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lunes, 5 de diciembre de 2011

Dieta balanceada – Sergio Gaut vel Hartman



—¿Su mamá? dice sonriendo el vendedor de seguros. El chino le devuelve una mirada que porta una letal carga de ácido.
—No, mi esposa. ¿Por qué lo dice?
El vendedor se muerde la lengua, pero decide de inmediato que es mejor seguir avanzando. Es obvio que lo dije por la diferencia de edad.
—No hay tal diferencia. Yo pasé varios años en el espacio. Parezco más joven, pero no lo soy. Tengo ciento noventa y un años. Nací en 2047.
—¡Qué interesante! ¿Hacia dónde viajó?
—Muy cerca. LEPORT5694, ¿conoce?
—No.
—Es un lugar en el que comen un vendedor de seguros crudo por día y por persona.
—¿Personas? No parecen personas, esos. El vendedor trata de disimular el impacto que le ha causado la revelación del chino. Más bien parecen antropófagos.
—Lo serían, si fuesen humanos. Pero no lo son.
—No lo son, claro dice el vendedor francamente aliviado.
—En cambio yo dice la mujer del chino, que parezco tener noventa años, tengo ciento sesenta y dos, y sí, nací en LEPORT5694. La dieta basada en carne humana me permite mantenerme en forma. ¿Verdad querido?
—Es cierto, amor. ¿Otra vez con hambre?
Ella hace un mohín delicioso y asiente con la cabeza.

Adecuación deficiente – Héctor Ranea



—¿Y cómo se dio cuenta de que el señor no era de acá? —El policía miraba preocupado al ciudadano y al cadáver alternadamente.
—Yo… bueno… pensé que no estaba usando correctamente los instrumentos. De todas maneras fue muy fugaz, verá. Él entró casi de sopetón. Es más, al hacerlo empujó a uno que salía, fue bastante violento a decir verdad. Y lo vi que, cuando se enfrentó a los instrumentos se exasperó. Estaba alterado. Se metió en un cubil casi con desesperación, llevándose la extremidad ahí —el encargado señaló esa parte que había derramado sus fluidos —pero a los pocos instantes el grito que emitió fue desgarrador. Por eso los llamé a los de la brigada de policía de extra-muros. —El policía asintió. En esta semana ya eran once los casos de terráqueos machos que morían en los sectores sanitarios. Los succionadores de fluidos corporales no habían sido convenientemente adecuados a su anatomía. Suspiró. Seguirían las quejas de la Federación de Humanos, pero esta vez era grave: el que yacía muerto era nada menos que James Kirk, Almirante de su Flota.

Una Navidad extraterrestre - Mónica Ortelli



La Hermandad de los Vigilantes del Cielo convocó a sus miembros para la celebración de una Navidad especial. Todos se hicieron presentes a pesar de la noche tormentosa.
Llegado el momento, el hermano Arturo, el Primer Elegido, el guía catalizador de comunicaciones intergalácticas, aseguró con vehemencia que estaban a las puertas de una nueva era de intercambio con otros seres allende el espacio exterior, como había sido en los inicios. Que como muestra de buena voluntad proponía de ahí en más un cambio en las tradiciones del planeta para restaurar lo injustamente olvidado. O tergiversado por oscuros intereses, acotó con perspicaz guiño. Así, montado en una escalera metálica, entre fervorosos aplausos, se dispuso a coronar el árbol. Colocaba el ovni a modo de estrella en la cúspide del pino, cuando ocurrió el estruendo. 

Volatilización por rayo, secretearon entre ellos los investigadores del fenómeno que dejó sin electricidad al pueblo y sin guía catalizador a la Hermandad, en medio de la algarabía por los festejos de la primera abducción en el grupo.

