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jueves, 27 de febrero de 2014

Eran - Daniel Diez Crespo


Era gordo como un globo rojo de cinco de las antiguas pesetas repleto de agua de la fuente de la plaza del pueblo. Era delgado y torcido como el rabillo de una pera, verde, olvidada por su dureza en la cesta de mimbre de la vieja cocina de la abuela. Era ciega como la visibilidad que deja una lluvia densa en el cristal de un vehículo que alguien conduce de noche a excesiva velocidad. Era coja como un peluche de pie sobre un colchón viejo, torcido e inestable, tratando de avanzar con la ayuda de la manos de un humano sobre las arrugas de las sábanas. Era sorda como el suspiro de un cadáver atrapado en una caja, que lloran familiares y amigos en el cementerio de lo alto de una ladera olvidada. Eran todos un planeta de infinitos recovecos imposibles y preciosos, distintos, perfecto o imperfectos, pero repletos de misterios pendientes de alumbrar. Eran. Todos. Son y serán.

Tomado del blog El país de la Gominola
Sobre el autor: Daniel Diez Crespo

martes, 30 de abril de 2013

Hoy - Daniel Diez Crespo


Hoy tengo un día como si el pito me colgara como una escalera de hielo y derretida, de fresa y limón, y con forma de caracol, flácido, y hasta las rodillas. No es por verte, es por no amarte. Hoy tengo un día como si las orejas fueran un cruasán sin cuernos, que nadie unta porque le quemaron la letra del delito en la cara, donde luce la infidelidad; duele y desangra la conciencia. Hoy tengo un día ‘plof’, como si saltara descalzo sobre un charco de clavos gordos y afilados, y nunca salpico el agua roja que escondo en el ritmo de mi respiración. Hoy tengo el día mierda, marrón, blanda y dura, oscura y deshecha, pisada y resbalada, rota y fea y maloliente y apegada a la suela de mis zapatos inexistentes. ¡Te quiero! ¿No entiendes que mis ojos lloran en esta soledad porque ya no hacemos el amor como perros salvajes que desean ladrarse a mordiscos, fóllame? Hoy te asesino porque espero resucitar mañana.

Tomado del blog El País de la Gominola 

Sobre el autor: Daniel Diez Crespo

jueves, 7 de marzo de 2013

El lienzo - Daniel Diez Crespo


Quieto. El coche rojo no desaparece, e inmóvil, borra bajo sus ruedas la mitad del paso de cebra. Quieta. La chica joven esconde asustada la cara a dos pasos del sucio parachoques y dispara la palma de la mano sin un solo movimiento. Quieta. La anciana sostiene imposible en el aire su vieja pierna escondida tras las gruesas medias, mientras apoya el bastón en el fin de la acera. Quieto. El ciclista sonríe con los brazos abiertos de par en par, lejos del manillar, y con los pies equilibrados en los sujetos pedales. La bolsa azul de plástico es un corazón muerto en el aire que pareció congelarse en el fondo del mar. Los árboles ya son edificios verdes pero muertos, con ventanas y balcones, que mudan la oscuridad de su color a voluntad del sol. Inquieto. El hombre peina con sus dedos derechos de su mano la rizada barba rojiza que le cae hasta el pecho, y mueve con arte el pincel. Un último gesto ligero de su muñeca izquierda y da un solo paso atrás. La ciudad revive su movimiento cuando el lienzo vive quieto.

Acerca del autor:  Daniel Diez Crespo

lunes, 24 de septiembre de 2012

Vendedor – Daniel Diez Crespo


Vendía zapatos con una piedra minúscula al fondo de las suelas que, al sexto paso, dolía como un pellizco horrible al comprador. Lo hacía con minucia, maldad y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez abajo. Vendía calzones que no eran calzoncillos con una minúscula mancha de heces en el trasero porque él, las noches previas a la venta, los había utilizado sin pudor. Lo hacía adrede, con intención y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez de abajo. Vendía calcetines con un roto diminuto a la altura de los dedos gordos del pie, que al primer lavado se descosía hasta poder mirar a través de él. Lo hacía en su mecedora, tranquilo, con unas tijeras afiladas y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez de abajo. Vendía relojes de pulsera de goma negra digitales de un solo color que perdía cinco minutos de su hora exacta cada día. Lo hacía con maestría desatornillando la tapa de metal y ralentizando el mecanismo con gesto maquiavélico y una sonrisa que enseñaba doce dientes de arriba y diez de abajo. Vendía imperfecciones en la esquina de la calle Rota, junto a la Gran Vía de la Mentira, porque aquella noche no sonó el reloj en el campanario, ni sonrió cuando ella le rompió el brillo de los ojos con un beso en la mejilla y le susurró sin decir adiós, “nada es para siempre”.

Tomado del blog: El País de la Gominola
Acerca del autor: Daniel Diez Crespo

miércoles, 29 de agosto de 2012

El disparo – Daniel Diez Crespo


Te ato un pie y el otro a la taza del váter con el cordón de un zapato mientras aprietas el corazón debajo del pecho, en la tripa, arrugada, descuidada, desnuda, aún marcada por las sábanas, pesada, dolida, adulterada, arrepentida, pero atrapada en ti. Te ato los brazos a la espalda, sobre las nalgas reposadas, con un espagueti aún sucio de tomate, seco; si bien es tallarín para ser preciso, y aprieto. Me guiña un ojo el dolor cuando muerdes la esquina del labio; coqueto y bribón. Sé que el ruego es la pezuña asomando bajo la puerta antes de morir. El cuento del lobo comienza y sólo restan dos balas. Te silencio los labios con un beso, lento, delicioso, excitante y morboso. Los dos tan desnudos, encajados como dos sillas, tan perfectos, que tener que esconder el cañón entre tu pelo con el metal acariciándote la oreja y apretar el gatillo, en apenas tres segundos, romperá en mil añicos todo lo que te he querido.

 Tomado del blog: El país de la gominola

Daniel Diez Crespo

domingo, 27 de mayo de 2012

Niño Súperman - Daniel Diez Crespo


Era un niño cojo que aprendió a volar con la única punta de su zapatilla verde. Con cordones porque nunca podía tropezar. Mamá acumulaba calzado impar sin utilizar en el armario del balcón. Era un niño que sonreía con sus gigantes dientes de leche escondiendo su pequeño labio inferior. Era silencioso al hablar, sigiloso al caminar, de inquietas muecas si escuchaba en la sombra a su papá. La abuela al acunarle en el hospital decidió que su nombre fuera Julián. Sin un pie aprendió a caminar. Sin su pie jamás quedó detrás. Sin su pie aprendió a ser igual. Y a los seis años, a volar. Sopló las velas hasta vaciar el estómago, y sin pestañear, en la oscuridad supo dibujar su valor y velocidad. Nervioso, ató fuerte la bata bajo la nuez y empujó su respiración acelerada hacia donde los pasos no valían para andar. Mil saltos cortos para levantar su flequillo y despegar. Julián, al fin, sin vértigo fue Superman. Intentarlo fue soñar.

Tomado del blog: El País de la Gominola

Acerca del autor:
Daniel Diez Crespo