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lunes, 30 de noviembre de 2009

Soledades - Sergio Patiño Migoya


Todos a los que nos gusta escribir nos encontramos de vez en cuando con el mítico síndrome de la hoja en blanco. Cada uno lo combate a su manera. Personalmente, cuando me sucede, me dedico a hacer listas disparatadas. Sí, tengo una carpeta llena de listas, listas de profesiones raras, de maneras de atravesar una puerta, de cicatrices, de clases de héroes en los cuentos, de formas de saludar, de hijos de parejas de animales o cosas diferentes, de tipos de sombreros... A veces, de esas listas, sale luego algún que otro relato. El caso es que ayer, aburrido, me puse a escribir una lista de cosas solitarias. Por ejemplo:

•Una botella flotando en el océano sin un mísero mensaje con el que pasar las horas muertas.

•Un espejo de cara a la pared abandonado en un trastero sin luz.

•Un anacoreta por las calles de una gran ciudad.

•Un bidé en el piso de un hombre soltero.

•Un calcetín desparejado que, irremisiblemente, va siendo relegado poco a poco hacia el fondo del cajón, hasta que un último empujón lo aboca al suicidio de ese mundo paralelo que es el hueco entre los cajones y el cuerpo del mueble.

•Una lata de sardinas vacía en el fondo de un mar por el que pasan sardinas que, con una actitud completamente egoísta, nunca quieren meterse dentro.

•La Luna que, con la edad, ha perdido vista y ya no puede ni entretenerse con las tonterías del mundo.

•Un dos que quisiera ser un veintidós pero ni siquiera es un uno para poder congraciarse con su soledad.

•San Pedro, funcionario ocioso ante unas Puertas del Cielo por las que últimamente no pasa ni Dios.

En esas alturas andaba cuando a traición me asaltó una idea. Que quizás, maldita sea, lo más solitario del mundo podría ser un escritor escribiendo en completa soledad sobre las cosas más solitarias del mundo. Terrible. De repente me sentí angustiosamente solo. Miré a mi alrededor. Solo, solito, solísimo. Mis ojos se posaron en el móvil. Supongo que una persona normal habría entonces llamado a un colega, a una chica, a su madre o incluso a uno de esos programas de radio en los que la gente se siente mejor contando sus miserias. Hace ya bastante tiempo que tengo asumido que no soy demasiado normal, así que lo que se me ocurrió en ese momento fue marcar un número al azar. Al cuarto o quinto intento contestaron —una mujer— y así fue la conversación, o al menos como mi mente la recuerda:

—¿Sí?

—Hola.

—Eh..., hola. Perdona, ¿quién eres?

—Soy yo.

—¡Ah, joder, tú! Oye, ¿y este número?

—Es el mío.

—¡Coñe! ¿Y cuando lo cambiaste?

—...

—¿Oye?

—¿Sí?

—Ah, nada, ya lo guardo en la agenda.

—Es tarde. ¿No te habré despertado?

—No, tranquilo. Estaba a punto pero aún no.

—Ah, bien, menos mal.

—¡Ja, ja! Dime.

—Pues… nada. Que me siento solo.

—...

—O sea, je, que vi el móvil y me apeteció llamar.

—Ya..., bueno... Mira, es que esta noche va a ser complicado.

—¿Complicado el qué?

—Pues que vengas. Mañana tengo cosas que hacer temprano y no...

—Pero yo no quiero ir ahí.

—Ah. No. ¿Y entonces?

—Pues eso. Que me sentía solo.

—...

—...

—Jorge, tío, ¿estás borracho?

—¿Quién es Jorge?

—...

—¿Hola?

—¿No eres Jorge? ¿Quién eres?

—Sergio.

—Um... Creo que te has equivocado.

—¡Qué va! He acertado de pleno. Ahora mismo ya no me siento solo.

—Oye, yo soy Silvia, ¿a quién llamas tú?

—A ti.

—Pues no caigo en quién eres.

—Sergio.

—Ya, vale, pero no conozco a ningún Sergio que pueda tener mi número.

—Ahora sí.

—Eh..., mira, voy a colgar, ¿ok?

—Vale, que duermas bien, Silvia.
—Uh…, vale, chao.
—Chao.

