Mostrando las entradas con la etiqueta María Ester Correa Dutari. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta María Ester Correa Dutari. Mostrar todas las entradas

viernes, 29 de noviembre de 2013

Stormy weather – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


La tormenta estaba sobre Grego, y al muchacho no le hacía una pizca de gracia tener que soportar un diluvio de agua hirviendo. Si bien los equipos de la nave han sido diseñados para soportar altas temperaturas, reflexionó, no creo que pueda sobrevivir a una inundación de esas características. Pero si en verdad se trata de una tormenta debería oír los truenos, ¿no es cierto? En ese caso tendré tiempo para alcanzar la cima de la colina.
—Imposible —dijo una voz turbia y taimada sonando dentro de su cabeza—, como está cerca de los mil grados, el agua es gas a presión.
¡Maldición!, pensó Grego. Cuando la montaña se desmorone impactada por un meteorito, los instrumentos colpsarán y la nave saldrá disparada hacia el infinito por efecto de la fisión nuclear; todo el planeta estallará en nanopartículas y quedaré envuelto por una nube de metales, azufre, polvo celestial y partículas iridiscentes. Viajaré a la velocidad de la luz, me fagocitará un agujero negro y será mi fin.
Sintió que cesaba todo movimiento. Abrió los ojos. Estaba en la cima de la montaña rusa.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

miércoles, 27 de noviembre de 2013

La cruz gamada - María Ester Correa Dutari


Le habían dicho que allí encontraría la paz, que estaría a salvo. El sitio: el gran Hotel Viena en Laguna Mar Chiquita. Un lugar de bosques vírgenes, frente a una laguna de cuenca cerrada y avistaje de pájaros
Mete la mano en el gabán. Toca el objeto que es su salvoconducto. Águilas imperiales en mármol, y la insignia en el frontispicio. Hombre alto, peinado a la gomina, pelo cruzado sobre su frente, barbilla, grande, ojos negros profundos. Bigotes estilo germánico. Lleva un maletín de cuero negro. Escapa de la guerra y de una segunda muerte. Germanófilos hay en todos los sitios.
La noche y la bruma tornan el lugar en lúgubre. La tormenta arrecia. El rostro surcado por gruesas líneas de agua salada. Sube los escalones, y golpea el portal.
—¡La contraseña! —gritan desde dentro, en alemán. Por la mirilla muestra el símbolo de las SS.
Al abrir la puerta todo le es extraño. Objetos que en su vida no existen. Pantallas que emiten luces, muestran personas. Sonidos estridentes escapan de esas cajas. Los adornos futuristas, algo ha visto en las distintas ferias en Hamburgo. Camina. En la cocina el almanaque, diciembre 1974. Sorprendido y asustado aprieta su tesoro. Claves, y resultados de experimentos genéticos. Nadie lo recibe, extrañado se da cuenta que ha viajado a través el tiempo, desde 1945. —Otra oportunidad —murmura. Sonríe cínico. Se detiene, recuerda. La hoguera, el pacto, el arma, el tiro de muerte, Eva, los soldados, la mañana, la sangre, los despojos humanos por doquier, las bombas, Berlín sitiada….los rusos, los americanos, los soldados en la madrugada lluviosa haciendo el pozo en el fango, tapando con cal los cadáveres…
Abrumado, toma asiento. Emprolija papeles, los mira fijo y se frota las manos satisfecho, allí están…. Disfruta y descansa. Las huellas del pasado están en su cuerpo. Parecen cien años, o más. Los espejos del comedor reflejan un hombre de sólo cincuenta. Oye pasos. Tras de sí aparecen los que ya no están. Mutantes que se desarman y emanan olor fétido.
—¡El oro, queremos el oro! —reclama uno de ellos que luce un raído uniforme del Reich del que salen gusanos y alimañas.
—¿Qué oro?
—Ya sabe, el de la guerra. También queremos los informes que dan la juventud eterna. —A medida que habla caen brazos, manos, dientes. Los otros deambulan por las habitaciones desordenando el mobiliario.
—¡Jamás entregaré lo que piden! —Se aferra al futuro y el de las generaciones de nazis por venir. El sueño de lo eterno y la pureza de la raza no será objeto de mercadeo.
Forcejea. Saca la cruz gamada que esconde bajo el abrigo, la dirige hacia la luz, abre una pared cristalina. Escapa, corre por el parque. Se acerca a la humarada.
El cielo sangra, jadea, el lodo hace imposible la marcha. Resbala, se incorpora. A punto están de atraparlo, abre la maleta, el viento helado se lleva las hojas que contienen los secretos.
Se acercan. Los tiene encima, babosos, malolientes.
Divisa los soldados encargados de rociar su cuerpo. Remueven los cuerpos. Desaparece en las cenizas que han quedado como rastros del suicidio.

