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martes, 25 de junio de 2013

Memoria – Walter Iannelli

 

—Le decía. ¿Le decía? ¿Y por qué le estaba diciendo algo? ¿Se da cuenta?, ando mal de la memoria. Le empiezo a decir algo y me olvido. ¿Qué le decía?
—Que me estaba diciendo algo.
—Ah, que le estaba diciendo algo. ¿Y quién es usté para que yo le diga lo que le estaba diciendo?
—Su hijo, Tata.
—¡¿Mi hijo?!, ¿cómo va a ser mi hijo si no lo conozco? ¿Piensa que no sé reconocer un hijo?
—Andá mal de la memoria, Tata.
—¿Quién dice que ando mal de la memoria?
—Usted, por ejemplo. Recién lo dijo.
—¿Yo mismo?, usté es un impertinente.
—Tata...
—¿Tata? ¿Con quién cree que habla?
—Con usted, Tata. No me insulte.
—¿Y quién lo insultó a usté? Si todavía no empezamos a hablar.
—Está bien, está bien.
—A ver, dígame.
—Nada, Tata. Que lo tendría que ver un médico.
—¿Qué? ¿Qué me dijo? Hable despacio que no le entiendo.
—Que lo tendría que ver un médico, Tata.
—No, no. Lo que dijo primero de todo...
—Dije, “Cómo anda, Tata...”
—Cómo anda, cómo anda. Todo el mundo pregunta lo mismo. Lo que le pido es qué me diga que dijo después de eso que dijo al principio.
—Y... ya no me acuerdo, Tata.
—Así que soy yo el que no tiene memoria.
—No, Tata. Hace una hora que quiero decirle que sería bueno que lo viera un...
—Mire mozito. No sé que busca, pero no me importa.
—Nada Tata. Lo único que quiero es que lo vea un profesional porque me parece que anda un poquito mal de la memoria.
—Perdón, ¿me repite la pregunta?
—No, más bien no es una pregunta, Tata.
—Pero usté, en algún momento, ¿no me hizo una pregunta?
—No sé, Tata, puede ser, pero usted me desvía el tema.
—¡Y si usté no habla claro!
—Tata, por última vez: lo va a venir a ver un señor, con una valija, que quiere charlar.
—¿Quién? ¿Mi hijo?
—No, su hijo soy yo, Tata. El que viene es del hospital.
—¿Por qué, está enfermo? Mire que yo no quiero contagiarme nada. Si me va a traer a alguien mejor que sea sano y que sepa jugar Tute, si no que se vuelva a... ¿De adónde me dijo que venía?
—Del Hospital.
—Sí. Yo le decía a mi hijo que no anduviera con la Siambreta. Buena moto ésa, pero muy rápida. Así que ahora estuvo en el hospital...
—¿Quién?
—Pero si será tonto usté. Quién va ser. Ése. Ése.
—¿Quién Tata?
—Ése que venía en moto. ¿De dónde venía?
—No, Tata. Empecemos de vuelta.