Razonamiento erróneo - Fernando Andrés Puga



¿Qué puedo agregar yo a todo lo ya dicho y repetido hasta el cansancio? Es de otro mundo. Esa gambeta a la carrera que deja girando en falso a quienes pretenden arrebatarle la pelota no puede ser de un humano como uno. Tiene que ser de otro mundo. Lo triste es que acabará con el más popular de los deportes, porque ya nadie se atreverá a intentar un dribling por temor al ridículo ante la inevitable comparación con el crack. El juego quedará reducido a una aburrida rutina por ver cuántos goles hace, cuántos rivales elude, cuántas patadas logra esquivar. ¡Y qué será de la humanidad sin este juego tan popular, sin las hinchadas enfrentadas en ocurrentes cánticos, sin la alternancia de ganadores y perdedores! ¿Acaso no se acaba el juego si siempre el mismo levanta la copa?
Sí, es de otro mundo. Lo deben haber enviado a La Tierra para desmoralizarnos, para terminar con nuestra alegría y nuestro orgullo. Después vendrán legiones desde el cielo, en sus naves redondas llenas de luces y al encontrarnos deprimidos nos dominarán fácilmente.
Hay que hacer algo para impedirlo y pensándolo bien, yo puedo evitar que esto suceda…

Cuando el ídolo quedó tendido sobre el césped después de la violenta patada, apenas se movía. El estadio enmudeció al ver que no reaccionaba mientras lo retiraban en camilla. Tampoco reaccionó luego de la urgente intervención quirúrgica a la que debió ser sometido. La tristeza se apoderó del mundo entero ante la muerte del crack tan admirado.
Fue entonces que ellos llegaron y en pocos días ocuparon hasta el último rincón del planeta. Nadie atinó a defenderse. 
Quisieron condecorar al joven defensor que desinteresadamente les había allanado el camino, pero no pudieron. Apareció colgado de una rama del árbol que crece a la salida del estadio. Nadie para llorarlo.

Horizonte fugitivo – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman



—¿Confía ciegamente en lo que dice Lulumdelk? —preguntó Vertiginoso Scandalete mirando a su interlocutor de reojo porque la visión frontal lo desmadejaba.
—Confío —respondió Acerrojado Acytrak. Era un tipo bravo, y feo como los lémures de Madagascagar—. Soy de los que piensan que en la noche de Pascua el horizonte queda enganchado en la copa de los árboles más petisos y sirve para cordón de zapatillas o hilo de barrilete, si uno tiene los cojones suficientes como para treparse. ¿Y por qué no? ¿No les hemos creído a los políticos, a los militares y a los curas? ¿Un extraterrestre puede ser más mentiroso que esos?
—Yo, en cambio, no confío —insistió Vertiginoso—. Estos extraterrestres nos vienen engañando desde el principio de los tiempos. —En este punto miró a Lulumdelk, quien a su vez estaba tan entretenido jugando al Sudoku que no se dio por aludido—. Son un insulto a la inteligencia, como un gaucho que toma mate al lado de una pantalla de sesenta pulgadas viendo películas de Ingmar Bergman y Peter Greenaway.
—No se deje engañar, amigo, y no levante presión —terció Tercerino Triano, un despiojador de cocodrilos de bien ganada fama y bien perdidas extremidades. Impúdico como pocos, Tercerino se iba sacando las prótesis una a una a medida que avanzaba en su discurso. Al final del proceso solía quedar reducido a torso y cabeza, como una de esas muñecas de goma de la década de 1950—. El gaucho disimula. Y la pantalla es una pantalla que oculta la verdad de la milanesa o, mejor dicho, los pavos reales que ponen huevos de bismuto y la esposa del paisano vende a veinte galaxios la docena en los arrabales de Beta Centauro.
—De acuerdo —convino Vertiginoso, cambiando de idea—. Si ustedes me aseguran que no hay riesgo, me trepo y lo capturo.
—¡Resuelto! —exclamó Lulumdelk.
—Más vale horizonte en mano que el tesoro de Bajonino volando —reforzó Tercerino.
—Vaya, vaya con Dios —dijo Acerrojado.
Y ahí partió Vertiginoso, con buen ánimo y fina voluntad. Y así le fue. Porque por una de esas casualidades que solo ocurren una vez cada resurrección de papa, atinó a pasar por el lugar una nave abducidora de Delta Draconis, que lo abdujo, se lo llevó metido en una bolsa, y de Vertiginoso Scandalete nunca se volvió a saber nada.

