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martes, 29 de mayo de 2012

Minos Omega - Jorge Luis Borges & J. G. Ballard


Una lógica nacida en una pesadilla convenció a Butler de que aquel minotauro decrépito y decadente vendría a buscarlo a través de algún recorrido tortuoso, siguiendo el hilo de Ariadna del laberinto de autopistas que rodean el Regent's Park. De pronto, como si se tratara de un espejismo flotando sobre el populoso mar de arena, vio a un mismo tiempo el amanecer y el ocaso; contempló a las muchedumbres brotando del centro de la Tierra como voraces hormigas y se sintió flotando por encima del dédalo que formaba una telaraña delgada que extendía sus brazos a partir de un diamante negro. Aquel laberinto, cuyo itinerario había sido marcado con un trazo sangriento, no podía ser otra cosa que Londres, pero no el Londres de hoy, sino una serie de ciudades diferentes, una sucesión interminable de ojos espiándose en un espejo, aunque ninguno de los espejos del planeta pudiera reflejarlos. Nacido en el siglo XI, cuando los Cruzados abandonaron Antioquía para afrontar el desafío supremo de aquella otra Londres llamada Jerusalem, el espejo había logrado sobrevivir a los sarracenos, a los venecianos y al ocaso de los Templarios, pero gracias a que Mailtling lograra ocultarlo a los ojos del doctor Kruger volvía a ver la luz del sol.
Ahora la reproducción de los horrores prometía ser perpetua. El espejo, enfrentado a la realidad, ya no pudo ser diferenciado de ésta; ambos tan ciertos como falsos, ambos copias del original. Así, cada uno engendró dentro de sí lo que el otro, al mismo tiempo, le devolvía: la propia imagen multiplicada al infinito. Y cada detalle, cada movimiento, cada sensación, todo era tan real que las conciencias de los hombres se multiplicaron y esparcieron por el vasto universo para experimentar una existencia ubicua, pero, a la vez, servir de alimento al minotauro que había remontado el camino del olvido sólo para llegar a él y consumar la venganza largamente postergada. En medio del caos comprendió que el hilo sangriento que ahora parecía condenarlo debería ser, aunque resultara paradójico, el mismo que habría de salvarlo, otra vez.
La certeza aún no le permitía avanzar. Quedaban algunos obstáculos: el más importante era poder reconocer al minotauro. Pensó en alguno de esos obesos, de cara y tranco bovino que pululan en las calles con sus trajes por demás ajustados y desprolijos. Recibió un mensaje en el celular firmado por Maitling. Lo citaba en el viejo estudio de Abbey Road y sonrió pensando en el mítico álbum musical, ¿quién sería el que ocuparía el lugar de Lennon, de blanco y descalzo, representando al cadáver? Imaginó al espejo multiplicando a infinitos Lennon cruzando todas las calles del mundo y cantando a todas las canciones. Se puso en marcha y a los pocos minutos llegó al estudio.
—Acompáñeme —dijo un hombre de traje negro, tendiéndole la mano e invitándolo a pasar a la oficina—. Mi nombre es Toro, Daniel Toro, y nací en Argentina —agregó en perfecto inglés.
«¿Será éste el minotauro?» pensó. Y también pensó que en algún laberinto se escondían las más tremendas atrocidades cometidas, adquiriendo personalidad y esperando para ser exhibidas. Pensó en el espejo que le devolvía la imagen de dos hibakushas jugando a un ajedrez infinito, y en la sucesión geométrica de granos de arena en los escaques de ese interminable tablero que le devolvía el espejo. Se rió. Y los dos hibakushas también se rieron, de tal modo que creyó que él era uno de ellos y el tal Toro el otro. Se le antojó que los dos estaban perdidos en esa partida, mendigando para volver a Hiroshima-Londres-Jerusalem (todas eran la misma); dos ciegos buscando el inasible hilo que les entregara Ariadna. Uno de los dos era Teseo. El otro, el Minotauro. ¿Quién buscaba? ¿Quién era buscado? ¿Quién mataba? ¿Quién era matado? ¿Se defendería si veía una espada o atacaría con sus cuernos? ¿Desenvainaría su arma si encontraba a la bestia?
—Argentina —le dijo a su anfitrión—. Tuve un amigo que vivía allá y (no sé cómo lo hacía) me enviaba cartas diciéndome dónde yo dejaba olvidadas las llaves o qué decían mis detractores a mis espaldas. «Puedo ver todo en todas las épocas», decía. Un lunático.
—La locura es una visión parcial; el desespero ante la realidad, renuente a quitar su sombra de la ventana... —dijo Toro. Se miraron durante un segundo o dos.
—O del espejo —completó él, con la pesadumbre que provoca lo inevitable. Toro sonrió.
—Su amigo probablemente estaba en lo cierto. La vista de toda las épocas puede llevar a la locura, no por lo vasta, sino por todo lo contrario. La realidad oculta la verdad, todo lo que existe a su pesar y finalmente la explica. El mundo fáctico es la verdad descontrolada, fugada del territorio de la mente; la porción del universo que ha caído del paraíso de la idea.
—La sombra del cielo… ¿Cuándo lo supo? —preguntó Butler, incorporándose.
—Creo que siempre lo supe, pero he soñado… y ahora todo cobra sentido —dijo Toro, mirando el espejo que devolvía la vista de la verdad, las innumerables caras del ser, lujuriosamente libres de toda realidad carcelaria—. No soy yo quien eligió destruir ese espejo —continuó—; al contrario, el espejo mismo me ha convocado para cerrar su fístula cósmica que filtra arcilla divina hacia la nada.
Butler se levantó y avanzó hacia el espejo como si él no lo pudiera impedir. Entonces supo que él mismo era la sombra de Teseo; apenas una audacia de los dioses que permitían, según su relajada costumbre, la eventual y arbitraria manifestación de lo fantástico. Del escritorio de Toro tomó el obsequio del amigo argentino, un cuchillo enviado desde la lejana Patagonia. Sopesó esa espada corta y decadentemente minoica que allende el Atlántico llamaban facón y con una furia vieja y desconocida la hundió en la garganta de Toro. Tras un minuto de silencio ante el agonizante, miró finalmente al espejo y pudo reconocer en su abertura el extremo del hilo que recorría las infinitas esquinas del universo y del tiempo. Dio un paso, y ya no fue.


