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sábado, 5 de mayo de 2012

Cómo escribir en el agua - Hernán Domínguez Nimo


M´nniummm es un planeta acuático. No hay absolutamente nada, vegetal o mineral, que asome en la superficie del interminable océano violáceo de este mundo, pero sus aguas burbujean de vida. Tres razas distintas llegaron al punto de desarrollar un lenguaje para comunicarse. Ssslmnnnmmm es un joven de los mselm, la raza más reciente, que habita en mar abierto. De pequeños, los mselm aprenden los vibratos de diferentes duración y potencia que forman su vocabulario, tan distinto de los chasquidos y crujidos de los clackiks y los kotkots que viven en los arrecifes. Ssslmnnnmmm ha oído que los clackiks hacen dibujos con sus pinzas en las paredes de piedra pero nadie lo ha visto. Ssslmnnnmmm tiene una idea loca: quiere hacer un dibujo. Pero no uno cualquiera: quiere dibujar las palabras que pronuncia. Nadie lo ha hecho y su mejor amigo le escupe agua a carcajadas cuando le cuenta la idea. Así que Ssslmnnnmmm no lo cuenta más pero lo intenta. Dibuja en los vegetales más anchos que conoce y las lashgasss se deshacen entre sus dedos. Intenta ordenar un grupo esquivo de mlessnnnm según el diseño que vislumbra en su mente, pero cada vez que acomoda una las demás nadan hacia las seis corrientes y Ssslmnnnmmm se cansa de recibir descargas eléctricas en sus aletas. Se le ocurre que el lecho del océano podría ser un lugar propicio para dibujar y nada hacia abajo. Nada y nada. Y aún no ha recorrido la mitad del trayecto cuando ya la luz del mundo lo abandona y Ssslmnnnmmm abandona también, porque sabe que sería inútil dibujar a ciegas y que nadie —ni él mismo— pueda ver el resultado. Entonces decide encarar el viaje que posponía. Un viaje al mar muerto, donde ninguna corriente llega ni sale. Un lugar del que nadie volvió. Pero también el lugar donde Ssslmnnnmmm cree que podría dibujar hasta con granos de sshhhll. O alineando los cuerpos exánimes de un cardumen de mnnsaaarrses. A Ssslmnnnmmm le gustaría poder dejarle una nota a su mejor amigo pero sabe que es inútil. Así que Ssslmnnnmmm parte hacia el mar muerto, dispuesto a morir mientras escribe su destino.