Desde las estrellas - Gladis Lopez Riquert



En ese tiempo yo era una mujer muy joven, la finitud de la vida no se presentaba ante mi conciencia más que ante alguna muerte cercana y ajena, por supuesto, y la vida era muy larga. En realidad era infinita. A veces dolorosa, otras increíblemente feliz.
Lo conocí en una salida en bicicleta en una pequeña ciudad del interior, donde se podía andar por la ruta y cada auto que pasaba cada diez minutos promedio, tocaba bocina para saludar. 
Apareció de pronto, en una pequeña curva, sobre la banquina, apoyado en su pequeño auto azul, y que tardé en notar que no era un auto. Y a veces era una bicicleta y otras lo que yo le pidiera que fuese.
Y nadie nunca me había brindado tanta paz.
Fue al único que le pude pedir todo lo que se me antojara, sin culpa ni vergüenza: por ejemplo su presencia en cualquier momento en que lo llamara, un paseo, una caminata, una larga charla, un momento para llorar sin motivo aparente, una semana de soledad sin explicaciones ni reproches. Y siempre me brindaba un abrazo justo a tiempo. O un claro e implacable comentario ante un error mío y una amorosa sugerencia para corregirlo. Conocía el nombre de todas las plantas que veíamos y de todos los pájaros que cantaban a nuestro alrededor.
Me ofreció varias veces un viaje a las estrellas, una recorrida por todas las maravillas del mundo, una colección de corales y diamantes que abundaban en su planeta, una fórmula para lograr el mayor conocimiento universal, una vida mucho más larga que la de la tierra y muchas otras cosas que ya no recuerdo.
Pero entendió cuando le dije que no a todo eso. Que con nuestras charlas, los breves paseos en sus diferentes medios de locomoción y su compañía y su comprensión, a mi me bastaba.
Nunca me mintió sobre lo efímera que sería nuestra relación si yo elegía quedarme en la Tierra. Y yo le respondí que lo extrañaría muchísimo cuando se fuera, que nunca, ninguna mujer podría tener todo lo que él me había dado. Pero que mi lugar estaba acá, aunque sabía que lo perdería todo cuando él se fuese. Entonces, recuerdo que se sonrió enigmáticamente y me aseguró que no debería estar tan segura.
En el momento de partir para siempre y mientras yo secaba mis lágrimas mezcladas con la tierra que levantó su cohete al elevarse, apareció otro joven en bicicleta, con la sonrisa más seductora del mundo y me dijo:
—¿Me convidás con un poco de agua? Hace mucho tiempo que te veo andando por acá y nunca me animé a acercarme.

Hoy hace cincuenta años que intenté explicarle a ese hombre que aún está a mi lado que debería escucharme siempre cuando le hablara, que no debería enojarse demasiado ante mis errores aunque no supiese como corregirme, que era imprescindible dejarme sola de vez en cuando, pero luego volver. Y que no precisaba saber el nombre de todas las plantas ni de todos los pájaros, pero que de vez en cuando debería tenderse a mi lado a mirar las estrellas y aguantar verme derramarme en llanto, por un rato, sin motivo. Nunca me animé a preguntarle por qué él me aseguró conocer esas reglas, y no sólo porque siempre las cumplió, sino porque muchas veces lo sorprendo mirando las estrellas con los ojos un poco húmedos y brillantes.