—Que “Tata” ni “Tata”, ¿usté quién mierda es?
—Está bien. Está bien: soy un señor que quiere ayudarlo, ¿me entiende ahora?
—¿A qué?
—A que le funcione un poco mejor la cabeza.
—¿Y a usté qué le importa? De eso tendría que encargarse mi hijo, que flor de boludo es y no sirve pa’ mierda.
—Pero si su hijo soy yo, Tata. Eso es lo que estoy tratando de explicarle...
—Flor de mentiroso es usté, mozito. Primero me dijo que era un señor que venía en una Siambreta del hospital porque no andaba bien de la cabeza.
—El que no anda bien de la cabeza es usted, Tata.
—Hábrase visto. Retírese ahora mismo o llamo a la policía.
—Como quiera.
—¿Recuerda el número?
—Está bien, está bien. Me descubrió. Soy un tipo que se escapó del hospital en una Siambreta porque no anda bien de la cabeza. ¿Conforme?
—El que tiene que tiene que estar conforme es usté, que se cree una moto. ¿Por eso lo encerraron?
—Sí. Problemas de Carburación. Por eso vine aquí, necesito de lugares abiertos.
—¿Y qué espera?, ¿Que le dé una pieza?
—Hum... ya que lo dice.
—Además de la mía, la única pieza que tengo la ocupa mi hijo.
—¿Y qué problema hay? ¿No dijo que su hijo es flor de boludo y no sirve para mierda? Échelo.
—¡No le permito! No se meta con la familia, le advierto. El pibe apenas tiene un problemita, algo de la memoria, creo. Recién me lo estaba diciendo, antes de que usté viniera. Iba a venir un “dotor” a verlo.
—Bueno, aquí, entre nosotros, yo soy el médico.
—Pero, ¿usté no quería alquilar una pieza?
—Además. Es que el asunto es grave. Tengo que quedarme. Vigilar a su hijo todo el tiempo. De cerca.
—Ya veo.
—Sí.
—En ese caso puede quedarse en su pieza, junto con él. Hay dos camas.
—Le agradezco.      
—No tiene porqué. Entiendo que eso de andar escapándose de los hospitales... Pobre hijo mío. Me acuerdo de cuando era chico.
—¿Qué se acuerda?
—Nada. Eso sólo, que era chico.
—Pero, y de la infancia, la familia, ¿qué puede contarme?
—Ah, no sé, no la conocí.
—Hablábamos de su hijo...
—¿Y por qué no avisa?
—Shhh... silencio que ahí viene.
—¿Quién?
—Es ese que está bajándose del auto. El que tiene el maletín en la mano.
—¿Ése?
—Sí.
—Mierda que da guita vender motos. La última vez que lo vi andaba a pie y en alpargatas. Lástima que se haya quedado pelado.
—Sí, una lástima. Hágame un favor, no lo contradiga. Conteste todo lo que le pregunte. Acuérdese, no anda bien de la cabeza.
—Claro.