Acerca del autor:
Hernán Domínguez Nimo

jueves, 9 de febrero de 2012

Lamento decirle que usted tiene cáncer… - Hernán Domínguez Nimo




…era una frase que el médico clínico ya estaba cansado de pronunciar y que en el último año había dicho más que nunca, cosa que le parecía rara porque él hacía cursos y seminarios y estaba al tanto de los fuertes avances oncológicos de tratamiento y de prevención que la ciencia había hecho en el último lustro; y sin embargo, todos esos quistes inocentes, esas acumulaciones de grasa, todo eso había desaparecido, sólo estaba el maldito cáncer, por todos lados, invadiendo todos los cuerpos, y el médico se sentía cada vez más impotente a medida que su tarea parecía limitarse a confirmar los peores temores de sus pacientes y escribir la derivación a su amigo especialista, a quien un día decidió ir a visitar personalmente y contarle su malestar; todo esto le contó, incluyendo su torpe sensación, su ridícula teoría de que el cáncer de alguna manera había dejado de ser una enfermedad personal y se había desparramado como un virus, contaminándolo todo, y mientras lo contaba miraba el rostro de su amigo, esperando la sonrisa cómplice, la burla tranquilizadora, algo que nunca llegó, reemplazado por el gesto adusto y el silencio preocupado que de alguna manera le daban la razón y el médico que pasaba de confesar a confesor mientras el oncólogo abría sus propias compuertas de angustia y le contaba que eso no era lo peor, que lo peor era que el cáncer, todas sus formas, habían generado anticuerpos hacia los tratamientos, que se había convertido en una fuerza avasallante dentro de cada cuerpo y también fuera… ¿Fuera? preguntó el clínico, confundido, y el oncólogo dudó y finalmente se inclinó hacia él y le contó algo que constituía casi un secreto de estado mundial: los enfermos de cáncer ya no mueren dijo y el clínico lo miró y dudó y una sonrisa apareció en su rostro pero el oncólogo no sonreía, así que no era una buena noticia aunque lo pareciera, y es que los pacientes no morían pero tampoco estaban bien, el cáncer era un crecimiento desproporcionado de células que ya no se limitaba a pequeñas zonas sino que todo el cuerpo se desbordaba a sí mismo hacia fuera, como una cacerola al alcanzar el punto de ebullición, mientras los pacientes parecían entrar en un estado vegetativo sin que sus signos vitales estuviesen comprometidos; los hospitales estaban cada vez más llenos de estos “pasteles de carne” como le decían sus colegas, que seguían alimentándose por vía intravenosa, porque estaban vivos y por ley no podían desconectarles, y crecían y crecían sin que alguien supiera cuál era su límite corporal, pero lo peor… ¿Hay algo peor? preguntó el clínico, las manos retorcidas una dentro de la otra, y lo peor era que las resonancias magnéticas revelaban actividad cerebral volitiva, que los pacientes estaban despiertos aunque sin conciencia o, según el propio parecer del oncólogo, justamente al revés: dormidos pero conscientes. Y dicho esto, el oncólogo se sumió en el silencio, pero el clínico lo conocía de años y sabía que había más, que no le había contado todo, así que lo pinchó y se enteró de algo que escapaba ya a todo raciocinio médico, a toda posibilidad de ser pensado desde un punto de vista científico: en un hospital de Neuquén el crecimiento corporal exacerbado por el cáncer había sido tal, que los cuerpos de dos pacientes contiguos se habían encimado y fusionado, ¡se habían convertido en uno!, y sus ondas cerebrales habían crecido a un nuevo nivel de conciencia, algo imposible de determinar por parámetros conocidos, y que al comunicarlo a los organismos mundiales oncológicos habían sabido que sólo era uno más de cientos de casos, que ya habían aparecido decenas de teorías aunque ninguna explicaba lo que sucedía del todo… ¿Ninguna? insistió el clínico, que no quería saber pero lo necesitaba, y su amigo asintió, porque había una teoría que explicaba todo pero era la más ridícula y retorcida e imposible de asimilar, la conjetura de un antropólogo del que todos (y él) se habían burlado pero que desde hacía dos días volvía una y otra vez a su mente, una hipótesis que afirmaba que estaban evolucionando, que el cáncer que la medicina había estado frenando por años era el motor de la evolución y que por fin se había desencadenado, imparable, para llevarlos al próximo peldaño, que era el de la conciencia planetaria, un organismo único que abarcara todo el mundo… ¿Y qué… qué sucedió hace dos días que te hizo cambiar de opinión sobre esta… teoría? inquirió el clínico, y el oncólogo se inclinó para acercarle un papel que no necesitó ver para saber que se trataba de su propio examen oncológico positivo.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Los canales de Marte - Hernán Domínguez Nimo


Los canales de Marte existen. Son catorce para ser precisos. Los tres canales de aire son históricamente los más populares entre los marcianos, aunque en los últimos milenios hayan empezado a adolecer de mal funcionamiento, una cierta interferencia que sería ocasionada por la creciente dificultad en la propagación aérea. Por ello es que los canales de cable, considerados de segunda clase en un inicio, han resurgido con más fuerza. Estos canales tienen todo su cableado bajo tierra, y no son pocas las voces de ombligos marcianos que reclaman el cableado exterior para evitar la contaminación visual de sus ciudades subterráneas. La programación de los canales de Marte es tan variada como su público. Pero desde las novelas del corazón (inferior y superior) como Celeste Pasión, hasta micros de corte fantasioso como "Hay vida inteligente en el tercer planeta", todos ellos tienen, lamentablemente, un componente común y pernicioso: apuntan al estrato social más bajo, con contenidos ciertamente alienantes.

