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miércoles, 5 de diciembre de 2012

La curva (Leyenda urbana) – Marcos Zocaro


Tres de la madrugada.
El camión se detiene a la vera de la ruta y aguarda a que la dueña de aquel rostro empapado de tristeza, de edad indeterminada y vestido blanco inmaculado, suba y se acomode en el asiento del acompañante. El conductor se presenta y le dice que puede alcanzarla hasta la entrada del pueblo cuyo nombre figura en el cartel que hasta hace segundos ella sostuvo en sus manos y que ahora esconde enrollado entre sus piernas. Intercambian alguna que otra palabra, hasta que el camión retoma la marcha y el silencio inunda la cabina: el hombre está muy cansado como para entablar una conversación, mientras que la mujer permanece, sin motivo aparente, compenetrada en el oscuro camino. Sus ojos vacíos se pierden en el horizonte y la tristeza de su rostro se agudiza. Hasta que de improviso abandona el mutismo: “¿Ve aquella curva a lo lejos?”, le pregunta al conductor, esforzando notoriamente sus cuerdas vocales. Y sin esperar respuesta: “Al aproximarse procure reducir la velocidad y tomar las debidas precauciones”; su voz ahora es clara pero distante. “Hágame caso: si yo lo hubiera hecho hace un año, hoy no estaría muerta”.
Al voltear, el conductor ya no ve a la mujer.

