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jueves, 31 de mayo de 2012

Replay - Víctor Lorenzo Cinca


El campeonato se decide en esa última jornada así que nada va a moverlo ya del sillón situado enfrente del televisor, ni la falta de cigarrillos ni las recomendaciones del doctor. Además, el comentarista acaba de anunciar que el eterno rival ha perdido su partido contra todo pronóstico, así que a su equipo le basta sólo un gol para alzar una copa que se le ha resistido durante toda la historia del club. Pero poco falta para el pitido final y ese gol con el que ha soñado desde niño, durante toda su larga vida no llega. No le queda casi tiempo. Ni uñas. Pero la esperanza no debe perderse nunca. En la última jugada, sobrepasado ya el tiempo de descuento, el delantero de su equipo se planta solo ante el portero y le eleva el balón con una suave vaselina. La pelota va describiendo una fina parábola mientras él, con la vista clavada en la pantalla, va repitiendo sí, va, por favor, sí, sí. Pero no. El balón toca el travesaño y sale fuera de puerta en el preciso instante que el árbitro señala el final del encuentro, diluyendo sus sueños con tres toques cortos de silbato.

Hundido en el sillón, casi sin parpadear, se niega a asumir la derrota. Sabe que su equipo no tendrá otra oportunidad como esa y en el caso que la tuviera, él ya no vivirá para verlo. La edad no perdona. Mientras, el realizador se empeña en fastidiarle repitiendo la ocasión que acaba de desperdiciar el que hasta hace unos instantes era su ídolo. Observa de nuevo cómo, tras romper el fuera de juego de la defensa rival, el delantero se queda solo ante el guardameta y le pica el balón por encima. Acompaña de nuevo el arco que describe la pelota, a cámara lenta, pero esta vez la pelota toca el travesaño y se cuela en la portería. Las siguientes repeticiones, desde todos los ángulos posibles, vuelven a mostrar cómo el balón acaba entre las redes, una y otra vez, tras golpear la madera. Su corazón no soporta tanta emoción y se detiene dejándole una sonrisa de satisfacción en los labios momentos antes de que se empiecen a escuchar en la calle los vítores y gritos de la hinchada rival celebrando el título.


Tomado de Realidades para Lelos

Acerca del autor:
Víctor Lorenzo Cinca

martes, 1 de mayo de 2012

Declaración de amor - Víctor Lorenzo Cinca


Con la sospecha de que quizás era ya demasiado tarde, se arrodilló un poco avergonzado sobre la hierba todavía húmeda y descubrió, con el gesto vistoso de un mago, el ramo de rosas que ocultaba torpemente detrás de la espalda. Buscó aquellos ojos que durante tantas noches había deseado, y los encontró como siempre, negros e indescifrables; arrepentido, pensó en huir de allí, en echar a correr y desaparecer para siempre, pero la sonrisa inmóvil que se dibujaba en aquellos labios ansiados consiguió persuadirle al instante. Se armó de valor, carraspeó ligeramente, y proclamó:
Te amo. Jamás me atreví a decírtelo por miedo a tu rechazo pero ya no puedo soportar más este silencio, ahora tan absurdo, tan fuera de lugar. Te amo, preciosa. Te amo con locura.
De inmediato se sintió satisfecho del acto de valentía que acababa de cometer, y con la tranquilidad de haber revelado el secreto que le oprimía desde hacía meses, quizás años, apaciguado tras aquella declaración de amor, colocó el ramo sobre la lápida, se levantó y se marchó lentamente, mientras desde la fotografía en blanco y negro, junto al nombre esculpido en el mármol, unos ojos negros e indescifrables parecían mirar cómo se alejaba.


Acerca del autor: Víctor Lorenzo Cinca

viernes, 13 de abril de 2012

La tercera guerra mundial - Víctor Lorenzo Cinca


Al fin, el secreto ocultado con mayor recelo por el gobierno se filtra en la prensa y se convierte en noticia. En la única noticia posible. Los titulares de las portadas de los diarios de todo el mundo, en edición especial de tarde, son fríamente aterradores. Un meteorito chocará inevitablemente contra la tierra. Inevitablemente.

Así pues, no hay salvación. El impacto está previsto dieciocho días más tarde, a las tres y media de la madrugada, hora internacional. El planeta entero, conocedor de su destino por primera vez en la historia y apremiado por la prisa, se dispone a saciar impunemente ―la justicia es demasiado lenta, ya se sabe― sus más bajos instintos. El caos se apodera de las calles: se cometen violaciones, robos, agresiones... el pillaje, el vandalismo y el desenfreno reinan en la ciudad, y las autoridades no pueden controlar la situación, en parte porque la policía y el ejército están involucrados en la mayoría de esos actos criminales.