Acerca de los autores:
Jorge Luis Borges
J. G. Ballard

Este cuento es un homenaje realizado por varios escritores a la obra de dos de los más formidables creadores del siglo XX.

Acerca de quienes, con el mayor respeto, pergeñaron este apócrifo:


Alvaro Ruiz de Mendarozqueta
Sergio Gaut vel Hartman

El regreso de la estación espacial – Jorge Luis Borges & J. G. Ballard




El anodino paisaje que flanqueaba el camino nos produjo pocos sobresaltos, pero sirvió para reflexionar sobre nuestra vida previa. El viaje mismo olía a charla premeditada, en especial el tramo de Phoenix a San Francisco. A Mabel le fascinaba la idea de visitar el templo mormón; a mí la de rodar por las laderas de Zabriskie Point; habíamos planeado el viaje con ánimo de cumplir con ambas. En mis células cerebrales estaba escrito que haría el amor con ella en las colinas coloreadas que descubrimos en el inolvidable film de Antonioni.
Cien kilómetros más adelante encontramos un lugar donde estirar las piernas y comer algo. Mabel bajó al baño mientras yo cargaba combustible. Según dijo luego, el lugar estaba razonablemente limpio y sólo encontró algunos pedazos de papel de aluminio y un anillo roto de titanio. Lo usual.
En ese bar, tomando café con aspecto de sangre de utilería para una película de Ed Wood, conocimos a Leida. Mabel advirtió de inmediato que mis ojos recorrían el cuerpo de la muchacha, aunque con más nostalgia que deseo, mientras imaginaba un Zabriskie Point alternativo.
Ya listos para reanudar la marcha, Mabel propuso que Leida nos acompañara. Sorprendentemente, la muchacha aceptó. Las cosas se acomodaban en el lugar deseado por mí, como si la realidad fuera una proyección subjetiva de mis caprichos. Mientras conducía no podía evitar sentir que el paisaje estaba tan rojo y ardiente como yo.
Pero la armonía no tardó en experimentar su primera fisura: a un costado de la ruta, me pareció ver alguien conocido, aunque cuando miré por el espejo retrovisor había desaparecido.
—¿Vieron a alguien? —pregunté. Las mujeres dijeron que no. Pero no había sido una persona sino algo más, o tal vez menos. Botas, sombrero, poncho, barba tupida y el cuchillo reluciente... Pensé que lo había imaginado, aunque un presentimiento me acompañó a partir de ese momento, una confusa premonición de sucesos que ocurrirían durante las horas siguientes.
Increíblemente, empezó a llover. Serían las once cuando llegamos a un pueblo llamado Endcott —apenas un caserío y un almacén—, donde debíamos pasar la noche. Leida y Mabel estaban disgustadas, como si se hubieran olvidado de mí y pretendieran comenzar un ritual por su cuenta. Caminaron unos pasos, se detuvieron solemnes junto al cantero florido, Mabel se arrodilló, tanteó la tierra arenosa con dedos ágiles y depositó unas semillas de sandía que extrajo del bolsillo. Leida la contemplaba sonriendo, como si de pronto hubiera comprendido que era responsable de lo que sucedía.
Entonces, aún despierto, soñé con un hombre. Él era una pieza importante en mi proyecto mágico de poseer a Mabel entre las colinas de Zabriskie Point. Si en ese momento alguien me hubiera preguntado mi nombre o algún rasgo relevante de mi vida anterior, no habría sabido qué responder. Ese fue el momento elegido por el hombre de barba tupida para arremeter con el cuchillo contra nosotros, aunque no llegó muy lejos porque Mabel le disparó varias veces. El tipo cayó como una bolsa de papas y comenzó a sangrar profusamente. Leida gritó, y supe que lo conocía.