Sobre el autor: Marcos Zocaro

viernes, 8 de junio de 2012

La culpa - Marcos Zocaro


Apenas pone un pie dentro de su habitación, la mujer (alta, delgada, de unos treinta años y de nombre Sofía) es golpeada por un tsunami de angustia que la deja sin respiración. Siempre es la misma historia. Familiares y amigos le han sugerido abandonar la casa, o al menos clausurar la habitación, reemplazar la puerta por una pila de ladrillos, pero hacer algo así sería un sinsentido: el pasado no habita en la casa ni en la habitación, sino en su conciencia. Para aplacar el repentino murmullo de voces que se desata a su alrededor, Sofía enciende el televisor y sube el volumen hasta que los oídos le duelen. Se desviste (bajo la atenta e hiriente mirada de aquellos pares de ojos, vacíos e idénticos, que la vigilan desde la cómoda) y se mete entre las sábanas. La cama de dos plazas le parece gigantesca y el vértigo la marea. Mira televisión por un buen rato y luego la apaga e intenta dormir. En varias oportunidades el murmullo de voces amaga con reanudarse, pero Sofía logra replegarse sobre sí misma y se pierde en un sueño recurrente y aterrador: corre por un oscuro callejón, sus piernas vuelan, su rostro está desencajado y sus ojos a punto de estallar. Corre como si de eso dependiera su vida, sus jadeos se mezclan con gritos ahogados y su cabeza voltea constantemente: ya nadie la sigue pero de todas formas Sofía no cede en su frenética carrera. Y continúa corriendo hasta que se queda sin aliento y cae al suelo. Y llora hasta ahogarse. Luego, empapada en lágrimas, levanta la cabeza y, parada frente a ella, lo ve. La ve, mejor dicho. Y es como si viera un espejo: la otra mujer, es ella… Ambas permanecen contemplándose durante unos instantes, hasta que Sofía da un salto y se pone de pie y empieza a golpear a la otra mujer, a su doble. Y ésta se resquebraja toda. Y Sofía se despierta… El ruido que la hace saltar de la cama proviene de la planta baja y es similar al de un bosque en llamas. Baja las escaleras en un parpadeo. Y al llegar al living el ruido se vuelve ensordecedor. Y Sofía cae al suelo y se tapa las orejas con las manos y grita como si sus gritos pudieran contrarrestar el ruido. La escena dura apenas segundos, luego de los cuales, súbitamente, el ruido desaparece y el silencio es total. Alterada, con un persistente zumbido en sus oídos, Sofía recorre cada una de las estancias, incluso se asoma al parque, pero lo único fuera de lugar es una insignificante pérdida de agua en la canilla de la cocina. Ni olor a fuego hay. Para asegurarse, revisa una vez más todos los rincones de la casa. Nada. Regresa al dormitorio y se acuesta. Pero por más fuerza que haga no logra dormirse. El zumbido en sus oídos ya no existe, pero ahora la veintena de ojos que la miran desde la cómoda parecen estar cada vez más cerca, le horadan la nuca. Se tapa hasta la cabeza con las sábanas, pero la sensación continúa: se levanta y se acerca a la cómoda y de un manotazo tira todos los portarretratos al suelo. Aquellos ojos no la hostigarán más. Vuelve a acostarse, pero continúa sin poder dormir. Pasan quince minutos, media hora, una hora, hasta que de golpe el timbre rompe la noche. Cuando Sofía abre los ojos ya se encuentra de pie. Otro timbre resuena en la casa. Sofía va hasta la planta baja. Todo el cuerpo le tiembla. Otro timbre. —¿Quién está ahí? —pregunta retorciéndose mientras camina. La respuesta es un suave golpeteo en las ventanas: todos los vidrios del millón de ventanas de la casa suenan al mismo tiempo. Todos. —¿Quién está ahí? —repite inútilmente, presa de un terror indescriptible. Y un segundo antes de que los vidrios estallen en mil pedazos, los golpes cesan. Pero ahora las puertas de todas las habitaciones y los postigos de todas las ventanas empiezan a abrirse y cerrarse ininterrumpidamente a un ritmo vertiginoso, provocando un sonido atronador y una corriente de aire helada. Y resurge el ruido de maderas crepitando. Y los árboles del parque se ven atrapados en un tornado. Y la luz se corta. Y Sofía corre a refugiarse en su habitación. Y al pasar por la escalera los escalones de mármol se rompen a sus espaldas, crujiendo de una forma casi humana. Y al alcanzar a la habitación el violento vaivén de la puerta no la deja entrar. Pero el miedo que recorre sus venas no le permite quedarse quieta y la hace volver sobre sus pasos. Y al llegar a la escalera descubre que ésta ha quedado reducida a un profundo pozo, en el fondo del cual circula un río de lava. Decenas de personas se ahogan en él... decenas de personas que en realidad son la misma persona. De improviso, Sofía siente una ligera presión sobre su hombro derecho. Su corazón se detiene. Una cálida respiración comienza a estrellarse en su nuca. El vaivén de las puertas acaba abruptamente. Los ruidos también. Sofía desvía levemente los ojos hasta poder ver su hombro: éste se encuentra prisionero de una desproporcionada mano negra, brillante y peluda. Conteniendo un grito desgarrador, y con exagerada lentitud, Sofía gira sobre su propio eje, mientras sus brazos se cierran en torno a su cuerpo, y sus piernas tiemblan como banderas al viento. La mano negra es la extensión de un sujeto cuasi humano, de más de dos metros de altura y de una delgadez extrema. Y si bien su rostro está deformado, Sofía lo reconoce (reconoce aquel hiriente par de ojos); y, en lugar de un grito, ahora debe contener el llanto: una puntada le agujerea el estómago y el vacío de su alma aumenta inconcebiblemente. Y el aire se hace irrespirable. Después de observarlo, perpleja, durante varios minutos, Sofía posa una mano sobre el rostro de su visitante; y sólo llega a exclamar un débil:
—No puede ser. — Luego, cae fulminada al suelo.

