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viernes, 17 de febrero de 2012

Ataques de pánico a un cuerpo de distancia - Mara Gena


Al salir del subte, la penumbra se deslizaba como dedos entre los edificios. Abajo el Once caminaba a gente de todos los colores. Los llevaba bullendo entre sus patas de andamios y bultos. Era necesario esquivar, saltar y pisar una maleza de sustancias para avanzar a través del barrio. Quienes lo conseguían sin inmutarse eran verdaderos baqueanos. Los baqueanos del Once parecían alcanzar la calma de quien, hasta cierto punto, comparte los designios del caos.
Su contracara eran los extranjeros. Aquellos que visitan el Once ocasionalmente. Entre éstos siempre puede verse una madre con sus hijas más próximas a los quince años, que examina souvenirs con delfines emplumados mientras estorba las rutas de los nómades. Poco les importa a los extranjeros impedir el paso de los baqueanos. De hecho, ni lo notan. Pretenden embestir la realidad con la misma arrogancia con la que nombran las siglas de su banco.
Yo por lo pronto, me refugié en un cotillón. Mis ojos estaban aguijoneados por más pigmentos de los que podían ver. El Once no dejaba vacantes de tranquilidad. Inundaba todo. Evaporaba los huecos.
Para ingresar al local necesité probar mi inocencia a un guardia de seguridad que permanecía oculto entre las maracas. Hice una sonrisa como si estirara la plastilina de mi cara y me dejó pasar. Una vez adentro, me hallé a la deriva. ¿Qué podía tener lógica en este lugar? Evidentemente mi cerebro no conseguiría cruzar la frontera del asombro con nuevas instrucciones. Comencé a zigzaguear torpemente entre acantilados de sombreros y anteojos. Me dejé ir.
Un niño con un choclo gigante y púrpura llamaba a los gritos a su madre. Ella permanecía lejana a sólo dos pasos de distancia. Lo ignoraba con atención. Continuaba en la charla con una amiga mientras iba tocando los distintos acordes de la impaciencia que colgaban como antifaces a lo largo de la pared. El niño continuaba gritando. Gritó y gritó hasta que uno de sus decibeles tocó las partes pudendas de lo intolerable. Inmediatamente varias cabezas lanzaron miradas severas como granadas de mano. La madre giró sobre los talones, dió golpe seco en la cabeza del niño y enronqueció como para llamar a un santo: ¡no ves que estoy hablando!
El niño cesó el grito. Lo soltó junto con el choclo gigante y púrpura que agitaba en su mano y la cabeza.
Continué caminando sigilosamente entre las cornetas y tuve que eludir un cuerpo de gente que empujaba hacia las profundidades. Conseguí evitar la tentación de las pelucas. Y no probé un solo silbato. Pero en el último momento, junto a una hilera de casitas de mazapán, sentí una recaída impiadosa. Me faltaba el aire. La anoxia estaba próxima a invadirme el cráneo. Me encaminé hacia la puerta y una vez demostrado que ningún elefante de azúcar se había subido a mi bolso, el guardia me dejó en libertad.
"¿Cómo demonios había accedido a encargarme del cotillón con tanto gusto?", me pregunté. Estaba agitada. Mis sensaciones saltaban de una en otra como si se treparan a los pedazos de algo caliente. Necesitaba un descanso. En ese estado nunca encontraría lo que buscaba y hasta podría perderme a mí misma. Crucé la calle junto con una estampida de bolsas negras que galopaban entre naves espaciales y bocinas.
Fue al llegar al otro lado que me tomaron del brazo.
–Por favor, ayúdeme. Tengo un ataque de pánico –dijo la mujer con una lentitud violenta. Luego se quedó quieta y me miró desde el absoluto desconcierto de su rimmel azul.
–¿Podría acompañarme unas cuadras? Voy hasta Azcuénaga al 500 –dijo en una voz catatónica bastante cercana a la calma.
Mi cabeza asintió imprevistamente y segundos más tarde, caminaba por el Once junto a una mujer con un ataque de pánico.
–Sos la tercer persona a la que le pido ayuda. Pensé que iba a tener que hacerlo sola –sin mirarme, me tuteó como si alguno de sus circuitos primarios hubieran fallado.
–¿Es la primera vez que te sucede? –intenté que mi tuteo tuviera un tono científico. Asumí que sería lo más protocolar en un caso como éste.
–Antes me pasaba. Pero hace más de seis meses que no tengo crisis y pensé que no iban a repetirse. Pensé que estaba curada –dijo con una expresión tan pelada de comisuras que contagiaba pena. Y como si necesitara explicarlo mejor continuó– Tuve que bajarme del colectivo a las pocas cuadras porque me ahogaba. Pero si alguien me acompaña me tranquilizo.
No supe qué más decirle. Ninguna metáfora, moraleja o chiste podía mejorar el espacio donde dos personas caminan juntas. Mantuve el silencio. Mientras andábamos fui dándome cuenta de que a su lado, el Once no parecía tan caótico. Fue como si entráramos en un intervalo. Las vibraciones de la locura parecían envolvernos, pero al acercarse a nuestra orilla se hacían más lentas. Inofensivas. La mujer entendía perfectamente la lógica del camino y nos conducía sin equivocarse a través de estridencias, forúnculos y metaloides. Ella nos guiaba y sin embargo sus ojos permanecían opacos. Era una baqueana del Once que se había perdido en sí misma.
Finalmente llegamos a Azcuénaga al 500 y la mujer se detuvo.
–Desde acá puedo seguir sola. Tengo que llegar hasta aquella puerta –dijo y señaló un exuberante negocio de bijouterie como su única salvación.
Le pregunté si estaba segura de poder sola. La mujer asintió con un movimiento corto de cabeza. Estábamos inmóviles una frente a la otra y en ese momento no sé por qué, la abracé. El gesto fue torpe y pronto nos separamos a un destiempo civilizado, pero al observarle nuevamente la cara encontré que sus pupilas comenzaban a salir a flote. Yo también me sentía mejor.
Así, cada una giró hacia su destino sin decir palabra. Persiguiendo la felicidad en direcciones opuestas.