—Me pagó para que los encuentre; pensé que era otro vendedor que pretendía hacer algún negocio. No imaginé lo que quería —lloriqueó la muchacha.
Subimos al auto y partimos, pero tampoco había necesidad de correr; sólo los culpables huyen. Tomamos el desvío hacia Nevada y el asunto del muerto ya era recuerdo, sin testigos… salvo por la sensación de que el viejo paralítico que vivía en la casa más cercana del poblado había visto a Mabel disparar. No importaba, el viejo debía tener el cerebro destruido por el alcohol; nadie le iba a creer.
Las colinas de Zabriskie Point estaban a pocos kilómetros de marcha. Leida había quedado involucrada en el asesinato, por lo que viajaba con nosotros como entregada, sin decir palabra. Mabel parecía muy satisfecha de la situación; limpió y cargó el arma con esmero, interrumpiéndose sólo para acariciar, de tanto en tanto, la cabeza de Leida.
Las curvas de la ruta nos mecían en la música sorda de un vinilo desértico y la urgencia por llegar a tiempo se iba disolviendo. Tras una loma vimos los patrulleros cortando el camino. Me detuve y Leida comenzó a llorar. La tranquilicé como pude, bajo la mirada insondable de Mabel. Pero los policías no nos buscaban; el corte de la ruta obedecía al inminente reingreso de la estación espacial desechada. Dejamos el auto tras una loma y caminamos por el desierto. Luego, al coronar una colina, pude oír cierta percusión lejana y profunda, como si el pulso tectónico de la Tierra o mis propios latidos fuesen amplificados por los cerros erosionados que cercaban el horizonte. Interrogué sin hablar a las mujeres extenuadas por la subida cuando la vista repentina de una docena de personas vestidas de blanco aturdió mis recalentados engranajes mentales. Todos ellos agitaban panderetas, batían tambores caminando por delante de nosotros. La supuesta exclusividad de mi destino, el de Mabel y el obvio designio de Leida se desmoronaron completamente al sumarse cientos de personas a nuestra marcha. Caminamos en silencio, siguiendo sin querer el hipnótico compás de la percusión que insinuaba canciones de guerra celtas o acaso pulsiones aún más antiguas. Los escombros astronáuticos se convertían en adornos de aluminio que los peregrinos esparcían sobre sus ropas, tocados de abalorios del basurero espacial.
Llegamos al anochecer. La gente comenzó a encender fogatas para disipar el frío repentino. En algunos grupos las mujeres se desvestían iniciando orgías de sexo y crack. Mabel se arrojó sobre mí y se levantó el vestido floreado hasta desnudar sus caderas. Entonces cayeron un par de meteoritos y unos segundos después el cielo comenzó a rajarse mientras la luz de la estación espacial incinerándose contra la atmósfera iluminó aquellas caras sedientas y aterradas. Algunos se apuraron para alcanzar el éxtasis antes de ser impactados por cientos de toneladas de metal fundido que se precipitaban desde las alturas. Surgido de la nada, el hombre de barba, aún sangrante, intentó clavar su cuchillo en mi abdomen, pero Mabel se interpuso y recibió el cuchillazo sin gritar. Los proyectiles de plomo ardiente arreciaron. Acomodé el cadáver de mi mujer en el auto y me alejé sin mirar atrás, huyendo de la gente y de una Leida desconcertada y mustia. Tres días después estaba de regreso en casa. Enterré a Mabel en el jardín, suponiendo que las últimas semillas de sandía germinarían en algún momento. Fue como volver a ser niños, aprender todo nuevamente y callar por miedo a que una sola gota de dolor abriera un grifo imposible de cerrar.