Acerca de la autora:

sábado, 9 de noviembre de 2013

Pedro el breve - María Ester Correa Dutari


Pedro toma transportes diferentes para ir al trabajo. El reloj lo despierta puntualmente a las cuatro y media de la mañana, poco tiempo para desperezarse, a las apuradas sorbe el té. El monoambiente apenas recibe rayos del sol, siempre oscuro, encerrado por torres modernas en la gran ciudad.
Medio peinado, medio lavado, a las cinco toma el cincuenta y cinco que lo deja en la parada del cincuenta y cinco en Retiro, y de allí el tren hacia el oeste de la provincia de Buenos Aires, se baja y toma otro colectivo que lo deja sobre el horario de entrada en el frigorífico.
Su único horizonte es un caño donde agarrarse, no ve nada más que techos de colectivos, trenes, galpones, y su monoambiente.
Apenas agacha la cabeza y mira por las ventanas, solo para no pasarse.
Las personas sin rostros, las personas jamás son las mismas, pero siempre son las mismas, solo que él no las reconoce. Las de ayer, las de antes de ayer, las de siempre, pero siempre ajenas.
Millones de personas, cientos de barrios, de edificios, de ventanas de cortinas, de casas que ve pero no ve.
Se vacuna, se anestesia, se pone una venda, sus ojos los usa nada más que para no llevarse nada por delante. Solo cinco minutos en el trabajo para ir al baño contado por un tortuoso reloj de arena y otro digital que chilla cuando se ha violado la regla. Solo cinco minutos para fumar en el cubículo de cuarenta por cuarenta. En la ciudad de cemento está prohibido fumar en todos los sitios, solo tienen un tubo por el cual expeler los toxinas. Los fumadores son cuasi delincuentes. Solo cinco minutos contados por un tortuoso reloj de arena y otro digital que chilla cuando se ha violado la regla. No articula palabra, no tiene con quien hablar, fugaces miradas esquivas, aún cuando suceda algo extraño, Pedro el breve no articula palabra, solo hola, permiso, adiós…
De su vocabulario se han borrado las palabras, solo se oyen onomatopeyas.
Pedro el breve también lo es en sus movimientos, sube, baja, salta, pone el cospel, saca el boleto, pulsa el botón del ascensor, abre, cierra las puertas, las canillas, prende y apaga la luz...
Nadie lo escucha, a nadie escucha, nadie se detiene, el tampoco se detiene, porque nadie tiene nada que decir, ni escuchar, ni hablar, poco tiempo, poco espacio para la vida.
Pedro el breve, en el todo es breve, menos la larga y triste soledad.