(del libro “Metano”)

Acerca del autor:
Walter Iannelli

martes, 11 de junio de 2013

El aleteo de una mariposa en Pekín – Walter Iannelli


Te hubiera dicho que las cosas son raras. No la vida, sino el ordenamiento de las cosas en el universo. La forma en que éstas suceden, se encadenan como si quisiesen decirnos algo. Pero no te dije nada, por supuesto. No te dije nada porque sí, porque subiste al colectivo con esa expresión de vampiresa ausente, entallada en una pollera amarillo patito que te juntaba la piernas en un tubo hasta la rodilla, la boca semiabierta como si, debajo de los anteojos negros, estuvieses suspirando con los ojos. No te dije nada porque habíamos hablado muy pocas veces, casi nunca, un saludo apenas, y sobre todo porque caminaste por el pasillo del ómnibus mirando a todos y a nadie y te sentaste tres asientos por delante, también al lado de la ventanilla, con la misma languidez con que te había imaginado en la mañana, cuando había descargado mi mal humor soñándote despierto, y vos habías aparecido en mis sueños hecha una casualidad, una fatalidad cotidiana, y te habías entregado sin una palabra y yo lo había aceptado como se acepta lo deseado, una mano de plano sosteniendo el cuerpo contra la pared de azulejos del baño, la otra agitando las urgencias entre mis pantalones, donde te soñaba.
Una señora se sentó a tu lado y no pude dejar de pensar que desde la mañana, quizás desde el comienzo de los tiempos las cosas habían estado sucediendo para que nos encontráramos. Gente, calle, trámites, autos y señoras que fueron sentándose a tu lado en el colectivo, un mare magnum que se entrecruzaba como cables para que nos encontrásemos después del sueño. Claro que no como te había imaginado en mi cabeza, en la humedad, en la sordidez, sino en la tarde clara que brillaba y limpiaba el sabor a culpa y traía, como una ola, sólo la rémora suave y salada del amor  imaginado entre tus piernas. La pollera arriba, hasta la cintura, y mi boca hurgando entre tu blusa con una premura lenta que te hacía oler  igual que el viento antes de la lluvia. Ahora, no. Ahora estabas levemente inclinada hacia la ventanilla y podía ver el reflejo de tu perfil en el vidrio sucio. Ahora mirabas a través de ese vidrio sucio la calle. “El aleteo de una mariposa en Pekín puede producir un terremoto en Los Angeles”, pensé. Ibamos a viajar a tres asientos de distancia. A viajar a la misma velocidad en ese colectivo, siempre separados por esos tres asientos, unívocos e indestructibles, porque éramos dos tipos justificando el universo sin conocer sus leyes. Íbamos a mirar las mismas cosas, y nuestras miradas se unirían en algún punto. La vidriera de los negocios, los puestos de flores, el vigilante, el diente pintado de negro en la cara del político del afiche. La impertinencia de los que de una u otra forma querían hacer seguir andando el mundo, como si no supieran que ya no dependía de ellos.
Son raras las cosas, te hubiera dicho. La caída de un tenedor, la premonición fugaz de cruzarte de pronto con aquel que creímos descubrir en el lento agacharse a recogerlo. La sensación de que el tiempo es apenas una línea que nos resta recorrer como si fuese un pasillo sin salida, construido hace miles de millones de años, en el que sólo nos está permitido dar vuelta la cabeza de vez en cuando o atisbar poco más adelante, donde una última lamparita amarillenta y apocada por la mugre cuelga del techo. Pero no te dije nada porque era natural que yo me levantara primero del asiento al llegar a destino. Era natural que vos te levantaras después, y caminaras como un felino, aún con el bamboleo del colectivo, como si el roce de tu entrepierna pudiese producir polvo de estrellas. Natural que te quitases los anteojos para saludar con una breve sonrisa, y que yo, en vez de decirte que estabas verdaderamente linda, tan linda que metías miedo, te tocara una teta, tímidamente pero con toda la mano abierta. Natural que te bajaras puteándome del colectivo y yo me quedara callado, aguantando el ensañamiento de dos o tres tipos que me trompearon hasta tirarme por la puerta dos paradas más allá, no sin antes pisarme un ojo. Natural que sentado en la vereda siguiera pensando en vos. En los tres asientos que nos habían separado durante cuarenta minutos, y en tu mirada y la mía, que se habían tocado una y otra vez sobre los objetos, como la de dos viejos amantes que se hacían compañía  para soportar la derrota, lo indefectible.