Anoche dormí como un bendito. Hoy me olvidé el móvil y, cuando volví a casa, entre las llamadas perdidas estaba el número de Silvia. Me dio pena no haber estado para contestar. A lo mejor, se había sentido sola.

Tomado de: http://elcurioseador.blogspot.com/

miércoles, 15 de julio de 2009

Cada día - Sergio Patiño Migoya


Un hombre viaja cada día en tren desde su casita en el extrarradio hasta la capital, al trabajo. En un punto concreto del trayecto, levanta siempre la cabeza del diario y mira por la ventanilla. Allí está, en medio de un campo aledaño a la vía, rodeada de verde y amapolas, cada mañana, una niña vestida con el uniforme escolar y dos lazos celestes sujetando unas simpáticas coletas. Cuando escucha el tren, la niña deja su mochilita sobre la hierba, abre los brazos y empieza a balancearse hacia los lados como un avión, como, tal vez, un espantapájaros que quisiera saludar al tren y no pudiera. El hombre siempre le devuelve el saludo aun consciente de que ella no lo ve. Es feliz en ese instante, la aparición de la niña es para él como un buen augurio con el que comenzar la jornada.
Todo cambia el día en que el hombre deja que su pensamiento lo traicione. Se plantea la posibilidad de que algún día mirará por la ventanilla y la niña no estará allí. ¡Qué terrible! Tan terrible que desde entonces, cuando el tren se aproxima al campo de amapolas, hunde más sus ojos en el diario, se prohibe mirar afuera para poder imaginar que la niña sigue ahí, que siempre estará ahí, que el tren la deja atrás una vez más con sus bracitos abiertos al cielo y que no sea al revés, que ella lo haya dejado atrás a él, que se haya quitado los lazos de las coletas y haya seguido su camino, los brazos sabiendo ya volar.

Tomado de: http://breventosybrevesias.blogspot.com/

miércoles, 3 de junio de 2009

La esquina - Sergio Patiño Migoya


Temprano en la mañana, un hombre camina por la calle. Va pensando en lo que le gusta pasear a esas horas en que la ciudad todavía duerme y se prepara para la batalla diaria. Sus meditaciones se diluyen ante la vistosa realidad de una mujer escultural que camina hacia él. Sorpresivamente, ella se detiene y le da dos besos. Con el segundo, los carnosos labios se acercan a su oído y le susurran: “Cuidado con la esquina”. Luego, continúa su marcha. El hombre no sabe reaccionar, se queda allí quieto, acunado en el vaivén de aquellas caderas que se alejan. Al final piensa que es una loca, preciosa pero loca, y sigue caminando. Unos segundos después, un ejecutivo apresurado le golpea dolorosamente una pierna con el maletín al adelantarlo. Un amago de imprecación se le aborta en la lengua porque ya el trajeado ha doblado la esquina de la manzana. La esquina... Apenas la asociación mental empieza a estructurarse en su cerebro cuando escucha un alarido. Un maletín —el maletín— sale volando por la esquina y se despanzurra contra el asfalto enseñando sus tripas de documentos y emparedado de jamón y queso. El hombre se queda frío. En un primer momento, piensa en ir al socorro de aquella persona pero recuerda la advertencia de la chica y le entra el miedo. Duda. Lo sobresalta entonces una ráfaga de disparos y se pega a la pared. Del otro lado de la esquina le llega el sonido de chirridos de neumáticos, gritos, más disparos. El edificio entero tiembla cuando se produce una gran explosión y un resplandor de lenguas de fuego aparece hasta lamer el sándwich del maletín. Justo después, nada. El silencio absoluto. Tanto, que el hombre puede escuchar sus propios latidos. Ninguna masa despavorida surge huyendo, no se oyen sirenas ni helicópteros. Nada. Tras unos minutos, reúne el coraje suficiente para asomar la nariz por la esquina. Lo primero que ve es un perro escarbando en un cubo de basura al otro lado de la calle. Pasa por ella un coche. Luego otro. Se decide a doblar completamente la esquina y lo que se encuentra es una normalidad total. Transeúntes y coches, el quiosquero abriendo su puesto, la dependienta barriendo la entrada de la mercería. No da crédito. De locos, piensa, locos como la mujer hermosa. Vuelve sobre sus pasos, dobla la esquina y se detiene. Alguien se ha llevado el maletín. Otra vez dobla la esquina y mira. Todo normal. Una sonrisilla nerviosa aflora en su boca. Decide regresar a la seguridad de su casa —allí donde lo normal no es raro—, serenarse y buscar una explicación. Yendo, se cruza con una señora mayor que pasea una bola blanca peluda del tipo perro. No sabiendo muy bien por qué, le da dos besos y le dice que tenga cuidado con la esquina. De repente se siente feliz, con una satisfacción parecida a cuando ayudas a cruzar un paso de peatones a un ciego. Sigue su camino, se va silbando, las manos en los bolsillos, loco de normalidad.