Paleta de coloridas intenciones – Héctor Ranea & Sergio Gaut vel Hartman


—Después de la primera oleada de abducciones —dijo el profesor Anandavanasanda iniciando su disertación— los alienígenas parchís se tomaron su tiempo para evaluar los resultados y aún no han regresado. Por ese motivo, detrás de los exploradores y prospectores vendrán los toxinólogos, exocatadores, perigoncistas y altefaccionísticos. Como ya dije por ahí: aquella fue la etapa del reconocimiento; después vendrán la gestión, la ingestión, la digestión y finalmente el derrame o expulsión. 
—¿Eso significa —dijo un alumno de la última fila alzando la mano— que esta vez vendrán con malas intenciones?
—¿Malas intenciones? —dijo Anandavanasanda—, ¡excelentes intenciones! Han puesto a los mejores chefs de la galaxia a elaborar los más exquisitos platos que se puedan preparar usando la carne humana como base. ¡Mírenlo al jovencito! Por primera vez nos prestan atención y al señor le disgustan las “intenciones” de nuestros huéspedes, las juzga “malas”. ¿Así trata usted a las visitas? ¿En qué época se cree que vive? ¿En el siglo XX? ¡Por favor, vaya a sentarse; tiene un “reprobado”!
—Estoy sentado, señor.
—Es lo mismo. ¿Cómo dijo que se llama?
—No se lo dije, señor. Me llamo Alzheimer, Bruno Alzheimer.
—Recuérdemelo mañana.
—¿Que le recuerde qué?
—¡No sea insolente, jovencito!
—¿Está seguro, profesor, de que los parchís no son zombies galácticos y a usted le abdujeron el cerebro pero no se lo volvieron a poner en su sitio porque lo usaron para preparar los famosos ravioli a la putanesca? —La observación de Alzheimer fue acompañada por una carcajada colectiva. Pero el jolgorio generalizado tuvo un infausto correlato, ya que coincidió con el momento elegido por los parchís para regresar a la Tierra y organizar el postergado banquete.

En una taberna del sector desmoronado – Sergio Gaut vel Hartman



—¡Mesero, esta comida no tiene sabor a nada!
—Le pido mil disculpas, excelencia; el chef es novato.
—¿Y le parece correcto agredir mis órganos gustativos con un plato tan insípido? Yo pedí “Sabor solar”. ¿Y qué me trajo? Un pedazo de tejido grasiento, lleno de terminales nerviosas, correoso, ácido, sin condimentos ni aderezo. Le diré a mis congéneres que no vuelvan a pisar esta pocilga.
—Sea indulgente, magnificencia; la carne de los habitantes del tercer planeta del sistema S6L17 es sosa, no lo discuto, pero algunos paladares menos exigentes que el suyo, como los ron'iosos de Kukurrusho y las ameboides trisexuales de Jinezeo III, la aprecian y disfrutan.
—¡A mí qué me importa la opinión de los ron'iosos de Kukurrusho y las ameboides trisexuales de Jinezeo III! Esto es asqueroso y punto. Lléveselo y tráigame otra cosa. ¿Tiene huevos fritos a caballo?
—¡Por supuesto, eminencia! Ya se los hago marchar. Espero satisfacerlo esta vez, alteza.
Pero por más que se empeñó, el mesero no pudo complacer al G.F Supremo del Consejo Regidor del planeta Tierra, en visita protocolar al sector desmoronado, ya que los caballos brillaban por su ausencia en ese sector de la galaxia y los únicos huevos que encontró fueron los del ave roes, que miden once kilómetros de diámetro y a veces son confundidos con asteroides. Consumido por la culpa, el mesero ingirió dos porciones de flan con crema (letales para su organismo) y se reunió con el Sumo Omus, Protector de los darratos. Los darratos, especie casi en extinción, ni se enteraron del drama del pobre empleado gastronómico.

Los emisarios – Javier López


No supimos vislumbrar que la invasión podría producirse en esos términos.
Siempre habíamos previsto que la primera señal de alerta la captarían nuestros instrumentos: cientos de naves con forma de platillo se dirigirían a la Tierra, gobernadas por seres de otros planetas, quizá de otras galaxias, con una tecnología muy superior a la nuestra. Tanta como para ser capaces de burlar la velocidad de la luz, puesto que sin tal burla, como es sabido, resultan imposibles los viajes interestelares.
Después cabía cualquier posibilidad: que fueran seres pacíficos y vinieran a reconducirnos ante un futuro que se presentaba caótico, o beligerantes, y trataran de someternos y apoderarse de los recursos naturales de nuestro planeta.