Cuatro días después, se filtra otra noticia en la prensa. Más sorprendente que la primera, si cabe. Se ha descubierto un trasbordador espacial, proyecto militar de la NASA de alto secreto, con capacidad para mil personas, preparado para realizar un viaje hacia la estación espacial MIS-2, o sea, el único lugar a salvo de la catástrofe. Los países, desbordados por la situación e incapaces de racionalizar el problema, se aferran a ello como a un clavo ardiendo y se organizan militarmente para conseguir esas mil plazas. Ese día da inicio la tercera guerra mundial, la única confrontación bélica con fecha de caducidad, con día y hora límites, pues al mundo tan sólo le quedan dos semanas. Resurge de nuevo el patriotismo y las oficinas nacionales de alistamiento no dan abasto. Se trata, únicamente, de exterminar a todos los demás, y después ya se verá, se supone que a exterminarse entre ellos, entre los vencedores, hasta que sólo queden mil.

Al cabo de doce días, a tan sólo dos del impacto, el trasbordador espacial despega de la base y se eleva dejando tras de sí un mundo desolado, totalmente arrasado, aniquilado en poco más de diez días, sin rastro de vida. Lamentablemente, y pese a todos los esfuerzos, en el interior de la nave han quedado todavía algunos asientos vacíos, algunas plazas desocupadas.


Tomado de Realidades para Lelos

Acerca del autor:
Víctor Lorenzo Cinca

domingo, 27 de noviembre de 2011

Museos - Víctor Lorenzo Cinca


Estoy harto de tanto museo, cansado de ver siempre lo mismo. Es un verdadero suplicio, un tostón insufrible. Yo no quiero venir, claro está, pero ellos al final siempre acaban obligándome y me llevan donde quieren. A mí, si te digo la verdad, me aburren, no me gustan, porque me parecen todos iguales. Visto uno, vistos todos. Te lo digo yo, que he estado sin remedio ni elección en cientos de ellos. Y en los mejores, no te creas: en el Louvre, en el Metropolitan, en el Museo Británico, en el Guggenheim… He recorrido ―obligado― miles de quilómetros, he cruzado océanos, y todos, absolutamente todos, me parecen idénticos, como si fueran siempre el mismo, repetido una y otra vez. En cada museo revivo la misma escena, contemplo con resignación cómo los visitantes se acercan con expresión de asombro, o decepcionados, y me fotografían una y otra vez, a través de los gruesos cristales de la vitrina en la que estoy expuesto.

Tomado de: Realidades para Lelos

Acerca del autor:
Víctor Lorenzo Cinca

viernes, 28 de octubre de 2011

Una noche en el teatro - Víctor Lorenzo Cinca


Recién duchado, perfumado y engalanado con su mejor traje, acude puntual a la cita. La recoge en su casa. La recibe con un ramo de flores y un piropo. Verdaderamente el vestido le sienta muy bien, mucho mejor de lo que sospechaba al escogerlo en la tienda y mandar que se lo enviaran con urgencia. La lleva del brazo hasta el coche. Le abre la puerta. Conduce todo el trayecto con suavidad mientras le pregunta con interés qué tal el día. Le dedica toda su atención. Aparca cerca del teatro, le abre la puerta, y la acompaña hasta la entrada. Saca dos localidades en la taquilla, las dos mejor situadas. Durante el desarrollo de la función, el gran éxito de la temporada, con el mejor elenco de actores, él le va murmurando palabras dulces al oído, como a ella le gusta. De vez en cuando sonríen ruborizados. Acabada la obra, le ayuda a ponerse la chaqueta y con las manos enlazadas se dirigen hacia el coche. Le abre la puerta amablemente. Le endulza el regreso con cuatro anécdotas graciosas y un par de risas. Estaciona en doble fila, la ayuda a bajar del auto y la acompaña del brazo hasta el portal. Allí se despide de ella con un tierno beso, un guiño cómplice y un mañana te llamo. Una velada encantadora, sin duda.
Vuelve a casa sucio, desaliñado, orgulloso de sí mismo, sabiendo que, aunque hace ya meses que no la ama, una noche más ha conseguido representar el papel más difícil: el de galán enamorado.

Tomado de Realidades para Lelos


Acerca del autor:
Víctor Lorenzo Cinca


sábado, 22 de octubre de 2011

Trincheras - Víctor Lorenzo Cinca


De haber sabido con lo que se iba a encontrar, seguramente habría escogido otra opción. Pero ahora ya no hay marcha atrás. Debe afrontar su elección. Es tarde ya para arrepentirse, y el tiempo corre en su contra.

Atrapado entre el estallido de las bombas, el zumbido de los aviones volando raso, las ráfagas de las ametralladoras y el silbido de las balas, puede distinguir con claridad los gritos de auxilio de los compañeros. Sin embargo, sabe que nada puede hacer para ayudarles. Tirita y se siente fatigado. Tiene el uniforme empapado y lleno de barro. El viento helado de levante le ha congelado ya la piel, mojada por la lluvia que no ha parado de caer durante días. Le entra el miedo en el cuerpo. A su alrededor todo huele a pólvora, a humedad, a muerte. Sabe que esa batalla no servirá para nada, como ninguna de las que se han librado hasta ahora en la tierra. Pero ahí está metido él, por su propia decisión, sin poder culpar a nadie. Ni siquiera consigue divisar al anónimo enemigo en los claroscuros de la batalla. Mordisqueándose nerviosamente el labio, nota el sabor eléctrico de la sangre y ahí ya reconoce que se ha dejado arrebatar en exceso por la lectura, que se ha metido con demasiada intensidad en el papel del soldado protagonista de la narración; por suerte lo tiene fácil para ponerse a salvo: cierra el único libro ―una edición pequeña, de bolsillo― que pudo llevar consigo, para distraerse en sus ratos libres, y lo guarda en la mochila, dando por concluido aquel combate.