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domingo, 27 de mayo de 2012

Hallazgo decepcionante - Marcos Zocaro


En un futuro muy lejano…
Alertados por la noticia, el director del Radiotelescopio Nacional y todos los ministros de Gobierno tardaron menos de un suspiro en llegar al Palacio Presidencial. Envueltos en un profundo silencio, causado por una mezcla de nerviosismo y desconcierto, fueron ingresando de a uno al Salón Dorado y ocupando posiciones en torno a la larga mesa de cristal. En una de las puntas ya se encontraba el Presidente.
Una vez que todos estuvieron ubicados en sus respectivos asientos, el Presidente se puso de pie y, con el más severo de sus tonos, anunció:
—Hoy por la mañana, el equipo científico del Radiotelescopio Nacional, liderado por su director, aquí presente... —lo señaló con un leve movimiento de cabeza—, ha descubierto un pequeño planeta orbitando alrededor de una estrella cercana. Un pequeño planeta… habitado por seres inteligentes. —Hizo una larga pausa, y emocionado agregó—: Señores ministros, tengo el agrado de comunicarles que no estamos solos en el Universo.
Nadie celebró la noticia.
A pesar del entusiasmo del Presidente, los rostros de los ministros permanecieron inconmovibles, sin reflejar el mínimo asombro, como si siempre hubieran sabido que los alienígenas no eran un puro invento cinematográfico y que, tarde o temprano, serían descubiertos. O quizá, lo que los ministros esperaban escuchar era algo aún más extraordinario.
El Presidente tomó asiento y posó su mirada sobre el director del Radiotelescopio, quien inmediatamente inició su explicación:
—El planeta detectado se halla a 7 años luz de distancia. Su civilización está en vías de desarrollo; pero, al igual que nosotros, ya poseen tecnología para la comunicación interestelar, han creado la televisión, la radio... —El detallado informe se prolongó por un tiempo, hasta que finalmente el científico concluyó—: Desde mi humilde punto de vista, creo que estamos en condiciones de realizar contacto e integrar nuestras culturas. Será un hecho trascendental para nuestros mundos.
—Pero —intervino rápidamente y algo preocupado el Jefe de ministros—, ¿estarán ellos en condiciones?
Luego de un incómodo silencio, el Presidente preguntó qué era lo que se sabía sobre su sociedad.
—De lo que hemos recopilado hasta el momento, podemos afirmar que es una sociedad muy similar a la de nuestros antepasados —sostuvo el científico—. Y, al igual que nuestro antiguo mundo, este pequeño planeta sufre de ciertos males: aparte de hambruna en ciertas regiones, hallamos importantes conflictos bélicos e interreligiosos entre sus naciones, conflictos que derivan en una sorprendente cantidad de muertes. En definitiva, es un planeta beligerante —afirmó, mostrando los primeros signos de decepción.
—De ninguna manera podemos hacer contacto —sentenció vehementemente el Jefe de ministros—. Nos ha costado siglos llegar a tener el mundo pacífico en el que vivimos y en el que deseamos que nuestros hijos sigan creciendo. No podemos darle vía libre al reingreso del espíritu bélico a nuestro pueblo.
—Pero es imposible que esta civilización nos ataque; son inferiores técnicamente —replicó tímidamente el director del Radiotelescopio.
—Ese no es el problema —el que hablaba era otro de los ministros—. La cuestión radica en que al hacer contacto se produciría un fuerte cambio cultural en nuestra civilización. La entrada de nuevas ideologías podría ser propicia para la guerra. En trescientos cincuenta años no hemos vivido ni un solo conflicto armado. Ni siquiera se oyen protestas sociales en las calles. ¿Entiende lo que le digo?
Todos los ministros asintieron con la cabeza.
—¿Y si el cambio es inverso y ellos son los que se transforman en una civilización pacífica? No se olvide de nuestra Historia —señaló el científico, ofuscado.
Hubo un nuevo silencio, esta vez mucho más prolongado que el anterior. Algunos ministros sacudían la cabeza y otros extraviaban sus miradas en el techo, pero la mayoría estaban atentos a la reacción que tendría el Presidente, cuya voz no tardó en hacerse oír:
—Estableceremos una comisión científica que se encargará de monitorear permanentemente a esta civilización y de recoger la mayor cantidad de datos posibles. Pero eso será todo. Dadas las circunstancias, no podemos arriesgarnos, no podemos poner en peligro el futuro de nuestro mundo. Así que prohíbo que se haga cualquier tipo de contacto con este planeta y que la información de su existencia trascienda estas paredes —ordenó con un ademán que abarcó toda la sala. Y después de una pausa, preguntó—: A propósito, señor director, ¿cuál es el nombre que estos alienígenas le dan a su planeta?
El científico, completamente decepcionado y con su cara más pálida de lo habitual, se paró sobre sus cuatro patas y respondió:
—Lo llaman Planeta Tierra, señor.

