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martes, 3 de abril de 2012

La vocación – David Vivancos Allepuz


Abrió el baúl donde el pequeño guardaba los juguetes y sus tesoros. Hizo a un lado el coche teledirigido, los muñecos articulados, el cohete espacial y el barco pirata. No había, aparentemente, nada extraño ni fuera de lugar. Descolgó la bata escolar y registró sus bolsillos. Tres canicas, una gominola verde y reseca y un puñado de cromos de la liga de fútbol sujeto con una goma elástica. Confundida, se sentó en la camita de su hijo, sin saber muy bien qué había esperado encontrar. ¿Un mazo, un código civil? Sonaba ridículo. La tutora no había querido inquietarla, eso al menos le había dicho, pero se había sentido en la obligación de comentarle lo que su hijo había escrito en clase. En su redacción, Carlitos decía que, de mayor, quería ser letrado (ni siquiera había utilizado la palabra abogado) y que no anhelaba ser astronauta, espía o bombero, como sus compañeros, sino apelar sentencias y pactar con fiscales.
Al levantar la vista descubrió al pequeño observándola en silencio, desde quién sabía cuánto tiempo, apoyado en el marco de la puerta. Sus labios parecían más finos, su piel más pálida, su mirada más fría, inescrutable. Sonreía. La madre sintió un escalofrío.

Sobre el autor:
David Vvivancos Allepuz

lunes, 29 de agosto de 2011

Recital poético - David Vivancos Allepuz


Lo había encumbrado a lo más alto de las artes y de las letras la forma más pura de expresión del sentimiento, la poesía sin palabras, de la cual él era maestro y apóstol y yo ferviente admirador. Dispuso los folios inmaculados en el atril y dio comienzo a la lectura muda de sus versos no escritos. Al final del recital, tras tres cuartos de hora de vívidas emociones provocadas por lo que de sus silentes labios nunca llegó a salir, los asistentes no pudimos reprimir los aplausos, sinceros, sentidos y entusiasmados. Yo lo hice con los brazos cruzados sobre el pecho, otros prefirieron hacerlo con las manos en los bolsillos. También vi a un par de espectadores con las manos detrás de la espalda en la primera fila. El silencio de la espontánea ovación fue atronador. Los más descarados (no diré los más arrebatados porque todos estábamos subyugados por lo que no habíamos escuchado) nos acercamos a la tarima para que nos firmase su antología. Quise que me la dedicara personalmente y por eso silencié mi nombre. Yo mismo le ofrecí para ello el bolígrafo sin tinta que siempre llevaba en el bolsillo interior de mi americana. Escribió una rima, muy breve, deslizándolo con pausa por la primera página de su libro en blanco y sin título. Me devolvió el poemario y el bolígrafo sin decir nada, lógicamente. La belleza de la dedicatoria que no acerté a leer me hizo llorar, arrobado. Ninguna lágrima cayó de mis ojos secos y conmovidos.

domingo, 29 de mayo de 2011

Historia del jazz, volumen 3 - David Vivancos Allepuz


Leo en el suplemento dominical de un periódico de gran tirada que, en contra de lo que todo el mundo creía, Jim Morrison sigue vivo. El músico posa sonriente en la imagen que ilustra el reportaje con uno de esos imposibles trajes blancos que lucía cuando actuaba en los casinos de Las Vegas, medio de espaldas, de modo que se puede apreciar en todo su esplendor el águila de pedrería de la capita. Según informa el rotativo, el músico vive en un destartalado pesquero varado en una playa de Almuñécar y declara llevar una vida tranquila, sin excesos, y no añorar para nada la fama de la que gozó a finales de los años sesenta. Reconoce, eso sí, haberse animado a interpretar, como solía hacer entonces, el himno de los Estados Unidos tocando la guitarra con los dientes en alguna que otra juerga flamenca organizada por los gitanos en la playa. Ni una sola mención sobre cómo logró sobrevivir a los cinco tiros que le descerrajaron frente a la puerta del edificio Dakota.

lunes, 5 de enero de 2009

¿Señor? ¿Qué señor? - David Vivancos Allepuz


Lo primero que pensó al verlo caído entre tarros de mermelada y latas de atún escabechado fue que un borracho había escogido su tienda de ultramarinos para dormir la mona. Un examen menos superficial del hombre, del elegante traje entallado que vestía y de la hoja de lechuga todavía pegada a la suela del zapato le permitió determinar que aquel señor no dormía como una marmota sino que se hallaba inconsciente o, lo que era peor, muerto tras la caída accidental. Se imaginó subiendo al estrado acusada de negligencia, quién sabe si de homicidio involuntario. Saltaba a la vista que tanto el accidentado como su familia podían permitirse los mejores letrados. Le impondrían una fianza a la que no podría hacer frente. Sopesó llamar a su sobrina, que estudiaba para abogada. Bajó la persiana metálica. Resultaba más práctico afilar el cuchillo jamonero y preparar la máquina Milano de cortar embutido.