Instalado de nuevo en la realidad, se arrastra entre el barro de la zanja, coje un fusil y apunta hacia la oscuridad enemiga, mientras confía ―entre ruidosas detonaciones y fogonazos cegadores― en poderse permitir otra breve pausa para, pese a todo, terminar de leer la novela.


Sobre el Autor: Víctor Lorenzo Cinca

viernes, 8 de julio de 2011

La primera noche - Víctor Lorenzo Cinca


La noche que fue conducida a palacio y ofrecida al sultán, la hija del visir no tuvo ningún miedo. Su plan era infalible. Sabía que nada iba a fallar, que todas esas noches leyendo relatos a la luz del candil, quemándose las pestañas, recordando antiguas leyendas y escuchando nuevas versiones, tratando de memorizar los personajes, las tramas, los desenlaces, ideando el modo de mantener la tensión y el interés, de crear incertidumbres, de engarzar un cuento con otro y así conseguir aplazar su ejecución hasta la siguiente noche, sabía que todo eso, no había sido un esfuerzo inútil. Se tendió, pues, sobre el lecho y tras brindar con el sultán empezó a contarle la primera historia.

Puso todo su empeño en aquella narración: gesticulaba exageradamente, como escenificando las acciones a medida que sucedían, anunciaba trepidantes aventuras inminentes, para dejarle insatisfecho, con ganas de más, incluso modulaba su voz según intervenía un personaje u otro. En el punto álgido de la narración, cuando estaba a punto de posponer el desenlace, pretextando una supuesta jaqueca producida por el viaje a palacio, el sultán alzó el brazo y profirió:

—Y entonces llega el mercader a su casa y se da cuenta de que todo su tesoro ha quedado reducido a tres monedas de plata, porque el mendigo al que ha negado un trozo de pan en el templo y el que se las dio días atrás, asegurándole que se multiplicarían debido a su buena acción, son la misma persona. Ese cuento ya me lo sé. Me lo contaba mi abuelo cuando era pequeño.

Y a la mañana siguiente, con los primeros rayos de sol reluciendo sobre la afilada hoja, fue decapitada.


Tomado de Realidades para Lelos


Acerca del autor:


Víctor Lorenzo Cinca

lunes, 23 de mayo de 2011

Las Parcas - Víctor Lorenzo Cinca


La vieja maquinaria, con todas las piezas de pino agrietadas por el tiempo y el uso, funcionaba a buen ritmo. La más joven de las mujeres, Cloto, hilaba la lana; a su lado, Láquesis, devanaba pacientemente la fina hebra alrededor de un carrete de cobre; Átropos, la mayor, sostenía las tijeras doradas mientras observaba embobada el hipnótico movimiento de la rueca. Todo sucedía como de costumbre. Átropos, sin saber muy bien por qué, pues la madeja no era todavía demasiado voluminosa, se dispuso a cortar el hilo. Acercó las tijeras y presionó con firmeza pero, a pesar de sus esfuerzos, el hilo se resistía. Hizo una seña a sus hermanas y el engranaje se detuvo. Las tres se miraron sorprendidas. Cogió las tijeras Cloto, y después Láquesis, aunque ambas obtuvieron idéntico resultado. Al fin, a punto de abandonar, en un último intento desesperado entre las tres, pudieron cortar el hilo. Colocaron la madeja en un rincón, junto a muchas otras, y continuaron con su trabajo.


No demasiado lejos de allí, la policía encontró el cuerpo sin vida de un varón de mediana edad tendido en el suelo de la cocina. La soga que tenía enrollada en el cuello, que al parecer no pudo soportar su peso y se rompió, como demostraba el cabo que colgaba de la viga del techo, sin duda le había provocado la muerte por asfixia. Todo apuntaba a un suicido. Sin embargo, la investigación policial, que todavía sigue abierta, no descarta el asesinato.

sábado, 7 de mayo de 2011

Espiral - Víctor Lorenzo Cinca


Después de mojarme la cara en el servicio del bar y ocupar de nuevo la incómoda silla en la terraza, junto a mis amigos, parece que me encuentro algo mejor. Sólo ha sido un ligero mareo, nada más. Alcanzo el paquete de tabaco y cojo un cigarrillo. A mi lado, Juan me guiña un ojo y me lanza un me das uno ―que no suena a pregunta― igual que el que me arrojó hace un rato. Se lo doy y mientras enciendo el mío veo cómo Marta, al ir a coger el encendedor y darle fuego a Juan, tira una copa, por suerte otra vez vacía, en un gesto idéntico al de poco antes de marcharme al baño a refrescarme. Ahora sólo falta que vuelva a pasar por la calzada, a poco más de dos metros de nuestra mesa, el camión de mudanzas con el conductor frotándose los ojos, para completar el déjà vu, pienso. Y al momento, pasa el camión de mudanzas con el conductor frotándose los ojos.