Acerca de la autora:
María Ester Correa Dutari

viernes, 1 de noviembre de 2013

Despertar – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


Lo despertó el dolor. Abrió los ojos, y al palpar el pecho con un movimiento involuntario descubrió dos o tres cosas inusuales: un vendaje; el costoso traje que usara en la fiesta de la noche anterior había desaparecido y estaba acostado sobre una camilla, envuelto en una bata descartable.
—El equipo médico —susurró una voz familiar— planea una intervención quirúrgica exploratoria. La bala está entre el pulmón y el corazón, por lo que deben operarte lo antes posible.
¡Es cierto!, recuerda. Había salido a fumar, unos tipos lo atacaron, y lo subieron a un vehículo. Estaba en poder de traficantes de órganos. La voz familiar era la de su amigo. Lo había traicionado por unos pocos pesos. Y mientras el Judas sobrevuela el quirófano, comienza la ablación: corazón, pulmones, hígado.
—¡Desconéctenlo! —ordenó el cirujano. Los ojos le picaban, vio una luz intensa; y al despertar se dio cuenta de que todo había sido un sueño.
—Marta, ¿qué te pasa? Me acabás de morder justo debajo de la tetilla. Mirá, un orificio, se palpa.
—Perdón, José. Estaba soñando que te habían secuestrado; estabas en una morgue, atado. No tenía cómo desatarte; decidí cortar la soga con los dientes.
—¿Y esto qué es? —sonrió cínicamente, con el último aliento.
—La cápsula de una bala servida —contestó Marta, lacónica. Luego lo besó y lo tapó antes de que lo metieran en el ataúd.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

viernes, 20 de septiembre de 2013

Comerciando - Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


—El ascensor es muy grande —dijo el niño. Tal vez vivía en una finca de las afueras, o directamente en un pequeño pueblo del interior y era su primera vez en la ciudad.
—¿Grandes? —El hombre no estaba interesado en la conversación. Había robado el niño para vender sus órganos en el mercado negro y lo único que le importaba era encontrarse de inmediato con el comprador y cobrar buen dinero por la mejor mercadería.
—Y difícil de escapar de él —insistió el niño mirándolo con picardía.
—¡Silencio! —El secuestrador observó nervioso el reloj—. Nos esperan a las ocho en punto, en el último piso.
—¿Adónde me lleva señor?
El ascensor se detuvo bruscamente. El hombre tocó varios botones, pero las puertas no se abrieron. —¡Maldición! No llegaremos a tiempo. —El niño observó extrañado al secuestrador que machacaba los controles para continuar—. ¿Que está pasando?
—¿Usted está seguro de saber adónde vamos? —La voz del niño sonaba extrañamente tranquila y metálica. El hombre, fuera de sí, se lanzó sobre el pequeño para hacerlo callar, pero ese fue el momento elegido por ascensor para estremecerse; se encendieron y apagaron las luces y se puso en movimiento tan imprevistamente como se había detenido. Luego se percibió una abrupta frenada y la caja golpeó con fuerza contra uno de los costados. Un sonido agudo atravesó el metal, enloqueciendo al hombre que, mareado, cayó al piso.
—Muy buen trabajo —dijo el jefe del operativo cuando se abrieron las puertas del ascensor—, al fin pudimos atrapar al cazador de órganos. Ahora retiren al prototipo del niño robot y métanlo con cuidado en su caja.

Acerca de los autores:

