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martes, 26 de agosto de 2014

Y al final, se fue la señorita María Inés - Carmen Belzún


Amenazó, amenazó… ¡y cumplió! Yo no creía en su promesa de irse. Dejar todo, ir a meterse en una casita en la costa, empezar de cero… Porque era así: ¡de cero! Pedir el traslado era fácil; conseguirlo, más o menos; aceptarlo… ¡eso era lo jodido! Casa nueva, vida nueva. Otros amigos, otros compañeros de trabajo, otra vida. ¿Valía la pena? Ella creía que sí. Y nosotros, al principio, también. Sobre todo cuando la veíamos acercarse de la mano de él. El marido ¿quién iba a ser? No era ni lindo ni feo; alto como ella; el pelo medio rubión; sonrisa fácil. Siempre la acompañaba a la mañana, tempranito, ¿te acordás? Llegaban como dos novios. Así los llamábamos. Un besito delicado en los labios (un piquito, bah) ¡y a empezar la jornada! No sé de dónde apareció el proyecto; pero lo cierto es que ella nos comentó que querían mudarse a una casa frente al mar. Ella iba a pedir el traslado de su cargo titular, él iba a pedir que lo mandaran a otra sucursal de la fábrica. Fácil ¿no? Sí, si hasta nosotros lo entendíamos. ¡Tampoco éramos tarados! Sólo chicos. Y de pronto nos convertimos en compañeros incondicionales. Le preguntábamos por los trámites (¡como si supiéramos!), le dábamos aliento (¡lo único que podíamos!); una vez, aparecimos con un suplemento de viajes y paseos dedicado al partido de la Costa. Durante todo el año nos esforzamos por darle ánimo sin dejar en evidencia nuestras dudas. ¿Valía la pena dejar todo por acompañar a su hombre? ¿Sería feliz tan lejos de sus seres queridos? Cierto que él era el más querido… entonces ¿así terminaba todo? Su carrera, sus afectos, su vida; todo se limitaba al mundo que él le ofrecía. Nos resultaba raro. En realidad, ahora me doy cuenta de que repetíamos palabras de los adultos. Eran comentarios que hacían los viejos, todos: padres, algún que otro abuelo, las otras señoritas de la escuela. Había desconfianza en sus voces e, indudablemente, los pronósticos eran desfavorables. Pero ella cumplió. Con la exactitud de las ecuaciones que quería enseñarnos. Ella se fue. No le importó que le pidiéramos que se quedara (en verdad, fue una actuación más que un deseo). No le importó que la situación se presentara tan en contra. O, a lo mejor, aceleró el trámite por eso. No lo habló con nadie, sólo se fue. Sí, se fue de noche, sin avisar, sin despedirse; primero pidió una licencia por enfermedad, ¡todos lo entendieron! Y después se colgó de una viga del quincho. Una semana antes, el marido la había abandonado.

Sobre la autora: Carmen Belzún

martes, 19 de marzo de 2013

Talento - Carmen Belzún


Delineador negro para los ojos, igual color para los labios, mucho rimel. Debajo del ojo izquierdo, una flor, también oscura, moría en la sien. La vincha dejaba el cabello azabache bien tirante y despejaba la cara angulosa, tanto como la adherencia del maillot ponía en evidencia la leve sinuosidad del pecho, la cintura huidiza, las caderas apenas marcadas y las nalgas firmes. Ensayó frente al espejo una lenta ondulación del cuerpo espigado. Los brazos delgados acompañaban el moroso desplazamiento. Se detuvo, agachó la cabeza, cerró los ojos. No esperaba el triunfo, sólo mostrar su talento, una virtud que tal vez le permitiera abandonar los bares oscuros que solía frecuentar. Porque mucha gente bailaba, pero muy poca tenía su excéntrica sensualidad. Y si perdía, tampoco importaba. Quería percibir, aunque sólo fuera una vez, la admiración en los ojos ajenos.
Más allá, el proscenio esperaba su presencia; una platea repleta y un jurado atento evaluarían su desempeño. Pensó que la emoción no le permitiría hablar, pero cuando, ya en el escenario, le preguntaron su nombre, con voz muy baja pero firme dijo “Pedro”.


Acerca de la autora:  Carmen Belzún

miércoles, 21 de noviembre de 2012

La pata de pollo - Carmen Belzún


“Yo haría cualquier cosa para complacer a Fernando. ¡Hemos viajado tanto! También compartimos estudios y proyectos. El primero creo que fue la casa. Yo quería algo pequeño e íntimo; pero él prefería los lugares espaciosos. Y por eso vivimos en esta casona tan antigua, con techos altos, pisos de madera lustrada, con cortinas tejidas al crochet por su abuela –¡ni eso nos faltaba!-. Aprendí a nadar para acompañarlo durante sus largos en la piscina. Hasta acepté el perro. Siempre les tuve miedo a estos gigantones todo dientes y gruñidos. Pero con el tiempo el ovejero alemán pasó de mascota a miembro activo de la familia y ahora me es imposible comer uvas sin invitarlo. ¡Glotón!. Todo lo he ido aceptando con naturalidad, aunque no me gustara o le temiera. Y ahora esto...No sé. Hubiera preferido otra cosa. Tal vez si lo natural no resultaba (como ya comprobamos), podríamos haber recurrido a la ciencia, o a nada. Yo estoy bien así. O estaba, creo. Nuestro mundo empezó a temblar cuando a Fernando se le ocurrió que también quería una familia. Técnicamente, no lo éramos. Familia: padre, madre, hijo. A mí nunca se me hubiera ocurrido. No necesitaba nada más que a él. Con absoluto desgano (y sonrisa de circunstancias) lo acompañé a llenar formularios, enviar carpetas, realizar entrevistas. Creí que se iba a cansar o a aburrir. Contrariamente a lo que pensaba, el muy terco se salió con la suya y ahora está acá la criatura, un extraño que no se levanta un metro del piso. Cierto que el mocoso es muy mono y bastante despierto; también concedo que me he ido acostumbrando a su inquietante presencia, sin embargo...” 
La mujer cortaba ensimismada, en trozos muy pequeños, la pata del pollo. La carne tierna se desmenuzaba sin esfuerzo. El hilo de sus pensamientos se interrumpió cuando el chiquito de no más de cuatro años tironeó su ropa y le exigió: 
—¡Dale! ¡Dame comida! 
A ella le molestó la insolencia del tono imperativo. Con sequedad, alcanzándole el plato, subrayó: 
—¿Qué se dice? ¿Qué se dice? 
El nene levantó la mirada y casi gritó lo único que necesitaba:
—¡Mamá!... 

Sobre la autora: Carmen Bezún