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sábado, 17 de enero de 2009

Diálogo de extraterrestres antes de caer sobre la Tierra - Campo Ricardo Burgos López


—Mañana es la invasión de la Tierra.
—¿Cómo mañana? ¿No habían dicho que les darían unos cincuenta años terrestres más antes de intervenir en su historia?
—Sí. En un principio se había pensado eso, pero el grado de depredación de los humanos sobre la misma especie humana y sobre su propio planeta, es mayor de lo inicialmente calculado. El Consejo determinó que no se arriesgará esperando que los mismos humanos hallen la solución a sus problemas, que ellos ya están muy cerca de la autoextinción, que es preciso hacer algo de inmediato y que por ello no se ceñirá a la directiva inicial de irrumpir en su historia dentro de unos cincuenta años terrestres.
—Bueno ¿y cuál es el plan de acción?
—El de siempre. Mientras nuestras tropas duermen a la totalidad de la población humana, nosotros les aplicaremos la eutanasia. Dentro de cuarenta y ocho horas, el planeta Tierra se despertará sin la especie homo sapiens y los seres más inteligentes que allí habrá entonces serán algunos simios y los delfines. El Consejo ha determinado que sin la infección humana pululando sobre el planeta, este mundo tiene buenas probabilidades de supervivencia y que en unos cientos de millones de años probablemente se desarrolle alguna otra especie más o menos razonable. Por supuesto, nuestros biólogos ya han hablado de darles un “empujón genético” a algunos simios y delfines que tienen en estudio, de otro modo el proceso se alargaría demasiado.
—¿Y qué van a hacer con lo bueno que produjeron los humanos? Me refiero a las obras de tipos como Platón, Dante, Miguel Ángel, Shakespeare, Mozart, Jesús, Buda.
—Durante los dos días terrestres que la humanidad estará en proceso de eutanasia, varias naves dispuestas en diferentes lugares del mundo, recogerán todo lo que sea importante o valioso para llevarlo a nuestro museo interestelar. Eso ya está previsto. Nada se perderá.
—¡Caray! ¡Lo cierto es que lamento el fracaso humano! Varios miles de años atrás yo hubiera apostado que la raza humana sí sería una de las especies en el universo que evolucionarían lo suficiente para alcanzar la decencia. Pero luego vinieron los siglos XX y XXI y todo se fue al diablo: Mataron, expoliaron y explotaron todo cuanto se les puso enfrente. Fue horrible.
—Es cierto. Hace un tiempo yo también pensaba que los humanos mostraban interesantes perspectivas, pero fue un error. Todos nos equivocamos.
Los extraterrestres se miraron mutuamente a lo que tal vez podrían denominarse “ojos”, y en eso que podría denominarse “ojos” asomó un dejo de algo entre la decepción y la tristeza. Uno de ellos volvió a retomar la comunicación.
—Y con esta eutanasia de especie dominante ¿cuántas llevamos?
—Según nuestros historiadores, al suprimir al “error humano” habremos eliminado unos 2.387.588 especies dominantes en más o menos el mismo número de planetas. Todas esas especies cumplieron un ciclo semejante al humano: en un principio prometían mucho, luego prometieron menos y por último —como estos pretenciosos “sapiens”— acabaron prometiendo nada. De allí nuestra intervención.
—Y tú ¿en cuántas eutanasias has intervenido?
—Con esta completo unas 6500. Tengo que mirar la bitácora para establecer el número exacto. ¿Y tú?
—Soy un principiante. Apenas si completo 23.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Patatización - Campo Ricardo Burgos López