Acerca del autor:
Walter Iannelli

miércoles, 13 de abril de 2011

El aleteo de una mariposa en Pekín – Walter Iannelli


Te hubiera dicho que las cosas son raras. No la vida, sino el ordenamiento de las cosas en el universo. La forma en que éstas suceden, se encadenan como si quisiesen decirnos algo. Pero no te dije nada, por supuesto. No te dije nada porque sí, porque subiste al colectivo con esa expresión de vampiresa ausente, entallada en una pollera amarillo patito que te juntaba la piernas en un tubo hasta la rodilla, la boca semiabierta como si, debajo de los anteojos negros, estuvieses suspirando con los ojos. No te dije nada porque habíamos hablado muy pocas veces, casi nunca, un saludo apenas, y sobre todo porque caminaste por el pasillo del ómnibus mirando a todos y a nadie y te sentaste tres asientos por delante, también al lado de la ventanilla, con la misma languidez con que te había imaginado en la mañana, cuando había descargado mi mal humor soñándote despierto, y vos habías aparecido en mis sueños hecha una casualidad, una fatalidad cotidiana, y te habías entregado sin una palabra y yo lo había aceptado como se acepta lo deseado, una mano de plano sosteniendo el cuerpo contra la pared de azulejos del baño, la otra agitando las urgencias entre mis pantalones, donde te soñaba.
Una señora se sentó a tu lado y no pude dejar de pensar que desde la mañana, quizás desde el comienzo de los tiempos las cosas habían estado sucediendo para que nos encontráramos. Gente, calle, trámites, autos y señoras que fueron sentándose a tu lado en el colectivo, un mare magnum que se entrecruzaba como cables para que nos encontrásemos después del sueño. Claro que no como te había imaginado en mi cabeza, en la humedad, en la sordidez, sino en la tarde clara que brillaba y limpiaba el sabor a culpa y traía, como una ola, sólo la rémora suave y salada del amor imaginado entre tus piernas. La pollera arriba, hasta la cintura, y mi boca hurgando entre tu blusa con una premura lenta que te hacía oler igual que le viento antes de la lluvia. Ahora, no. Ahora estabas levemente inclinada hacia la ventanilla y podía ver el reflejo de tu perfil en el vidrio sucio. Ahora mirabas a través de ese vidrio sucio la calle. “El aleteo de una mariposa en Pekín puede producir un terremoto en Los Angeles”, pensé. Ibamos a viajar a tres asientos de distancia. A viajar a la misma velocidad en ese colectivo, siempre separados por esos tres asientos, unívocos e indestructibles, porque éramos dos tipos justificando el universo sin conocer sus leyes. Ibamos a mirar las mismas cosas, y nuestras miradas se unirían en algún punto. La vidriera de los negocios, los puestos de flores, el vigilante, el diente pintado de negro en la cara del político del afiche. La impertinencia de los que de una u otra forma querían hacer seguir andando el mundo, como si no supieran que ya no dependía de ellos.
Son raras las cosas, te hubiera dicho. La caída de un tenedor, la premonición fugaz de cruzarte de pronto con aquel que creímos descubrir en el lento agacharse a recogerlo. La sensación de que el tiempo es apenas una línea que nos resta recorrer como si fuese un pasillo sin salida, construido hace miles de millones de años, en el que sólo nos está permitido dar vuelta la cabeza de vez en cuando o atisbar poco más adelante, donde una última lamparita amarillenta y apocada por la mugre cuelga del techo. Pero no te dije nada porque era natural que yo me levantara primero del asiento al llegar a destino. Era natural que vos te levantaras después, y caminaras como un felino, aún con el bamboleo del colectivo, como si el roce de tu entrepierna pudiese producir polvo de estrellas. Natural que te quitases los anteojos para saludar con una breve sonrisa, y que yo, en vez de decirte que estabas verdaderamente linda, tan linda que metías miedo, te tocara una teta, tímidamente pero con toda la mano abierta. Natural que te bajaras puteándome del colectivo y yo me quedara callado, aguantando el ensañamiento de dos o tres tipos que me trompearon hasta tirarme por la puerta dos paradas más allá, no sin antes pisarme un ojo. Natural que sentado en la vereda siguiera pensando en vos. En los tres asientos que nos habían separado durante cuarenta minutos, y en tu mirada y la mía, que se habían tocado una y otra vez sobre los objetos, como la de dos viejos amantes que se hacían compañía para soportar la derrota, lo indefectible.