Tomado de: http://breventosybrevesias.blogspot.com/

domingo, 26 de abril de 2009

De locos- Sergio Patiño Migoya


Un niño se coló por una ventana chica en el edificio donde su mamá le había dicho que vivían los locos. Vio en una sala a varios señores mirando tele, el infinito o jugando rompecabezas. Les dijo hola y unos empezaron a reír, otros a saltar y alguno a palmotear las paredes. Uno lo tomó de la mano y en un abrir y cerrar de ojos otros se unieron y empezaron a jugar al corro de la patata. Luego les quiso enseñar piedra, papel, tijera y fue divertido, porque algunos sacaban a la segunda y otros ponían siempre piedra. Un señor era increíble, le hacía cosquillas y le pellizcaba y nada, imitaba la mar de bien a una estatua. Entonces al niño le apeteció cantar y varios aullaron muy gracioso a su ritmo.

En ese momento un celador, malhumorado de haber sido despertado de su siesta, entró impetuosamente en la sala. El niño pensó “¡Huy, un loco!”, y se fue a esconder detrás de uno de sus nuevos amigos.

Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/

lunes, 23 de febrero de 2009

Sí aunque no - Sergio Patiño Migoya


Un día de equinoccio en el Gran Bosque, el señor Conejo se topó con el señor Lobo.
—Podría haberme encontrado —se lamentó el señor Conejo— con el señor Ratón o con el señor Ciervo. Mire que es grande este nuestro Gran Bosque y voy a coincidir con usted, señor Lobo. No he tenido nada de suerte.
—Sí, sí la ha tenido. Aunque mala —se mofó el señor Lobo.
Pero en ese momento se oyó un disparo y el señor Lobo cayó al suelo víctima de malherimiento.
—Yo sí que no he tenido suerte —se quejó.
—No, no la ha tenido. Aunque bueno...
El señor Conejo se encogió de hombros y luego de patas para marcharse muy a bote pronto, antes de que el señor Cazador recargara la escopeta y su suerte volviera a mudar de adjetivo. Porque así de antojadiza se muestra la señora Fortuna para con estas cosas que suelen suceder, sobre todo un día de equinoccio, en el Gran Bosque.

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viernes, 13 de febrero de 2009

Sexo hasta el desmayo - Sergio Patiño Migoya


—¡Oooh, Dios! Cómo sabes lo que me gusta, cabrón —dijo Luisa apoyando firmemente las manos sobre la mesa.
—Pues no has visto nada. Así... Échate para delante que te voy a destrozar —baboseó Roberto con aire imperativo mientras perdía la mirada en aquellas carnosas nalgas frente a él.
Luisa se pasó la mano suavemente por la garganta cuando el soberbio falo entró por detrás sin miramientos y tuvo que gritar con desmesurado goce.
—Uhmmm —se derritió Roberto mientras apartaba el flequillo que le caía sobre la frente—. No sólo a mí me está gustando, ¿verdad, putita?
—¡Cerdo! Me estás desgarrando. ¡Ay, sigue!
Gemidos de placer desenfrenado salieron de la boca de Luisa en un crescendo frenético, alternándolos con grititos orgásmicos de delicia lacerada. De pronto, se le nubló la visión y las rodillas le flojearon. Roberto se apresuró a sujetarla.
—Lo siento —se disculpó ella—. Me he hiperventilado.
—Tranquila, suele pasar. Además, te noté forzado el tono cuando la clavada. Mejor descansa y seguimos mañana, queda poco por doblar. ¡Marco, borra ésta y lo dejamos por hoy!

