanta el hombre. Apenas hasta el baño. Apenas un rato sentado en el borde de la cama, mientras come. ¿Ella? Al lado. ¿Adónde si no? Aunque él no deja que lo ayuden, ella hace la cama, la ropa, la comida, intenta higienizarlo. Ella espera. Hace tanto que ni sabe.
Parecen solos, pero no. Ahí están el televisor que no se apaga, La Nación con sus letras de molde relatando un caos que no se recompone, algunas voces de otros tiempos y rostros que se licúan contra el ventanal por donde entran Buenos Aires y un pedazo de cielo que en vano intenta llevar esos ojos hacia otros cielos más calmos. ¿Qué más? El tiempo de morir puede ser largo. A menos que se atrevan.
Acaso hoy.
El hombre se levanta. Algo escribe o dibuja sobre el vidrio empañado con el pulso tan firme como cuando aún daba órdenes. Después hace girar el picaporte y al salir, los pies en el balcón sienten el frío.
Ahora alza los brazos y sin bajar la mirada, arroja al vacío los restos de vida que aún latían en su pecho.
Ella, bien aferrada a la baranda, lo ve caer.

Acerca del autor: Fernando Puga

martes, 18 de septiembre de 2012

Judas - Fernando Andrés Puga


Lo digo susurrando, cerca de tu oído. Resonará más tiempo. Inevitablemente escucharás.
—Perdóname.
Y en el aire queda el tono algo afectado en que lo dije. Tú, de espaldas. No viste el movimiento de mis labios y entonces el mensaje es sólo ese susurro que, de tan calculado, consiguió parecer espontáneo.
Al darte vuelta veré tus lágrimas. Allí me zambulliré y alejaré de mis ojos tu mirada, abrazándote.
No quiero que me veas. No quiero que descubras en mi cara el gesto delator, ese tic inconsciente que te haga saber de mi falsía.
—Ay, mi amor. No hay nada que perdonar, ya está, ya pasó— y esa dulzura en tus dedos enrulando mi pelo.
Cuando recuerde el futuro que en aquel presente planeábamos juntos, volveré a acercarme a tu mirada separándote de mí a una distancia que permita el contacto.
Ahora no.
Ahora prefiero adormecerme sobre tu hombro húmedo y como esponja tibia y jabonosa resbalar hasta tu boca, apretarla con la mía, romperla con un beso de ternura que también es artificio, y seguir con vida después de haber bebido hasta tu último aliento.

Acerca del autor: Fernando Puga

sábado, 15 de septiembre de 2012

Monogamia - Fernando Puga


Ella no fue un camino recto; él tampoco.
No se entregaron sin antes orejear los naipes. Se tomaron su tiempo.
Ella tuvo que esquivar las espinas de él para que no le lastimaran las ansias. Él tuvo que aprender a demorarse en cada recodo y asomarse antes de saltar al vacío; comprobar a cada paso que hay agua en los meandros de ese cuerpo, que no están secos los ríos.
Valió la pena. Hubo a lo largo del viaje instantes tan sublimes que derribaron los barrotes del tiempo y quedaron suspendidos en la piel, aromándola de tibias melodías.
Hoy la viste con el manto que tejieron en todos estos años, le peina la blanca cabellera hasta desenredar cada mechón. La acomoda con cuidado, colorea su rostro. Apoya el oído en esa boca amada, escucha el último suspiro.
Vendrán a consolarlo los amigos; supondrán que está triste. Ellos no comprenden. No saben que seguirá jugando; que buscará en otras ese cuerpo hasta alcanzar el orgasmo perfecto, aquel que termina por convertirse en aire.