Me levanto un poco confundido y sin decir nada vuelvo al servicio para mojarme de nuevo la cara. Al salir a la terraza, me siento otra vez en la silla y espero. No ocurre nada, así que decido encenderme un cigarrillo para distraerme un poco. Entonces escucho un me das uno, y sin mediar palabra le doy el pitillo a Juan al tiempo que me guiña un ojo. Mientras enciendo el mío aguardo a que caiga la copa, que no tarda en hacerlo gracias a la torpe mano de Marta que intenta alcanzar, otra vez, el encendedor. Me levanto con calma de la silla y pienso lo fácil que será salir de esta absurda espiral si el conductor vuelve a pasar, distraído, frotándose los ojos, tan cerca de nuestra mesa.

jueves, 21 de abril de 2011

Vista - Víctor Lorenzo Cinca


Suena el despertador. Abro los ojos e inesperadamente, no veo nada. Digo inesperadamente porque yo no soy ciego. O, por lo menos, no lo era hasta hoy.
Con un movimiento rutinario bien aprendido —que hago todos los días sin levantar siquiera los párpados— desconecto el despertador y me levanto de la cama. Me visto con alguna dificultad. De hecho, todavía ahora ignoro qué llevo puesto encima. Una camisa, sí, pero ¿cuál? ¿La de rayas azules? ¿La de cuadros amarillos y verdes? De todos modos, poco importa. Es evidente que no voy a salir en todo el día de casa. No me atrevo. A duras penas puedo moverme sin tropezar con los miles de obstáculos que han aparecido por arte de magia en los escasos sesenta metros cuadrados de mi piso.
Una vez en la cocina, tras la aventura de cruzar el pasillo a tientas, asumo que no voy a poder prepararme el café de todos los días, y me conformo con un trago de leche fría, directamente del cartón, acompañado de unas galletas. No necesito más: he perdido la visión, pero también el apetito.
Busco algo para matar el tiempo, y empiezo a descartar las opciones habituales. No puedo poner la televisión. Nada me molesta más que escuchar la voz de alguien y no poder ver su cara ni sus gestos. Supongo que por eso tampoco tengo radio. No puedo leer. Mi biblioteca se ha convertido de repente en un montón de papel inútil, si no lo era ya antes. No puedo llamar por teléfono a nadie para contarle lo que me ocurre porque no veo los nombres en la agenda. Además, no recuerdo dónde dejé el móvil ayer. Y aunque hace doce años que vivo en el mismo piso, ahora no consigo moverme con soltura en él. No puedo hacer nada.
Me acerco al ordenador encendido, siempre a punto, escribo estas líneas (por suerte estudié de joven mecanografía, y como puede comprobarse, con grandes resultados) y me vuelvo a la cama para intentar dormir.
A ver qué ocurre cuando despierte.

Tomado de Realidades para Lelos

Sobre el autor: Víctor Lorenzo Cinca

Oído - Víctor Lorenzo Cinca


Me despierto tarde, con la cara moteada por el sol que se cuela entre las rendijas de la persiana. Frotándome los ojos con el dorso de la mano —por lo que parece he recuperado la vista— miro el reloj de la mesita asombrado: las once menos cuarto. No entiendo por qué el despertador, que todavía mantiene el piloto de la alarma encendido, no ha sonado. Arrastro los pies desnudos hasta el lavabo y abro el grifo para mojarme la cara repetidas veces con agua fría y ver si eso me despeja. Mirándome en el espejo, ya más despierto, me da la impresión de no haber oído el ruido del chorro de agua contra el mármol, así que lo abro de nuevo y —como ya me había parecido— no se oye nada. Digo qué raro, pero tampoco se escuchan mis palabras. La prueba definitiva, un par de palmadas, silenciosas, me sacan de dudas.

Salgo a la calle y me cruzo con la vecina, que mueve sus labios incomprensiblemente mirándome a los ojos; buenos días, Carmen, a dar un paseo, le respondo, y ella se marcha con una sonrisa satisfecha, supongo que deseándome que me vaya bien. Se me acerca un joven desgarbado, con las manos en los bolsillos, y articula unas palabras que no percibo. No, lo siento, no fumo, le digo, y antes de irse hace una mueca con la boca en la que intuyo un gracias. Entro en el bar de la esquina y me pongo a experimentar con el camarero, arrojando mis frases —que tampoco puedo oír— cuando veo que sus labios dejan de moverse. Buenos días...una cerveza por favor...no gracias, no quiero copa, la beberé a morro...qué le debo...tenga, quédese el cambio...de nada hombre, a usted. Prueba superada. Me termino la cerveza en tres tragos y salgo a la calle sonriente a pasear entre el silencio.

