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lunes, 25 de noviembre de 2013

Hojarasca - Laura Olivera


Nada más estéril que enredarse en conjeturas sobre el pasado; el que se interna en ese laberinto de preguntas sin respuesta pierde el tiempo y además está condenado a no salir jamás. ¿Qué hubiera sido de mi vida si en lugar de esto hubiese hecho aquello? ¿Y si hubiese tomado aquel camino en vez de este? Qué inútil, qué estúpido es mirar atrás con remordimiento. No lo hice nunca y no voy a hacerlo ahora; solo me arrepiento de no haber visto nunca el mar.
Entre mis recuerdos, más que nada veo caras: las caras que fueron pasando. La primera, naturalmente, es la de mi vieja: mamá joven y hermosa, los ojos negros, el eterno rodete sobre la nuca. Todavía puedo cerrar los ojos y dejarme envolver por el olor a primavera que tenía mamá. Puedo oírla incluso, hablando en susurros, con su ritmo pausado y modos tan suaves que podría haber acabado con todas las guerras del mundo. El día en que murió me sentí más solo que nunca y algo de esa soledad se quedó conmigo para siempre.
Después está la cara del loco Artuzzi, con esa nariz de pájaro tropical que toda la vida se empeñó en ocultar a la sombra de una gorra con visera. Recuerdo que en el velorio del loco la hermana se peleó con el funebrero porque no admitía que lo hubiesen expuesto en el cajón sin su gorra. Decía, me acuerdo, que el hermano se hubiese vuelto a morir si se veía así, con la nariz expuesta a la mirada morbosa de todos. Fue mi amigo del alma, el hermano que no tuve, y aquel día en el velorio me volvió ese dolor a medias físico, un vacío en el pecho que no puede ser otra cosa que la más irremediable soledad.
La cara de mi viejo aparece también, pero más difusa, y se me ocurre que quizá todavía esté vivo, vaya uno a saber. Alguien me dijo alguna vez que crecer sin padre lo hace a uno más débil, o más fuerte, no me acuerdo. A mí no me hizo nada, así que hace ya tiempo le perdoné la fuga.
La última cara, por supuesto, es la de Lucía, la única mujer que amé. Era una cara redonda y hermosa, con ojos verdes, con labios finos, con pecas hasta el cuello. La primera vez que la vi, el instante preciso en que me enamoré de ella, tenía un vestido azul que la hacía parecer madura, aunque no pasaba los veinte años. Trabajamos en el mismo piso durante diez años y jamás encontré el coraje para acercarme a hablarle porque ¿qué puede uno decirle a un ángel? No. No hubiera sabido cómo hablarle. De modo que a Lucía la amé de lejos y me pasé los años mirándola en secreto y tramando sueños. Imaginaba que Lucía me quería y que vivía conmigo y que teníamos hijos y que éramos felices. Un día se fue y no la vi más, y tiempo después supe que se había casado. Recuerdo que me alegró saber que quizá Lucía hubiese cumplido la mitad de mi sueño. Todavía me pregunto si alguna vez supo mi nombre.
Lo cierto es que me enorgullece haber tenido un amigo como el loco Artuzzi, una madre como la vieja y una mujer como Lucía.
En cuanto a mí, estoy satisfecho con el hombre que fui; habré tenido mis errores pero todo lo abordé con intenciones nobles. Lamento no haberme hecho el tiempo para creer en Dios. Ahora, porque sé que me estoy muriendo, me gustaría creer que existe. De todas formas lo voy a saber muy pronto y la noción de estar a punto de cruzar el umbral me hace arder la sangre y además me dan ganas de llorar porque, carajo, la vida es linda. O, al menos por un tiempo, fue linda. No es fácil ser un croto. Es otra forma de vivir en la que, contrariamente a lo que pueda pensarse, el hambre es lo de menos; yo dejé de sentir las tripas hace años. Lo curioso, lo nuevo, lo extraño, es ser ignorado. Porque al cabo de un tiempo uno empieza a dudar de su propia existencia. Yo concluí que ser croto es ser un fantasma, un espíritu perdido vagando entre la gente de ciudad. Los cientos de hombres y mujeres que a diario me ignoran siguen haciendo sus vidas: aman, ríen, lloran, mueren. Y los pájaros siguen cantando, y las luces se encienden y se apagan, y las hojas caen y vuelven a crecer. El mundo sigue girando y uno es un croto.
Hace ya diez días que decidí dejarme morir. Aquí, ¿dónde más? Me dejé caer aquí, en la plaza que fue mi hogar durante tantos años, y ahora espero. Sin prisa, pues el tiempo sobra cuando de morir se trata. Solo que empieza a cubrirme la hojarasca y las ramitas me hacen cosquillas pero ya no puedo moverme. Hay niños jugando muy cerca, madres conversando en los bancos, viejitos que arrojan migas a las palomas. Lo sé porque los he visto, aunque ellos nunca me vieron, no realmente, porque soy invisible, soy nadie, soy nada.
Aquí voy, ya la siento cerca. Las hojas revolotean en círculo sobre mi cuerpo inerte, pues se ha levantado un viento fresco que tiene olor a final.


