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martes, 22 de enero de 2013

La vida breve de las ardillas - Luis Cermeño & Andrés Felipe Escovar


Las turbinas se encendieron y la ardilla sin dientes ni labios comenzó a llorar, mirando por la ventana del transbordador que se alejaba de la tierra como los escupitajos de los tuberculosos que invadieron al planeta Irraki. La ardilla sabía que era la última esperanza; ella encarnaba, como el mismísimo Jesús, una buena nueva.
El viaje hasta el planeta Nelson de la galaxia Cóndor del sistema Anular X-34 era necesario para descerrajarse la cabeza de un balazo. Solo allí tendría la capacidad de matarse no sin antes activar la máquina del tiempo erigida en la superficie del astro. Los habitantes de Nelson la esperaban pero de una manera no amigable: Lanzas y flechas humedecidas con su saliva cerraban la atmósfera hostil de este planeta estratégico. El emperador de emperadores esperaba en una calma chicha mientras el pueblo nelsonita se llenaba de ira, bebiendo alcohol de jengibre y fustigando los pequeños apéndices que tenían por ojos. Para ellos cualquier extranjero que viniera a activar la máquina de tiempo era una prolongación de su agonía. El cáncer parecía renacer en sus cuerpos en la crispación regurgitada ante la presencia de una nueva criatura.
Una ardilla sin boca que lloraba por el destino de una raza en la que no creía: la suya. Llegó al mediodía, en plenilunio de agosto. Ardilla sabía pensar y tenía hambre: desde que le desaparecieron la boca el silencio y la inanición la hicieron figurar futuros y posibles universos en donde la paz dejara de ser una promesa ya que todo estaría muerto.
Fue recibida por un diluvio de lanzas que se clavaron en su cuerpito. Antes de emitir el último suspiro su boca volvió a abrirse y pronunció las palabras que Adonay se dijo a sí mismo en la cruz: por qué me has abandonado.
Los nelsonitas supieron que el dios había llegado y que era tiempo de morir. Entonces, acudieron al consuelo de su emperador. Este, subiendo los hombritos y arrugando las ñatas, sentenció: Los condeno a ser bellos.
—¿Y la máquina del tiempo? —preguntó el niño nelsonita.
—Esa sigue funcionando. ¿No ve que le acabo de contar un cuento? mariposeó el anciano nelsonita, tan senil y hermoso como su nieto preguntón.

Acerca de los autores:
Luis Cermeño
Andrés Felipe Escovar

viernes, 3 de agosto de 2012

Estímulo terapéutico - Luis Cermeño



“El futuro será de la mente” 
Dr. Rodolfo Llinás. 

Mi cuerpo es la última frontera. Los gritos me embriagan. El caos es mi terapia, la forma personal en que me enfrento contra la miseria de mi cerebro. Sin la demencia del campo de batalla me enfrento a la peor de las locuras: el encierro de mi cuarto.
Un día me llaman del mercado de mercenarios y me ofrecen un trabajo en África Central, un procedimiento de rutina para facilitar los trabajos de un fabricante de computadores, me pagan una elegante suma y, bueno, significa mucha diversión.
Después de conspirar dentro de las guerrillas locales y formar mi propio escuadrón insurgente, me encuentro a orillas del Río Congo lavándome la cara para partir. Debo cobrar el salario en Ginebra. Para realizar operaciones tan sencillas como abrir una cuenta en el Banco Suizo (SNB) no se puede vivir en Colombia ni ser ciudadano de este país. Es cuando debo sacar a flote mi habilidad actoral y realizar el número de emprendedor mexicano.
Tras aburrirme como un orate en el viejo mundo, vuelvo a casa en Medellín, en donde me espera una invitación del gobierno ruso para alistarme a la tripulación de su última nave que desembarcará en el Monte Olimpo. El escamoteo está asegurado.
En la mente puedo intuir la zona de influencia de esa otra región que no está en mi cuerpo.  Enclaustrado en mis pesadillas pruebo la fortaleza de mi sangre fría.  El test de simulación me ha especializado para los terrores en el invierno espacial. Siento la presencia de otras entidades, inhumanas y extraterrestres.  No se trata de establecer contacto con ellas, sino de medir fuerzas. No controlo este pedazo de mierda que es mi cuerpo ni mi mente. Me desvanezco en el último de los ataques. Me excitan estos gritos que en ningún sentido podrían existir en el vacío del espacio, himnos de mi propia batalla contra lo desconocido. Es la presencia del Monte Olimpo. Más allá de las grietas de inmundicia de mi mente, siento una apertura hacia las posibilidades de otros cosmos, otras inteligencias y otras guerras.

Acerca del autor:
Luis Cermeño