viernes, 14 de octubre de 2011

El destino de un B38 - Mara Gena


Sacarse sangre es un verdadero acto surrealista. Verá usted, a veces es necesario bajar doce o quince escalones hacia el fondo de la tierra mientras se lucha a codo limpio con aquellos que desean llegar primero a que les puncen una vena.
Una vez abajo, encantadores y eléctricos azules nos esperan. Pantallas de párpado abierto en las que uno se desquita metiéndoles un dedo. Y ellas nos escupen con un papel. B38. Por veinte o treinta minutos seré: B38. Miro a mi alrededor con obvias sospechas. ¿Qué significado puede tener esto? ¿Por qué el Universo intenta implicarme con esta designación súbita? Los pensamientos me agitan. La música funcional trata de calmarnos. Pretende nuestro olvido. Avanza sobre nosotros como si lamiera la ansiedad que despierta la escena. Al frente hay formaciones de asientos y asientos y asientos. Hay maridos perdidos y recuperados. Hay calvos estupefactos. Hay señoras con sombreros incomprensiblemente preparados para un ardiente mediodía de sol.
Y están también los cubículos. Alineados cubículos de color blanco. Como si el blanco pudiera quitarles algo de perturbador.
Pantallas, números, cubículos. Bisbiseo entre las hileras de asientos. Somos esa gente que espera sentada. Y lo más extraño es que nadie entra en crisis. Nadie llora. Nadie. A lo sumo un hombre con su camisa roja despelleja con delicadeza el barniz de una revista. Y la espera se alimenta. Come nuestros tamborileos de calzado, nuestros resoplidos y en el fondo esas voces que confirman nuestros datos. Edad, DNI, teléfono y más que nada la firma. Aquí el pedido de la firma es algo receloso. Es la prueba de nuestra connivencia. Parece que recién cuando hemos firmado conseguimos el verdadero derecho de estar en este lugar.
TITU, TITU.
El sonido es inocente parece el guiño de un pájaro con un solo ojo que de pronto sabe poner un huevo. Pero en realidad son una hilera muy larga de pájaros con un solo ojo que al unísono guiñan y ponen un huevo.
TITU, TITU.
Entonces una puerta se abre y alguien entra apurado.
Desde cierto ángulo se puede ver al habitante del cubículo. Alguien que insiste en distraernos con su delantal blanco de la aguja que lleva en su mano izquierda. Así cada uno de los cubículos se va llenando con una persona que extiende su brazo y otra que mientras succiona una cantidad premeditada de sangre pregunta por el clima. Y todos entran pacíficamente.
TITU, TITU.
Es mi turno. Una mujer de blanco me hace pasar a un cubículo blanco.
–Arremánguese y cierre el puño por favor –me dice y se da vuelta sin temer ataque o mordida. Gira pequeños rebaños de tubitos transparentes y nuevamente me encara.
–Le va a apretar un poco el torniquete pero el pinchazo va ver que ni lo siente.
Debo reconocer que tiene razón. El torniquete hace su trabajo de maravilla. Aprieta fuerte mis sensaciones junto a mis pensamientos y ya no distingo unos de los otros. Ya no recuerdo que el pico de una aguja ha penetrado mi torrente sanguíneo y lo está siendo succionado hacia un esterilizado mundo exterior.
Lo comprendo de pronto. Es algo que en el sentido convencional no tiene lógica. No recauda palabras y no posee etiquetas. Es un espacio que se abre como un destello.
Éste es el destino de un B38.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Para que ningún amo se sienta incompleto - Mara Gena


Entre la una y la una y cuarto de la tarde, de todas las tardes, escucho el mismo alboroto. Como es previsible en una de esas oportunidades me asomé por la ventana y traté de descubrir qué lo causaba. Una mujer mayor con una peluca de color ladrillo colocada sinceramente a manera de cabello, se sienta en el umbral de su casa junto a una cachuza perra maltesa. Y allí ambas esperan.

Da vuelta la esquina un transeúnte con cara de estar ensimismado calculando el ángulo de rotación de la Tierra. La perra que segundos antes parecía poseer la inmortalidad de un animal embalsamado de repente revienta. Como si fuera una piñata, explota en ladridos álgidos, ríspidos, irritantes y al hombre se le escapa un saltito y se le desmadra el jopo. Luego viene la reprimenda. Una voz rajada de aguda hipocresía dice: “Pórtese bien, mala”. Y en eso consiste su diversión: prolongar la espera hasta que caiga otra víctima.

Que a lo largo del tiempo el perro va absorbiendo involuntaria e inexorablemente la personalidad de su dueño no es ningún descubrimiento. ¿Pero alguien ha sospechado qué extrañas y secretas complicidades entablan mascota y amo para darse una panzada?

He estado observando algunos casos en los que se repiten ciertos entretenimientos rituales. Por ejemplo dentro de los perros de moda tenemos que los dueños de rottweiler insisten en hacerlos correr a su ritmo, a pesar de que éstos prefieren detenerse a olfatear árboles o partes más aromáticas y recreativas en otros perros. Los yorkshire –ya lo sabemos– son el accesorio perfecto para la rubia de leopardo y plataformas y la dupla alcanza la gloria estacionando la 4x4 y comprando frapuccinos. Los golden retriever prefieren el combo. Estos perros se sienten muy a gusto andando junto a la familia próspera de hijos rubios. Perros más exóticos como los weimaraner requieren ser combinados con personas modernas y jugueras Philippe Starck.
En la exacerbada proliferación de caniches mini toy vemos que los señores maduros de camisa desabotonada y bronceado regio han gustado siempre de los diminutivos pero hasta la actualidad no se sentían totalmente justificados para usarlos.