Acerca del autor:
Walter Iannelli

sábado, 1 de enero de 2011

Nada - Walter Iannelli


No tenía ganas de dibujar. Por eso abandonó el atril para asomarse a la ventana. Pero no había mucho que mirar. Las nubes flotaban sobre los techos como espuma. Abajo nada. Nadie. La autopista vacía, el parque desierto, barrido de polvo por un viento cálido que a ras del piso corría carreras invisibles. Qué esperaba. Qué debía hacer la gente, más que estar espiando por una ventana con los brazos cruzados, igual que ella, con vergüenza. 
Sin embargo alguien, algo, una cosa, cruzaba el parque a toda velocidad, desaforadamente, como cuando de escapa o se persigue. Como cuando se es, todavía, algo o alguien. Igual que el viento, el bulto iría tomando forma de remolino, de persona. Era Galo. Tropezaba y caía y se levantaba para seguir corriendo. 
Hizo una mueca de fastidio. En unos instantes tocarían a la puerta. Dudó en cerrar con llaves. La  dejó abierta.
En menos de un minuto Galo se asomó al rectángulo. Había subido con la misma vehemencia con la que atravesaba el parque, y ahora era un resuello al pie de la escalera. Un animal herido. Tonto. Toda la vida quieto y ahora, que no había nada que hacer, corría. 
—Ya sé —dijo Galo, parado en el vano de la puerta.  
Laura fue hasta la cocina. Aún quedaba medio bidón de agua.  
—Está caliente —dijo, de vuelta.
Galo empinó el botellón y bebió con avidez hasta vaciar la mitad del contenido. El líquido se le escurría por las comisuras de los labios. 
—Yo no tengo ni agua —dijo, jadeando—. Pero no importa.  Me di cuenta de algo importante.
Laura apenas lo escuchó. Miraba otra vez el parque. Mirar las cosas era una forma de guardar a perpetuidad lo que aún quedaba, sin dañarlo. 
—¿Y qué es lo importante? 
—Lo que siempre quisimos —dijo Galo.
Laura sopló el aire por la nariz. El sol bajaba oblicuo sobre las hamacas, proyectando un cuadriculado de sombras grises y vacilantes que se estiraban hasta los pies del edificio. Podría haber sido una tarde cualquiera. La misma plaza, pero llena de hombres y mujeres, chicos y vendedores de helado. Y adentro el amor húmedo de ese muchacho que hoy ni siquiera la había besado.
—¿Qué será lo que siempre quisimos? —dijo.
Galo terminaba con sonidos guturales el contenido del bidón de agua. Apoyó en el piso el envase vacío.
—Justicia —dijo.
Laura dio vuelta la cabeza. Se apartó de la ventana y caminó hasta la mesa de dibujo. Se sintió rara mirando las escuadras y los lápices. Alguna vez habían servido. Alguna vez había creído que las cosas se hacían con un fin determinado.
—No digas pavadas —dijo.
Galo estaba sentado en el piso, las rodillas recogidas y apretadas entre los brazos como si quisiera ocupar poco espacio. La mirada perdida en el suelo.
—Sí, justicia —dijo—. ¿Entendés? Ya no hace falta discutir ni pelear. Ya no es necesaria la venganza. Ya no tiene sentido la guerra. Somos todos iguales. No tenemos comida, ni luz, ni agua y mañana ya no van a hacer falta. Ahora somos todos iguales. Ya no hay privilegios. 
Laura sonrió. Galo siempre le había parecido tan retórico, pero le gustaba. Ya se lo había dicho, y se lo diría otra vez si la palabra retórica o amor, ahora, significaran algo. Pobrecito. El pelo gris y llovido y la cara sucia. La traza de perro callejero y pulgoso. Y aparte esa inocencia. Se iba a morir ahí mismo, donde se había quedado, sin hacer nada, con los ojos rojos y fijos en el piso, ahora que había dicho eso que quería. Se agachó y lo besó en la frente. Galo temblaba. 
—Está bien —dijo y volvió a la ventana. Posiblemente Galo tuviera razón. Ya no había por qué discutir. Ya eran todos iguales. Había que verle el lado positivo. Sin embargo Galo seguía teniendo miedo, como si el miedo aún sirviera para algo.  
Quizá debía salir por última vez al parque y hacer alguna última cosa inútil. Las personas siempre habían hecho cosas. Cosas inútiles. E igual se morían. Entontes qué diferencia podría haber entre el holocausto personal y uno colectivo. De modo que iba a pasar lo que siempre había estado pasando, nada más que de golpe. De una vez y para siempre. Se puso el abrigo, debía apurarse. El sol se iba detrás de las casas y pronto ya no habría nada. Nada.