Al anochecer, cierro la puerta de casa, cuelgo las llaves en la tachuela clavada en el marco y suspiro: ha sido una dura jornada. Tras comer en el restaurante, hacer la compra en el supermercado y reír como un tonto en el cine con el inesperado pase de El maquinista de la general, de Buster Keaton, me doy cuenta de que tampoco hablo con demasiada gente a lo largo del día; además, con los pocos que lo hago no tengo ningún problema para comunicarme, supongo que por lo previsibles que resultan nuestras conversaciones, calzadas una y otra vez, repetidas hasta la inexpresión. De todos modos, lo que realmente echo de menos no son esos diálogos mudos e insulsos sino el sonido de un claxon al cruzar la calle sin mirar, o los pájaros que se amontonan en los pocos árboles del paseo que todavía no han podado, o la vieja canción que silbaba aquel anciano sentado en el parque, o el arrítmico golpeo de mis dedos sobre este teclado en el que escribo estas líneas antes de meterme en la cama y asegurarme que la alarma, que deseo oír mañana, esté conectada.


Tomado de Realidades para Lelos

Sobre el autor: Víctor Lorenzo Cinca

Gusto - Víctor Lorenzo Cinca


Me despierta muy temprano el estridente sonido de la alarma. Por primera vez en la vida —y sin que sirva de precedente— me alegra oírla, así que la dejo sonar unos segundos antes de pararla. Doy una palmada para asegurarme y tras escuchar un sordo clap, compruebo con alivio que he recuperado el oído. Me levanto de la cama, enciendo la radio y mientras tarareo la canción de turno, me preparo un café.

Hojeando —por ponerle un verbo— el periódico en el portátil le doy el primer sorbo a la taza humeante, pero de tan caliente no noto el sabor. Mientras espero que se enfríe un poco, enciendo el cigarrillo sin el que soy incapaz de despertar y también lo encuentro insípido. Empiezo a sospechar. Destapo el azucarero, lleno una cucharilla y la vierto sobre la lengua. Nada. Cojo el salero y lo agito encima de la boca sin ningún resultado. No hay vuelta de hoja: he perdido el sentido del gusto.

Como tampoco me parece tan grave la pérdida, incluso intuyo sus ventajas, aprovecho para probar ese queso azul del aguinaldo que tanto asco me da, aunque no olvido taparme la nariz porque, afortunadamente, todavía tengo olfato. No está mal. Ni bien. Mastico después un par de guindillas. Insulsas. Exprimo un par de limones y me bebo el jugo de un sorbo sin hacer ninguna mueca. Después me aventuro a probar algunas cosas —que por escatológicas no voy a confesar— sin que mi paladar note ningún sabor. Tras estos experimentos, y con una sonrisa incrédula, me cepillo a conciencia los dientes y me dirijo a la oficina.

Terminada la jornada laboral, ficho y me dirijo a recoger a mi novia a su trabajo. Le doy un beso, que ella se encarga de alargar, antes de preguntarle qué tal el día. Mientras me responde que bien, como siempre, y me propone ir al cine, reparo en que tampoco noto en sus besos el sabor habitual. Me excuso diciéndole que estoy muy cansado, que mejor vayamos otro día, y tras acompañarla a su casa, regreso a la mía, me meto en la cama y acepto que la pérdida de ese sentido es más importante de lo que en un principio creía. Espero, por lo menos, dormir a gusto esta noche.


Tomado de Realidades para Lelos

Sobre el autor: Víctor Lorenzo Cinca

lunes, 14 de febrero de 2011

Feliz aniversario - Víctor Lorenzo Cinca


Regresa a casa pasadas las once y mientras cierra la puerta con sigilo lanza —alargando las os más de lo habitual— un hola cariño, qué tal, que se queda sin respuesta. Cuando aparece por el marco de la puerta, todavía sin sacarse el abrigo, encuentra a su mujer de brazos cruzados, apretando los labios y frunciendo el ceño.
—De dónde vienes a estas horas —le pregunta a quemarropa.
—Nada, que he tenido que ir...
—Cállate, haz el favor. No aguanto más excusas. En realidad me da igual de dónde vienes. Cada año lo mismo. ¿No sabes qué día es hoy?
—Cariño no te pongas así, yo te lo explico; resulta que...
—Ni siquiera lo recuerdas. Debería darte vergüenza. Pero que va a darte a ti, que jamás en todo este tiempo has tenido un detalle conmigo. La culpa es mía, por esperar un gesto tuyo. Si ya no te pido joyas, o viajes, o un fin de semana romántico en un hotel, tú y yo solos. Si me conformaría con unas flores. Pero ni eso. Mira que soy ilusa.
—Princesa, no te pongas así. Lo que ha pasado es que....
—Vale, por favor. Y no me llames princesa. Estoy harta del mismo número cada año. Mira, ¿sabes qué? Me voy a la cama. Y que duermas bien en el sofá. A ver si así la próxima vez te acuerdas.
Cruza por su lado sin tan siquiera mirarle y cierra la puerta del dormitorio con un sonoro portazo. Desconcertado, arrastrando los pies, sale de la salita y se acerca al armario en desuso que hay en el pasillo. Tantea la parte superior, a ciegas, hasta que da con una pequeña llave. Tras soplarla para quitarle el polvo, la utiliza para abrir con un chirrido el cajón inferior y colocar —sobre un manto de pétalos secos, unas reservas de hotel caducadas y unas viejas entradas de teatro— una cajita, adornada con un lazo, que contiene el anillo del que tanto le ha estado hablando ella durante las últimas semanas. Cada año igual, se dice, y encaja su cuerpo en el estrecho sofá.