El Gid’donk era un simpático animalito que, de la noche a la mañana, comenzó a aparecer, sin conocerse su origen, en las tiendas de mascotas. Los comerciantes hablaban de su procedencia china, porque esa quizá era la salida más fácil.
Los niños se encapricharon pronto del animal con aspecto de koala que emitía unos graciosos ruiditos. Casi un peluche. Encantador. Tanto como su mal carácter cuando tenía el estómago vacío.
Y como se sabe que los niños se desencantan de la misma manera que se encaprichan de sus mascotas, pronto hubo legiones de Gid’donks abandonados en los parques, jardines, bosques y cualquier zona con vegetación.

Ningún padre fue consciente de la torpeza de su decisión. El Gid’donk demostró ser tan voraz y reproductivo como para que, en pocos años, desaparecieran las faunas autóctonas, y poco después los animales de granja y todo aquello de lo que nos alimentábamos. Entonces supimos que las falsas mascotas eran en realidad emisarios de los que estaban por venir.
Naturalmente, ya no encontrarían resistencia.

La penumbra – Héctor Ranea



En la reunión la luz escaseaba, entre otras cosas, para facilitar los encuentros. Un par de ojos con misterio y un cierto tono de tristeza me atrajeron. Traté de entrar en conversación. Ella era de pocas palabras, todo lo manejaba su mirada. Ciertamente, en pocos instantes yo ya estaba manejado por ella.
Se fue con la llegada del día, pero al día siguiente la encontré en un parque con suficiente sombra y la luz necesaria para mirarla a los ojos sin sucumbir al instante a sus encantos.
—Noté que tienes pupilas triples —le dije, y agregué—: anoche no pude encontrarlas.
—De noche se hacen una dijo sonriente. Las usamos triples sólo en épocas de veda. Pero este es el tiempo natural.
—¿Quiere decir que sólo fui en tu vida un episodio para el proceso de adaptación?
—El programa es: Adaptación y Reproducción. Y la respuesta a la última pregunta es no: esta reunión no existiría. No es necesaria para ese proceso. Vine porque quiero.
—¿No es tu cultura de invasora la que me busca, porque tal vez anoche haya sido un fracaso para el fin específico?
—No; anoche no fue un fracaso. Los embriones ya están en su ubicación.
Me sonrió. Las pupilas triples se movieron formando una figura escalena. Yo no alcanzaba a entender nada de lo que estaba sucediendo, pero me abracé a ella, cerré los ojos para imaginarme un futuro junto a esos ojos y quise creer que ella derramaba, mientras tanto, unas lágrimas, aunque sea levemente: humanas.

Turismo de aventura – Héctor Ranea



Tomo sólo algunos ejemplos para ser analítico a la vez que explícito, todos dignos del medallero. Posta. 
Primero: una señora maneja una camioneta de doble tracción, de dirección alta, porte majestuoso (de la camioneta), impone temor en los demás automovilistas por su altura y la velocidad a la que maneja la señora. Pero ella va hablando con su teléfono celular sostenido entre la mejilla y el hombro derecho para tener las dos manos libres no para guiar el vehículo, a esta altura mortal, sino para abrir un paquete de comida chatarra. Aparentemente, sus piernas son lo suficientemente largas como para guiar con las rodillas ese artefacto. O tiene unas manos invisibles que salen de su vagina.
Segundo: un abuelo le grita improperios a su nieto que, disfrazado con casco anticolisión, campera de cuero y osito de peluche en la mano izquierda, intenta subir a la parte de atrás del único asiento de la moto del abuelo que ya la tiene en marcha. En la trepada del purrete, a duras penas realizada, el abuelo no le ahorró ninguna de las palabras con las que el diccionario califica a los lelos, tontos o similares. Mientras, el niño no puede sostener el osito que se le cae, pero el abuelo hace caso omiso de los ruegos del niño y acelera, pasando entre el tráfico. Evidentemente, o bien lleva al niño a algún lugar al que no puede llegar tarde o confía en que una mano abducirá al osito para llevarlo a su casa y calmar al niño que va llorando sin asirse del abuelo como lo aconsejan estas absurdas leyes terráqueas sobre el tránsito.
Tercero: una mujer extremadamente obesa en un automóvil extremadamente pequeño, tanto que ella no puede evitar que el volante se quede trabado entre sus pechos y que sus brazos se aplasten contra la ventanilla del vehículo de modo tal que no le alcanza la fuerza que su flaccidez puede ejercer para girar lo suficiente como para salirse de la ruta de colisión con un camión de carga de combustible al que esta señora interrumpe con su paso intempestivo, probablemente por no haber podido frenar en el cruce de su calle con la que usa el camión. A último momento logran entre los dos vehículos evitar la colisión, al costo de una serie de autos que, ante el inminente choque, fueron desplazados por el camión y el de la obesa, y resultaron con daños leves. Probablemente la obesa tuviera también manos o piernas adicionales y confiara tanto en ellas que no se preocupó por la maniobra.
Cuarto: un mozalbete sube a su perro a la moto, haciéndole apoyar las patas delanteras en el pescante de la misma, como guiando; sube a un niño al asiento trasero y carga con bolas de boliche el manubrio. Ninguno tiene casco, ni el perro. En realidad, el que guía es el perro y no se ven sus cascos porque seguramente están hechos de materiales completamente invisibles.
La escena de premiación se realiza en el Centro de Estudios Superiores: “Los Extraterrestres Están Entre Nosotros” de una ciudad cuyo nombre todos respetan. Los turistas que se sometieron a esas aventuras serán devueltos por los intendentes a sus planetas respectivos con los honores correspondientes. Larga vida al turismo de aventura.