Acerca del autor
Marcos Zocaro

sábado, 29 de enero de 2011

La séptima víctima - Marcos Zocaro


De pie en medio de la oficina, Sabrina está shockeada, la fotografía le quema las manos y se pregunta si sus amigos también recibieron una igual antes de morir.
La imagen, inmortalizada en una paradisíaca playa de Brasil, pertenece a una época tan lejana como feliz; los protagonistas son ocho amigos, ocho jóvenes que posaron ante una cámara sin saber que en ese mismo instante estaban firmando su sentencia de muerte.
Atónita, Sabrina observa el vacío donde deberían estar los rostros de sus amigos, el asesino los ha recortado prolijamente, salvo uno, justo en medio de la imagen: la sonrisa de Sabrina Silva, su mirada, su cabello, aún están unidos a su cuerpo. No obstante, eso no la tranquiliza. Es el peor de los presagios: ella será la octava víctima, seguirá los pasos de sus amigos y nada ni nadie lo impedirá.
Deja caer la fotografía y comienza a correr. Sale del edificio llevándose todo por delante (incluso a su jefe), sube al auto estacionado en la puerta y se dirige hacia su casa.
En medio de su desenfrenada carrera, piensa en aquella mañana en que la voz de Nadia la hizo saltar de la cama: “Encontraron el cadáver de Alex en el río”, le dijo llorando, para luego agregar: “Piden a alguien que lo reconozca”. Media hora después, ella y Nadia se encontraban en la morgue judicial, frente a la camilla metálica donde descansaban los restos de lo que había sido su amigo Alex: no hubieran podido reconocerlo si no hubiese sido por su vestimenta y los documentos hallados en su pantalón.
Aquella pareció ser una simple tragedia, pero con el correr de los días resultó ser algo mucho peor. Al cabo de una semana la muerte visitó a Nadia: su cuerpo salvajemente golpeado fue descubierto a un costado de la ruta por un móvil policial. Sin embargo, Sabrina no relacionó ambos crímenes hasta que no le llegó el turno a la tercera víctima: Pamela…
Un bocinazo la devuelve a la realidad, pero en lugar de aminorar la marcha acelera aún más y continúa cruzando todos los semáforos en rojo. Está decidida a no ser la octava víctima.
Diez minutos más tarde llega a su casa, salta del auto y corre hacia la puerta. Al abrirla se detiene a causa de un fuerte dolor en el pecho; quizás no es tan fuerte como aquel que sintió al encontrar a Pamela (con una sábana alrededor de su cuello y colgada del techo), pero es suficiente como para quitarle la respiración.
Avanza un par de metros hacia el interior de la casa. Está todo revuelto: infinidad de papeles en el suelo, sillas caídas, los cajones de los muebles abiertos, porcelanas y masetas rotas…
Sin que ella les dé la orden, sus piernas comienzan a huir: corre hacia el auto, sube y acelera a fondo, justo cuando la imagen de Sebastián con un agujero en la cabeza cruza fugazmente por delante de sus ojos. Ella se siente responsable por su muerte: si sólo hubiese llegado a advertirle… En cambio, las tres muertes restantes fueron demasiado rápidas como para reaccionar: Andrea, Fabián y Nicolás fallecieron en el acto al colisionar el auto en el que iban contra una torre de iluminación.
Sabrina sigue escapando, pero sin rumbo definido.
La imagen deformada de Alex en la morgue vuelve una y otra vez a su mente, y al recordarla no puede evitar estremecerse.
De repente tiene una idea. Gira en el primer retorno y encara hacia el este, hacia el campo de sus padres: aunque ellos ya no estén, allí Sabrina estará protegida.
En ningún momento piensa en recurrir a la policía, Sebastián ya lo pensó antes y acabó misteriosamente con una bala enterrada en su cabeza.
Media hora más tarde, con la noche cayendo sobre la ciudad y una gran tormenta iluminando el horizonte, Sabrina llega al campo. Cruza la tranquera y detiene el auto frente a la casita que interrumpe aquel inmenso páramo.
Antes de apearse mete la mano en la guantera pero no encuentra el arma, sino algo que provoca que un grito desesperado escape de su garganta. Se trata de una fotografía idéntica a la anterior, pero ahora su rostro también ha desaparecido.
Presa del pánico, abandona el auto y camina a paso acelerado hacia el interior de la casa. No hay luces encendidas y la oscuridad lo envuelve todo. Llega a la puerta, se agacha y toma la llave escondida debajo del felpudo. Entra.
Tantea en la pared hasta dar con el interruptor de la luz. Lo enciende y… el grito es desgarrador. Las paredes del living están empapeladas con cientos de réplicas de la fotografía tomada en Brasil, y los rostros recortados forran el suelo.
El miedo de Sabrina alcanza proporciones bíblicas. No hay remedio: se convertirá en la octava víctima.
De golpe siente una mano que se apoya en su hombro, y automáticamente piensa en las muertes de sus amigos. Voltea y… retrocede aterrorizada. No puede creer lo que le muestran sus ojos. Y de inmediato sus pensamientos la arrastran hasta aquella mañana en la morgue: aquel cadáver que reconoció como Alex no era él realmente, de lo contrario no podría estar ahora frente a ella, apuntándole con un arma.
Observando al hombre que irremediablemente acabará con su vida, Sabrina piensa que no será la octava víctima, sino la séptima.