lunes, 9 de febrero de 2009

Luz interior - Sergio Patiño Migoya


Óscar camina por López Mora exhibiendo su adolescencia de comerse un mundo que le cabe en los bolsillos de sus Dockers. La Quicksilver elástica definiendo sus horas de gimnasio, el paso vacilón enfundado en sus Adidas sin cordones y los ojos, tarde de domingo subsiguiente, escondidos de la luz traicionera bajo la franja ovalada de las Rayban.
"Cuando vuelvas párate por donde don Julián", le había dicho su madre, fiel creyente de la suerte numerada. El hijo se acerca pues hasta el quiosco de la ONCE que ya forma parte del mobiliario urbano de Plaza América. Allí le espera el viejo Julián, enclaustrado en su cárcel laboral con la paciencia infinita de los ciegos.
Siente Óscar un pudor repentino, se quita las Rayban en un gesto nervioso y toda su pose prepotente del momento anterior desaparece como por encanto. "Un cupón, por favor", dice con voz vacilante y los ojos anclados en la acera. El viejo sonríe arrugando su rostro de pergamino, con un rictus de afable dignidad tras los amplios lentes oscuros de montura marrón.

Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/

jueves, 5 de febrero de 2009

Perturbadora flor en el asfalto - Sergio Patiño Migoya


En el cotidiano deambular por las caras anónimas apareció ella: rara avis de exquisitez in terris proletaria. Fue grato desnudarla por matar el tiempo. Del esbozo apuntado bajo el cruce de su chaqueta de hilo, conseguí unos lindos pechos menudos y prietos, con pezones como avellanas diminutas. Solté el prendedor para que la marea bruna cabalgara sobre sus hombros y acentuase el aspecto salvaje de aquellos ojos verdes perdidos en la monótona fuga de calles y edificios. Los pantalones volaron para obsequiarme con unas piernas de pecado. Con sumo cuidado las descrucé tras apartar de su regazo el portafolio en piel: se veía deliciosamente obscena en su ropa de reloj Cartier y sandalias de tacón alto.
El brusco frenazo me hizo vestirla de golpe, a tiempo para encontrar la barra donde sujetarme. La vi levantarse, al pasar sentí el roce sutil de las avellanas contra mi pecho. El estupor me atontó. Habría jurado que su boca no... Me había mirado un instante pero de frente, y sus labios no...
Decidí dejar las explicaciones para luego, saqué la agenda y anoté, antes de que se me olvidara, el número de teléfono que retumbaba en mi cerebro con aquella voz insinuante.

Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/

martes, 27 de enero de 2009

Historia de una cruz - Sergio Patiño Migoya


Carmen Carmona atesora en su pecho una cruz de lunares. Son cuatro perlas morenas que, las malas lenguas, dicen son la cuenta de los amantes que se le murieron a Carmen.
Se esconde el primero en la aureola de su seno, del izquierdo. Fue por Fernando Miñambres, un joven farandulero que con su cante preñaba a las niñas de versos de amor. Luciano Carmona, el padre, le dio muerte la tarde que Carmen, en el granero, cedía a Miñambres su flor.
El segundo, sobre el cuello y en lo alto de la cruz, fue el amor aventurero por un bandolero del sur. Rodrigo Solana Allamonte, que por la joven se quedó prendado, prendido, trenzado de sus ojos negros. Y por ella bajó al pueblo desde el monte, en pleno día y cegado de idilio, el bandido. Allí lo esperaba la autoridad, que sin tardar y abriendo el alba, lo habría de fusilar.
El brazo de la cruz lo forman los dueños de dos navajas que, descastadas, se cruzaron los filos. Dos hermanos, los Cortizo, que siendo tan parecidos hicieron sembrar la duda en Carmen Carmona. Sin saberse decidir, ora a uno ora al otro les daba requiebro y tiento, y en consecuencia, tiró menos la sangre que los celos. Y sangre se derramó, en el suelo, quedándose la mujer con un lamento girado hacia adentro.
Ahora hay quien cuenta que en la cruz, justo en el centro, encima de su corazón y del desamor nacido, un quinto lunar ha amanecido. Pero eso… nadie lo sabe cierto.