Inversión de términos – Sergio Gaut vel Hartman



William Temple era un tipo resentido. Ateo por parte de padre y Testigo de Jehová por parte de madre, desarrolló una espantosa e irrefrenable aversión por todo lo que fuera religión y antirreligión, es decir, creció odiando a todos y a todo, en síntesis, se convirtió en un detestable misántropo. Detestaba a la humanidad hasta el punto de que su mayor deseo era desatar el Apocalipsis, aunque en este punto se le presentaba un problema: ¿cómo atacar a unos sin beneficiar a los otros? Dinamitar el Vaticano o infiltrarse en el Partido Comunista para difundir las ideas de Monseñor Josemaría Escrivá de Balaguer no serviría para nada. Así que, tras mucho meditar, decidió hacerse escritor para publicar novelas negativas en las que todos fueran malos, feos, sucios, grotescos y aborrecibles. Si ustedes piensan que nadie compra esa clase de libros; se equivocan. Los cultores de lo feo son tantos o más que los que aprecian la belleza. Y William se hizo rico, tan rico que los poderosos del planeta empezaron a leer y admirar sus libros y se vieron horrorosamente reflejados en ellos, por lo que, lejos de disgustarse, se aficionaron aún más, porque leer acerca de magnates tan inmundos, curas tan pederastas y comunistas tan dogmáticos los hacían sentir bien y les permitía drenar su mierda interior a través de las ficciones, evitando así tener que rendirse cuentas de los excesos y perversiones de las que eran protagonistas en la realidad. Esto perjudicó a William, por cierto, que llegó a ser tan rico como Gill Bates y Red Durner y no tuvo más remedio que detestarse por ello. Rico, exitoso y mimado por las multitudes, Temple vivía en un infierno constante, por lo que decidió quitarse la vida. Tomó una Uzi que le había regalado Iddo Gal, el hijo del inventor del subfusil israelí, y se lo puso en la boca, con tan poca fortuna que le gustó el sabor y empezó a lamerlo y chuparlo. Por primera vez en su vida, William Temple disfrutaba de algo. Está de más decir que no jaló el gatillo, donó su fortuna a la Iglesia Sincrética Universal y como recompensa fue abducido por una nave proveniente del Cinturón Hitilén, en la galaxia Andrómeda. Los hitilerianos (que por una de esas coincidencias que hacen que el universo sea un lugar divertido se llamaban igual que una famosa banda de punk-rock somalí) lo nombraron Emperador de la Galaxia (de la de ellos, no de la nuestra) y le concedieron Inmortalidad Ilimitada Gratuita. Ahora William Temple es feliz y planea casarse con la Madre Teresa de Calcuta, eficazmente clonada de una escama de caspa de la santa encontrada en un basural de Calcuta por el sabio indio Rajmanahabib Sanadoval Chandigarhadath. Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.