Y finalmente, dentro de lo que podríamos catalogar como un divertimento masivo, están los hombres que pasean sus perros a medianoche. Que esperan inexpresivamente junto los canteros mientras la mascota hace sus necesidades. ¿Por qué sienten la necesidad de hacerlo a esas horas? ¿De qué escapan todas esas caras blanquecinas que apenas parpadean ante la potente luz de los autos?

El caso del perro de mi abuela, un pequinés llamado Manucho, no es indiferente al enigmático juego. Este ejemplar poseía una personalidad propia e impermeable que mi abuela adoraba de forma inexplicable. Un amigo solía llamarlo “el perro en fascículos” porque su aspecto estaba tan maltrecho que lo único lógico era suponer que varias de sus partes jamás habían llegado. El animal presentaba unos ojos en constante putrefacción y a veces lanzaba gases lentos y mohosos que podían llegar a demoler la coherencia. En suma, era repugnante. Sin embargo, esto le confería una ventaja imprevista. El can se hacía invisible. Y si por casualidad alguien posaba los ojos sobre su lomo, los retiraba ráudamente, como si se los hubiera quemado con algo espantoso. Luego con un poco de suerte y algo de esfuerzo podría mantener esa imagen lejos de su mente –al menos durante las horas de vigilia. En el peor de los casos necesitaba de un exorcismo.

Lo cierto es que este pequinés, en realidad, era un estratega consumado y un auténtico artista de la catalepsia. La mayor parte del tiempo parecía estar en coma. Por eso cuando los incautos se deslizaban confiadamente por el pasillo recién lustrado, Manucho hacía maquinal uso del elemento sorpresa y atacaba.

Aún recuerdo la ocasión durante unas vacaciones de verano. Yo jugaba en el patio de atrás cuando escuché una voz masculina que parecía estar hirviendo en las cuerdas vocales. Corrí hacia adelante de la casa y me encontré con esa expresión imborrable en la cara del sodero correntino. La indefinible tensión en su labio superior que se debatía entre grito escarpado o el derrumbe de risa, mientras parapetado detrás de los cajones de soda, repetía: “Me ha agarrado los garrones. Me ha agarrado los garrones”.

Por años mi abuela siguió contando la anécdota, tratando de imitar esa tonada que nunca le salía igual. Cada vez que finalizaba su risa era tan caudalosa que se había transformado en lágrimas.

miércoles, 18 de agosto de 2010

La Tierra de Quique - Mara Gena


Quique no es sólo un hombre. Es un epicentro. Alrededor de él se genera el movimiento impensado y paradójico de lo que la utopía podría ser. En su restaurant se mezclan místicos y masajistas, viajeros y neurólogos, William Blake y una flota de vendedores de autos, la familia numerosa y el hombre solo. Hasta el día de hoy nadie más había imaginado que no serían presidentes ni monarcas los apropiados gobernantes de lo irrealizable. Se requiere de un anfitrión.

En su local se encuentran fotos de los comensales asiduos ejercitando el libre albedrío con excentricidad. Se permite escribir en los azulejos con temible tinta indeleble. Hay buñuelitos de acelga, como en la infancia. Y si se mira el techo, por gusto o espera, se puede hallar algún poema de Bukowski o una enseñanza de Rumi.

En realidad Quique no es un hombre extraño. Todo lo contrario, es atento y amable. Sin embargo, la impresión de haber hallado un rara avis se percibe de pronto, sin que intervengan las palabras. Por ejemplo, un día nublado uno atraviesa Scalabrini Ortiz con la fe húmeda y el colectivo lleno y justo lo ve a Quique. Está trabajando. Acomoda las sillas patas para arriba sin prisa. El colectivo pasa rápido. La imagen dura sólo unos segundos, pero una sensación de bienestar ha crecido con mayor velocidad. Ha ganado su espacio en el cuerpo. Después de todo, uno estima que la mancha neurótica que deja la urbe no es tan difícil de sacar. Se percata de que conoce a un alma y eso reconforta la propia que esa mañana no estaba apareciendo por ningún lado. Cuando llega a casa ya está mejor. La percudida marca de soledad que llevaba en la carne se ha alivianado.

Otro día, después de una jornada de impaciencias, se llega al local y lo primero que se ve es a Teresa, la mujer de Quique. Ha regresado de dejarle comida a gatos y perros callejeros diez cuadras a la redonda. Esta es su tarea diaria. Continúa con ella a pesar de las protestas de los vecinos que piden a gritos –en carteles impresos y sin nombre– que no se los alimente en sus casas recicladas con buen gusto. Ante la osadía y disciplina de Teresa sólo se puede sentir una admiración silenciosa. Un respeto acorde, sin estridencias.

Más allá, en una de las mesas cercanas a la barra, el amigo incondicional toma otra cerveza. Sabe que su colaboración etílica siempre es un sacrificio necesario para que bajen un cajón extra. Un poco más tarde –porque es necesario que haya un abundante manto nocturno para estas apariciones– puede presentarse una femme fatale de escote profundo y dialecto peculiar, el fotógrafo dandy que despliega su obra en las paredes y la característica barra de porteños que se corporiza generación tras generación en las mismas charlas.

Ahora la mesa está completa. La picada y la conversación se abren. Los temas pasean desde el cuidado de los pececitos de agua dulce hasta una verdadera reflexión sobre los poderes empáticos de la migraña. Se puede ver cómo uno arguye teorías imposibles sin vergüenza. Se puede observar qué lejos han quedado la culpa, el ansia y el enojo. A cada sorbo de cerveza que avanza frío por la garganta, uno ha comenzando a dedicarse minuciosamente al instante. A disfrutar de los amigos. A sentir el gozo inexplorado y puro.