domingo, 9 de junio de 2013

Guiso de habas – Sergio Gaut vel Hartman & Maria Ester Correa Dutari


—¿Usted está seguro de que lo que escribe es también interesante para los demás? —Agnos removió el guiso con un tenedor y se concentró en las habas; eran enormes.
—No lo sé —respondió Loretta—. Nunca se sabe. Los que se acercan a comentar algo que escribiste te adulan, los que no se acercan tal vez piensen que es una bazofia.
—Como este guiso, sin ir más lejos. —Ahora Agnos sonreía. Le costaba creer que solo era un personaje, que su vida entera estaba en mis manos. De pronto se dio cuenta con quien estaba hablando, de que a pesar del tratamiento y la medicación, lo seguiría haciendo, y que ese conocimiento lo iba a volver loco. La sonrisa se borró de sus labios.
—Los cuentos, como los guisos, si no acaban cuando corresponde se terminan convirtiendo en un pastiche frío e incomible. —Loretta, en cambio, disfrutaba jugando el rol del escritor. Sabía que no lo era, que solo se limitaba a representarme.
—Ya mismo lo termino; ¿no vas a comer? —Loretta movió la cabeza. Había urdido un plan para hacer desaparecer a Agnos. Y no era la primera vez que hacía algo como eso. En su haber se contaban pistoleros, asesinos, prostitutas y proxenetas. Pero habitualmente nadie reclama, aunque no estén conformes con su estilo que, está de más que lo diga, es el mío.
—No, no voy a comer. —Loretta se levantó de la mesa para dirigirse al escritorio donde estaban los borradores; había decidido borrar a Agnos del cuento.
—Lo cierto — dijo Agnos, que ignoraba por completo los propósitos de Loretta (y los míos)— es que tus cuentos son malísimos, nada es creíble, aunque debe quedar en claro que yo soy un escéptico, de allí mi nombre. En realidad, no sé por qué me preocupo: yo no soy el que no vende un miserable libro.
—Tu opinión es irrelevante —dijo Loretta levantando la vista de los papeles—; sabés perfectamente que el que decide la continuidad de la historia soy yo, para eso soy el escritor. —Tomó una de las lapiceras, pero descubrió que en ella apenas quedaba tinta—. Y el final está cercano —concluyó abrumado por las crecientes dificultades.
—¿Ah sí, cómo es eso? —El tono de Agnos era desafiante—. Los mediocres tienen una única forma de terminar un cuento: matando al personaje, ¿no es cierto? Pero sabe que no lo va a hacer, aunque de no seguir escribiendo la obra esta quedará inconclusa, ¿no es así?
Loretta miró a Agnos, incrédula. A medida que avanzaba la conversación se había ido dado cuenta que se desdibujaba, que ya no proyectaba sombra, que apenas era un garabato en la hoja, un línea torcida que se perdía en los vericuetos de la historia, y finalmente apenas unos puntos suspensivos.
—¡Esto es imposible! —exclamó Loretta antes de desaparecer por completo.
—¡Pobre tipa! —dijo socarronamente Agnos—. Cada vez que come estos guisos termina con indigestión, delira, se cree la protagonista del cuento, aunque debo admitir que es duro ser solo un personaje secundario. Ahora solo me queda tomar las riendas del cuento y continuar con su escritura hasta terminar la historia.
Le permití que lo creyera durante algunos minutos. El guiso estaba delicioso y hasta pasé el pan por el fondo de la olla.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

viernes, 26 de abril de 2013

Apocalipsis - María Ester Correa Dutari


—¡Abogo por un papa de otra nacionalidad, nada de alemanes ni de italianos, ya es hora! Tenemos un presidente negro en el país más poderoso del mundo, y es justo lo que digo! —Afirmo a mi interlocutor del otro lado de la línea—. las ultimas noticias, dicen que no se hace el consistorio en el Vaticano, se ha llegado a la conclusión que ya tenemos Papa. ¡Ahh, pero usted me dice que debería ser negro porque usted es negro! Es cierto, es hora que la Iglesia se renueve, tal vez si comenzamos por esto, se pueda hablar ver mujeres obispos, casamientos con personas del mismo sexo, repartir las riquezas, transparentar los negociados, ser dueños de todo el mundo terrenal, y del espacio exterior. La verdad tiene usted razón amigo y se cumpliría con la profesía de Netradamus el ultimo Papa seria de ese color: y que dice, al principio habrán enfermedades mortales como advertencia, luego habrán plagas, morirán muchos animales, habrán catástrofes, cambios climáticos, y finalmente empezarán las guerras e invasiones del rey negro. Todo esto ya se ha verificado en la realidad y el presidente cumplió con todas estas premisas, además porta el premio Nobel del la Paz, probada su hombría de bien, es el mejor candidato para asumir. ¡Es una jugada mortal: dueños del mundo occidental y cristiano, estos yanques son unos genios, pero sería el fin y el principio del Apocalipsis…!