Hace tres días me levanté y salí a la calle rumbo al trabajo. Apenas había acabado de cerrar la puerta de casa, noté que frente a ella pasaba una anciana sosteniendo una patata en la mano. La mujer observaba la patata una y otra vez como si el tubérculo escondiera un profundo misterio. Por un instante me quedé mirándola asombrado de su extraña actitud y luego, cuando dobló la esquina, la perdí de vista. En ese momento me sacudí y empecé a correr hacia el paradero del bus pues ya se me hacía tarde. Pero fue entonces que sucedió. De repente noté que todas las personas que me cruzaba rumbo al paradero, también llevaban una patata en la mano y también la miraban embelesados como si nada más existiera en el mundo. Al llegar al paradero comencé a  hacer mi fila y me pasmó percibir que todos los que me antecedían en ella, también llevaban una patata en la mano y también la miraban arrobados. Entonces, advertí algo más: No habían buses ni carros particulares. No había autos. Por la avenida tan sólo circulaban hombres y mujeres que siempre llevaban una patata frente a sus ojos y no reparaban en nada distinto a la patata de cada uno. Comencé a caminar hacia otro paradero y en la vía no encontré ni un solo auto en funcionamiento, los pocos que había estacionados a un lado de la avenida, guardaban en su interior a un conductor y unos pasajeros cada uno de ellos hipnotizado por su respectiva patata.
—¿Qué les pasa? —grité—. ¿Están locos?
Nadie me contestó. Una y otra vez grité para que me explicaran qué diablos estaban haciendo, pero fue inútil. Nadie se dignó responderme, era como si de súbito todos se hubieran vuelto sordos y no pudieran percibir sino patatas. Resignado, caminé hasta mi oficina y llegué allí tras hora y media. De más está decir que en el lapso del camino todos los que encontré llevaban una patata frente a sus ojos y sólo la observaban a ella, varias veces intenté dirigirles la palabra, pero nadie respondió, varias veces les arrebaté a algunos sus patatas para arrojarlas lejos y tan sólo seguían la patata con la vista para correr a recuperarla. Nadie se dignó siquiera mirarme, era como si no existiera. Como decía, tan pronto llegué a la oficina ya no me sorprendió que nadie me prestara atención, pues cada uno estaba alelado en la contemplación de su patata. Entré a la sala de juntas donde estaban mi jefe y los ejecutivos de la compañía y allí todos, alrededor de la mesa, sólo tenían ojos para las patatas. Francamente aterrado, corrí a un televisor y en todos los canales tan sólo se transmitían imágenes de humanos contemplando patatas. Nada más. Observé muchos canales y en todos ellos se mostraba lo mismo: Humanos embelesados en la contemplación de sus patatas en Australia, en Uruguay, en China. La humanidad entera se había “patatizado”, no hay otra palabra para el fenómeno. Como ya lo escribí, hace tres días estoy en esta oficina y en ese lapso no he encontrado otro humano en sus cabales. A ratos salgo a los restaurantes a buscar comida y allí sólo hay personas sentadas en las mesas observando sin fin a sus propias patatas. No sé si haya otros humanos “despatatizados”, pues no he encontrado a ningún otro como yo. Tampoco cuento con una explicación para el hecho. No sé si este comportamiento masivo se debe a un hechizo colectivo o a una entidad sobrehumana que juega con todos los homo sapiens. No sé. He sintonizado todas las emisoras de radio, pero tan sólo emiten silencio. En la TV, como ya anoté, sólo se observan las imágenes referidas. Internet está muerta. ¿Qué más puedo decir? Ignoro por qué yo no he caído bajo el embrujo de las patatas, por qué a mí no me sucede lo mismo que a los demás. ¿Qué demonios le pueden ver a esas cositas el resto de humanos, que yo no consigo advertir? Varias veces he ido al supermercado y tomado una patata en mis manos, pero no entiendo cuál es el encanto de la solanácea. Es cierto que sus “ojos”, sus formas y su pellejo son de una gracia abrupta, pero no puedo —como parece sucederle a los demás— convertirlas en el centro de mi vida. No consigo caer en la “patatolatría” a la cual parece haber sucumbido el mundo. No sé qué va a pasar.