Acerca de los autores:
Jorge Luis Borges
J. G. Ballard


Este cuento es un homenaje realizado por varios escritores a la obra de dos de los más formidables creadores del siglo XX.

Acerca de quienes, con el mayor respeto, pergeñaron este apócrifo:

Héctor Ranea
Sergio Gaut vel Hartman

sábado, 24 de marzo de 2012

El náufrago secreto – Jorge Luis Borges & J. G Ballard


La vegetación de la isla en la que había naufragado era agreste y exuberante, lo que le permitió a Tyler imaginar un retroceso en el tiempo hacia una era anterior, el precámbrico, tal vez, más violenta y fracturada. Sin embargo, los profundos surcos dejados por los neumáticos de un automóvil lo devolvieron al presente. Eran unas marcas singulares que le permitían afincarse de algún modo en la sustancia fugitiva de los días. Caminó hacia el terraplén pensando que las noches de sus sueños eran hondos y oscuros océanos de olvido en los que podría sumergirse, pero no se hizo demasiadas ilusiones. Por momentos, ansiaba recibir un golpe definitivo, algo que lo redimiera de la inútil tarea de imaginar desastres, reales o inventados. No obstante, cuando llegó a la cima de la colina se vio obligado a contemplar una escena arrancada de una obra teatral arcaica y obscena, y tuvo que admitir que un insospechado rigor castiga a quienes se aventuran y no olvidan.
Recordó un oscuro libro en el que se relataba un episodio similar. Abajo, a los pies de la colina, en lo hondo del valle, se desarrollaba una orgía. Decenas de demonios rojizos y albinos, algunos con alas, otros provistos de los dos sexos, con falos príapicos y senos de estrella hollywoodense, copulaban como en una película pornográfica. La escena invitaba a la locura, evocaba un sanatorio y tranquilizantes de diversos colores. A un kilómetro de allí, el mar seguía cantando su canción de espuma, y el náufrago, debido a una vaga e indeterminada sensación, quería irse, quería volver a la sal, a los restos de su embarcación. Tocó el arma colgada de la pistolera y eso lo hizo sentir un poco más seguro.
Cierto mito nórdico habla de un pequeño Apocalipsis que precederá al gran final. Este antefinal será extraño, una lucha entre facciones de gigantes que hará temblar el puente de los dioses y los cimientos del mundo. Así entendió la escena el náufrago. Así la entendió hasta que unos ojos se toparon con los suyos. Unos ojos del color de la aurora que lo sumieron en un estado de sopor. “Qué cercano el sueño, cómo se entremezcla con la dura realidad” pensó mientras se dormía.
Pero despertó de inmediato, sobresaltado, con la perversa sensación de haber soñado algo que no recordaba. Contempló las huellas de nuevo. No estaba muy seguro de cómo interpretarlas; una de las cosas que había aprendido en sus largos años de existencia era que toda señal encerraba disyuntivas no resueltas: lo que en apariencia podría significar salvación, la mayoría de las veces resultaba lo contrario.
La desconfianza era uno de los atributos que le habían dado más satisfacciones. Llegó hasta el terraplén dando un largo rodeo, ocultándose entre unos manglares rojos, algo que solo había visto en fotografías. Desde allí observó hacia el interior de la isla. Las huellas se prolongaban por un par de kilómetros y notó extrañado que en su recorrido formaban un inusual dibujo en la arena. El sol presentaba a su vez un halo demasiado opaco, con un color rojizo para nada acorde a su posición estelar, más cerca de un mediodía que del amanecer o el atardecer. A pesar del extravagante paisaje y de lo acontecido desde su naufragio, una porción de su mente supo con certeza que no era la primera vez que visitaba ese lugar. Comenzó a soplar el viento y las marcas de los neumáticos empezaron a borrarse. Debía tomar una decisión.