Tomado de Realidades para Lelos

domingo, 9 de enero de 2011

La bola de cristal - Víctor Lorenzo Cinca


La encontró hace años en el desván, escondida entre las mantas de un viejo baúl, y descubrió que en ella se podía ver el futuro. Se pasó, lógicamente, toda la tarde probándola. No fue a buscar a Carmen a la salida del trabajo, como todos los días, porque la bola le mostró una fuerte discusión entre ambos aquella misma noche. Luego, viendo en el cristal cómo perdía un par de juicios con todo a su favor, decidió que abandonaría la carrera de derecho. Pensó en estudiar medicina, pero la borrosa visión de un fallo mortal con el bisturí durante una operación le hizo rechazar la idea al instante. A partir de entonces, resolvió no emprender ninguna acción sin haber consultado antes en la bola las consecuencias que tendría, para así evitar desgracias.

Ahora, cincuenta años más tarde, sin haber salido apenas del desván durante todo este tiempo, sólo para comprar lo necesario y regresar a toda prisa a casa, reconoce que ha desperdiciado su vida. Ni siquiera se atreve a preguntarle a la bola qué ocurriría si la cogiese y la arrojase contra el suelo.


Tomado de Realidades para Lelos

lunes, 6 de diciembre de 2010

Taxi - Víctor Lorenzo Cinca


Aunque no me apremia el tiempo, pues todavía faltan dos horas para la cita, decido coger un taxi para que me lleve cómodamente al teatro. No tengo ninguna prisa, pero no quiero llegar agotado por el paseo; prefiero esperar allí tomando una copa. Enseguida aparece uno en la esquina, y con el mismo gesto con el que pido la cuenta en los bares, hago que se detenga. Entro por la parte trasera ―no me gusta ir de copiloto en los coches―, intercambiamos un tímido saludo, y mientras me acomodo en el asiento escucho débilmente la voz del taxista:

―Avenida de Madrid, número doce, por favor.
―¿Perdone?
―Avenida de Madrid, número doce, por favor ―repite el taxista.

Se gira, conecta el taxímetro y se incorpora con seguridad a la circulación, no sin antes recomendarme que me abroche el cinturón. En realidad no hace tanto que vivo en esta ciudad, y aunque todos aseguran que debo verla, jamás he estado en la Avenida de Madrid, por lo que no protesto y me dejo llevar. Mientras me observa como si nada por el retrovisor, me comenta lo difícil que está el oficio, las dificultades económicas por las que pasa el sector, la amenaza de la crisis, y termina, como todos, despellejando a políticos de uno y otro bando. Advierto, mirando distraídamente por la ventanilla, que el conductor no ha elegido la ruta más corta, pero tampoco muestro mi disconformidad: se ve que el tipo no está pasando por un buen momento y me compadezco de él. Al fin, detiene el taxi en doble fila, enciende los cuatro intermitentes, y parando el taxímetro masculla:

―Ya hemos llegado: Avenida de Madrid, número doce. A ver, serán catorce con quince...
―¿Cuánto dice?
―Catorce con quince ―repite con claridad―. Un momento por favor.

Mientras busco en mi cartera el dinero, el taxista se vuelve y me alarga dos billetes, uno de diez y otro de cinco. Me dice que me quede con el cambio, y se despide de mí con un guiño y un hasta la próxima.

Ya en la acera, con los billetes todavía en la mano, contemplo la avenida de la que tanto me han hablado y me decepciona: hay poquísimos árboles y casi nadie, excepto algún coche, pasea por ella. Me guardo el dinero en el bolsillo trasero mientras pienso lo fácil que ha sido obtenerlo, y como todavía tengo tiempo se me ocurre volver a intentarlo, subir de nuevo a otro taxi y esperar a ver dónde me lleva y cuánto me pagará por ello. Aparece otro al momento y le hago un gesto para que pare. Una vez dentro, en silencio, espero ansioso las palabras del taxista, que me pregunta:

―Buenas tardes, ¿dónde le llevo?
―¿Perdone?
―¿Que dónde le llevo, por favor?
―Lo siento, no le había oído ―miento―. Al teatro principal, por favor ―contesto al final desilusionado.

Me abrocho el cinturón y, para distraerme durante el trayecto, le pregunto cómo van las cosas en el mundo del taxi, si les afecta la crisis, y esas cosas, no sin antes indicarle que me lleve directo al teatro, sin hacer rodeos, porque –ahora sí- tengo un poco de prisa.


