Mostrando las entradas con la etiqueta José A. García González. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta José A. García González. Mostrar todas las entradas

sábado, 7 de abril de 2012

Epitafio - José A. García González


En mi pasión desmedida por recorrer cementerios, para admirar su arquitectura, para fotografiar la innumerable sucesión de lápidas en ascenso hacia la colina, he encontrado muchas cosas. Algunas sorprendentes e inauditas, otras sumamente desagradables, y hasta indignas para los mismos muertos. Mi peregrinar por los camposantos comenzó el día que agoté la bibliografía sobre el tema y noté que, a pesar de todo cuanto se había escrito sobre la muerte, los muertos, su destino y la transmigración de las almas, se sabe realmente muy poco acerca de lo esencial del tema. Nunca nadie escribió sobre los motivos para morir. Soy conciente que esto llamará la atención de muchos, pero creo fervientemente que si el hombre muere no lo hace porque ese sea su destino final, el regalo de Ilúvatar, ni el don del más allá. Al contrario. Si el hombre muere es por su propia decisión. La misma puede ser culpa del fastidio, cansancio, aburrimiento, enfermedad, ignorancia, religión (casi todos sinónimos de ésta última, lo sé). Pero no está escrito en el destino de la especie el que la vida deba, irremediablemente, poseer un punto final. Y la respuesta a ese motivo oculto de por qué deciden los hombres morir, no tengo dudas al respecto, se encuentra en los epitafios de sus tumbas. Pero no en cualquier epitafio, no, por supuesto que no. Hay que saber decodificar esos mensajes cifrados que poco tienen de azar, de humor y de frase hecha, aunque así quieran disimularlo. Es casi un arte extinto el de los epitafios, que la frivolidad de los jardines de paz, el mármol en desuso por su alto precio, y las placas de bronce que no son de bronce, han perjudicado enormemente. Los pocos cultores de éste arte que aún persisten, saben que el epitafio es el último gesto de su personalidad; la demostración de que han sido ellos y no cualquier otro quien ha caminado sus pasos, disfrutado de sus placeres y vivido su vida. Pero pocos lo saben, o lo creen así. Y esas lápidas y tumbas cada vez más despojadas facilitan mi labor de búsqueda. El último milenio se conforma con el nombre y un par de fechas, nada más. En los entierros del pasado se encuentran las verdaderas fuentes de la sabiduría. Una de las cuales creo haber descubierto el día que penetré por última vez en el olvidado rincón del oeste del cementerio del monte y, entre pantanos y malezas, encontré el panteón de los pensadores de antaño. Una ruina que en las antiguas guías de viajes solía cambiar de ubicación siguiendo las modas veraniegas, pero que, era sabido, se hallaría en un sitio puntual. Lamentablemente, de todas las lápidas allí reunidas, sólo unas pocas eran legibles. Y de esas, algunas estaban escritas en caracteres incomprensibles, o en otro idioma. Sólo una lo estaba en español, labrada en una roca con grandes caracteres romanos como los de antaño. En ella encontré la clave de todo. Esas simples palabras le dieron un nuevo sentido a mi existencia. Porque si alguien puede decir de sí mismo que Amaba tanto soñar que un día ya no quiso despertar, ¿qué nos queda para nosotros más que abandonar nuestras cadenas y pesares para correr, con desesperación o no, en pos de algo que soñar con tanta dedicación? ¿Qué nos queda?
Nada.