Acerca del autor:
Walter Iannelli

domingo, 12 de diciembre de 2010

Cajas chinas - Walter Iannelli


Fumábamos casi en silencio frente a la última mesa de billar, cuando llegó el Ruso. Dejó el bolso en el suelo, arrimó una silla y se zampó el resto de mi vaso de ginebra. 
—Lo vi con mis propios ojos. Y con éstos— dijo y se agachó para sacar la cámara y acariciarla como si fuera un animalito. 
Nos miramos de soslayo entornando los ojos. El Ruso se pasaba la tarde espiando por la ventana y siempre se traía alguna historia soporífera. Pero estábamos aburridos, afuera había empezado a llover y El Ruso tenía una cara rara, como si hubiese visto un fantasma.
De modo que apoyamos las cabezas sobre la palma de una mano y le clavamos unos ojos permisivos, casuales y llenos de humo.  
El Ruso empezó diciendo que, esa tarde, enfocando a tientas, había visto a un viejo que tomaba mate en el balcón del tercer piso del edificio vecino. Camiseta gris llena de agujeros pegada a la panza, barba tupida, yerba en una bolsita, cortaplumas con mango de ónix. Parecía aburrido, miraba hacia abajo.
Abajo, en el patio del edificio, otro tipo leía el diario en una silla playera. Resultaban graciosos los movimientos de robot al correr las páginas, decía. El modo en que echaba hacia atrás la nariz para que el papel no le pegase en la cara. Una pelada perfecta y redonda que brillaba a la resolana y un reloj del tiempo de ñaupa en la muñeca izquierda. Lo podía ver muy bien, insistió el Ruso señalando los aparatos. 
—El del patio no sabía que el del balcón lo miraba, y del balcón no sabía que yo los miraba a los dos —recitó—: El hilo que une al mundo, para que no se desmorone.  
Suspiré y cerré los ojos. La filosofía del Ruso. Nunca le entendíamos un carajo. Apenas nos comunicábamos por propiedad transitiva, a través de las fotos que depositaba noche tras noche delante de nuestras narices. Un vínculo que se me ocurría frágil e inconsistente. 
—¿Y? —dijo Polo. 
El del mate tenía una maceta con un geranio, dijo el Ruso. Cada tanto tiraba un poquito de yerba en la tierra de la maceta, la movía de lugar sin motivo aparente. Y seguía al de abajo. Y el tipo de abajo leía frunciendo la nariz y achicando los ojos, quién sabe, las noticias. 
Levantó la vista, midió el auditorio.
—Estaba cantado— dijo, de pronto, levantándose. 
Nos quedamos con la vista en su silla vacía. Tres tipos entraron apurados por la puerta vaivén, y una brisa fresca de la calle corrió con olor a lluvia entre el tufo amarillo y caliente. Di vuelta la cabeza. 
El Ruso estaba del otro lado de la mesa de billar con un taco en la mano. El cuerpo flacuchento se recostaba sobre el verde más raro y sucio que nunca. Así, agazapado y en posición de tiro, cortado al medio, parecía un tullido abandonado sobre el paño.  
Con un movimiento suave del taco, los marfiles amarillos y rojos se rozaron con ruido a castañuelas.
Después sacó la cabeza y se movió hacia la oscuridad del tablero. Escuchamos cómo las fichas de madera se deslizaban sobre la pértiga de acero, chocaban entre ellas. El fósforo con que prendió el cigarrillo le descifró la cara llena de surcos.
—Un punto atrás del otro —dijo, hablándonos con voz lobuna desde la penumbra—, hasta completar la línea.
Sentí lástima. Sergio y Polo estaban con la boca abierta. Sentirían lo mismo. En otra ocasión se hubiesen reído.
—Mucha paja —susurró Bocha.  
El Ruso rehizo el camino y se inclinó para meter el aliento a muelas podridas entre nuestras cabezas.  
—Un tipo que lee el diario, otro que lo vigila con una maceta en la mano. Yo, arriba de todo con la Nikon —dijo. 
Acto seguido sacó un paquete del bolso y lo dejó arriba de la mesa. Pitó el cigarrillo y sopló el humo en dirección al techo.
—Un lindo geranio. ¿Qué otra cosa podía hacer que sacar fotografías?  
Guardó los aparatos, se colgó el bolso al hombro y caminó displicente hacia la puerta, alumbrado de la cintura para abajo por las tulipas rectangulares, como si hubiera venido nada más que a hacer un trámite. En un instante lo vimos salir a la lluvia, a la tormenta. 
Abrimos el paquete y nos quedamos mirando las fotos una a una en el orden en que el Ruso las había dejado. El geranio rojo congelado en el aire. Y después borroso en la caída que parecía volver aún más sólida la maceta. Y el tipo del patio. Inclinado en la silla. La cabeza redonda y calva que dejaba escurrir un hilo de sangre entre las baldosas. Una mirada sobre una mirada. Y ahora la nuestra arriba de todas. 
—Lo parió... — dijo Bocha.     
—Sí —dije. 
—Café —pidió Polo con un brazo en alto.

Tomado del libro Metano

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