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miércoles, 21 de enero de 2009

Los dos lados - Sergio Patiño Migoya


“—¡Despierta ya, Alicia! —le dijo su hermana—. ¡Cuánto rato has dormido!”
Alicia en el País de las Maravillas (Lewis Carroll)

Los naipes habían desaparecido y también la sala del juicio. “¡Buf, vaya sueño más extraño!”, pensó Alicia, que se alegraba mucho de ver el rostro de su hermana mayor.
Cuando el cuerpo de ésta empezó a difuminarse, creyó que era por abrir los ojos de repente, pues todo el mundo sabe que las cosas están borrosas en un principio. ¡Pero no! Era verdad que desaparecía. Al final, sólo su sonrisa quedó, como flotando en el aire, y la boca empezó a crecer mientras los dientes se multiplicaban y afilaban. ¡Era el Gato de Chesire! Una voz que le resultó terriblemente familiar salió de aquellos labios: “¡Que le corten la cabeza!” Vio Alicia cómo la boca se convertía ahora en la de la Reina de Corazones, así que escapó muy asustada. Pero daba igual cuánto corriera, la sentencia seguía martilleando en sus oídos y risas siniestras le llegaban de todos lados (incluso reconoció la voz del Sombrerero y la del Conejo Blanco). De pronto, tropezó con una raíz que asomaba y se cayó de cabeza contra el suelo.
Despertó esta vez en casa y era su madre quien sonreía. Pero, por suerte, no desapareció. Pasaron los días y los meses y los años sin que nada raro ocurriese, aunque Alicia no pudiera evitar cierta inquietud cada vez que veía sonreír a su hermana. Hasta llegó a pensar si esa vida no sería en verdad más que un sueño, y si la realidad, el País de las Maravillas, aún esperaba a que despertase.

Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/

sábado, 17 de enero de 2009

Un día más - Sergio Patiño Migoya


Bobby contempló las nubes imprecisas que parecían anclarse al cielo de Dustville. Desde la radio de la ranchera, la voz de Mel Collins trillaba el aire con un country melancólico, acompañado por el orquestar monocorde de los grillos en celo.
—¡Estoy harto! —gritó Bobby saltando del capó—. Mañana mismo me voy de este pueblo de mierda.
Brenda lo atrapó por la espalda entre sus piernas de animadora. Se abrazó con fuerza y le susurró:
—Llévame contigo, Bobby.
Él se giró y la besó largamente. Le contó de un amigo que trabajaba en un casino de Las Vegas. Podría ayudarles. Comenzaron a tejer su red de esperanzas. En un momento, parecía de una enorme simpleza convertir tantos sueños de futuro en realidades.
Siguieron abrazados en silencio mientras contemplaban caer el sol hacia su cobijo tras las montañas, cada cual inmerso en sus ilusiones de libertad. El viejo Mac los saludo desde el tractor, como cada tarde de regreso a casa. Desde el pantano, las ranas empezaron a unirse al canto de los grillos. La señora Halliwell despachó los lamentos de Mel en su puntualidad de ocho y media, y comenzó a parlotear los cotilleos locales.
Bobby apretó la mano de Brenda:
—Alguna vez lo haré, te lo juro.

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lunes, 12 de enero de 2009

Sobre los dragones de cola estriada - Sergio Patiño Migoya


Los Draconian carmorhanöe constituyen una familia casi extinta dentro de los dragones alados. Conocidos comúnmente como dragones de cola estriada, los surcos apendiculares que les dan nombre son singulares para cada individuo. Su cuerpo está cubierto de rígidas escamas imbricadas de tonalidad azul. Sólo la parte inferior del vientre aparece descubierta y esa piel, aun coriácea, se hace vulnerable al filo de las armas. Sus orígenes se remontan a la Edad de las Tormentas, cuando de las profundidades de la tierra surgió el dios oscuro Grak-Mhul a lomos de Chaeronel, madre primigenia de esta raza de dragones.
El ejemplar vivo más longevo del que hay noticias es Nahorn el Bramador. Habita en la montaña de Gurufën, al norte del Valle Umbrío. Hace siglos que no tiene contacto con los humanos, desde que su aliento flamígero empezó a perder intensidad por la edad. Al no ser del dominio público este decaimiento, las gentes de la región evitan turbar su descanso. Como todos los dragones, es sabio en muchas ciencias y conocimientos. La biblioteca del castillo donde vive está atestada de libros que cuida con esmero casi amoroso y él mismo es el autor de varios ejemplares. Actualmente, se encuentra enfrascado en la elaboración de una vasta enciclopedia que pretende sea el Bestiario más completo de las criaturas del Reino de Merlog. Este es ya el decimosexto volumen.