En palabras de Quique el fenómeno se comprende más fácil y tiene menos vueltas. “La mayor satisfacción se siente cuando la gente termina su plato. En ese momento soy más feliz”, me explicó una vez mientras miraba hacia la calle en medio de su espacio con plena luz. ¿Cómo no iba a sentirse así un hombre al que se le ha concedido tal don? Alguien que no necesita conquistar tierras ajenas y proclamarlas como propias, sino que extiende su hogar a un reino más amplio, compartido por todos.

jueves, 29 de julio de 2010

Heterodontus - Mara Gena


Ahora se daba cuenta. Su tacto para los sentimientos era muy grueso.
Pretendía sostener diminutas piezas de emoción entre sus dedos de ogro. Pero, ¿qué podía hacer?. Lo había dicho con el contradictorio deseo de no decirlo. Demasiado débil. Demasiado tarde.
El llanto ahogado al otro lado de la línea tampoco era buena señal. Lo ponía inevitablemente cerca. Lo paralizaba. Lo hacía recordar todas las veces que había caído en la misma escena y que no podía evitarlo. “No debo volver a decir Heterodontus”, se dictaba como si alguien más estuviera tomando nota.
Pero era inútil. “Heterodontus” volvía.
La primera vez se dio cuenta de que había pronunciado “Heterodontus”, porque temblaba de risa. Recordaba que su jefe –primero porque no le costaba nada y en definitiva porque el ridículo le concernía a otro– lo había festejado ampulosamente. Con un guiño de más ¾ de perfil.
Pero el segundo “Heterodontus” ya no tuvo el mismo efecto. La segunda vez se encontraba en un bar. Era primavera y él aún andaba convencido de que además corría con la ventaja irrevocable de ser joven. Miraba por la ventana con la arrogancia de quien ignora que ha soltado un “Heterodontus” en voz alta.
El sifonazo se sintió frío en la espalda e hizo que su sonrisa se encogiera de golpe.
Con toda una tropa de indignación giró y apuntó sus pupilas encendidas a los comensales. Pero todos portaban caras de distraído y un sifón o dos sobre las mesas hacían de la pesquisa una tarea peligrosa.
Desde entonces se había visto involucrado en una serie de hechos incómodos con pasajeros, parientes, consorcistas y amigos; hasta llegar al testigo de Jehová que había intentado romperle un dedo. Sin embargo el verdadero escándalo, el escándalo íntimo, llegó de madrugada. Desnudo frente al espejo, se había sorprendido a sí mismo en un repetir monocorde de “Heterodontus” tras “Heterodontus” tras “Heterodontus”.
Resolvió a ir al psicoanalista.
Siete años y seis meses de terapia más tarde, apenas había sido clasificado como neurótico. Ni siquiera alcanzaba el grado de bipolar. Había excavado meticulosamente en los recuerdos de su infancia y podía recitar con soltura la mayor parte de sus traumas. En público, sin repetir y sin soplar, conseguía enumerarlos cronológicamente desde 1982. Además para asegurarse de no dejar rastros de “Heterodontus”, ocupó sin tregua hora tras hora de su agenda. Pero a pesar de las sólidas barreras, cronogramas y reuniones dispuestos a lo largo de los días, algo se filtraba. No podía olvidar el temor a la palabra.
En la soledad de su cuarto continuaba siendo esclavo. Prisionero de “Heterodontus”. Un mecanismo que se accionaba tan graciosa e implacablemente como el hipo. No había nada que él pudiera hacer al respecto. Nada. Comenzó a temer los ataques de “Heterodontus”. Se preocupó por imaginar catástrofes panorámicas. Profetizó bancarrotas. Destierros, estampidas y plagas. Pero inesperadamente el indicio de que estaba empeorando lo detonó la pequeña violencia con que servía los fideos. Se le escaparon tres grandes “Heterodontus” y una cacerola rodó por el suelo.
Esa misma tarde las embestidas se hicieron más violentas. Necesitó huir a la carrera de los puños del cuñado y del llanto de su ex.
Se daba cuenta ahora. Vagando por la ciudad como un arrepentido sin jinete. Desbocado. Desposeído. Sobre todo impotente. Queriendo darle una paliza a cada una de las letras que accionaba a “Heterodontus”. Anhelando clavarles sus dientes en el lomo. Cazarlas, darles muerte. Se daba cuenta ahora que sonaba su celular. Que el nombre de ella aparecía en la pulcra tipografía sin serif del visor.
Tomando aire destapa el aparato. Su voz se desbarranca en la estampida de salivas que va dejando tras de sí el HETERODONTUS.