domingo, 17 de noviembre de 2013

Escondite - Laura Olivera


Durante horas me han perseguido sin tregua y ahora, desde mi magistral escondite, puedo observarlos sin miedo: ahí están los tres hombres, cobardemente refugiados bajo sendos paraguas negros, tres figuras espectrales envueltas en una bruma violácea, tramando sin duda una nueva estratagema para atraparme. Sus voces no me llegan pero sé que están recriminándose el fracaso de la pesquisa porque habían pensado que este predio, casi un descampado, sería una ratonera. El más bajo de ellos gesticula con energía, diríase que reprendiendo a los otros dos, que parecen agachar la cabeza, aunque apenas puedo verlos bajo esos enormes paraguas. Creo estar sonriendo. ¡Qué extraordinario ha sido mi escape! Increíble verme a salvo en mi escondite después de haber estado tan cerca de caer en sus garras, cuando uno de ellos, cuyo rostro no llegué a ver, cuyo aliento pútrido me produjo náuseas, cuyas manos me asieron brutalmente por los pelos, arrastrándome unos metros sin soltar el estúpido paraguas y pareció ser el final. Es cierto lo que tantas veces he oído decir: cuando uno cree que está a punto de morir ve imágenes de toda su vida. En un solo y fugaz instante vi la casa de mi infancia, las manos de mi abuela, la matinée de mis años tontos, la cara de Raúl, mi compañero, mi otra mitad, mi único amor, que ahora está perdido, o desaparecido, como dicen. Aún no sé cómo lo hice, de dónde provinieron esas fuerzas demenciales, pero el caso es que luché y me retorcí como un pez encabritado, sentí sus dedos de bestia estrujándome la carne, luego la caída y la punzada de dolor en el vientre, mis piernas batiéndose en el fango hasta verme libre. Logré así burlar al canalla que me persiguió como un imbécil, pisándome los talones pero trastabillando aquí y allá, resbalando en el suelo viscoso hasta perderme. En la tiniebla húmeda corrí como nunca, y cuando ya las piernas flaqueaban me sentí caer en este providencial agujero en la tierra desde donde puedo ver sin ser vista. Me queda esperar a que mis verdugos desistan para salir del hueco y escapar definitivamente. El que parece dar las órdenes hace un gesto y los otros dos lo siguen. ¡Vienen hacia mí! ¿Cómo es posible? ¿Me han descubierto? Sin alternativa, permanezco inmóvil, de cara al cielo, bebiendo un poco de la lluvia que me moja los labios, sin perder la calma que me invade desde que hallé este escondite. De pronto pareciera que ha dejado de llover, pero no tardo en comprobar que no, que en realidad son tres paraguas que me hacen las veces de techo y ahí están ellos, mis perseguidores que, apenas inclinados hacia mí, me miran como a un animal que ha caído en una trampa. Continúo inmóvil, como si quisiera camuflarme en el barro que ya comienza a inundar mi zanja, el escondite que había creído infalible pero que ha fallado. Curiosamente no tengo miedo pero me preparo para defenderme, en guardia, despierta, lista para lo que sea, y sin embargo, no siento la sangre bullir en mis venas, pero entonces ocurre lo inaudito: los tres hombres se miran y se van. ¿Me han perdonado la vida? Aún alerta, intento comprender, pero ya el caudal de barro es una catarata constante, mejor será salir de este escondrijo lo antes posible, pero no puedo. Mis miembros no se mueven, mi cuerpo no responde y ya el barro me cubre la boca cuando, como en un sueño terrible, el cielo se ilumina y le arranca un destello a la hoja del cuchillo hundido en mi vientre. No estoy despierta entonces, pero tampoco estoy dormida; cuánto tiempo habré pasado aquí, haciendo conjeturas bajo la lluvia como si hubiera estado viva. Y entonces me vuelve el recuerdo del hombre que me sostiene por los pelos, sólo que esta vez lo veo arrojar el paraguas a un costado, lo veo alzar el cuchillo y me parece estar gritando otra vez. Le veo la cara, es blanco y feo, me arrastra hasta la zanja y allí me arroja, luego vuelve con sus compañeros de faena para relatar lo ocurrido; lo habrán reprendido sin duda por no capturarme viva. Le doy gracias a Dios por eso, mientras el obstinado barro se desliza sin cesar por las paredes de mi zanja, de mi escondite, de mi anónimo e irremediable sepulcro.


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