sábado, 10 de enero de 2009

Amada - Sergio Patiño Migoya


Te hacía de diez o doce gestos cada día. Aquí dentro te cambiaba en forma, te derribaba y construía con velos de color y falsos negros. Clavaba mis uñas en tu barro y tornabas aire que ríe, ritornelo ya escuchado que enmarcaba los modos en que te pensaba, en que soñaba que fueses. Forjaba tu no existiendo de retazos vivos en lienzos imperfectos. De diez, de doce a veces, desconocidas incompletas. Eras la ceja elevada tomando a sorbos el café que quema, la arruga alegre del ojo que sonreía a alguien que no era yo, que no quise nunca ser yo. Reinventaba tu figura en seda y se me hacía áspero el intento. Decía hacerte algodón y me recordabas que hay las nubes. Rebelde. Huidiza. Siempre un paso por delante y no te hallaba. Lo sabías y te divertía.
Más de una vez, mucho más de muchas veces te acuchillé desesperado, volatilicé mis anhelos en virutas diminutas con la esperanza de destruirte y poder no buscarte. Y entonces iba por las calles mirando el cielo por no ver a ras de suelo, con miedo de empezar a dibujarte de nuevo, aterrado de encontrarte inacabada en otro gesto fugaz.
Ahora ya no me perturbas, maldita amada. Sé que tu esencia es el sueño, no te quiero real, detestaría el tocarte. Eres completa al fin, humo y viento.

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jueves, 8 de enero de 2009

Improvisando - Sergio Patiño Migoya


Era duro estar al cargo de veintitrés sistemas planetarios, en especial por esa época en que parecía que todas las criaturas andaban a la gresca: los grubulian contra los felbak; los mlogla aliados con los zenomes para incordiar a los fzut; y los carrhis, resolviendo a phaser limpio sus disputas entre dinastías.
Una leve punzada le anticipó la llegada de un dolor de cabeza galáctico. Decidió dejar los grandes problemas por un rato y se entretuvo en pasar revista a sus dominios. Comenzó por las estrellas: bien, ninguna anomalía, tenían gas para unos cuantos miles de millones de años más; luego comprobó las trayectorias de los cometas: correcto, sin colisiones importantes a la vista; por último, echó un vistazo a los planetas menores.
Cuando el pequeño astro azul apareció en la visioesfera, no pudo evitar sonreír.
—La Tierra... —murmuró mientras gratos recuerdos volvían a su memoria.
Había sido la tesis final de su carrera deífica: “Formación de un mundo oxigenado”. Tanto reconocimiento obtuvo que le habían otorgado la contrata de su creación. Luego, con la gestación de Adán y Eva, había logrado el premio “Nuevas criaturas” e iniciado su fulgurante ascenso en la jerarquía cósmica.
Cuando sus obligaciones fueron aumentando, decidió dar libre albedrío a los humanos. Hacía tiempo que no miraba cómo les iba. Levantó la ceja decepcionado al echar un vistazo: como siguieran así, no durarían mucho. Era una pena.
—¡Señor, los felbak se han cargado el planeta Brulan! —bramó de repente el fototransmisor.
Lanzó una maldición y miró a su alrededor. En la sala de mandos sólo estaba el operador de telemetría estelar.
—Esto... Yeshus, ¿te apetece ser mi hijo?