jueves, 25 de diciembre de 2008

Seiscientas mujeres feas - Campo Ricardo Burgos López


Cuando la policía ingresó por fin en la casa del sicópata encontró el listado de las seiscientas mujeres feas que había conseguido matar durante más de cincuenta años en muchos países del mundo y en tres continentes. De sus seiscientas víctimas feas, el asesino tenía seiscientas fotografías en un álbum. Frente a cada fotografía y de su puño y letra, el tipo había escrito “FEA, FEÍSIMA, NO AFEES MÁS AL MUNDO”. En un diario, el hombre había descrito asesinato por asesinato cómo había procedido con cada víctima, si ella había llorado o no, si había pedido misericordia, si había dicho alguna palabra postrera. En las últimas páginas y antes de suicidarse, el asesino confesaba que una vez había alcanzado la cabalística cifra de seiscientas muertas, su corazón se había calmado; que las voces que le habían ordenado matar por más de cinco décadas, repentinamente se habían silenciado; que después de haber degollado a la última fea, sentía que había alcanzado el nirvana y que entendía a Buda. “Tras suprimir a la última fea –decía textualmente- por primera vez en más de cincuenta años pude salir a la calle y sonreír. Caminé por un parque, compré un helado y acaricié a un bebito que daba una vuelta con su nana. Hoy –continuaba- siento que mi vida tiene algún sentido, que he contribuido a desafear el mundo; observo al barrendero de la calle y pienso que en esencia mi labor no ha sido distinta a la de él, yo también he contribuido a la higiene  estética del planeta y lo he hecho ad honorem, sin retribución alguna”. Según afirman los investigadores, en uno de los armarios de la casa del asesino encontraron otros álbumes. En uno había seiscientas fotos de seiscientos hombres feos; en otro, seiscientas fotografías de seiscientos profesores estúpidos; en otro, seiscientos poemas bajo el título Seiscientas veces ciego; en otro, había escrito seiscientas veces la palabra “caballo”; había también un álbum con seiscientas fotos de jazmines y otro con seiscientas fotos de la luna. Al preguntársele a un psiquiatra forense por qué el homicida estaba tan obsesionado con el número seiscientos, anotó dos cosas: “Bueno, lo cierto es que el número seiscientos es un número único ¿No les parece? La gente suele olvidar que cada cifra es una obra de arte”.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Infernófono - Campo Ricardo Burgos López


El teléfono sonó y lo contesté.
—Le llamamos desde el infierno.
—¿Perdón?
—Eso. Le llamamos desde el infierno para comunicarle que usted ha sido condenado y estará acá en breve tiempo.
—¿Pero qué broma es ésta? –colgué furioso.
El teléfono volvió a sonar y esta vez no contesté. Empero, dado que insistía en repicar, al final volví a descolgarlo.
—Le llamamos desde el infierno —repitió la misma voz de hacía un momento.
—¿Pero qué ridiculez es ésta? ¡Para ir al infierno primero hay que morir y yo no lo estoy!
—¿Está seguro? —argüyó la voz.
Esta vez la pregunta me desaseguró. Corriendo fui al dormitorio y para mi sorpresa encontré allí mi cuerpo tendido sobre la cama y a mi esposa llorando. Perturbado le grité, pero ella no lo advirtió. Volví a gritar, pero ella no reaccionaba. Era como si entre más fuerte gritara, ella no lo escuchara. Asustado, retorné corriendo al teléfono y lo retomé.
—¿Ve que no le mentía? Le llamamos desde el infierno.
—¡Espere! Supongamos que de verdad usted me llame desde el infierno y yo esté muerto ¿Cómo voy a ir allá si yo no era tan malo después de todo? ¡Yo no era un santo, pero era un tipo normal, con sus altas y bajas!
—¿Está seguro?
Angustiado guardé silencio y pensé ¿Será que en esto pasaba lo mismo? ¿Será que así como me creía vivo y no lo estaba, suponía que era bueno y no lo era? Volví al teléfono.
—¡Pero mi conciencia no me acusa de algún pecado mayor! ¡Al fin y al cabo mi esposa está llorando!
—¿Y es que usted puede creer a pie juntillas en esa fabricante de delirios que es la conciencia humana? Su esposa está llorando porque era una santa y lo apreciaba pese a la vida que usted le daba y a los muchos años que usted la torturó, no porque usted haya sido bueno.
Aquí si quedé frío ¿Toda la vida fui un malvado y no me dí cuenta? ¿Es que mi cerebro no servía para nada?
—Efectivamente, señor Rebolledo, ese es el problema: Su cerebro no sirve para nada.
De improviso miré frente a mí y allí estaba un médico junto a mi esposa, yo estaba en un consultorio.
—Es lo que le digo, señor Rebolledo, su cerebro sólo a ratos sintoniza con la realidad, demasiado a menudo se pierde y se sume en delirios.
—¿Entonces no hay infierno? ¿No estoy muerto? ¿No soy un malvado que debe quemarse en una paila por toda la eternidad? —interrogué ansioso.
—Claro que no, señor Rebolledo. Usted lo que necesita es un tratamiento psiquiátrico urgente. Desde hoy mismo empezaremos.
En eso sonó el teléfono y el médico o psiquiatra contestó. Por un momento escuchó, luego su rostro hizo una mueca de sorpresa, tras ello otra de resignación, y de inmediato me pasó la bocina sin palabras. Yo contesté.
—Le llamamos desde el infierno.
—¡No puede ser! ¡Estaba en el psiquiatra! ¡Había despertado de esta pesadilla!
—¿Cuántas veces debo decirle que no le crea a su conciencia? Usted está muerto aunque perciba lo contrario, fue malvado aunque perciba lo contrario, está en sus cabales aunque su mente invente el mecanismo de defensa de que usted está loco y necesita tratamiento psiquiátrico. En lo que equivale a unos instantes, todo se desintegrará a su alrededor de modo paulatino y de repente despertará aquí. Por fin usted se verá tal como es en realidad. El infierno consiste en esa lucidez dolorosa por toda la eternidad. Toda la vida usted se dijo mentiras y ahora está diciéndose las últimas de su historia. 