Acerca de la autora:  María Ester Correa Dutari

domingo, 31 de marzo de 2013

La sexta de Beethoven – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


Firefly entró al estudio y vio que Pug había estado haciendo de las suyas otra vez. Tras mezclar los tonos del cielo con los del infierno infló las nubes de tormenta como si fueran copos de maíz y las hizo temblar de dolor hasta que soltaron toda la sustancia contenida en ellas. El efecto producido por los relámpagos obligaba a los animales salvajes a esconderse —sin éxito— debajo de los campos verdes y un frío como acero fabricaba fantasmas de cal entre las cenizas ardientes de los árboles quemados.
—Pug, ¿por qué lo hiciste? ¿No te das cuenta que tus acciones tendrán graves consecuencias y vendrán por nosotros? —Pero Pug había desaparecido, dejando tras de sí una explosión de estrellas. Firefly, nervioso, buscó los elementos de magia por todo el dantesco escenario. Sin embargo, solo logró ver catástrofes. Los animales se habían convertido en bestias babosas y las sombras, transformadas en informes mutantes, bramaban en los vidrios, intentando ingresar al estudio. —A lo hecho, pecho —murmuró el demiurgo. Destrabó los pestillos de las ventanas, permitió que las puertas volaran arrancadas por la tormenta de rayos y nubes negras. Y cuando los elementos estuvieron encima de su cabeza, con un pase de magia hizo desaparecer el castillo, que a partir de entonces fue una bola iridiscente.
Ya relajado, Firefly se fue a tomar un diakiry a una playa del Pacífico. Y luego de dejar pasar una eternidad, pensando en el escarmiento del travieso, murmuró sonriendo—: ¡Ya es hora de rescatar a Pug!


Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

jueves, 7 de febrero de 2013

Sentenciados – Sergio Gaut vel Hartman & Maria Ester Correa Dutari


Tamara tenía razón: el veneno del cifulán es mortal, pero Kissy se sintió avasallado por la arrogancia de la muchacha y no quiso aceptar la dolorosa verdad. Mientras ascendían la ladera norte del Saadassy se limitó a mover suavemente la cabeza alejando la inquietud que lo había acosado desde que el animal lo mordiera.
—No me pienso morir —dijo finalmente.
—Eso no es algo que puedas manejar —replicó ella.
—¡Sí, lo puedo manejar!
—¿Cómo?
—Debo encontrar algo, o alguien a quien inocular.
—¿Cómo qué?
—Otro ser humano o un animal. No, no tengas miedo, nos transmutaremos en otros seres. —Kissy sintió que se moría, y Tamara tembló de terror cuando él le tomó la mano y le clavó los dientes con suavidad; un fluido verde se deslizó por el cuerpo de la muchacha.
—¿Qué pasará ahora? —dijo ella. Con el último aliento, él respondió:
—¡Ya veras, seremos efímeros, pero no moriremos envenados!
En el suelo de la montaña quedaron dos crisálidas de las que, a su tiempo, emergieron otras tantas mariposas azules que desplegaron las alas y volaron hacia la cumbre.

Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari
Sergio Gaut vel Hartman

martes, 22 de enero de 2013

En un paraje peligroso – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa Dutari