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lunes, 5 de enero de 2009

La leyenda del Halofonte - Sergio Patiño Migoya


Tras arduos años de búsqueda, Obeirón logró arribar a la Isla Merea, hogar del Halofonte. Se internó en la espesura hasta encontrar el majestuoso Jardín de las Estatuas. Un lago de aguas opalinas ocupaba su centro, adornadas sus orillas con efigies marmoladas de dioses hermosos. Holló su pie el edén y un círculo de luz brilló en las profundidades del estanque. Emergió entonces el Halofonte, y Obeirón no pudo más que extasiarse en su belleza. Con cuerpo de águila y cola de pez, se elevó extendiendo sus alas de plumaje cárdeno, soberano de sus dominios. El zarco fulgor que lo envolvía sosegaba la mirada, hipnotizante, pero Obeirón no dudó: armó su arco con la saeta de punta en bronce estigio, cerró los ojos y, tal como había practicado, dejó volar el dardo mortal hasta el pecho de la bestia. Ésta cayó sin emitir ni un sonido de agonía, fulminada por la magia del metal infernal. Sin miramientos, Obeirón arrancó el pico y lo pulverizó en el mortero de arcilla bruna de Nubia. Añadió escamas de la propia cola del Halofonte y disolvió la mezcla con agua recogida del lago. La eterna juventud lo esperaba, pero el hombre no pudo evitar un estremecimiento antes de decidirse a tomar la poción.
Cuando el próximo aventurero se adentre en la Isla Merea, allí estará el Halofonte, renacido por la boca de un joven y eterno Obeirón que engalana con su figura el mítico jardín.

Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/

viernes, 2 de enero de 2009

El filo cruel de la guadaña - Sergio Patiño Migoya


Mi esposa, mi amante, mi querida Julia. La enfermera abnegada de mis cuitas de paciente hosco. ¿Quién quiso tan pronto separarnos? ¿Y por qué así? Las almas que caminan ya por mundos diferentes cuando aún nuestros cuerpos permanecen juntos.
Deseaste ofrecerme tus delicias sin importarte que yo no fuese más que pellejo y tos. Dichoso fue el regalo de sentirte de nuevo, ángel mío: tus besos, tus caricias, tu sexo levantando lo que ya creía inútil. Por última vez pude saborear esos pechos de alabastro que el pudor marcaba en tu piel morena, gozar con tus artes amatorias aprendidas en todos nuestros encuentros anteriores. Me hiciste recordar momentos felices. Yo más joven y sano, tú siempre igual: preciosa... Como cuando te cogía en vilo y me atrapabas la cintura con las piernas, mi lengua buscando la tuya mientras con la mano me enfilabas hacia ti. Imágenes que quedarán grabadas en mi mente aun muriéndome cien veces. La Muerte... Esa maldita tramposa.
Te llevó con ella, amor. Tu cuerpo inerte sobre el mío y yo sin poder ni abrazarte.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Noche sin día - Sergio Patiño Migoya


El periódico anunciaba un eclipse total de luna esa misma noche. Tomó el auto y se fue hasta el lago. Cuando llegó, las bestias ya dormían su temor en la negrura de un rumor inquieto. Entró en su cabaña de caza, cerró la puerta, bajó persianas, cubrió con trapos las rendijas. Vació entonces el armario de ropas y aparejos. Se metió dentro. Con fuerza, apretó los párpados y se puso las manos sobre ellos. Estuvo así unos minutos. A sus oídos llegaron crujidos de madera vieja. Pudo oler la humedad musgosa y abrió la boca para paladear el rancio sabor a polvo.
—Así que es esto —se dijo.
Introdujo su mano en el bolsillo y sintió en las yemas el tacto agrio del papel con el diagnóstico: “Retinitis pigmentosa en fase avanzada, de seis a ocho meses hasta amaurosis”.
Junto al término médico, entre los paréntesis que iban a encerrar el resto de su vida, figuraban dos palabras: “ceguera total”.