sábado, 20 de diciembre de 2008

Hechos que le pueden ocurrir a un hombre en un dia cualquiera - Campo Ricardo Burgos López


Cierto día un hombre se levantó de su cama a las seis de la mañana, se bañó, desayunó y se cepilló los dientes. Como a las nueve de la mañana el hombre se enamoró de una mujer, a las nueve y un minuto le había propuesto matrimonio y ya a las diez estaban casados, habían tenido tres hijos y dos de ellos iban al colegio. Como a las once y media a.m. el hombre (que se había levantado de veintiseis años de edad) cumplió los cuarenta, tuvo los primeros problemas con su hijo mayor que ya era adolescente y a las doce del día almorzó mientras su única hija cumplía quince años. A la una de la tarde (o tal vez a la una y un minuto) el hombre leyó el periódico, enfrentó serios problemas matrimoniales debido a cierta propensión suya a mezclarse más de lo debido con la mujer del prójimo, y a las dos y treinta y cinco se separó de su cónyuge. Como a las cuatro de la tarde en compañía de algunos amigos, se tomó un café con almojábana, criticó a los políticos del país, se enamoró nuevamente y a las cinco en punto ya había contraído segundo matrimonio. A las seis de la tarde, justo mientras cenaba, el segundo hijo de su primer matrimonio contrajo una grave enfermedad y falleció a los treinta años. A las siete de la noche el hombre engendró un nuevo hijo en su segundo matrimonio, observó las noticias en la televisión, su única hija se casó y su primogénito viajó al exterior para radicarse allí definitivamente. Por prescripción médica a las nueve de la noche el hombre se mudó a una ciudad menos contaminada que Bogotá y terminó de leer la novela que hacía días le ocupaba. A las diez y tres minutos murió su primera esposa y a las once y ocho minutos, la segunda. Como a las doce de la noche el hombre insomne se preguntó qué le deparaba la siguiente jornada, meditó en los muchos días que aún le aguardaban y un tanto inseguro como a las doce y media se tomó su vaso de leche, se lavó los dientes, se durmió y ya no despertó. Al alba del segundo día el hombre estaba muerto, enterrado y su cadáver amortajado en un ataúd. Mientras los restos de su cuerpo en el féretro comenzaban ya a transformarse en polvo, uno de los amigos con quienes había tomado café y criticado políticos a las cuatro de la tarde del día anterior, se preguntaba por qué el día de ayer lo único que había hecho era trabajar, por qué en su vida nunca sucedía nada, y por qué el día de hoy sólo le esperaba un rutinario día de labores detrás de un vetusto escritorio de oficina.