viernes, 9 de enero de 2009

Final feliz - Marcos Zocaro


Dos años y tres meses fue lo que me llevó terminar mi primera novela, mi pequeña gran obra de arte. Pero a Garmendia sólo le bastó un mes para robármela.
Garmendia, Javier Garmendia, era uno de mis mejores amigos y, al igual que yo, amaba la literatura y soñaba con convertirse en un best seller. Pero, lamentablemente, jamás se le caía una idea de la cabeza. Eso fue lo que yo debí haber tenido en cuenta antes de prestarle el borrador de mi relato: un mes después, en vez de recibir su opinión sobre el libro, recibí una prolija carta donde me invitaba a la presentación de su novela: “Vértigo”… El desgraciado ni siquiera se había molestado en cambiarle el título.
La presentación se llevaría a cabo esa misma tarde en el Pasaje Dardo Rocha, y uno de los oradores sería, ni más ni menos, que Tomás M. Rocazo, el escritor que Garmendia y yo tanto admirábamos. Mi indignación no podía ser mayor.
Aprovechando una distracción de mi padre, pude quitarle del cajón de la mesa de luz su pistola reglamentaria. La escondí entre mi ropa y me dirigí al Pasaje Dardo Rocha. En un principio, mi plan (descabellado, si se quiere) no era más que ocultarme entre la muchedumbre y, en medio de la presentación, ponerme de pie, apuntarle con el arma a quien alguna vez había sido mi amigo y obligarlo a confesar su plagio. Sin embargo, ya en el lugar, todo cambió.
Para calmar mis nervios, mientras esperaba que Garmendia apareciese, decidí tomar uno de los ejemplares de “Vértigo” que descansaba sobre un stand. Al tenerlo entre mis manos, mi furia se acrecentó: la cubierta era tal como yo la había imaginado. En ese momento, más que nunca, pude sentir como me penetraba el frío de la Glock en mi cintura. Luego, por curiosidad, comencé a ojear el libro hasta que llegué al final y descubrí algo que me terminó de descolocar, algo que hizo alterar drásticamente mi plan.
Apenas Garmendia se presentó ante la multitud y se sentó detrás de un improvisado escritorio, saqué la pistola, le apunté y, después de contemplar por unos instantes su rostro lleno de terror, le vacié el cargador en medio del pecho… El afeminado de mierda le había cambiado el final a mi novela por uno “color de rosas”. Yo no lo podía creer. Lo que Garmendia había hecho, no tenía perdón de Dios.