Tomado de Realidades para Lelos

sábado, 4 de diciembre de 2010

Génesis 8 bis - Víctor Lorenzo Cinca


Después de cuarenta días, Noé quiso comprobar si las aguas por fin se habían secado y soltó una paloma que tras volar durante horas regresó exhausta buscando una superficie en la cubierta donde posarse para descansar. Siete días más tarde —intuyendo ya la amenaza de un motín causado por la escasez de alimentos— volvió a soltarla confiando que encontrara tierra, pero de nuevo regresó agotada, sin ningún indicio de la bajada de las aguas. Esperó otra semana y casi sin esperanzas liberó de nuevo a la paloma. Esta vez regresó con una ramita de olivo en el pico, pero el águila la divisó en el horizonte antes que el capitán del arca y, muerta de hambre como estaba, la devoró. Al ver que no regresaba la paloma, Noé perdió la fe y se arrojó por la borda. Extendida la noticia entre la tripulación, su familia fue devorada por los animales poco antes de encallar en tierra firme. Más tarde, Dios solucionó el imprevisto con un poco de barro, un par de soplos y una pequeña manipulación de las escrituras.


Tomado de Realidades para Lelos

jueves, 2 de diciembre de 2010

El crucero - Víctor Lorenzo Cinca


Se levantaron tarde, por lo que no pudieron coger más que lo imprescindible para el viaje. Esa noche les había costado conciliar el sueño; todavía no habían podido comprender el porqué de aquel extraño premio que habían recibido la mañana anterior. Mientras se dirigían a toda prisa hacia el puerto, ella se mostró preocupada. Jamás había subido en un barco. Él tampoco, pero no parecía alarmado por ello; en cambio, sí le inquietaba la idea de no llegar a tiempo. Aligeró el paso e intentó tranquilizarla con cuatro palabras amables, que no consiguieron su propósito. No era sencillo mantener la calma sabiendo que se iban a embarcar en un misterioso crucero sin fecha fija de retorno, un trayecto que podía durar días, semanas, quizá meses. Un viaje en el que se sentirían desubicados, tanto ella como él, pues mantenían o ninguna o escasa relación con el resto de los viajeros, apenas conocían de vista a unos pocos. Todo ello sin contar que entre el numeroso pasaje se encontraban cinco o seis individuos por los que ambos sentían un odio irracional, incontenible, ancestral. Él, acelerando de nuevo la marcha preocupado por el retraso que acumulaban, probó de persuadirla con nuevos argumentos. Habían pronosticado unos días de lluvias intensas en la zona, de manera que emprender ese viaje los alejaría de esos nubarrones que ya amenazaban sobre sus cabezas. No podían desaprovechar esa oportunidad que les había brindado la suerte. Sin participar en concurso alguno, eran una de las parejas que, elegidas al azar, se encontraban entre la lista de los afortunados ganadores de aquel crucero enigmático. ¿Por qué no atreverse? Nada les obligaba a permanecer en tierra, pues disponían ambos de un largo y merecido período de descanso, sin obligaciones ni compromisos. Todos sus amigos y conocidos, furiosos por no ser ellos los premiados, morirían de envidia en sus casas al tratar de imaginar los tórridos lugares que visitarían, las plácidas tardes tomando el sol en la cubierta. Este último razonamiento quizás la terminó de convencer, pues avivó sus zancadas hasta emparejarlas con las de él, ansiosa como estaba por zarpar. Sin embargo, a pesar de apresurarse todo lo posible, no llegaron a tiempo. Desde el cerro que se elevaba próximo a la costa, vieron cómo su barco, repleto de parejas de animales, una de cada especie, se alejaba mar adentro. Abatidos —extinguidos—, se sentaron sobre sus patas traseras, bajaron las orejas y empezaron a notar cómo el agua empezaba a caer con una cólera divina sobre sus cabezas, sobre sus colas, sobre sus zarpas.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Caronte - Víctor Lorenzo Cinca


Comprendió que la operación de urgencia tras el brutal accidente en la carretera había resultado un rotundo fracaso cuando, esperando de pie en la orilla, vio cómo aquella frágil barca se le acercaba con lentitud surcando las oscuras y pestilentes aguas. Todo coaguló en ese instante: estaba muerto. Jamás había creído en otra vida que no fuese la terrenal; siempre pensó que la muerte era el final definitivo, así que se alegró tímidamente porque la situación podía haber sido mucho peor. Resignado y expectante, aguardó la llegada de la pequeña embarcación hasta que la proa encalló con suavidad sobre la arena. Cuando ya se disponía a subir, tras intercambiar un tímido saludo de compromiso, el barquero le detuvo. Para cruzar a la otra orilla debes pagarme una moneda, dijo sin ganas, cansado de repetir perpetuamente la misma frase. Buscó en los bolsillos aunque no encontró ninguna: jamás llevaba calderilla en los bolsillos, pues odiaba el tintineo de las monedas al caminar. Se palpó inquieto el pantalón en busca de la cartera pero no la llevaba encima. Tampoco en los bolsillos de la chaqueta. Mira debajo de la lengua, antiguamente os las ponían ahí, añadió el barquero con frialdad. Sin entender por qué había utilizado el plural, movió la lengua para comprobar esa última posibilidad, aunque tampoco hubo suerte. Entonces, sintiéndolo mucho, deberás quedarte en esta orilla condenado a vagar en ella toda la eternidad, y tras estas palabras dio media vuelta y ayudado por la pértiga desapareció nuevamente alejándose río adentro. Atónito y desorientado, recorrió en penumbra aquellas playas desiertas. Le parecía muy extraño que estuvieran deshabitadas, pues eso significaba o bien que él había sido el único en toda la eternidad que no había podido pagar al barquero, cosa improbable, o bien que aquellas almas vivían ―aunque no sea la palabra más adecuada― escondiéndose entre los arbustos y las rocas de la playa para no ser descubiertas. Deambuló sin rumbo durante horas hasta que se sintió cansado y soñoliento, y decidió recostarse al pie de un ciprés para reposar.