viernes, 31 de julio de 2009

Huésped - Hernán Domínguez Nimo


Los veo venir y dejo de revolver en la basura. Debo verme como un perro tranquilo, amable, acariciable. Y uno que revuelve la basura no lo es.
Son una familia. Vienen de la playa, cargados de reposeras, la sombrilla, una heladerita, baldecitos y palitas. El padre es el más cargado, quien más sufre la vuelta a casa, quien más la desea. Se da vuelta cada diez pasos y urge a los demás. Apenas lo hace, la madre repite sus palabras como un eco, para apurar a los chicos. Así los retos del padre no la salpican a ella.
El padre es quien toma las decisiones. A él debo dirigirme. Él será quien me aloje.
Pero para llegar a él, primero los más fáciles. Cuando están cerca, muevo la cola, agacho las orejas y camino hacia ellos. Siempre funciona.
—¡Mirá, papi! ¡Un perrito! —exclama el más grande.
—¡Miá papi! ¡Peito! —repite el más chico, debe tener dos años.
—No lo acaricien, debe estar sucio —dice el padre, precavido ante todo.
Así que mientras él abre la tranquerita del cerco de su jardín, me acerco y muevo la cola, pero sin forzar el contacto. En este momento solo lograría que me eche.
—¡Qué lindo perrito, papi!
—¡Eh ino peito, papi!
—Sí, que lindo perrito, vamos, entren a casa —dice el padre, sosteniendo la puertita.
Mientras los chicos entran, me acerco a él, porque a sus hijos todavía los siente vulnerables. Lo miro a los ojos, enarcándolos para acentuar la expresión dulce. La madre ya entró. Sólo quedamos él y yo. Pero no es el momento. Demasiado lugar para correr.
Me siento, me acerco, como si mi timidez fuera excesiva, como si la vida me hubiera maltratado tanto que yo desconfiara de él más que él de mí. Es la única manera en que él desconfíe un poco menos.
En este punto se agacha y me da unas palmadas suaves en la cabeza. Entonces me acerco, me pego a su pierna. Él me acaricia el lomo y mi cola se mueve de un lado al otro.
—¡Se te va a desatornillar la cola! —me dice, la puertita en la mano. Él está adentro, yo afuera, y lo miro y amago a entrar, pero no me decido.
Y eso es lo que lo decide a él: mi indecisión. Se aparta y me deja el paso. No tardo ni un segundo en entrar al jardín. Podría arrepentirse.
El padre cierra la puerta detrás nuestro y yo lo espero, moviendo la cola. Caminamos juntos. Cuando llegamos a la casa, me vuelvo, lo miro.
—A la casa no, amigo. En un rato te saco algo para comer —me dice y me tapa el paso poniéndose entre la puerta y yo.
Es el momento que elijo para salir del cuerpo del perro y entrar al suyo.

jueves, 30 de julio de 2009

Ojalá esté muerto - Hernán Domínguez Nimo


El teléfono suena.
Lo imagino en el césped. Lautaro no está a la vista. Sólo el celular, tirado, rodeado por las llamas.
Por alguna razón me parece irreal, demasiado de película.
Así que el teléfono vuelve a sonar y ahora lo veo sobre una mesita de luz, en la penumbra. En ese momento lo pienso: ojalá esté muerto.
Me asusto de haberlo pensado. ¿Cómo puede ser, con el pánico a perderlo siempre presente, que vaya a pensar eso?
Pero es así. La idea de la tragedia es más tranquilizadora que la otra. Alguna herida grave, algo que le deje una marca. Algo que me sirva.
Sacudo la cabeza y vuelvo a poner el tubo en la oreja. Aún suena. Quizá está en el bolsillo del pantalón. Imagino el cuerpo tirado. Pero sólo la mitad. No sé por qué. El cuadro mental deja a fuera el torso y la cabeza.
Llama otra vez. Ahora el pantalón está solo, vacío, doblado en una silla. No, no. Está al pie de una cama, oscura, teñido todo de luz roja. El celular suena, perdido en el bolsillo, y no hay una mano (desnuda o vestida) que se estire para alcanzarlo.
Está muy ocupado. Es lo que dice el contestador que me va a atender en unos segundos. “En este momento estoy muy ocupado. Dejame tu mensaje y te llamo.” Odio de memoria esas dos frases.
Así que corto y vuelvo a mirar el noticiero, donde los bomberos intentan en vano apagar el monstruoso esqueleto de metal en llamas, el pájaro que nunca llegó a levantar vuelo y terminó por incrustarse en el driving de la asociación de golf, el mismo donde él dice jugar cada jueves. Doscientos muertos, cincuenta heridos dice el cronista. Y con angustia y esperanza aguardo el momento en que aparezcan los nombres. El suyo.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Hasta la siguiente - Hernán Domínguez Nimo


Noto su urgencia con una sola mirada.
No es sólo el apuro con el que baja; todos corren al escuchar el ruido. Es algo más. Un cierto pánico en los ojos. Un grito mudo suplicando piedad al verdugo.
Y resignación. La horrible certidumbre de la futilidad de todo esfuerzo, junto con la inexplicable necesidad de intentarlo a pesar de ello. Simplemente porque no puede dejar de hacerlo.
No busco más. Ya lo encontré. Y su rapidez va a decidirlo todo.
No sé cómo los elijo. Tal vez ellos me eligen. Este día, este lugar, este instante.
Lo veo saltar escalones y sufrir, impotente, detrás de dos viejitas que nunca terminan de bajar la escalera.
Sólo por diversión, chiflo. Mira hacia donde yo estoy. Una mueca de angustia le transforma el rostro. Logra por fin esquivar a las dos viejitas y se lanza hacia adelante. Una nueva luz le ilumina los ojos. Piensa que va a llegar.
Lo dejo acercarse hasta un par de metros. Entonces le sonrío. Y él contesta mi sonrisa. Cree que lo estoy esperando.
Es el momento justo: sueno el silbato, giro la llave y cierro las puertas delante de su cara. El subte arranca, dejándolo furioso y amargado, ahí en el andén.
Una vez más soy el dueño del mundo. Por lo menos hasta la siguiente estación.