viernes, 9 de julio de 2010

El ferry - Mara Gena


La cola para subir al ferry era carnavalesca. Había cejas en alto, bocas hablando por lo bajo, niños, juguetes, valijas y protestas a todo color. Cómplices olfateando más cómplices. Buscando con ojo insistente, mientras vociferaban sus indignaciones y reproches, los asentimientos mudos lanzados alrededor como confeti. La espera me rodeaba con todo tipo de vibraciones nocivas. Todo acrecentado por la nefasta combinación de un espacio reducido y la demora.
A pesar de que la fila comenzó a moverse la gente no parecía desear la calma. En este punto se podía ver cómo los individuos se transformaban en horda. Cómo sus deseos se convertían en la ansiedad del conjunto. Del otro lado de los cristales todos empujaban como uno y el intrincado laberinto de postes y cintas nos tragaba en las tinieblas. El free shop era el mismísimo caos que gritaba precios, alzaba perfumes, ponía manos y manos sobre los Toblerone.
Fue entonces que los gritos comenzaron a escucharse. Los rostros giraron. Un hombre rubicundo y demasiado enorme para ser ignorado iba tornándose rojo. Junto a él una mujer menuda –que más tarde todos recordaríamos como Susana– miraba el piso sin emitir sonido, ni respiración. El tejano (llevaba puesto un buzo con las palabras Houston Dynamo) le repetía mitad en inglés, mitad en castellano, que se comportara. Que éste no era su país. Que debía tener paciencia. Pero parecía hablarle a un ser imaginario que en los vapores de su fantasía se elevaba dos cuerpos arriba de ella.
Los cómplices no demoraron su trabajo. A mis espaldas conjeturaban sobre el grado de ebriedad del hombre, su estatura, ingresos y otros datos pertinentes. Pero pronto volvieron a los asuntos de la masa y comenzaron una vez más a empujar. Una vez dentro del ferry avanzamos sobre alfombras con dibujos de serpientes estrambóticas. El hall principal del barco parecía crear el efecto de una locura mullida bajo los pies. Nadie podía estar a salvo. Mucho menos el tejano. Caminaba apenas ladeado, como si aún no estuviera listo para reconocer que dentro de él algún mecanismo estaba irremediablemente dañado.
Abollé mis cosas contra el asiento y abrí un libro. Deseaba leer un poco y olvidarlos a todos sobre este ápice flotante del universo. Pero no había alcanzado a completar el primer párrafo cuando escuché que una mujer de pañuelo en cuello reclamaba a un tripulante: debe hacerse ALGO con ESE hombre.
–Parece estar muy alcoholizado –dijo tocando la seda de su pañuelo. El rostro gesticulando normalmente bajo el efecto del sedante habitual.
Así comenzaron a llegar nuevas noticias del tejano. Estaba gritando en el pasillo y la gente pedía que lo bajaran del ferry. Que era un peligro y que al parecer la mujer que lo acompañaba había desaparecido.
Los gritos del tejano se escucharon más cerca. Su voz emanada sobre los estampados de la alfrombra golpeó nuestros pechos como una marabunta grave. Luego apareció su cuerpo más enrojecido. Su respiración más animal. El tejano comenzó a caminar mirando las hileras de asientos como si entre nosotros buscara presas. Muchos se acomodaron con actitud de alumnos buenos que prestan atención al dictado. El murmullo cesó por completo. El tejano observaba a la multitud con celo, tratando de encontrar en ella la carne de Susana. Muy despacio consiguió llegar al centro del ferry. Allí se detuvo. Tenso como un perro se rascó un codo con fuerza. Las uñas fueron dejando surcos en la piel. Entonces, de repente, se irguió, trepó por las escaleras hacia la cubierta y desapareció. Tres tripulantes de traje azul daban saltitos y hablaban por walkie-talkie mientras intentaban seguir su rastro.
¡Oh no, la bestia estaba suelta! Corría por el ferry sin correa. Sin bozal. La gente comenzó a hablar. El coro de cómplices reencarnó en otros e intentó sumar nuevos adeptos. Cómo podía ser que no hubiera seguridad. Cómo no hacían algo. Cómo no lo bajaban del ferry, lo encerraban en las bodegas, lo ahogaban en el río. Y ésa que lo acompañaba, ¿era su mujer? Una latina ilegal y un borracho, qué yunta. Porque el alcohol en Estados Unidos es un problema grave. El alcohol y la gordura. Acá por suerte no hay gordos. Pero allá… allá lo tendrán todo resuelto, pero los mejicanos se les meten cada vez más. Cada vez peor. Y si no construís un muro cómo hacés, cómo te protegés…
Los altoparlantes se encendieron y la estática del sonido acopló sobre los pensamientos con unos dientes agudos.
-SEÑORITA SUSANA. SE-ÑO-RI-TA SU-SA-NA DIAZ POR FAVOR PRESÉNTESE EN EL NIVEL 1, SALA 1.
Todos lo sospechamos. Susana había escapado. Había bajado por la rampa, corrido por el muelle y probablemente ahora, escondida en algún barco coreano, Susana partía hacia Bangladesh. A la velocidad de la luz supusimos que el tejano estaría más rojo. Su buzo más empapado. Su rabia más voraz propagándose por las venas. Vimos a los tres tripulantes que lo seguían ahora desmembrados, bañados en sangre, disgregados en partes pegajosas, pequeñas e irreconocibles. Algunos de nosotros, nerviosos, comenzamos a mirar por las ventanillas. Tamborileamos los dedos. Contuvimos la respiración. Observamos con temor cómo las gotas iban escurriéndose sobre el vidrio.
Afuera, en tierra firme, la vida continuaría normalmente. Sonarían los celulares y los bocinazos. La gente entablaría diálogos de siglas, se pasaría minutas, intercambiaría briefs. Un hombre sentado frente a una lágrima esperaría al contacto que iba a salvar su pyme, su año, su vida. Alguien de una mesa cercana entregaría su tarjeta al grupo reunido para discutir proyectos de miles de dólares y sería recibido con desdén.
Mientras en el barco pasarían otros quince minutos. La espera se haría larga hasta que por fin se escucharía con alivio el encendido de motores. Y lentamente comenzaríamos a dejar atrás la costa. Todos callados. Todos finalmente cómplices en el silencio de saber que partíamos sin Susana.