jueves, 25 de diciembre de 2008

La parábola inconclusa - Sergio Patiño Migoya


Un príncipe paseaba por los jardines de Palacio con su maestro:
—Dime cómo he de proceder. Mi padre cree que debo casarme con la hija del rey vecino. Pero yo no la amo, y es de triste apariencia.
El mentor detuvo sus pasos frente a un rosal:
—Mirad, señor, esa araña que trama sus hilos entre los tallos. No tiene la belleza de una mariposa pero, ¿veis cuán hermosa su creación, su geometría perfecta, su resistencia al viento y la lluvia?
Comprendió el príncipe y decidió casar. La mujer resultó ser una persona inteligente y juiciosa. Los súbditos la adoraban por su gran corazón. Cuando llegó el momento de subir al trono, con sus certeros consejos hizo de su reino el más glorioso y admirado. Le dio también un hijo, que creció sano y gallardo y al que el rey amó con devoción.
Pero sucedió que el muchacho cayó en la trampa de intrigantes que le enturbiaron la mente. Se levantó en armas contra su padre y lo obligó a abdicar.
En su exilio, el antiguo rey se lamentaba ante su fiel asesor. Éste, suspirando, le preguntó:
—¿Recordáis la araña del rosal? —Ante la muda afirmación, prosiguió—: Pues pensad ahora en aquella sublime tela, y en el insecto que se topa con ella y se enreda. Ved cómo de lo hermoso también hay que esperar las más terribles desgracias. Lamento, mi señor, no haberos dado entonces la lección entera.

domingo, 21 de diciembre de 2008

La lluvia en la piedra - Sergio Patiño Migoya


¿Fui yo, tú o los dos? Para la soberbia de cada cual queda quién tejió la hiedra, quién levantó la distancia como espejos espaldados. Lo que fue amor quiso luego ser odio, tal vez como última tentativa de avivar el brasero de un sentimiento mutuo. No pudo funcionar. Ahora sabemos que el odio es de materia inútil, su destino es la ceniza abandonada al viento-tiempo. Por mi parte, voy a aceptar la derrota. Tomaré el último jirón de respeto hacia ti, hacia nosotros, y bajaré el telón, estoy cansado de este entierro inacabable, de solapar el tañido funerario con el frustrado estertor de la esperanza. Si la rosa pierde sus pétalos, le quedan las espinas. Pero si las espinas caen también, ¿qué queda? Sólo el camino de la podredumbre, el conformista humus de la muerte. Queda la lluvia sobre la piedra apática.
Me voy ya. Tras esa puerta habrá un sendero. Poco hay para meter en la maleta, así que andar será más sencillo. He reservado un bolsillo para llevar los recuerdos que me invente de que fuimos felices. Adiós, mujer, no olvides olvidarme o falsearme. Es la forma. El resto, déjaselo a los perros. Ya los solté.

Tomado de http://breventosybrevesias.blogspot.com/

viernes, 19 de diciembre de 2008

Cualquier tiempo pasado fue mejor - Sergio Patiño Migoya


Aquel hombre, por canas asomando la cincuentena, cruzaba sus manos grandes hacia el pecho como en ocultar algo bajo ellas.
—Vamos, buen amigo —uno decía de los que en la mesa le acompañaban—. Sabéis de sobra lo convenido siempre entre nosotros.
—Pero a mi cuerpo es menester lo que los vuestros tanto no precisan —pareció rebatir ceñudo el aludido, aun no sin cierto rubor en los carrillos.
Otro, de rostro ingenuo y sonrosado, afiló el mostacho fino con sus dedos como mostrando paciencia, mas sus ojos se le iban, con brillo de avidez, hacia entre los dedos del testarudo:
—Por Dios, que sois obstinado. No dudéis que vuestro éxito, en el haber conseguido, lo admiramos los tres con la justa reverencia. Mas la regla...
—Mas la regla es juramento —terció el cuarto hombre que hasta ahora se había mostrado silencioso, y en sus palabras podía notarse cierto matiz de autoridad.
Ante el acoso de sus compañeros, aquel hombre robusto lanzó un bufido de resignación, separó sus manos y empujó con ellas al centro de la mesa el motivo de las querencias: un modesto queso, redondo y rancio.
Sacó, el primero que hablara, una daga algo herrumbrosa de bajo la casaca raída, y en dos precisos tajos hizo la división. Antes de abalanzarse sobre el frugal alimento, quisieron aquellos menesterosos guardar su costumbre y, con tono poco convencido, rumiaron la arenga:
—Todos para uno...

Tomado de Galería Literaria: http://galerialiteraria.blogspot.com/