—¡Arriba las manos! Esto es un asalto. —El delincuente mueve el arma con aire de suficiencia, pero Dagoberto Ludens sonríe; no se siente impresionado en absoluto.
—¿Un asalto perpetrado con una pistola de juguete?
El atracador mira el objeto cuestionado y su mandíbula cae; es, en efecto una pistola de juguete. Dagoberto aprovecha la vacilación y le muerde el brazo. El maleante se interna en el bosque, Dagoberto lo persigue; le preocupa que lleva un Rolex de oro en la muñeca. El coche queda a la vera del camino con las llaves puestas.
El malandra reaparece.
—¡Hey, vos elegís! ¿El auto o el reloj?
—¡El auto! —grita desesperado Dagoberto. Se saca el reloj, lo arroja al suelo y corre de regreso a la ruta—. ¡Al menos salvé el pellejo; que se meta el reloj en el culo! —Murmura. Está por llegar; la maleza no le deja ver, escucha gritos. El cómplice del primer chorro le corta la carrera; se ve un fogonazo, Dagoberto cae fulminado; este revólver no es de juguete. Los maleantes caminan riendo hacia el vehículo. Tienen todo el botín.

jueves, 10 de enero de 2013

Y palos en las ruedas – Sergio Gaut vel Hartman & María Ester Correa


—¿Quién puso estas piedras en el camino? —exclama Dorival de Entex cuando su corcel se encabrita, cortando la rauda carrera que el noble caballero ha emprendido para rescatar a la virginal princesa Maya de las garras del sádico hechicero Malibour.
—¡Nosotros! —replican a coro los despreciables septillizos Dutebard—. Si Maya no puede ser nuestra, que no sea de nadie.
—¡Será mía! —Dorival saca la espada corta cabezas y cercena las de los siete, pero vuelven a crecer como las de la hidra. Como advierte que es inútil seguir descabezando, azuza al noble animal, pisotea a los Dutebard y sigue su marcha con el cuerpo salpicado de fluidos fosforescentes que iluminan su camino. El hechicero, ahora convertido en dragón, se interpone en su camino hacia la torre. Expele bocanadas de fuego y lava, y la armadura de Dorival se desintegra. Está exhausto, a punto de ser vencido. Malibour se dispone a rematarlo cuando el caballo revela su verdadera identidad: es el súper mago David Cooperfield que ha logrado pasar a una dimensión paralela gracias a su enorme talento.
—¡Yo los voy a salvar! —exclama el equino—. ¡Toma esta pócima secreta! —Las crines y patas del caballo ahora son alas. Maya se lanza al vacío y cae en los brazos de Dorival. Vuelan. Dejan atrás el infierno. David Cooperfield clausura el universo y trae a Dorival y Maya al nuestro. Los amantes ahora viven en una pensión del Bajo Flores, y a pesar de que no están demasiado acostumbrados a ser pobres, son felices trabajando en el súper del chino Ho Ling. Maya es cajera y Dorival repositor. El mago bueno solo les retiene el setenta por ciento de sus ingresos para amortizar el viaje interdimensional.


Acerca de los autores:

martes, 8 de enero de 2013

Avispas africanas - María Ester Correa Dutari & Sergio Gaut vel Hartman


Alicia se encuentra cenando en el mejor restorán de Buenos Aires acompañada por Luis, su amante. Saborean un exquisito postre bañado de miel. La ventana está abierta, la cortinas son movidas por una suave brisa que viene del río y por ella se cuela una bandada de avispas africanas que se abalanzan sobre el plato, y conforme liban van aumentando de tamaño. Ella es alérgica.
—¡Socorro, sáquenmelas de encima! —grita Alicia.
Los mozos y comensales enfrentan a las invasoras con cubiertos, trinchantes y botellas rotas. Las lancetas se convierten en espadas y la batalla se generaliza. Corren la sangre de los humanos y los fluidos de los hymenópteros; se empapan manteles y vajilla. Alicia, afectada por las picaduras, se ha hinchado hasta convertirse en un gran balón rojo. Luis, acurrucado en un rincón y protegido por una columna, toma el teléfono móvil guardado en el bolsillo del saco, y digita, febril.
—¿Amanda? Divina, ¿cómo estás? ¿Qué te parece si nos encontramos para cenar...? Solo una pregunta previa: no sos alérgica a las picaduras de avispas, ¿verdad?


Acerca de los autores:
María Ester Correa Dutari