martes, 20 de abril de 2010

Viaje interestelar al supermercado chino - Mara Gena


No puedo leer. No puedo escribir. No puedo reunir el automatismo mínimo que se necesita para hacer algo concreto. Las energías anárquicas de la ansiedad devoran como ratas propósitos hechos de queso. Abro el mail. Lo cierro. Tiro de mi cabello, lo enrosco y lo aquieto con una hebilla. Abro otro mail. Veo un blog. Intento concentrarme en la oración: “Durante dos días ese joven dió saltos y corrió por toda la casa”. “Do-s-dí--assejov-en-d-ió-sal-tos-yco-to-dala-c-a-s-a”. Vuelvo a leerla, letra por letra, pero se dispersan como hormigas. No puedo imantar el significado que las convierta en palabras. La ventana abierta muestra una efervescencia de hojas. Las ramas crecen en el tiempo de un árbol. En este punto desespero. Me pregunto si el experimento cósmico que es la humanidad saldrá bien. Si este fenómeno extraviado que somos podrá sobrevivirnos. Elijo ir a buscar el aceite que falta. Bajo las escaleras. Abro la puerta pesada ante la que todos los vecinos se esfuerzan. La vereda aparece destruida con la furia que sólo la desidia y los perros pueden darle a sus huellas. Un reguero de garras y Adidas hundiendo el cemento. Ante la entrada del supermercado una mujer que parece estar atrapada en la velocidad que ha tomado cuerpo, me primerea. Gira como si fuera un carrito de montaña rusa que ha tomado la curva final y se lanza al interior en busca de fiambre. El lugar es modesto y húmedo. En sus estrechos pasillos los humanos se paran a mirar productos como si se tratara de obras de arte abstracto que intentan comprender. De pronto un hombre maduro eleva un frasco de dulce de leche entre sus dedos. Se coloca los anteojos con celeridad y lo observa compenetrado. Lo rota hacia la derecha y hacia la izquierda. Mira su tapa. Una esposa se detiene a su lado y frunce el ceño. Al parecer el dulce de leche no merece estar entre su colección de changuito lleno. Lo dejan. Llego al fondo del local. El freezer crepita. Viendo un estante lleno de esculturas estrambóticas para contener yogur pienso que la civilización está definitivamente perdida. Es el infierno. Pero me rehuso a decretarlo y vuelvo a confiar en la amarilla calma que me proporcionará encontrar el aceite de siempre. Finalmente doy con él. Aferrada a mi botella de girasol huyo hacia la caja. “¡TWISTO! ¡TWISTO!” grita el dueño apelando a una enfática elipsis para explicarle a un viejo de remera Lacoste de tono salmón irritante, por qué esa caja blanca vale más que otra menos blanca. Una mujer mayor enciende su rol de “abuela dadivosa” y con una sonrisa tiesa le dice a una niña que mira los dulces con ardor que elija lo que quiera. La niña sin sospechas señala uno, dos, tres envoltorios de chocolates diferentes –todas las chispas de felicidad que puede encontrar–. Entonces, sin pudor como si se tratara de una colilla vieja, la mujer extingue su deseo y toma con mano dura un chupetín inexpresivo y dice: “Mejor esto”. Es mi turno y casi consigo apoyar el aceite en el mostrador cuando vuelve la mujer de la montaña rusa y me primerea con huevos, fiambres y muchos postres Royal que acarrea como si fueran de trozos de carne para apaciguar a las bestias. No puedo decir cuánto se enoja mi ego cuando esto sucede. Cuando alguien no me ve a propósito. Suele cantarme al oído, con dulzura, cuanto mejor estaría el mundo si yo pudiera cortarle la cabeza a la maleducada. Y a veces lo consigue. Mis emociones hierven y se exasperan. Otras veces como hoy están tan empantanadas que se enojan con lentitud y se deslizan como babosas hacia la sal de la tristeza. Ahora sí. Es mi turno. Planto mi botella. Desde su traje digno de cualquier flota intergaláctica, la china no parece estar muy a gusto con la atmósfera de la Tierra. Apenas respira. Apenas parpadea. Mira hipnóticamente el envase. Entonces me surge la duda. No me he fijado en la fecha de vencimiento y no sería la primera vez que por estar dormida me llevo algo que ya ha perecido en el letargo de las góndolas. Tomo el envase y comienzo una minuciosa expedición de su superficie. Sin darme cuenta he activado los mecanismos secretos de su cabeza. Hago bailar su nariz de un lado a otro del lector láser. La subo, la bajo. La hago rotar para aquí y para allá. Estoy a punto de soltar una risa cuando aparece una mano delicada pero firme que atrapa al vuelo el envase y lo lleva hasta el Clink! del lector. Salgo. El aire se arremolina en la esquina y la alarma de un auto se subleva. Nuevamente el malhumor salta sobre mí. Odio las alarmas sublevadas que estallan por todos lados con el temor de los que tienen. Abro la puerta pesada. En el piso un papelito doblado se muestra dócil al tacto y liberador de la imaginación. Lo despliego sin contenerme y en los lomos de una birome despatarrada leo: El gauchito Antonio Gil es todopoderoso y milagroso. Pida deseos imposibles y tire las cartas.