Horas después, seguía sin tomarla. Una absoluta parálisis espiritual lo dominaba. Recordó a los hombres de Odiseo en la isla de los lotófagos, perdidos en la desmemoria. ¿Regresaría él a su Itaca? ¿Y quién sería el prudente capitán homérico que lo rescataría?
Entre las raíces de un mangle, un pequeño lagarto verde cazaba moscas con su lengua pegajosa. Las escamas enjoyadas brillando sobre las oscuras raíces eran las cifras en la ecuación probabilística de geometría existencial en la que se hallaba inmerso.
¿Seguiría las cada vez más difusas marcas de neumáticos o buscaría un punto más alto, una palmera, tal vez, para descifrar el jeroglífico que estas trazaban sobre las arenas rojizas? ¿Cuál era el mensaje que le transmitían las centelleantes escamas del reptil? Bajó por la ladera, decidido a encontrar un refugio para pasar la noche, pero el tabletear de las aspas de un helicóptero lo sacó de esta ensoñación.
Cuando llegó de nuevo al terraplén, la aeronave ya se había ido. Sólo quedaba como prueba de la realidad del helicóptero una caja de madera que, al abrirla, demostró contener provisiones, más de dos docenas de números de la revista Life de la década del 60 y la Edda Menor de Snorri Sturluson.
Mientras saciaba su hambre comiendo con los dedos el contenido de una lata de viandada de los frigoríficos Swift, Tyler trataba de entender por qué se le habían entregado aquellos semanarios de fotoperiodismo y el renombrado tratado de poética islandesa. ¿Acaso debía encontrar una clave en la conjunción de la hendidura de los senos de Elizabeth Taylor, la sonrisa de Jacqueline Kennedy y las sutilezas del verso aliterativo de los kenningars?
Ya eran demasiados misterios, tantos que le molestaban. En un gesto totalmente absurdo, empuñó su pistola, pero desistió al encontrarse envuelto en una miríada de insectos. Dejó el arma y optó por deshacerse de los restos aceitosos de la lata de viandada. ¿Tenía sentido concentrarse en escapar de esa isla? Para eso debía dejar atrás la borrosa memoria de los hechos que rodeaban su llegada. Escapar estaba fuera de discusión ya que, después de todo, recorrer una isla era como dar vueltas dentro de sí mismo, resolviendo una ecuación laberíntica. Absorto en sus pensamientos, tropezó con el dueño de los ojos. El hombre, su rostro —ese que se empeñaba en recordar, para volver a olvidarlo— era el de un anciano de mirada acuosa, pero con algo inquebrantable e inmortal.
Aunque el desconocido le cerraba el paso, Tyler sabía que le quedaban múltiples alternativas: matarlo, que el otro lo matara, ignorarse recíprocamente o salvarse los dos. Fueron sus aficiones metafísicas las que lo libraron del dilema. En algún lugar, entre los restos del naufragio, se encontraba abandonado un libro inacabable, hecho de palabras infinitas, y era posible que esas palabras le sirvieran de guía para deducir el tiempo y el espacio en el que se encontraba.
Sostenido por esa última esperanza, eludió al anciano y continuó su camino. Antes de caer, lo último que Tyler escuchó a sus espaldas fue el sonido del disparo.

Acerca de los autores:
Jorge Luis Borges
J. G. Ballard


Este cuento es un homenaje realizado por varios escritores a la obra de dos de los más formidables creadores del siglo XX.

Acerca de quienes, con el mayor respeto, pergeñaron este apócrifo:

María del Pilar Jorge
Miguel Dorelo
Saurio
Esteban Moscarda
Sergio Gaut vel Hartman