Acerca del autor:
Fernando Puga

viernes, 14 de septiembre de 2012

Inmaduro - Fernando Andrés Puga


–¡Tomatelás, nene! Andate a tu cuarto y cerrá bien. ¿Okey? ¡Y pará de llorar de una vez, maricón!... ¿Qué estás esperando? ¡Dale! ¡Andate de una vez, querés!
No me fui. Me quedé detrás de la puerta cuidando de no hacer ruido. Del otro lado seguían los golpes.
Cuando el silencio llegó, entreabrí con cautela y me asomé.
Aquel hombre yacía boca abajo. Ella le había clavado un cuchillo en la garganta y la sangre fluía incontenible. De pie, lo veía morir sin perturbarse. Corrí y no me detuve hasta caer exhausto en el banco de una plaza. Me recogió una camioneta que tenía los vidrios polarizados. Lo recuerdo. No supe por dónde me llevaban.
Con el tiempo, lo que vi se tornó confuso; se mezcló con lo que creí haber visto, con lo que me dijeron que pasó, con imágenes de películas, con noticias policiales. Tal vez lo que aquí cuento no sea del todo cierto.
Ya no tengo ocho años, pero sigo sin entender. Dicen que me desmayo cuando veo sangre. Es posible. Será por eso que prefiero hacer mis trabajitos con un rifle y desde lejos. ¿O será porque tengo buena puntería?


Sobre el autor: Fernando Andrés Puga

domingo, 2 de septiembre de 2012

¿No era que...? - Fernando Andrés Puga


Sí, sí... solo en casa. ¿Ella? Se fue a un congreso... no sé. Uno de esos simposios adonde se juntan los médicos a regodearse de lo que saben... creo que en México... una semana o diez días, no sé exacto, pero se fue hoy, así que no va a aparecer. Venite, dale. Nos pedimos una pizza, empanadas... helado. Lo que quieras. Nos tiramos en la cama a ver una película... Desnuditos, claro. ¿Martín? No, se fue a un campamento con el colegio... tres días me parece. Igual, aunque estuviera... si ni sale del cuarto. Vení tranquila, te digo. Ni Berta va a aparecer. Le dije que se tome la semana... hasta que la señora vuelva. ¡Se puso de contenta! Hasta me dijo que si puede se va a ir a Bolivia a ver a su hijo... ¿Viste? Aprovechamos todos cuando Adriana se va... ¿Ella? ¡Nooo! ¿Cómo se te ocurre? Ni se le pasa por la cabeza. Si siempre está en otra. Dale. ¿Te venís?... ¿Cómo que no sabés? ¿Cuánto hace que esperamos una oportunidad como esta?... ¿Alfredo? Decile cualquier cosa a Alfredo. Con lo boludo que es, se traga cualquiera... ¿Y cómo no voy a hablar así...? Pero si vos siempre decís que es un boludo... Está bien, ya sé que no es lo mismo que lo diga yo... ¡Bueno! ¡No te pongas así...! Mirá, yo voy a estar acá. No pienso salir a ninguna parte. Vos fijate, pero después no me vengas con que nunca nos podemos ver ¿eh? Esta vez...
¡Uy! Me cortó.

Acerca del autor: Fernando Puga

lunes, 27 de agosto de 2012

Viaje hacia adentro - Fernando Andrés Puga


Hay un desierto por delante. Una línea apenas ondulada. A lo lejos, espejismos líquidos.
Voy.
Morral en bandolera, sandalias franciscanas, raído pantalón, hilachas, camisa a cuadros que alguna vez fue colorinche y un viejo sombrero que aún sirve para engañar al sol.
El paso es lento. ¿Lento? No, no creo que sea lento, más bien un deslizarse sereno sin pensar en el siguiente paso. Eso es: todo el placer en cada paso, único, sin antes ni después, clavado en el polvo y sin embargo en movimiento.
Veo algo al borde del camino. Parece un niño. Parece estar sentado. Dos caballetes sostienen una tabla y sobre ella, algunas frutas que al parecer el niño ofrece al caminante. Frutas del desierto. Bajo un cobertizo improvisado, el niño y este instante.
—Zumo fresquito...— dice en voz muy baja y acerca con sus brazos un cuenco que rebalsa. Me lanzo sobre el cuenco y un denso líquido chorrea entre mis dientes.
Se adormece la sed en mis labios, mientras el niño me señala un camino apenas vislumbrado que se pierde entre los matorrales.
Voy.
Y me sonrío.
Hay una mano atenta que despeja el sendero inundado de espinas.

Acerca del autor: Fernando Puga