miércoles, 24 de febrero de 2010

El hombre importante, la soledad y un iPhone - Mara Gena


Era joven y debía ser bastante nuevo en el cargo de “ser importante” porque no podía dejar de verse el regodeo que le producía en las comisuras que se enrulaban a ambos extremos de su cara. La entrevista había terminado pero el café –traído por una secretaria prudentemente hermosa– había llegado tarde y todavía estaba muy caliente para tomárselo de un trago. Permanecimos en silencio unos segundos. El hombre importante tomó su iPhone y escribió con mano diestra algo que por la expresión de su rostro parecía ser muy relevante.
Al finalizar levantó la vista y recordó que yo aún estaba allí.
—Estas cosas son muy útiles para tomar notas —dijo a manera de justificación—. Funcionan perfectamente como una libreta.
Para alguien como yo que carga con un anotador grasiento como si se tratara de una posesión valiosa, ver el costoso adminículo de piel siliconada y brillante que él menospreciaba con el mote de libreta me resultó divertido.
Él tanteó su pocillo pero todavía estaba demasiado caliente y lo dejó de inmediato. Para no quedarme mirándolo comencé a vagar mis ojos por el resto de la habitación. Todo parecía estar bajo control. Libros de fotógrafos y arquitectos famosos cuidadosamente ordenados en cubos de melamina. Un sillón Le Corbusier blanco aún virgen de trapo con limpiador cremoso. Unas cuantas fotos pequeñas se alineaban sobre el escritorio. En ellas se podía ver al hombre en distintas situaciones aisladas de lo que constituía su vida. O por lo menos de lo que él deseaba exponer de ella. En una de las imágenes se lo veía abrazado a otro hombre joven y parecían estar disfrutando de una felicidad aromática en un casino estrafalario de un país latinoamericano. En otra podía vérselo con cuatro o cinco personas más. Todos llevaban gafas de sol como si se tratara de un grupo de pop disfrutando de su día libre en un bar de NY. En la única fotografía que tenía marco de madera, se veía a una mujer mayor en buen estado físico que reía bajo un sombrero de ala ancha con las cataratas del Iguazú como fondo. Imaginé que podría tratarse de su madre.
Fue entonces que el iPhone sonó con un ring común de los que vienen por default en el aparato. El hombre observó el visor y una sonrisa se expandió de una sola pulida sobre sus dientes uniformes.
—¿Qué hacés? —dijo y me envió una recelosa mirada seguramente deseando que yo no estuviera allí para poder hablar más libremente.
Yo bajé la vista.
—Preparate. Se necesita más disciplina para aprender a perder que para ganar. Así que andá practicando —dijo y esforzó una risa—. Dale, reservo cancha para las cuatro del sábado. Abrazo.
Colgó y la sonrisa tonta que en uno perduraría por inercia en él se deshizo como si la hubiera desactivado apretando un botón.
Nuevamente caímos en un bache fuera del terso asfalto que proporciona la charla sin propósito. Yo apuré un sorbo de café y me quemé la punta de la lengua. Comenzaba a sentirme incómoda y deseaba irme.
—De a ratos se vuelve molesto —dijo de pronto como si hablara para sí mismo y abrió su densa barrera de pestañas—. Por más sensores que tengas encendidos nunca sabés quién se te acerca por predilección genuina o por un interés no menos real. Detectarlo se vuelve un trabajo realmente cansador, por lo que en un momento empezás a aplicar la misma falsa cercanía para todo el mundo.
Pronunció estas palabras como si diseccionara de manera aséptica un insecto sobre una bandeja de plata. Su rictus continuaba sin sobresaltos. No había en su rostro emociones perturbadoras de las que suelen enredarse entre las cejas y que poco a poco o de un solo golpe fruncen por peso propio cualquier ceño.
¿Por qué me lo había confesado? Ya fuera porque yo no pertenecía ni remotamente al juego de ajedrez que él estaba habituado a practicar contra otros o simplemente porque necesitaba expresarlo en ese momento y en ese lugar aunque se encontrara frente a la rana René. Eso no podía saberlo.
Pero de alguna manera consiguió despertar mi empatía. Yo también sentía que por ciertas disfuncionalidades de mi propia personalidad jamás había podido conectarme con la gente y él que había construído un éxito que se levantaba sobre una colina como una mansión enorme que podía ser vista a veinte cuadras a la redonda, necesitaba tener permanentemente abierto un foso lleno de cocodrilos a su alrededor.
Si se lo consideraba un poco resultaba gracioso. Estábamos parados involuntariamente en extremos opuestos de un mismo juego y sufríamos con una idéntica ansiedad. Él por ser perfectamente sociable y yo por ser imperfectamente ermitaña. Si encima alejábamos un poco más la cámara, podía verse que por algún motivo más grande y desconocido, las dos piezas que éramos habíamos sido colocadas frente a frente durante un breve lapso que en realidad no debería haber existido. En esa habitación extraída del grotesco calor del verano, donde el aire acondicionado reinaba en su propio clima impecable y fresco, dos pocillos de café a destiempo habían generado una paradoja.
El golpecito seco de la loza sobre el plato me sacó de mis disquisiciones. El hombre importante había terminado su café y me dirigía una mirada inequívoca.
Me apuré a beber el mío, tomé mi bolso y me despedí.
Cuando la pesada puerta se cerraba a mis espaldas escuché nuevamente el sonido desnudo de su iPhone.

