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martes, 6 de enero de 2009

La bolsa verde - Beatriz Pustilnik


—Vos ya sos así Sunilda, no sé qué querés inventar. Traéme la comida. Me rompo el culo toda la mañana en el taller, vengo a casa y me encuentro con los humos de la señora. ¿Qué me mirás? Movete. —Ella le alcanza una panera y un vaso de vino—. ¿Pensaste con quién te vas a sentar? La más vieja debe andar por los catorce. —Ríe satisfecho de su ocurrencia—. ¿Tenés que ponerte guardapolvo? —Escupe el pan y el vino en una risotada. Sunilda vuelve con un repasador y un plato. Limpia el respaldo salpicado de la silla.
—¿Y esto qué es? ¿Puré de papas con porotos? ¿Querés que vuele de un pedo mientras me agacho a ver las gomas? Otra vez te amarrocaste la guita de las compras. —Come hasta el último bocado—. ¿Qué hacés ahí parada? Te dije que no vas, Sunilda. No es no. Esta noche quiero comer almóndigas. —Sube la voz—. ¿Me entendiste? —Sunilda asiente mientras su mirada se pierde hacia el armario donde asoma una bolsa verde de lona. —¿O querés que te faje? Me hacés engranar porque te gusta. —Se levanta, inquieta—. ¿Adónde va la señora? —Se sienta, sus ojos clavados, pese a ella, en la bolsa de lona. El marido gira la cabeza buscando la dirección de la mirada. —¿Qué pasa? ¿Qué mirás? —El hombre se incorpora. Sunilda aprieta el delantal. Él camina unos pasos; bordea el estante donde sobresale la bolsa; sigue de largo sin verla. Levanta la vista hacia el reloj de pared. —Ah, mirás la hora. No vas a ninguna parte, Negra. No es no. —Ella sigue inmóvil en su sitio, el cuello tenso—. ¿Qué cagada tenés de postre? ¿Me escuchaste? ¿Qué hay de postre? —Va a la cocina disimulando una sonrisa. Roza con un codo la bolsa de lona. Se le erizan los pelos del antebrazo. Le sube un calor hasta el sobaco. Vuelve con una manzana. —Dejá —dice él. Le pone una mano sobre la nalga, aprieta, suelta y sale. Ella se frota la cola. Toma la bolsa, la abre y constata con satisfacción su contenido: dos cuadernos, uno con espiral tapa blanda de hojas lisas, otro cocido tapa dura, papel obra, rayado. Junto a los cuadernos, la cartuchera azul: lápiz, sacapuntas, goma, lapicera. Se cuelga la bolsa al hombro y sale.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La tía Amelia - Beatriz Pustilnik


A la tía Amelia no la podían ver soltera. Tan linda, pero ya tiene veintipico, decían como si fuera un pecado. El único que andaba solo era Ñeco. Tenía más de treinta, no había podido pasar de segundo grado y no se le conocían ni oficio ni trabajo. Ñeco, lindo como un muñeco, decía su mamá. Era el idiota del pueblo, pero soltero. La convencieron entre las cuatro hermanas y ella, que sólo tenía amor por un hombre misterioso de Buenos Aires, aceptó por cansancio. Se casaron, tuvieron una hija. Los domingos caminaban por el centro: Amelia alta y delgada con su tailleur entallado y zapatos de tacón, él, petiso, con el pelo muy corto y las orejas grandes. Iban tomados del brazo, sonrientes como si vivieran en el mejor de los mundos posibles. Ella bordaba para fuera, sus trabajos eran obras de arte. Él paseaba por el pueblo, tomaba una copita de caña en los billares, recibía una mensualidad de la familia que le alcanzaba para sus gastos y para el almacén. Un día Amelia no soportó más esa sonrisa, esa vida inventada, ese dolor enorme de haberlo perdido todo y se suicidó. Pobre Amelia, decía Mamá acariciando la hormiguita bordada en mi vestido.