Tomado del blog: Proyecto Azúcar

sábado, 10 de marzo de 2012

Desazón - José A. García González


Presionó la tecla número uno. En la pantalla apareció un seis. Presionó, entonces, la tecla número seis. En la pantalla se iluminó una ele.
No había caso, la máquina se estropeó otra vez, pensó lamentándose por la pérdida de tiempo. Sin saber si debía sonreír o no ante semejante retraso. Pero, el informe a la Dirección sí debía pasarlo, sin perder tiempo, para que no le descontaran del sueldo. Como si fuera su culpa que la máquina no funcionara adecuadamente y, semana por medio, sucediera lo mismo.
Claro que si la empresa se decidía a cambiar la obsoleta máquina de calcular, tendrían que modificar todo el mueble sobre el que se apoyaba, quitar el escritorio, tal vez romper la pared para sacarla. La excusa perfecta para dividir la oficina en pequeños cubículos idénticos, higiénicos e impersonales llenos de desconocidos.
Ante todo debía evitar eso. Años de esfuerzos vacíos le llevó ganarse la oficina, horas extras, corridas a contrarreloj, gastritis y suelas besadas. Si existía algo a lo que no podía renunciar era a esa oficina.
Suspiró sin saber qué hacer, dándole vueltas a un asunto sin más que una única solución.
Reinició la máquina y esperó a que los sistemas volvieran a ser operativos.
Escuchó los pin, pan, pun, cla, cla, cla, fixxxxxllluuuu, que emitía la máquina como un mantra para calmar sus nervios.
Seis minutos, cuarenta y cinco segundos, después, presionó la tecla número uno, en la pantalla apareció un nueve.
Suspiró otra vez reclinándose en la incómoda silla; miró hacia un costado, la ventana estanca, esa que no podía abrirse, no era más que un ojo ciego mirando el cielo gris. Quince pisos. Los accionistas de la empresa sabían muy bien por qué esa ventana no debía abrirse nunca.
Presionó la tecla nueve, vio apareció una letra ‘A’ mayúscula.
Iba a ser un día muy, muy, largo.

Tomado de Proyecto Azúcar

lunes, 17 de enero de 2011

Marzo Postnuclear - José A. García González


Un fino polvillo, remedo de lluvias pasadas, caía de nubes gastadas; el frío resplandor de unas pocas estrellas decorando el cielo, llenaba las hojas del calendario en el final de aquel inhóspito mes de marzo.

Allí, en lo bajo, sonido alguno nacía en las casas abandonadas, en las calles inundadas, en la ciudad desolada cubierta de moho y misterio. Palabra alguna se pronunciaba, ningún fantasma agitaba sus oxidadas cadenas reclamando atención.

Todo era el silencio y la nada.

Invierno permanente, antinatural, provocado por quien ya no existe; primavera exiliada en lo profundo del sueño. Vida latente. Muerte perpetúa. Olvido sempiterno. Cuando terminó de llover fuego del cielo apareció el polvo. Y algún día el polvo se acabará, también.

O no.

Lo que vendrá, después, es ignorado.

El tiempo se torna incontable, invisible, incuestionable, sin nadie que lo cercene, lo encajone, lo desmenuce porque no lo comprende.

El antiguo marzo no es más que olvido, no caen las hojas de los árboles muertos, no clama el viento entre las ramas secas. Nada ocurre.

Nada.

Ni del sol ni de la luna nacen mareas y vientos. De la tierra no nacen cálidos hálitos de fuegos internos. Las aguas están tiesas, no se agitan allí donde nada hay para humedecer.

Silencio.

El mundo está vacío. Al mundo lo han vaciado. La vida ha muerto. El hombre se ha consumido. Nada respira. Nada existe.

O sí.



Tomado de http://proyectoazucar.blogspot.com/

miércoles, 25 de febrero de 2009

Tarde de pesca - José A. García González


Se quitó una molestia del ojo, flotaba mucho polvo y cenizas en el aire de allí, extendió la caña, tomó impulso hacia atrás y arrojó el anzuelo lo más lejos que fue capaz. En las aguas más lejanas de la sucia costa nadan los mejores peces. Todos lo saben. 
Se acomodó sobre una roca dispuesto a esperar, mirando las olas, las descoloridas nubes, el atardecer, escuchando los rumores del mundo en su solitario rincón.
Levantó la vista, la tenue atmósfera se oscurecía, el sol se alejaba, se adivinaban las primeras estrellas en el cielo. Todo era, al mismo tiempo, similar y diferente a la… De un manotazo mató un mosquito que se había posado sobre su nariz.
No. Para nada diferente. Todo era exactamente igual, tan parecido, tan idéntico que debía esforzarse para recordar que el lugar en que vivía era Venus y no la desolada Tierra de sus abuelos.