jueves, 18 de febrero de 2010

El balde - Mara Gena


En casa existe un grupo de cosas con tendencias suicidas. Hoy mi balde rojo se ha tirado por la ventana.
En realidad se da una conjunción de causas y efectos microcósmicos. Un entretejido entre las desatenciones de la gente y los deseos tatánicos que sostienen los objetos. Pretendo implicar que, al afligirse, las cosas también bajan sus vibraciones y sienten ganas de morir. En este tipo de patologías es usual que el individuo espere nuestra distracción para cometer el acto. Así nosotros también estamos implicados. Somos cómplices.
En el caso del repasador a rayas, yo estaba cocinando cuando me atacó una de esas ideas que primero temés olvidar y luego comprendés que hubiera sido preferible. En aquel momento yo tenía una necesidad orgánica de escribirla en un pedazo de papel —el cual por capricho o por venganza nunca se encuentra al alcance de las manos que lo buscan—. Me dirigí empecinada a capturarlo en otra habitación.
El instinto suicida debió ser inminente. Al volver a la cocina con la cabeza más fría después de haber desmoldado el pensamiento, comprobé que el repasador ya no estaba. Afuera llovía y soplaba el viento como corresponde a las escenas trágicas.
Con la toalla fue diferente. Necesito advertirles: las toallas 100% cotton terry son de temperamento sensible. El descuido y la tormenta deben haber empapado el algodón de su moral. ¿Cómo podían olvidarla a ella, la más carnosa de las toallas, en esa terraza llena de la pelusa de los árboles comunes?
Su cuerpo esponjoso se deshidrata con los brazos abiertos para siempre sobre un cielo de chapa.
Cuando desapareció el alicate nuestro diagnóstico fue pesimista. Sospechamos que se trataba de un típico cuadro maníaco-depresivo, seguido de suicidio. Pero logró engañarnos. Transcurrido el mes lo encontré retozando alegremente bajo las cucharas más gordas.
Debido a este comportamiento errático y libertino ahora nos referimos a él como “Alicate Escapista”.
—Necesito cortarme las uñas, ¿no vió usted el “Alicate Escapista”? —pregunta el Sr. R con medio cuerpo emergiendo del vapor.
—¿Se fijó en el revistero? —digo.
—Ah sí, acá está —contesta el Sr. R y vuelve a sumergirse en el vapor.
Recientemente un nuevo repasador se entregó al abismo. Y eso que debido a la experiencia anterior y considerando que el suicidio puede ser un rasgo heredable, me abstuve de comprar uno con estampado a rayas. Los patitos se veían tan alegres. Tal vez demasiado. Hoy el paño de sus cadáveres se encuentra sobre una medianera sucia. El broche que los sostenía se ha tirado con ellos de pura impotencia.
A causa de la muerte de los patitos, me vi envuelta en un interrogatorio. El esposo de la vecina de abajo, un hombre frío de tanto andar a la sombra, me ha detenido en la escalera y me lo ha impuesto, tomándose su tiempo y olvidando el mío. Ha empezado por hacerme notar que “cierto elemento” yacía en la medianera del vecino, un tremendo piso más abajo y sin respirar. Me ha dado una descripción tan minuciosa de su tela que me ha erizado la piel. Yo por supuesto lo he negado todo. He dicho que no había notado que en mi cocina faltara nada. A lo que él ha repuesto con mirada firme que el mío era el último piso y que por lo tanto no podía provenir de otro lugar. Para no parecer sospechosa le dije que no recordaba tener un repasador como ése y después corrí.
Lo del balde es más grave. O al menos más sonoro. Al caer hizo una sombra por mi espalda hasta estallar en el eco de la planta baja. Yo no estaba mirando. Leía enardecida cuando el viento dió un suspiro y ahí el balde aprovechó.
Ahora yace sobre un flanco, sin saber si temblar de pena o rodar de espanto.
Sé que no puedo posponerlo más. No puedo permanecer encerrada toda la tarde haciendo de cuenta que no ha caído. Que todavía está en la ventana conteniendo el rojo puro en la indolencia del plástico.
Voy a tener que enfrentarlo. Voy a tener que bajar las escaleras, tocar el timbre y esperar la puerta. Voy a tener que poner expresión reposada para no generar alarma y voy a tener que decir:
“Mirá… vengo porque mi balde se suicidó”.

viernes, 29 de enero de 2010

La puerta giratoria - Mara Gena


De niña Ana tenía dos patios. Tenía dos patios, dos jardines, dos casas, dos perros, dos madres. Trece gatos. Las repeticiones y las rarezas habían entretejido en ella un particular entendimiento de la realidad. Nunca había podido distinguir con certeza el umbral de salida de los sueños y la puerta de entrada al mundo real.
Esto, que para otra persona podría resultar alarmante, en ella resultaba natural. Jamás se había inquietado al encontrar seres de pesadilla en plena calle y viceversa. Comprendía también —esto se lo habían enseñado sus madres— que los sueños acercaban mensajes y que era preciso estar disponible para recibirlos. Si por alguna razón no recordaba lo que había soñado, durante el día aparecía alguien o algo que se lo evocaba. Así sucedía y Ana nunca se sobresaltaba. Durante el transcurso de su vida había visto adivinos, ciegos, locas, perros bicolores, mujeres con gallinas en la cabeza, un origami de caras que se abría imprevistamente para disipar la niebla de su olvido. Ella siempre escuchaba sin inmutarse.
Pero esa noche el soñar fue diferente.
Viajaba en colectivo. Sentada del lado de la ventanilla, comenzaba a observar las calles. No parecía existir peligro. El cielo estaba completamente despejado y había sol. “Sin embargo, algo va a ocurrir” le decía una voz irreconocible y familiar. Ana se estremecía y se frotaba los brazos como si quisiera darse calor. Lo inminente estaba cercano. Podía sentirlo en el peso extra de su pecho. De pronto tocaban su hombro.
Ana despertó sobresaltada. Al llegar al baño se lavó la cara varias veces. “La sensación es completamente diferente”, dijo mientras se dejaba mirar desde el espejo. Se vistió apurada. Afuera, no había una sola nube y eso le pareció aterrador.
Mientras esperaba el colectivo una impresión le dio de lleno. Ya había tenido ese mismo sueño antes. ¿Cómo no lo recordaba? De pronto se dio cuenta. Estaba atrapada en una puerta giratoria de las que alguna vez le hablaran sus madres. Una vez adentro las escenas se repetirían inevitablemente hasta que pudiera romper con la cadena. Necesitaba despertar de verdad. Sintió miedo. ¿Qué significaba estar realmente despierta?
En el 110 quedaba un último asiento libre junto al pasillo. Esto la tranquilizó. No se sentaría junto a la ventanilla como en el sueño. Avanzó despacio, el vehículo se movía como si no hubiera sido domado. Ana cayó en el asiento con horror. A su lado había una mujer que le daba la espalda. Temblaba y parecía estar abrazándose a sí misma mientras miraba hacia la calle con desesperación.
Ana extendió el brazo.