Todo estaba oscuro cuando despertó. El hedor del Aqueronte se había transformado en un extraño y penetrante olor a tierra húmeda, por lo que pensó que todo había sido una pesadilla, una alucinación producida por la anestesia y la pérdida de la consciencia durante el accidente y la operación. A tientas, como un mimo ciego, palpó con las manos a su alrededor algo que parecía la rugosa superficie de unas tablas de madera, y al momento, intuyó que estaba atrapado en un ataúd, enterrado bajo tierra. Gritó y pataleó desesperadamente. Golpeó con todas sus fuerzas las paredes del féretro, pero todo fue inútil, nadie podía oírle. Buscó en los bolsillos del pantalón su teléfono móvil, pero los encontró vacíos, sin nada, ni siquiera una mísera moneda con la que hubiera podido comprar su vida eterna. Y entonces comprendió por qué no había encontrado a nadie en la playa, y supo dónde pasaría toda la eternidad.

Tomado de Realidades para Lelos

sábado, 20 de noviembre de 2010

Relojes - Víctor Lorenzo Cinca


Al principio no percibía el constante tictac pero desde un tiempo para acá lo oye a todas horas, cada vez con más intensidad. Los primeros días, sin embargo, llegaba incluso a parecerle divertido. Al caminar, se entretenía armonizando rítmicamente sus pasos con el acompasado repiqueteo que sólo él escuchaba en su muñeca izquierda, pero también en el pecho y casi sin fuerza en las sienes. A veces se sorprendía a sí mismo moviendo la cabeza y los hombros, mientras marcaba el ritmo con los pies, como bailando, y se reía como un tonto, enrojecido y avergonzado. Pero ahora ya no lo soporta más. El sonido cíclico y penetrante se le ha metido en la cabeza, y no lo abandona nunca: ni en lugares ruidosos ni en el silencio de su apartamento.

El problema, de todos modos, tiene fácil solución: se apunta al pecho con el revólver, a la altura del corazón, y aprieta el gatillo haciendo coincidir la detonación con el último tictac.


Tomado de Realidades para Lelos

jueves, 21 de octubre de 2010

Pandemia - Víctor Lorenzo Cinca


Las versiones son diversas: unos dicen que el primer caso tuvo lugar en un estadio de Madrid, durante un partido de fútbol; otros consideran, basándose en unos informes redactados a toda prisa, que debe situarse en un pueblecito de la costa mediterránea, durante la campaña electoral, justo antes de las elecciones; otros creen que la epidemia no se originó en un solo lugar sino en distintos puntos del planeta de un modo simultáneo. Aunque poco importa ya que localicen el foco inicial de contagio. Nada van a solucionar con eso. Es demasiado tarde.

Durante los primeros días se produjeron multitud de contagios. Los análisis médicos no aportaban ningún dato relevante, no lograban descubrir cómo se transmitía, ni qué la causaba, así que cundió el pánico entre la población. La gente se lanzó en masa a la calle en busca de mascarillas para taparse la boca e impedir la entrada de virus o bacterias, pero al poco la Organización Mundial de la Salud desaconsejó su uso, pues la extraña enfermedad, que provocaba una ligera sordera momentánea acompañada de unas convulsiones faciales, no se transmitía por contacto físico ni a través de las vías respiratorias sino por contacto visual. La población, alarmada e indefensa, se encerró en sus casas. Las ciudades quedaron vacías, sin vida. Los pocos atrevidos que paseaban por las calles lo hacían con la cabeza baja, sin apartar la mirada de sus pies. Pero aun así, en pocas semanas la pandemia —que ya afectaba a más de un tercio de la población mundial, principalmente en el llamado primer mundo— se extendió sin control, en progresión exponencial. Evitar el trato directo con la gente tampoco consiguió detener su implacable avance: cuando se dieron los primeros contagios a través de webcams y de pantallas televisivas, decidimos arrojar la toalla y darnos por vencidos.

Ahora estamos ya todos infectados, pero nos vamos acostumbrando. Tampoco resulta tan complicado llevar una vida normal. Incluso creo que podríamos llegar a olvidar esta pesadilla si no fuera porque de vez en cuando los repentinos achaques —único síntoma de la enfermedad— nos obligan a contraer los músculos de la cara y bostezar.


Tomado de Realidades para Lelos